Read El restaurador de arte Online

Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (6 page)

BOOK: El restaurador de arte
7.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Bien. El museo ha arrancado con fuerza. El número de visitantes aumenta, y las visitas institucionales y de medios de prensa son continuas. Lo más duro es el rodaje de los primeros meses; luego todo volverá a una cierta normalidad…

—No me refería a eso.

—Ah, ya… Bien. Sí, bien. Tengo tanto trabajo que casi no tengo tiempo de pensar en otras cosas.

—¿En Bruckner tampoco?

—¡Cómo iba a olvidarlo! Cada vez que paso por la iglesia y contemplo los lienzos de Sert lo imagino allí sentado, tomando notas o dibujando… Y eso suele suceder casi a diario.

—Me sorprende lo mucho que te ha afectado su muerte teniendo en cuenta el poco tiempo que os conocisteis.

—Estas cosas ocurren, a veces. Una persona se acerca a otra sin esperar recibir nada a cambio y, de repente, se siente muy próxima a ella. Casualidad. Necesidad. Lo que fuera; necesitaba hablar con alguien, y Craig estaba allí.

—Quizá fuera una figura paterna…

—Es posible. No me enrollé con él, si eso es lo que quieres saber. ¡No, no, déjame seguir; no te rías! Aunque muchos hombres no os lo creáis, a las mujeres la edad no nos importa, y él seguía siendo un hombre apuesto e inteligente. Quizá lo pensaste, o quizá no; pero no ocurrió nada entre nosotros. Yo hablaba y él escuchaba. Eso fue todo.

—No lo pensé. Mejor dicho, decidí no pensarlo. Tu vida es cosa tuya.

—Eso está bien.

—Sí. Eso ha cambiado, sin duda, como muchas otras cosas. Pero sí pensé esto: que me querías a tu lado estos días para poder hablar conmigo. De lo que fuera, Bety. Por eso me he quedado tanto tiempo en San Sebastián.

Quería decirlo, y ya lo había hecho. Si su intención primera era tan solo despedirse, la conversación había girado hacia unos derroteros inimaginables en su inicio. La comunicación entre ellos dos parecía fluir de un modo natural, sin barrera alguna. Enrique comprendió que, si hubieran vivido idéntica coordinación años atrás, quizás ahora seguirían siendo pareja.

—Viniste para compartir conmigo el momento, Enrique. Te lo agradezco tanto…

—Vine para estar contigo, Bety.

—Y aquí estás.

—Sí, aquí estoy.

Eso fue todo. Sostuvieron la mirada, hasta que ella sonrió cogiéndole las manos entre las suyas.

—Debo irme, Enrique. Sigamos en contacto. ¡Prométemelo!

—Claro, cuenta con ello.

Bety se incorporó. Sonrió, pero la suya era una sonrisa no exenta de tristeza. Viéndola desde abajo Enrique vio cómo sus ojos volvían a su color original; pudo ser por la suave brisa que rolaba desde la playa, pero también creyó ver una pátina húmeda en sus pupilas. Bety le acarició los cabellos con una de sus manos, alborotándoselo, y se marchó.

Pasó un buen rato, quizá media hora, hasta que Enrique se incorporó con la sensación de haber cumplido un papel cuyo sentido se le escapaba por completo. Y, si creyó que Bety se había alejado de su lado envuelta en un halo de tristeza, no menor fue la que sintiera él de regreso a su piso de Igueldo.

SEGUNDA PARTE

Nueva York

9

L
as oficinas de la agencia literaria Gabriel Goldstein se encontraban en el piso 66 del edificio Chrysler, a escasa distancia del apartamento de Enrique. Desde el mismo, situado en el cruce de la Segunda Avenida con la Cuarenta y Ocho, hasta el más elegante rascacielos de la ciudad, había exactamente seis manzanas, una distancia ridícula para una ciudad del tamaño de Nueva York. En la Gran Manzana no habría muchos lugares más emblemáticos que el Chrysler; que precisamente allí tuviera sus oficinas Goldstein supuso un golpe de fortuna para un Enrique que, sin saberlo de antemano, había elegido residir en un apartamento tan próximo al despacho de su agente. Pero si podía sentirse afortunado cada vez que iba a visitar a su agente, al atravesar el maravilloso vestíbulo decorado con mármol y acero, tomando uno de aquellos fastuosos treinta y dos ascensores, más lo era al haber establecido una relación directa y personal con el propio Gabriel Goldstein.

