El ascenso de Endymion (96 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El ascenso de Endymion
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La idea era perturbadora, angustiosa para mí, pero también estimulante.

Yo conocía a Aenea. Su hijo sería un niño humano, lleno de vida, alegría y un amor por todo, desde la naturaleza hasta los viejos holodramas. Yo nunca había entendido que Aenea hubiera dejado a su hijo, pero ahora comprendía que ella no había tenido elección. Conocía el terrible destino que la esperaba en la mazmorra del Castel Sant'Angelo. Sabía que moriría por la tortura y el fuego, rodeada por enemigos inhumanos y por las réplicas de Nemes. Lo sabía desde antes de nacer.

Esto me aflojó las rodillas. ¿Cómo podía mi querida amiga haber reído conmigo, encarado el futuro con feliz optimismo, celebrado la vida tan plenamente, cuando sabía que cada día la acercaba más a esa muerte espantosa? Me asombraba esa fuerza de voluntad. Yo no la tenía. Aenea sí.

¿Pero no podía haber mantenido al niño consigo, sabiendo cuándo y cómo llegaría ese terrible final? Supuestamente, pues, el padre estaba criando al hijo. El Otro con forma humana. El Observador.

Esto me resultó aún más perturbador que mis revelaciones anteriores. Tuve la certeza adicional de que Aenea habría querido que yo cumpliera alguna función en la vida de su hijo si lo hubiera creído posible. Sus atisbos de futuros posibles presuntamente terminaban con su propia muerte. Tal vez no sabía que yo no sería ejecutado en el momento. Pero también me había pedido que esparciera sus cenizas en Vieja Tierra, lo cual suponía mi supervivencia. Tal vez le había parecido excesivo pedirme que yo encontrara a su hijo y lo ayudara a crecer, que contribuyera a protegerlo en un universo hostil.

Noté que estaba llorando, no suavemente, sino con sollozos convulsivos. Era la primera vez que lloraba así desde la muerte de Aenea. Extrañamente, no era sólo el dolor por la ausencia de Aenea, sino el pensar en esta segunda oportunidad de asir la mano de un niño como había asido la de Aenea cuando tenía doce años, de proteger al hijo de mi amada como había tratado de proteger a mi amada.

Y fracasado
, me recordé, condenándome a mí mismo.

Sí, al final había fracasado en la misión de proteger a Aenea, pero ella sabía que yo fracasaría, y que ella fracasaría en su propósito de destruir Pax. Me había amado y había amado la vida aun sabiendo que fracasaríamos.

No había motivos para fracasar con ese otro niño. Tal vez el Observador agradeciera mi ayuda, mi voluntad de compartir la experiencia humana con ese niño, ciertamente más que humano. Podía afirmar con cierta certidumbre que nadie había conocido a Aenea mejor que yo. Eso sería importante para la crianza del niño, el nuevo mesías. Le llevaría la narración que aguardaba en mi pizarra y compartiría sus fragmentos con la niña o niño mientras crecía, y un día se la daría toda.

Cogí la pizarra y caminé por mi celda. Estaba el pequeño problema de mi ineludible ejecución. Nadie vendría a rescatarme. La cáscara explosiva del huevo había decidido eso, y si hubiera existido un modo de resolver ese problema, ya habría llegado alguien. Era el colmo de la improbabilidad y la buena suerte que yo hubiera sobrevivido tanto tiempo cuando cada pocas horas la muerte arrojaba los dados mientras el detector olfateaba la emisión de partículas. Había vencido las leyes del azar cuántico por mucho tiempo, pero mi suerte no podía durar.

Me detuve.

Había cuatro pasos en las enseñanzas de Aenea acerca de la nueva relación de nuestra especie con el Vacío Que Vincula. Aun antes de entrar en mi celda yo había experimentado, aunque no dominado, el idioma de los muertos y de los vivos. Al escribir la narración había demostrado que podía tener acceso al Vacío para recibir viejos recuerdos de los vivientes, aunque la cáscara interfiriese en mi capacidad para averiguar qué sucedía con amigos como el padre De Soya, Rachel, Lhomo o Martin Silenus.

