—¿Cómo te va, niña?
—Muy bien, padre. De verdad.
—¿Estás a gusto en esa casa?
—Mucho.
Titubea el salinero pasándose la mano por la cara patilluda, cuyo mentón necesita desde hace tres días el filo de una navaja barbera.
—He visto que el mayordomo es... Bueno. Ya me entiendes.
Sonríe la hija, bonachona.
—¿Un poco mariquita?
—Eso mismo.
Hay muchos así, cuenta la joven, empleados en casas buenas. Son gente ordenada y limpia, y en Cádiz es costumbre. Rosas es persona decente, que gobierna la casa con orden. Y ella se lleva bien con todo el mundo. La respetan.
—¿Te ronda algún mozo?
Enrojece Mari Paz, cerrándose un poco sobre la cara, de modo instintivo, el mantoncillo que lleva puesto por encima.
—No diga tonterías, padre. A mí quién me va a rondar.
Padre e hija pasean a lo largo de las murallas, en dirección a la plaza de los Pozos de la Nieve y la Alameda, apartándose cuando baluartes o baterías de cañones que apuntan a la bahía les cortan el paso. Rompe el agua abajo, en las rocas descubiertas, y hay mucho revoloteo de gaviotas. Entre ellas, con vuelo recto y decidido, una paloma pasa volando alto y se pierde sobre el mar, en dirección a la tierra firme del otro lado.
—¿Qué tal te tratan los de arriba?
—Muy bien. La señorita es seria y amable. No da muchas confianzas, pero se porta conmigo de maravilla.
—Solterona, me han dicho.
—No crea que le faltarían pretendientes, si quisiera. Y vale mucho. Desde que murieron su padre y su hermano, lo lleva todo ella: el negocio, los barcos... Todo. Le gusta leer, y las plantas. Ésa es su afición. Estudia plantas raras que le traen de América. Las tiene lo mismo en libros que en herbarios y en macetas.
Mueve Mojarra la cabeza, filosófico. Después de conocer al capitán Virués y sus dibujos, ya no le sorprende nada.
—Hay gente para todo.
—Y que lo diga usted. Porque un poquito más atravesada es la señora madre, la viuda. Y seca a más no poder. Se pasa el tiempo en la cama diciéndose enferma, pero es mentira. Lo que quiere es que estén pendientes de ella, y sobre todo su hija. En la casa dicen que no le perdona a la señorita que siga viva y a cargo del negocio, mientras que el señorito Francisco de Paula, su favorito, murió en Bailén... Aun así, doña Dolores es muy paciente con su madre. Muy buena hija.
—¿Tienen más familia?
—Sí. El primo Toño: un solterón muy bromista, siempre de buen humor, que me quiere mucho. No vive en la casa, pero viene cada tarde, de visita... La señorita tiene una hermana casada, pero ésa ya es otra cosa. Más estirada y seca. Peor persona.
Ahora le llega a Felipe Mojarra el turno de referirle cosas a su hija. Detalla así la situación en la isla de León: el cerco francés, la militarización de toda la zona, los hombres movilizados y las penurias de la población civil con la guerra en la puerta misma de casa. Las bombas, cuenta, caen un día sí y otro también, y casi toda la comida se la llevan el Ejército y la Real Armada. Escasean la leña, el vino y el aceite, y a veces no hay harina para hacer pan. Nada que ver con la vida regalada que hacen en Cádiz. Por suerte, estar alistado en la compañía de escopeteros permite llevar dos o tres veces por semana una ración de carne al puchero familiar, y no es difícil arreglárselas pescando en los caños o mariscando en el fango, con marea baja. En cualquier caso, según cuentan los enemigos que se pasan del otro lado, peor están allí. Con los pueblos esquilmados y toda la gente, franceses incluidos, reducida a la miseria. Ni vino les llega en algunos sitios, a pesar de que tienen en su poder Jerez y El Puerto.
—¿Se pasan muchos?
—Algunos, sí. De pura hambre, o porque tienen problemas con sus jefes. Se meten nadando por los caños y se entregan en nuestras avanzadillas. A veces son unos críos, y casi todos llegan que da lástima verlos... Pero no creas. También se pasan a ellos de los nuestros. Sobre todo gente que tiene familia en aquella parte. A ésos, cuando los cogemos los fusilamos, claro. Para dar ejemplo... A uno lo conocías tú: Nicolás Sánchez.
Mari Paz mira a su padre, la boca y los ojos muy abiertos.
—¿Nico?... ¿El de la tahona del Santo Cristo?
—Ése. Tenía la mujer y los hijos en Chipiona, y quiso irse con ellos. Lo detuvieron en el caño Zurraque, remando de noche en un botecillo.
Se santigua la muchacha.
—Eso me parece una crueldad, padre.
—También los gabachos matan a los suyos, cuando los pillan.
—No es lo mismo. El domingo dijo el cura de San Francisco que los franceses son siervos del diablo, y que Dios quiere que los españoles los exterminemos como a chinches.
Mojarra da unos pasos mirando el suelo ante sus alpargatas. Al cabo mueve la cabeza, hosco.
