—¡Nos vamos!... ¡Para atrás, despacio!... ¡Espabilad, que nos vamos!
Al oír la voz, Felipe Mojarra termina de cargar el fusil, mete la baqueta en su sitio, por debajo y a lo largo del cañón, y mira a derecha e izquierda. Es hora de largarse, confirma. Los salineros e infantes de marina desplegados en guerrilla alrededor del molino de Montecorto empiezan a retroceder agachados, deteniéndose un instante para hacer puntería y tirar hacia los pequeños penachos de humo de mosquetería que brotan en la cercana línea francesa.
—¡Retiraos hacia los botes, sin prisas!... ¡Poco a poco!
Pac. Un balazo levanta arena en el talud, entre las esparragueras. Mojarra no se detiene a ver desde dónde le han disparado, pero calcula que los primeros tiradores enemigos están a menos de cincuenta pasos. Para mantenerlos con la cabeza baja, se incorpora a medias, apunta y aprieta el gatillo. Después busca otro cartucho en su canana, muerde el papel encerado, mete bala y pólvora y ataca de nuevo con la baqueta mientras se va para atrás, chapoteando en el fango que se desliza entre los dedos de sus pies desnudos. Otra bala, más imprecisa esta vez, hace ziaaang sobre su cabeza. El sol ya está alto, y brillan como diamantes minúsculos los charcos de costra blanca, los crujientes cristales de sal que cubren los lucios y las márgenes de esteros, canalizos y zumajos. En uno de ellos, tirados en el barro de la orilla, siguen los cadáveres franceses que vio con la primera luz del alba, poco después del desembarco. Son dos. Pasó cerca cuando le ordenaron, con sus compañeros, desplegarse en tiradores alrededor de la posición recién tomada y quedarse allí, molestando el contraataque enemigo, mientras los zapadores demolían los parapetos de fango y las chozas de Montecorto, clavaban los cañones franceses y le pegaban fuego a todo.
El de hoy es el tercer golpe de mano en que interviene Felipe Mojarra desde que se dio la batalla en torno a Chiclana. Por lo que él sabe, después de que los franceses recobrasen sus posiciones se han sucedido las incursiones españolas e inglesas a lo largo de la línea. Eso incluye continuos desembarcos y hostigamientos en los caños y la costa, desde Sancti Petri hasta el Trocadero y Rota, tomada hace tres días por fuerzas españolas que, antes de reembarcar sin daño, destruyeron los parapetos, echaron al agua la artillería enemiga y arengaron a la población a favor de Fernando VII. Se rumorea, de todas formas, que el combate del cerro del Puerco no fue tan afortunado como cuentan, aunque los ingleses se batieron con mucha firmeza y decencia, como suelen; y que el general Graham, molesto con su colega Lapeña por el comportamiento de éste durante la acción, tiene con los españoles sus más y sus menos, y rechaza el título de conde, de duque o de marqués —en materia de títulos, Mojarra no anda muy seguro— del Puerco que las Cortes pretenden darle; unos dicen que a causa de su desacuerdo con Lapeña, y otros que por haberle traducido lo de puerco al inglés. De cualquier modo, los roces militares entre unos y otros son frecuentes: los españoles reprochan a los aliados su arrogancia, éstos a aquéllos su indisciplina, y a ninguno falta razón. Felipe Mojarra lo comprobó hace una semana, en carne propia. Durante una de las incursiones, prevista a las nueve de la mañana para atacar la batería francesa del Coto, media compañía de infantes de marina ingleses con ocho guías salineros desembarcó y estuvo casi tres horas peleando sola, pues la fuerza española —setenta hombres del regimiento de Málaga— no se presentó hasta el mediodía, cuando ya los incursores reembarcaban. El propio Mojarra regresó a los botes jurando y renegando de sus compatriotas, cargado con un oficial inglés al que una bala de cañón le había llevado medio brazo. Lo salvó jugándose la vida porque, antes de empezar la acción, el salmonete —en la Isla los llaman así por sus casacas rojas— había tratado con mucho desprecio a los guías salineros, en su lengua pero entendiéndosele todo. Y quería Mojarra que en el futuro, cada vez que el inglés se mirase el muñón, si sobrevivía, se acordase de él. Del sucio
spaniard
al que debía su rubio pellejo.
Los dos cadáveres franceses están muy juntos, uno casi encima del otro, y su sangre ha vuelto rojizos los bordes salitrosos del zumajo. Mojarra ignora quién los mató, pero supone que son centinelas caídos en el primer momento de la incursión, cuando cincuenta y cuatro marineros e infantes de marina españoles, doce zapadores del Ejército y veintidós salineros voluntarios avanzaron en botes por el caño Borriquera, adentrándose en la orilla enemiga al amparo de la oscuridad. Uno de los muertos es entrecano y tiene media cara hundida en el fango, y el otro, moreno y mostachudo a la francesa, está apoyado de espaldas en él, abiertos los ojos, la boca, y también media frente por el impacto de la bala que lo mató. El salinero observa que alguien se ha llevado los fusiles y los correajes con cartucheras y sables, pero no los aretes de oro con que los gabachos suelen adornarse las orejas. Felipe Mojarra es de los que respetan a los difuntos, dentro de lo que cabe. En otras circunstancias habría desenganchado los aretes cuidando no desgarrar los lóbulos o recurrir a la navaja, como hacen otros. No es un desaprensivo, sino un cristiano. Pero el momento, con la gente retirándose hacia el caño grande y los gabachos cerca, no es de andarse con finuras. Así que, solucionando el asunto con recios tirones, envuelve los aretes en su pañuelo y se lo mete todo en la faja, justo cuando un sudoroso granadero de infantería de marina, que viene corriendo agachado y se detiene a cobrar aliento, lo ve rematar la operación.