Aunque quizá no hubiera interferencia. Quizá yo me hubiera negado subconscientemente a tratar de comunicarme con el mundo de los vivos, salvo cuando se trataba de recuerdos de Aenea, pues sabía que ahora habitaba el mundo de los muertos.

Ya no. Quería largarme de aquí.

Había otras dos etapas que Aenea había mencionado en sus enseñanzas, sin explicarlas del todo: oír la música de las esferas y dar el primer paso.

Ahora comprendía ambos conceptos. Sin ver cómo se libreyectaba Aenea, y sin ese gran torrente de comprensión gestáltica que me había bañado al compartir su terrible muerte, no lo habría comprendido. Pero ahora sí.

Yo había pensado en oír la música de las esferas como una especie de radiotelescopio paranormal, en oír los crujidos y silbidos de los astros como los radiotelescopios lo habían hecho durante once siglos. Pero comprendí que Aenea no se refería a eso. Ella no abría los oídos a los astros sino a la resonancia de las personas, humanas o no, que moraban entre esos astros. Había usado el Vacío como una suerte de radiofaro direccional antes de libreyectarse.

Muchas de sus libreyecciones no tenían sentido para mí. Los teleyectores controlados por el Núcleo eran toscos agujeros abiertos en el Vacío —y en consecuencia en el espaciotiempo—, y los portales eran como esas toscas pinzas que mantenían abiertos los bordes de una herida en los viejos tiempos de la cirugía con escalpelo. Ahora comprendía que el método de Aenea era infinitamente más grácil.

En esos días en que Aenea y yo nos libreyectábamos a las superficies planetarias y de un sistema estelar al otro en el
Yggdrasill
, me preguntaba cómo había impedido que apareciéramos dentro de una colina o cincuenta metros sobre la superficie, o que la nave arbórea se materializara dentro de una estrella. Me parecía que la libreyección a ciegas, como los saltos Hawking sin planificar, serían arriesgados y desastrosos. Pero siempre aparecíamos exactamente donde debíamos. Ahora entendía por qué.

Aenea oía la música de las esferas. Sentía la resonancia del Vacío Que Vincula, donde resuenan la vida sentiente y el pensamiento, y luego usaba la ilimitada energía del Vacío para dar ese primer paso. Para viajar por el Vacío hacia donde aguardaban esas voces. Aenea había dicho una vez que el Vacío aprovechaba la energía de los cuásares, de los centros explosivos de las galaxias, de los agujeros negros y la materia negra. Suficiente, tal vez, para mover algunas formas de vida orgánica por el espaciotiempo y depositarlas en el sitio indicado.

El amor era el primer motor del universo, decía Aenea. Había dicho en broma que ella sería la Newton que explicaría la física elemental de esa gran fuente energética. No había vivido para hacerlo.

Pero ahora yo veía a qué se refería y cómo funcionaba. Gran parte de la música de las esferas era creada por las elegantes armonías y cambios melódicos del amor. Libreyectarse adonde esperaba una persona amada. Aprender un lugar después de haber viajado allí con gente amada. Amar, ver nuevos lugares.

Comprendí por qué nuestros primeros meses compartidos habían sido lo que entonces parecían vagabundeos sin ton ni son de mundo en mundo: Mare Infinitus, Qom-Riyadh, Hebrón, Sol Draconi Septem, el mundo sin nombre donde habíamos dejado la nave, todos los demás, incluso Vieja Tierra. No había portales teleyectores en funcionamiento. Aenea nos había llevado a A. Bettik y a mí a esos lugares, tocándolos, oliendo el aire, sintiendo la luz solar en la piel, viéndolo todo con amigos, con alguien que amaba, aprendiendo la música de las esferas para poder ejecutarla después.

