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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte

BOOK: El restaurador de arte
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Enrique Alonso, el protagonista de El anticuario, se ha trasladado a vivir a Nueva York. Su carrera de escritor en EE.UU. va bien y ha comenzado a trabajar también como guionista en Hollywood. Cuando recibe noticias de su ex, Bety, poco imagina que está a punto de embarcarse en otro misterio peligroso…

Enrique viaja a San Sebastián para asistir a la inauguración del Museo San Telmo, para el que Bety ha empezado a trabajar como relaciones públicas. Tras la fiesta aparece un hombre ahogado en La Concha. Unos días más tarde se descubre que es un antiguo conservador y restaurador estadounidense que, ya jubilado, estaba estudiando las pinturas de Sert de la Iglesia de San Telmo, anexa al museo. Sert —coetáneo de Picasso y Dalí, que vivió en París y en EE.UU.—, trabajó para los multimillonarios más famosos de su época y su obra mural está presente hasta en el Rockefeller Center.

La trama nos llevará de San Sebastián a Nueva York, pasando por París; nos trasladará del pasado al presente, y revelará la personalidad del enigmático Sert. Y el misterio, cómo no, estará oculto en su obra, en esos murales de San Sebastián que el viejo restaurador estaba estudiando, sobre la pista de un secreto…

Julián Sánchez

El restaurador de arte

ePUB v1.1

NitoStrad
14.05.13

Título original:
El restaurador de arte

Autor: Julián Sánchez

Fecha de publicación del original: mayo 2013

Editor original: NitoStrad (v1.0 a v1.x)

ePub base v2.0

Para ti, mi amor: como ayer, hoy y por siempre

Como es costumbre en todas mis novelas, parte de los acontecimientos narrados se basan en hechos verídicos.

Dejo a la imaginación o a la capacidad de investigación del lector descubrir cuáles son reales y cuáles imaginados.

PRIMERA PARTE

San Sebastián

1


A
hí está.

Enrique murmuró esas dos sencillas palabras. Lo hizo en voz tan baja que, probablemente, su desconocida compañera de asiento en el vuelo Barcelona-San Sebastián no llegó a escucharlas. El pequeño Fokker 49 se aproximaba a la pista del aeropuerto por el sur, lo que le permitió contemplar por la ventanilla de babor la asombrosa delicadeza de La Concha, la bahía de San Sebastián.

«Tan perfecta como siempre». Ese fue su pensamiento, mil veces repetido en cada una de las ocasiones en que la contemplara desde las alturas. Abajo, en efecto, la perfección se le mostraba en ese asombroso capricho de la naturaleza que los hombres hicieron suyo al levantar la ciudad de San Sebastián a su alrededor, desde el monte Urgull hasta el monte Igueldo.

Su mirada se deslizó por la bahía, recreándose en los detalles. La baja altura le permitió identificar, incluso, su propio piso, en la ladera de Igueldo, al que no acudía desde tres años atrás.

«Demasiado tiempo fuera de casa».

Y en este nuevo pensamiento descubrió la añoranza de su hogar.

«Mi casa. Ni Barcelona ni Nueva York lo son. ¡Quién me lo iba a decir!»

La bahía fue quedando atrás a medida que el Fokker se aproximaba a la pista. No tardó en aterrizar en la lengua de cemento dispuesta junto a la desembocadura del río Bidasoa, prácticamente en la misma frontera entre España y Francia. Abandonó el aparato junto a otros cincuenta y cuatro pasajeros; su viaje coincidía en las fechas con el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, en el que también iba él a participar como conferenciante.

Tras recoger el equipaje salió al vestíbulo, donde un elevado número de taxistas mostraba cartulinas con nombres; muchos de ellos extranjeros, personas invitadas por la organización del festival. En una de ellas constaba su nombre, Enrique Alonso. Se identificó; el taxista le ayudó con una de las maletas acompañándole a un vistoso mercedes. Tomó asiento, le indicó la dirección de su piso y el vehículo se puso en marcha. El móvil comenzó a vibrar, pero Enrique hizo caso omiso, decidido a disfrutar de los paisajes tan bien conocidos. Tras veinte minutos de viaje por la autopista el taxi llegaba a La Concha.