—Maldita sea —dice el marino—. Te has adelantado, compañero.
Sin responder, Mojarra coge su fusil y se aleja, dejando al otro ocupado en registrar con mucha urgencia las casacas de los muertos y mirarles la boca, por si hay dientes de oro que sacarles a culatazos. Entre los matorrales que forman la vegetación baja de las salinas, el resto de españoles se retira siguiendo los canalillos y caños estrechos que confluyen en el caño grande, por el horcajo de esteros y tierra anegadiza que forma los alrededores de Montecorto. Cerca de la orilla, el salinero observa que humean los cobertizos y chozas del molino, puestos en llamas, y que buena parte de la fuerza española ha embarcado ya en los botes, protegida por el fuego de dos lanchas del apostadero de Gallineras, que tiran a intervalos sobre las posiciones francesas. La onda de los cañonazos llega hasta Mojarra como un golpe de aire en los tímpanos y el pecho. Por parte española no parece haber otras bajas que algunos heridos que caminan por su pie. Con ellos van dos prisioneros franceses.
—¡Cuidado! —grita alguien.
Una granada francesa hace raaas y estalla en el aire, salpicando metralla sobre el caño. Muchos hombres —también Mojarra— se agachan en los botes y en la orilla al oír el estampido; pero un pequeño grupo de oficiales que está junto al murete de piedra y barro de una compuerta permanece en pie por decoro militar. El salinero reconoce entre ellos a don Lorenzo Virués, con su casaca azul de cuello morado, sombrero con escarapela roja y la inseparable cartera de cuero colgada a la espalda. El capitán de ingenieros desembarcó temprano con la fuerza de incursión para echar un vistazo a las fortificaciones enemigas —Mojarra imagina que también tomó unos cuantos apuntes— antes de que los zapadores las hicieran sémola.
—¡Hombre, Felipe! —Virués parece alegrarse de ver al salinero—. Celebro encontrarte sano. ¿Qué tal por ahí cerca?
Mojarra se hurga entre los dientes. Ha estado masticando hinojos para calmar la sed —los hicieron desembarcar sin agua ni comida— y tiene un fragmento incrustado en la encía.
—Nada de particular, don Lorenzo. Vuelven los mosiús, pero despacio. Los nuestros se retiran con orden... ¿Manda usted alguna cosa?
—No. Me marcho enseguida, con estos señores. Ve con tus compañeros. Aquí está todo hecho.
Sonríe candoroso Mojarra.
—¿Llevamos dibujitos buenos, mi capitán?
—Alguno, sí —Virués corresponde a la sonrisa—. Alguno he podido hacer.
El salinero se lleva un dedo a la ceja derecha, a modo de informal saludo que remeda con respeto lo castrense. Luego escupe el fragmento de hinojo y se encamina sereno a los botes. Misión cumplida: otra más al buche. Su Majestad el rey, ande preso en Francia o por donde sea, estará contento de él. Por su parte, que no quede. En ese momento alguien pasa corriendo cerca. Se trata de un suboficial de la Armada con dos pistolas en el cinto y una vieja casaca remendada en los codos. Y trae prisa.
—¡Avivarse!... ¡Nos vamos!... ¡Va a estallar!
Antes de que el salinero pueda adivinar a qué se refiere, un estampido formidable resuena detrás, y la onda expansiva de una explosión lo alcanza como si le hubiesen dado una palmada brutal en la espalda. Entonces se vuelve a mirar, confuso y espantado, y ve que tierra adentro se eleva un enorme hongo de humo negro del que se desprenden, cayendo por todas partes, fragmentos de tablones y fajinas incendiadas. Los zapadores acaban de volar el polvorín francés de Montecorto.
El levante, que refresca, deshace la humareda trayéndola hacia el caño y cubre el embarque de los últimos hombres. En uno de los botes, estrechado entre sus compañeros, Mojarra siente que el aire huele a azufre como para vomitar. Pero él hace mucho tiempo que no vomita.