Y en cuanto a mi odisea personal —el kayak viajando de Vieja Tierra a Lusus, el planeta nuboso y los demás lugares—, Aenea había sido la energía que impulsaba la teleyección. Me enviaba a esos lugares para que yo pudiera saborearlos y algún día reencontrarlos por mi cuenta.

Yo había pensado —aun mientras escribía el relato en la pizarra que tenía bajo el brazo, en la celda de Schrödinger— que era simplemente un viajero en una serie de peripecias. Pero todo tenía un propósito. Había sido un amante viajando con mi amor —o hacia mi amor— a través de una partitura musical de mundos. Una partitura que tenía que aprender de memoria para poder tocarla de nuevo algún día.

Cerré los ojos en la celda de Schrödinger y me concentré, luego pasé de la concentración al estado de vacío mental que la meditación me había mostrado en T'ien Shan.
Cada mundo tenía su propósito. Cada minuto tenía su propósito.

En ese vacío sin prisa, me abrí al Vacío Que Vincula y al universo donde él resonaba. No podría hacer esto, comprendí, sin comunión con la sangre de Aenea, sin los organismos nanotecnológicos que ahora habitaban en mis células y habitarían en las de mis hijos
. No
, pensé de inmediato
, no mis hijos. Sino en las células de aquellos humanos que escapen del cruciforme. En las células de sus hijos
. No podría hacer esto sin haberlo aprendido de Aenea. No podría haber oído las voces que oí entonces —coros más grandes de los que había oído antes— sin haber aguzado mi comprensión de la gramática y la sintaxis del idioma de los muertos y los vivos durante los meses que trabajé en mi relato mientras esperaba la muerte.

No podría hacer esto, comprendí, si fuera inmortal. Comprendí de una vez para siempre que este grado de amor a la vida y al prójimo no se concede a los inmortales sino a los que viven brevemente y a la sombra de la muerte y la pérdida.

Y mientras escuchaba los crecientes acordes de la música de las esferas, distinguiendo ahora voces individuales —la de Martin Silenus, aún vivo pero agonizante en mi mundo de Hyperion, la de Theo en el bello Alianza Maui, la de Rachel en Mundo de Barnard, la del coronel Kassad en el rojo Marte, la del padre De Soya en Pacem, e incluso los encantadores acordes de los muertos, Dem Ria en Vitus-Gray-Balianus B, el padre Glaucus en Sol Draconi Septem, mi madre, también en el lejano Hyperion—, oí también las palabras de John Keats en su voz, y en la de Martin Silenus, y en la de Aenea:

Tal es la vida humana: la guerra, los actos,

la decepción, la angustia,

las pugnas de la imaginación, lejos y cerca,

todo ello es humano; y contiene la virtud

de ser el aire, el sutil alimento,

de hacernos sentir la existencia, y mostrarnos

cuan muda es la muerte. Donde hay suelo crecen hombres

que serán maleza o flores; mas para mí

no hay hondura, donde echar raíces...

Pero lo contrario era verdad para mí en ese momento: había hondura de sobra donde echar raíces. En ese momento el universo se profundizó, la música de las esferas dejó de ser un coro para convertirse en una sinfonía tan triunfal como la
Novena
de Beethoven, y supe que siempre podría oírla cuando lo deseara o necesitara, siempre podría usarla para dar el paso necesario para ver a la que amaba, o bien para ir al lugar donde había estado con la que amaba, o bien para encontrar un lugar y amarlo por su propia belleza y riqueza.

Me sentí desbordado por la energía de los cuásares y los explosivos núcleos estelares. Fui arrastrado por olas de energía más desbordantes y líricas que alas de ángeles éxters deslizándose por corredores de luz solar. El casco de energía mortífera que era mi prisión y celda de ejecución ahora parecía ridículo, la broma original de Schrödinger, como si me hubieran encerrado con una soga para saltar en vez de una pared.

Salí de la caja de Schrödinger, salí del sistema de Armaghast.