—Yo no sé lo que quiere Dios.
Camina un poco más y se detiene, sin levantar la vista. Aunque ya parezca mujer, Mari Paz todavía es una criatura, se dice. Hay cosas que no es posible explicar. No allí, de ese modo. En realidad, ni siquiera se las explica él.
—Son hombres como nosotros —añade al fin—. Como yo... Al menos los que he visto.
—¿Ha matado usted a muchos?
Otro silencio. Ahora el padre mira a la hija. Por un instante está a punto de negarlo, pero termina encogiéndose de hombros. Por qué renegar de lo que hago, piensa, cuando lo hago. De la obligación ciega con lo que Dios —las intenciones de éste no son asunto de Felipe Mojarra— pueda querer o no querer. Del deber con la patria y con el rey Fernando. Lo único que el salinero sabe de cierto es que los franceses no le gustan, pero duda que sean más siervos del diablo que algunos españoles que conoce. También sangran, gritan de miedo y dolor, como él mismo. Como cualquiera.
—Alguno he matado, sí.
—Bueno —la muchacha se santigua otra vez—. Si son franceses, no será pecado.
Pepe Lobo aparta al borracho que le pide un cuarto para vino. Lo hace sin violencia, paciente, procurando sólo que el otro —un marinero desharrapado y sucio— no le estorbe el paso. El borracho se tambalea y da un traspié, perdiéndose lejos del único farol de luz amarillenta que ilumina la esquina de la calle de la Sarna.
—Hay un problema —dice Ricardo Maraña.
El primer oficial de la
Culebra
ha salido de la oscuridad donde lo anunciaba, inmóvil, la brasa rojiza de un cigarro. Es alto y pálido. Viste de negro con botas finas vueltas, a la inglesa, y no lleva sombrero. La luz cenital del farol ahonda las ojeras en su rostro delgado.
—¿Grave?
—Depende de ti.
Los dos hombres caminan juntos ahora, calle abajo. Maraña, con una leve cojera. Hay bultos de mujeres y hombres en los portales y en las bocas de los callejones. Susurros en español y otras lenguas. Por la puerta o ventana de alguna taberna salen voces, risas, insultos. A veces, el sonido de una guitarra.
—El piquete vino hará cosa de media hora —explica Maraña—. Han apuñalado a un marinero americano, y buscan al culpable. Brasero es uno de los sospechosos.
—¿Y ha sido él?
—No tengo ni idea.
—¿Hay otros detenidos?
—Una jábega de seis o siete, pero ninguno más es nuestro. Los están interrogando allí mismo.
Pepe Lobo mueve la cabeza con fastidio. Conoce desde hace quince años al contramaestre Brasero —el nostramo, en jerga de a bordo— y sabe que, cuando anda metido en uvas, es capaz de apuñalar a un marinero americano y al padre mismo que lo engendró. Pero Brasero es también elemento clave de la tripulación que llevan días reclutando en Cádiz. Su pérdida, semana y media antes de hacerse a la mar, sería un desastre para la empresa.
—¿Todavía están en la taberna?
—Supongo. Encargué que me avisaran si se los llevan.
—¿Conoces al oficial?
—De vista. Un teniente joven. Guacamayo.
Sonríe Pepe Lobo al oír la palabra
joven
en boca de su primer oficial, pues Maraña aún no ha cumplido veintiún años. Segundón de una familia honorable de Málaga, lo llaman el Marquesito por sus modales y aspecto distinguidos. Antiguo guardiamarina —su cojera proviene de un astillazo en la rodilla, recibido a bordo del navío
Bahama
en Trafalgar—, dejó el servicio en la Real Armada a los quince años, expulsado tras un duelo en el que hirió a un compañero de promoción. Desde entonces navega en barcos corsarios, primero bajo pabellón español y francés, y ahora con los ingleses como aliados. Es la primera vez que embarca con el capitán Lobo, pero se conocen bien. Su último destino ha sido un místico de cuatro cañones con base en Algeciras, el
Corazón de Jesús,
cuya patente de corso caducó hace dos meses.
La taberna es uno de los muchos tugurios cercanos al puerto, frecuentados por marineros y soldados españoles y extranjeros: techo ahumado de velas y candiles de garabato, grandes pipas de vino, toneles a modo de mesas y taburetes bajos, tan ennegrecidos de mugre como el suelo mismo. Desalojado el local de parroquianos y mujerzuelas, dentro sólo quedan siete hombres de aspecto patibulario vigilados por media docena de guacamayos con la bayoneta calada en los fusiles.
—Buenas noches —le dice Lobo al teniente.
Acto seguido se identifica, con su acompañante. Capitán tal y piloto cual, de la balandra corsaria
Culebra.
Alguno de sus hombres está allí, por lo visto. Sospechoso de algo.
—De asesinato —confirma el oficial.
—Si se refiere a ése —Lobo señala a Brasero: casi cincuenta años, pelo cano rizado y bigotazo gris, manos anchas como palas—, le aseguro que no tiene nada que ver. Ha estado conmigo toda la noche. Acabo de mandarlo aquí a un recado... Sin duda se trata de un error.