La agencia literaria Goldstein estaba formada por su director, Gabriel, cinco colaboradores directos y cinco secretarias. En sus comienzos, en los años setenta, cuando luchaba por abrirse paso en la jungla de asfalto de la gran ciudad, Gabriel trabajaba solo con su esposa como secretaria; a medida que obtuvo sus primeros éxitos, siempre apostando por autores desconocidos, se vio obligado a ampliar su plantilla hasta llegar a la actual configuración. A medida que transcurrían los años, se fue distanciando más del trato directo con los escritores. Sus colaboradores, escogidos muy cuidadosamente, tenían un gusto y un olfato muy similar al suyo, por lo que dedicó su tiempo exclusivamente a supervisar su trabajo. Esto era mucho más descansado y le permitía tener más libertad para trabajar esa área fundamental de hacer contactos de alto nivel.

La editora española de Enrique era amiga de Goldstein desde hacía muchos años; por eso, cuando Enrique decidió trasladarse a vivir a Nueva York gozaba de una gran ventaja, un contacto de primera categoría. Goldstein leyó los primeros borradores al inglés de la obra de Enrique y creyó que podía ser uno de esos pocos escritores extranjeros capaces de ser publicados regularmente en el mercado estadounidense.

Mantuvieron un par de reuniones en su despacho: el inglés de Enrique era, por aquel entonces, francamente deficiente, tanto como el español de Goldstein. Los equívocos entre ambos fueron tan constantes como divertidos: en realidad, se trataba de un par de cabezotas incapaces de reconocer que les hacía falta un traductor para poder entenderse mínimamente. Enrique tuvo la fortuna de caerle bien desde el principio por haber logrado que llegara a llorar de risa en más de una ocasión con su carpetovetónico inglés.

A partir de ese momento, Enrique se convirtió en uno de los escasos autores con los que Gabriel Goldstein mantenía contacto directo, no solo por el negocio que podía realizar con su trabajo, sino por el puro placer de charlar con él y evocar así el recuerdo de sus amistades españolas. Ni la diferencia cultural o de edad supuso barrera alguna. Así que, en cuanto Enrique le envió el domingo por la noche un correo electrónico informándole de su regreso a Nueva York, Goldstein le invitó a que pasara por su despacho a primera hora del lunes.

El piso 66 del Chrysler no era una oficina cualquiera: estaba situado justo en el límite de la espectacular cúpula de acero inoxidable, mantenía la decoración
art déco
primigenia y sus peculiares ventanas triangulares ofrecían una excelente vista del oeste de la ciudad. Cuando Enrique llamó a su puerta fue el mismo Goldstein quien le franqueó el paso con los brazos abiertos; se trataba de un hombre de una exuberante personalidad, muy mediterránea, probable herencia de sus ancestros judíos, que gozaba tocando, besando y abrazando a las personas que apreciaba. Tras el abrazo de rigor y después de propinarle un par de besos en ambas mejillas, Goldstein le invitó a sentarse no sin servirse antes un güisqui; Enrique declinó el ofrecimiento con un gesto. Su estancia en Nueva York no había modificado sus costumbres y tomarse una bebida espirituosa a media mañana quedaba fuera de su alcance.

—Bueno, por fin estás de vuelta. Lo habrás pasado bien: tenías previsto estar fuera tres días y al final han sido veinte. ¿Qué tal te ha ido?

A estas alturas, dos días después de dejar San Sebastián, Enrique había tenido tiempo de sobra para analizar el resultado de su viaje; sin embargo, la pregunta lo cogió por sorpresa. No quiso enfrentarse a sus propios sentimientos; se sentía más implicado emocionalmente con Bety de lo que hubiera podido pensar, pero no le apetecía explicarle todas estas complejidades a Goldstein.