Es domingo, y la campana rajada de San Antonio anuncia el final de la misa de doce. Sentado a una mesa en la puerta de la confitería de Burnel, bajo los hierros de los balcones pintados de verde, el taxidermista Gregorio Fumagal bebe un vaso de leche tibia mientras observa a los feligreses que salen de la iglesia, se dispersan alrededor de los bancos de mármol y los naranjos plantados en jardineras, o se dirigen al espacio ancho que bordea la plaza, donde aguardan algunas calesas y sillas de mano. Éstas se reservan a señoras y personas de edad, porque el día es agradable y la gente emprende el acostumbrado paseo a pie, en dirección a la calle Ancha o la Alameda. Como cada domingo a esta hora, toda la ciudad que cuenta, o que lo pretende, está presente: nobleza, alto comercio y buena sociedad, emigrados de postín, oficiales del Ejército, la Real Armada y la milicia local. La plaza es un desfilar continuo de uniformes bordados, estrellas, cintas y galones, medias de seda, levitas y fracs, sombreros redondos de copa alta o ancha, y también casacas tradicionales, capas, bicornios y algún sombrero de tres picos, pues entre la gente mayor no falta quien viste a la antigua. Hasta los niños varones van uniformados y en fila, siguiendo los tiempos que corren, con equipo completo de oficial según la profesión o el capricho de sus padres, incluidas casacas, espadines y sombreros con escarapelas rojas que, a la última moda, lucen el monograma
FVII,
por el rey Fernando. El taxidermista tiene ideas propias sobre el espectáculo que presencia. Es hombre de ciencia y libros, o se estima como tal. Eso le despoja la mirada —analítica, fría como los animales inmóviles de su gabinete— de cualquier benevolencia. Las palomas que desde su terraza tejen, o ayudan a ello, una red de rectas y curvas sobre el mapa de la ciudad, se contraponen a todos aquellos faisanes y pavos reales que despliegan la cola, recreados en la vileza de su mundo corrupto, caduco, condenado por el curso inexorable de la Naturaleza y la Historia. Gregorio Fumagal tiene la certeza de que ni siquiera las Cortes reunidas en San Felipe Neri cambiarán las cosas. No es de una futura carta magna, hecha en buena parte por clérigos —la mitad de los diputados lo son— y por nobles adictos al antiguo régimen o salidos de él, de donde vendrá la mano que lo barra todo. Por ese camino, con Constitución o sin ella, lo disfracen como lo disfracen, el español seguirá siendo un cautivo degradado, desprovisto de alma, razón y virtud, a quien sus inhumanos carceleros jamás permiten ver la luz. Un infeliz sometido sin reservas a hombres iguales a él, que su estupidez, indolencia o superstición le presentan ungidos por un orden superior: dioses sobre la tierra, armiño, púrpura, negro de mantos y sotanas, que siempre aprovecharon el error del hombre, bajo todos los soles y latitudes, para esclavizarlo, volverlo vicioso y miserable, corromper su heroísmo y su coraje. Fumagal, hombre de lecturas extranjeras y comprometidas —el barón Holbach, alias Mirabaud, es su mentor desde que hace veinte años cayó en sus manos una edición francesa del
Sistema de la Naturaleza
—, opina que España perdió la ocasión de una guillotina en el momento adecuado: un río de sangre que limpiase, acorde con las leyes universales, los establos pestilentes de esta tierra inculta y desgraciada, siempre sujeta a curas fanáticos, aristócratas corruptos y reyes degenerados e incapaces. Pero también cree que todavía es posible abrir las ventanas para que lleguen el aire y la luz. Esa oportunidad está a media legua de distancia, al otro lado de la bahía; en las águilas imperiales que, entre sus garras soberbias, destrozan a los ejércitos negros que aún encadenan a parte de Europa.
Fumagal moja los labios, distraído, en el vaso de leche de cabra. Algunas mujeres acompañadas de sus maridos, todas con rosarios y misalitos encuadernados con nácar o piel fina, se detienen frente a la confitería. Mientras los caballeros se quedan de pie, encienden cigarros, dan tormento a la cuerda del reloj, saludan a conocidos y miran a otras señoras que pasan, ellas ocupan una mesa libre, piden refrescos con pastelillos y charlan de sus cosas: bodas, partos, bautizos, entierros. Asuntos domésticos, todos. O de sociedad. Ni una mención directa a la guerra, aparte algunos lamentos sobre el precio de tal o cual género y la falta de nieve —antes de la ocupación francesa la traían en carros de Ronda— para enfriar bebidas. Fumagal las observa de reojo, con íntimo desagrado. Es el suyo un viejo desdén que lo aparta, irremediablemente, de la vida común de los hombres: un malestar físico que lo hace removerse en la silla. Casi todas van de negro o tonos oscuros, reservando los colores vivos para guantes, bolsos y abanicos, bajo las ligeras mantillas de encaje que cubren moños, rodetes, bucles y tirabuzones. Alguna lleva, siguiendo la moda, hileras de botones que van desde el codo a la muñeca. En las mujeres de clase baja son de latón dorado; pero los de éstas son de oro y de brillantes, como los que lucen sus señores esposos en los chalecos. Cada uno de esos botones, calcula Fumagal, valdrá no menos de doscientos pesos.
—¿Qué es eso? —pregunta una de las señoras, pidiendo silencio a sus amigas.
—No oigo nada, Piedita-dice otra.