«Mi casa».

Tres años de ausencia. Tan agitados y sorprendentes que nunca jamás habría podido imaginarlos, ni siquiera empleando todas sus notables aptitudes como escritor.

La novela en la que relatara los acontecimientos vividos durante la búsqueda de la Piedra de Dios se convirtió en un notable éxito, tanto en España como en el resto de los países donde se publicó, y tuvo la virtud de abrirle las puertas de América cuando una importante
major
cinematográfica adquirió los derechos para filmar una película. Enrique se vio reclamado para colaborar en la elaboración del guion en un momento personal perfecto, ya que deseaba alejarse de San Sebastián. No, en realidad no de San Sebastián, sino de lo que suponía San Sebastián: lo que deseaba era alejarse de su exmujer, Bety Dale.

Después de eso decidió quedarse una temporada, solo unos meses, en Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Y los meses se fueron prolongando según su siguiente novela gozaba de idéntico éxito que la anterior, de la que ya se preparaba una adaptación cinematográfica. Así transcurrieron tres años, con un único viaje a Barcelona por cuestiones relacionadas con la editorial; tres años con los que quiso mantener la distancia y apaciguar sentimientos y recuerdos.

No fue sencillo.

Bety le mandaba correos con la regularidad justa como para que el hilo no acabara de romperse. Eran afectuosos, claro, como ella misma, pero nunca equívocos. Hablaba de su trabajo en la universidad; le preguntaba por sus novelas, siempre manteniendo la distancia justa, como una avezada equilibrista sobre el alambre de los sentimientos. Y Enrique siempre contestaba en idénticos términos, controlando a la perfección el lenguaje que empleaba. Agradable, pero distante; sensible, pero sin excesos; amistoso, pero no amante. Hasta que recibió el último, en el que le explicaba que había solicitado una excedencia en la Universidad del País Vasco para emprender un nuevo reto profesional, convertirse en la responsable de relaciones externas del Museo de San Telmo, el más importante de la ciudad de San Sebastián, justo tras su remodelación. En el correo, Bety le invitaba a la reinauguración del museo. Enrique aceptó la invitación: pasó un par de días en Barcelona para visitar su casa de Vallvidrera, con toda la ciudad de Barcelona a sus pies; aprovechó para saludar a sus viejos amigos y la sede de su editorial española, y después emprendió camino a San Sebastián.

El taxi inició el ascenso al paseo del Faro, donde se encontraba el piso de Enrique. Tras despedirse del conductor entró en el edificio. Dos plantas más arriba se detuvo frente a la puerta de su piso con la llave en la mano. La sensación de nostalgia, a la que estaba siempre tan predispuesto, se convirtió en avasalladora. «¡Tres años!» Introdujo la llave y abrió la puerta. Las persianas filtraban un leve resquicio de luz; no había olor a cerrado, pues semanalmente una interina lo limpiaba, como si estuviera ocupado. Enrique nunca lo cerró definitivamente porque se aferraba a la idea de que podía regresar, aunque los últimos pasos de su vida señalaran el camino opuesto. Anduvo por el gran salón hasta los ventanales; allí levantó las persianas, dejando que la luz de la bahía inundara el salón.

—Impresionante —dijo de nuevo en voz alta. Vivir solo lo había acostumbrado a expresar ideas y sensaciones consigo mismo. Pero la vista lo era en verdad: La Concha se le ofrecía. Abrió los ventanales, salió a la terraza y el olor a salitre inundó sus pulmones.

—Ahora comprendo por qué no quería regresar.