—Fue intenso. Llevaba demasiado tiempo sin ir a España. ¡La verdad es que la echaba de menos!

—Y en San Sebastián, ¿cómo te fueron las cosas?

—Ha sido la primera vez que participo en un festival de cine y lo pasé de primera. Que te traten como a un personaje importante ha sido una experiencia nueva.

Goldstein estaba sentado a la mesa, con el vaso en la mano; dio un nuevo trago con el que apuró su contenido y sonrió; apreciaba de veras a Enrique y, precisamente por eso, prefirió esquivar el verdadero motivo de su viaje. Si Enrique no deseaba contarlo, no iba a ser él quien insistiera. Aunque no conocía a Bety en persona, sí supo, por el mismo Enrique, lo que ella había supuesto en su vida. Además, la lectura de
El anticuario
era lo suficientemente reveladora para cualquiera con un mínimo de imaginación.

—Por regla general, los escritores soléis estar un poco aislados del mundo; la mayoría tendéis a la introversión y no os suelen gustar estos eventos. Pero tu perfil siempre ha sido bastante diferente, te manejas bien en el gran mundo.

—En esta ocasión jugaba en casa. San Sebastián es una ciudad pequeña, la prensa me conoce y, en parte, se sienten orgullosos de mi carrera aquí.

—¡Seguro! Pero vayas donde vayas siempre causas una buena impresión. Y para mí, eso es un valor añadido. Aquí, en los Estados Unidos, importa tanto el contenido como el continente; nuestro mundo se mezcla con el del espectáculo, y todo aquello que contribuya a vender nuestras novelas es más que bienvenido. ¡Y precisamente debo hablarte de negocios!

—¿Alguna novedad?

—Mientras estabas fuera he recibido una oferta que debemos estudiar atentamente. Supone un cambio de editorial; sé que actualmente estás contento, pero también que quieres crecer, y esta es la gran ocasión. No solo porque se puedan plantear realizar lanzamientos de primera magnitud, sino porque, además, pertenecen a un gran grupo empresarial con extensiones muy definidas en todo el país, incluido Hollywood. Si las adaptaciones de tus dos novelas anteriores fueron, siendo amables, correctas, aquí te asegurarían un tratamiento de primera fila.

—¿Mucho dinero?

—Tendrías un buen anticipo, pero lo más importante no es el dinero, sino la promoción. Tu actual nivel de inglés te permitirá hacer la ronda por las televisiones. Y si las ventas de las novelas alcanzaran determinados objetivos, las películas se realizarían en un plazo no superior a dos años tras la publicación.

—Has dicho novelas, ¿en plural?

—Quieren dos novelas en un margen de tres años, cada una con un mínimo de cuatrocientas páginas, sujetas a revisión. Los géneros deben ser
thriller
o intriga histórica.

—¡Dos novelas!

—Atención, Enrique; no conozco a muchos escritores capaces de escribir dos buenas novelas en un plazo tan breve. Y no olvides que la promoción ocuparía una buena parte de tu tiempo.

—¿De cuánto tiempo dispongo para pensarlo?

—Tendríamos que firmar justo después de Navidades. Menos de tres meses. Pero sería mejor firmar cuanto antes: de momento, solo existe una oferta verbal. Seria, pero verbal.

Enrique comprendió la importancia de la oferta y tuvo que incorporarse para encontrar una válvula de escape por la que disipar su creciente inquietud. Siempre había soñado con una oferta semejante, que rara vez se presenta en la vida de un escritor. Pero toda oferta tiene su contrapartida, y creía conocer la que se le presentaba.

—Esas condiciones prácticamente me convertirían en un esclavo de la editorial.

—Es evidente.

—Tres años…

—Es el precio que tendrías que pagar.