Por un instante, sintiendo que los límites de la celda de Schrödinger caían para siempre, existiendo en ninguna parte y en todas partes del espacio, aunque físicamente intacto en mi cuerpo y mi pizarra, sentí una euforia tan embriagadora como el efecto vertiginoso de la teleyección en solitario. ¡Libre! ¡Estaba libre! La oleada de alegría era tan intensa que sentía ganas de llorar, de gritar ante la luz circundante de no espacio, de sumar mi voz al coro de voces de los vivos y los muertos, de cantar con las cristalinas sinfonías de las esferas que subían y bajaban como un oleaje acústico alrededor de mí. ¡Libre al fin!

Entonces recordé que la única razón para estar libre, la única persona que podía dar valor a esa libertad, se había ido. Aenea había muerto. La alegría de la fuga se disipó súbita y absolutamente, reemplazada por la sencilla pero profunda satisfacción de poner fin a tantos meses de encarcelamiento. El universo había perdido su color, pero al menos era libre de ir adonde quisiera en ese monótono reino.

¿Pero adonde iría? Flotando en luz, libreyectándome al universo con la pluma y la pizarra bajo el brazo, aún no me había decidido.

¿Hyperion? Había prometido a Martin Silenus que regresaría. Oí la fuerte resonancia de su voz en el Vacío, pasado y presente, pero no formaba parte del coro actual durante mucho tiempo. Sus días estaban contados. Pero no Hyperion. Todavía no.

¿El Árbol Estelar? Me asombró saber que aún existía en alguna forma, aunque la voz de Lhomo estaba ausente de la sinfonía coral. El lugar había sido importante para Aenea y para mí, y tenía que regresar alguna vez. Pero no ahora.

¿Vieja Tierra? Asombrosamente, oí claramente la música de esa esfera, en la voz de Aenea y la mía, en el canto de los amigos de Taliesin. La distancia no significaba nada en el Vacío Que Vincula. Allí el tiempo sazona pero no destruye. Pero no Vieja Tierra. Todavía no.

Oí partituras de posibilidades, partituras de voces que quería oír personalmente, gente a quien abrazar y con quien llorar, pero la música que más me atraía venía del mundo donde habían torturado y asesinado a Aenea. Pacem, sede de la Iglesia y nido de nuestros enemigos. Noté que Pacem ya no era la misma cosa. Sabía que en Pacem no encontraría nada de Aenea, sólo cenizas del pasado.

Pero ella me había pedido que llevara sus cenizas y las esparciera en Vieja Tierra, en el lugar donde mejor habíamos reído y amado.

Pacem. En el vórtice de la energía del Vacío, saliendo de la celda de Schrödinger pero sin existir en ninguna parte salvo como pura probabilidad cuántica, tomé una decisión y me libreyecté a Pacem.

33

El Vaticano está roto como si el puño de Dios hubiera bajado del cielo en una ira que trasciende la comprensión humana. La vasta ciudad burocrática está destrozada.

El puerto espacial fue arrasado, los grandes bulevares incinerados y derretidos. El obelisco egipcio que se erguía en el centro de la Plaza de San Pedro fue tronchado y las columnas que rodeaban el espacio oval están tiradas como troncos petrificados. La cúpula de la Basílica de San Pedro fue despedazada y sus fragmentos cayeron a través de la logia central y la gran fachada para rodar por la escalinata rota. El muro del Vaticano está derrumbado en cien sitios, y en largos tramos falta por completo. Los edificios antes protegidos en sus recintos medievales —el Palacio Apostólico, los Archivos Secretos, las barracas de la Guardia Suiza, el hospicio de la Madre Teresa, los aposentos papales, la Capilla Sixtina— están expuestos, derruidos, calcinados, derrumbados, desperdigados. En este margen del río, el Castel Sant'Angelo fue derretido. El enorme cilindro —veinte metros de piedra sobre una base cuadrangular— es un montículo de lava fría.

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