Estaba claro. La vista de la bahía siempre le ocasionaba un efecto similar: el deseo de aparcar cualquier actividad y dejarse mecer por la contemplación de la mar, acompañando a las olas en su camino hacia las playas, todavía pobladas pese a ser la última semana de septiembre.

—Me ha costado volver y no dudo que me costará idéntico esfuerzo marcharme.

El billete de vuelta tenía fecha de regreso tres días después, pero allí, sentado en la terraza, Enrique tuvo claro que esos días no bastarían para calmar su añoranza. Algunos yates navegaban por La Concha; el suyo, la
Hispaniola
, estaba ahora amarrado en la North Cove Marina, en Manhattan, a miles de kilómetros de distancia.

—Cuántas veces habré surcado estas aguas…

Se levantó de repente, aguijoneado por una certeza derivada de su propio conocimiento: la melancolía suele ser mala compañera de viaje, y más para personalidades como la suya. Casi en automático se dedicó a recoger el equipaje y a abrir la casa, decidido a no ceder terreno ante sí mismo. El tiempo había pasado, y sin duda lo había hecho para bien. Madurar es más una cuestión de experiencias que de tiempo, y las suyas habían sido muchas en los últimos años.

Con el piso ya ventilado y la ropa recogida consultó el reloj: le quedaban seis horas hasta la inauguración del Museo San Telmo, verdadero motivo de su viaje. ¡Cómo no iba a estar junto a Bety en un momento tan señalado! Además, toda la sociedad civil de la ciudad y del País Vasco iba a encontrarse en el evento y, al fin y al cabo, él, pese a vivir ahora en Nueva York, había desarrollado buena parte de su carrera literaria desde San Sebastián. Aunque su compromiso era con Bety, también iba a poder saludar a todas aquellas personas que desde las instituciones lo habían ayudado en sus inicios. Y existía un tercer motivo: aprovechando su presencia en la inauguración iba a colaborar en una ponencia sobre la adaptación de obras literarias a guiones cinematográficos dentro del marco del festival de cine.

Echó una mirada al móvil: las últimas llamadas eran de Bety. Sabedor de lo ocupadísima que debía encontrarse en las horas previas a la inauguración le envió un escueto mensaje, «Estoy en Igueldo. Nos vemos allí. Un beso». Después de eso decidió salir a correr un rato, una nueva costumbre neoyorquina que había pasado a formar parte de su vida. Hacer y no pensar, dejar el cuerpo ocupado y la mente ausente, era la mejor de sus tácticas para no abandonarse a la melancolía.

2

E
l verdadero reencuentro de Enrique con la ciudad se produjo de camino a la parte vieja, donde se encuentra el Museo de San Telmo, en el extremo opuesto de La Concha. Caminó sin prisa, recreándose en el paseo. En el Boulevard, cerca del museo, comenzó a ver a otros invitados, fáciles de distinguir por su vestimenta: trajes ellos, vestidos largos ellas. Nadie caminaba solo, excepto él; a este tipo de eventos se suele acudir en pareja o en grupo.

Ya en la plaza Zuloaga contempló el edificio: un antiguo convento dominico del siglo XVI caracterizado por su fachada neorenacentista. Junto a la planta antigua, perfectamente conservada, se había levantado un nuevo edificio adosado a la ladera del monte Urgull; por una vez, las arquitecturas antigua y moderna formaban una simbiosis acertada, sin estridencias. Enrique había visto fotografías de la reforma pero no cabía duda de que en vivo ganaba en presencia.

Guardó cola para acceder a su interior, identificándose en la puerta. Una vez allí no tardó en encontrar a algunos conocidos del mundo de la cultura alrededor del cóctel de bienvenida, servido en el claustro de la iglesia. Y, entre ellos, vio a Bety, hablando con unos y otros, saludando con aparente desenfado a todo el mundo. «Qué hermosa está», pensó. Deliberadamente se apartó de las personas con las que estaba charlando para alejarse entre la multitud y, perdido entre todos ellos, poder contemplarla a sus anchas.

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