—Y después…

—La libertad. Podrías renegociar tu contrato en condiciones muchísimo mejores, incluso ir por libre novela a novela, trabajando con diferentes editoriales. Pero eso dependerá de tu creatividad y tu trabajo. Van a exigir calidad, Enrique. Quieren verdaderos éxitos, no novelas de medio pelo.

—¿Qué harías tú?

Goldstein negó con la cabeza, como si el mero hecho de considerar una alternativa le pareciera increíble. Lució una sonrisa luminosa antes de servirse una nueva copa y darle un buen trago.

—¿Estás de broma? ¿Para qué viniste a Nueva York? ¡Ojalá tuviera tu edad y esa oferta me la hubieran hecho a mí! Hubiera firmado con mi propia sangre, muchacho, y ahora esta ciudad tendría un agente literario menos y un escritor más. Enrique, te lo voy a poner fácil. Una semana, ese es el tiempo de que dispones para presentarme un resumen de diez páginas que incluya argumento y diseño de personajes de la primera novela. Si ese trabajo me convence a mí, lo demás quedará de mi cuenta.

—De acuerdo. Acepto tus condiciones.

—¡Fantástico! Para acabar, te recordaré mi único consejo: ¡impacto, Enrique! Tienes que lograr que el lector te acompañe en la historia. Tienes un estilo muy personal: cíñete a él y haz que el argumento se imbrique con tu estilo.

Enrique asintió. Su imaginación estaba en marcha, espoleada por las implicaciones del reto que acababa de aceptar. La vida real es la mejor fuente de inspiración. Visualizó una escena: una playa en un cálido día de verano, las risas de los niños jugando en la orilla, algunas personas nadando mar adentro, hasta la repentina aparición de un cuerpo flotando, boca abajo… Un ahogado de identidad desconocida que dejara descolocada a la policía.

Craig Bruckner. ¡El punto de partida perfecto! Partiendo de esa escena construiría el argumento.

—Tendrás el esquema de la primera novela en tres días.

—¡Bravo! ¡Eso es justo lo que estaba esperando escuchar! Anda, dame un abrazo, lárgate a tu apartamento y enciérrate hasta que lo tengas escrito. Te tomo la palabra: ¡tres días!

Enrique obedeció, dejando que Goldstein lo apretujara mientras le propinaba unos buenos palmetazos en la espalda. Cuando ya estaba saliendo por la puerta llamó de nuevo su atención.

—¡Enrique! Te quiero centrado, pero no obsesionado. Recuerda que tenemos margen. Tú y yo hemos hablado en muchas ocasiones acerca de tu método de trabajo: preferiría que dedicaras parte de tu tiempo a otras actividades… Y recuerda que Helena ya habrá llegado a la oficina, así que acércate a su mesa y recoge el correo, por favor.

Enrique se despidió desde la puerta, con una sonrisa. La sugerencia de Goldstein era muy acertada, y era cierto que, pese a sentir ese hormigueo en los dedos propio de los momentos de inspiración, le apetecía ver a Helena. Caminó por la gran sala de trabajo de la agencia, donde trabajaban las secretarias. En efecto, Helena Sifakis, la más joven de todas ellas, una hermosa griega de negro pelo rizado, piel canela y ojos oscuros, de veinticinco años, licenciada en historia del arte y nacida en El Pireo, ya había llegado al trabajo. Desde su incorporación a la agencia, hacía un año y medio, se encargaba de todo lo relacionado con las novelas de Enrique. Este creyó ver, desde el principio, una intención oculta por parte de Goldstein: Enrique no había tenido pareja durante su etapa en la ciudad, solo alguna que otra relación esporádica, y Goldstein parecía creer que dos caracteres mediterráneos podrían estar condenados a encontrarse…

BOOK: El restaurador de arte
7.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Midnight Guardians by Jonathon King
Homecoming Reunion by Carolyne Aarsen
My Sweet Valentine by Sanders, Jill
When You Fall... by Ruthie Robinson
Hairy London by Stephen Palmer
Sarah Gabriel by To Wed a Highland Bride
In Plain Sight by Fern Michaels
The Truth by Katrina Alba