Parpadea el teniente. Muy joven, como dijo Maraña. Chico fino. Indeciso. Lo de capitán corsario lo impresiona, sin duda. Para un oficial del Ejército o la Armada, la cosa sería diferente. Pero los guacamayos son milicia local. Guerreros de pastel.
—¿Está usted seguro, señor?
Pepe Lobo sigue mirando a su contramaestre, que se mantiene impasible entre los detenidos, las manos en los bolsillos del tabardo, mirándose los zapatos, con las palabras
corsario
y
contrabandista
pintadas como un cartel en la cara curada de sal y viento, donde las cicatrices y las arrugas se entrelazan en surcos recios como hachazos. Aretes de oro en las orejas, callado y quieto. Tan peligroso como cuando ambos perseguían juntos mercantes ingleses en el Estrecho, antes de ser capturados en el año seis y compartir miseria en Gibraltar. Maldito zumbado, se dice en los adentros. Seguro que es él quien le dio lo suyo al americano. Nunca tragó a los angloparlantes. Me pregunto dónde habrá metido el cuchillo jifero que lleva siempre en la faja. Apuesto cualquier cosa a que está tirado en el suelo por aquí cerca, entre el serrín manchado de vino que hay bajo las mesas. Seguro que lo largó en cuanto entraron éstos. El cabrón hijo de perra.
—Tiene usted mi palabra de honor.
Duda un instante el guacamayo, más por prurito de autoridad que por otra cosa. Lo de guacamayo es un apodo con que el humor local alude al vistoso uniforme —casaca roja, vueltas y cuello verde, correaje blanco— que visten los dos millares de vecinos pertenecientes a las clases pudientes de la ciudad que integran el Cuerpo de Voluntarios Distinguidos. En el recinto urbano de Cádiz, los civiles se organizan para la guerra según su posición social: unidos en el patriotismo, pero según y cómo. Burgueses, artesanos y gente humilde tienen cada cual sus milicias propias, donde nunca faltan reclutas. Quien se alista en éstas se libra de servir en el verdadero Ejército, sujeto a las penalidades y peligros de primera línea. Buena parte del ardor guerrero local se agota en pasear uniformes llamativos y darse aires marciales en las calles, plazas y cafés de la ciudad.
—Entiendo que se hace personalmente responsable de él.
—Por supuesto.
Pepe Lobo sale a la calle seguido por sus hombres, y los tres caminan junto a los muros de Santa María en dirección al Boquete y la Puerta de Mar. Nadie habla durante un trecho. Las calles están a oscuras, y el contramaestre parece una sombra dócil tras los oficiales. Sobre la cubierta de un barco, Brasero es el sujeto más fiable y sereno del mundo, con un don especial para manejar a los hombres en situaciones difíciles. Un fulano tranquilo al que en ocasiones, al pisar tierra, se le aflojan las chavetas del timón y enloquece por cuenta propia.
—Maldita sea su estampa, nostramo —dice al fin Lobo, sin volverse.
Silencio huraño a su espalda. Al lado oye bajito la risa contenida, entre dientes, del primer oficial. Una risa que acaba en un leve ataque de tos y una respiración silbante, entrecortada. Al pasar junto a un farol, el corsario mira de reojo la silueta flaca de Ricardo Maraña, que con indiferencia ha sacado un pañuelo de una manga del frac y lo presiona contra sus labios exangües. El joven piloto de la
Culebra
es de los que queman la vela por ambos extremos: libertino y disoluto hasta la temeridad, sombrío hasta la crueldad, valiente hasta la desesperación, se cobra por anticipado las cuentas de la vida —la suya es una oscura carrera contra el tiempo— con una sangre fría impropia de su edad, agotando el crédito sin mostrar inquietud ante un futuro inexistente, resuelto de antemano por el dictamen médico, irreversible, de una tuberculosis en último grado.
Unos centinelas les dan el alto cuando llegan ante la doble Puerta de Mar, que a estas horas está cerrada. Las normas sobre entradas y salidas de la ciudad entre la puesta de sol y el amanecer son rigurosas —la Puerta de Tierra se cierra a la oración, y la de Mar a las ánimas—, pero un permiso oficial o unas monedas deslizadas en la mano oportuna facilitan el trámite. Tras identificarse como dotación de la balandra
Culebra
y mostrar los pasavantes sellados por Capitanía, los tres marinos cruzan bajo el espeso muro de piedra y ladrillo, erizado de garitas e iluminado por un farol a cada lado de la muralla. A la izquierda, bajo los cañones que artillan las troneras del baluarte de los Negros, se encuentra el ancho espigón del muelle, rematado por dos columnas con las estatuas de San Servando y San Germán, patronos de Cádiz. Más allá, en la oscuridad de la bahía contigua a la muralla, agrupados como un rebaño que se mantenga lejos de lobos que acechen al otro lado, las siluetas negras de innumerables barcos de todo porte y tonelaje se mecen suavemente sobre sus anclas, aproados a la brisa de poniente, con sus fanales de posición apagados para estorbar la puntería de los artilleros franceses que se encuentran detrás de la franja de agua, en el Trocadero.