El asedio (54 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Resumiendo —acaba—: agregan la
Culebra
a la Real Armada, por un mes.

—¿Quiere decir que la requisan?

—No llegan a tanto.

—¿Y para hacer qué?

—Despachos y correspondencia oficial con Tarifa. La
Culebra
es rápida y maniobra bien... Tiene su lógica.

Lolita Palma no parece inquietarse demasiado. Es obvio que disponía de noticias al respecto, intuye él. Algún aviso previo.

—Mantiene usted el mando, supongo.

Sonríe Lobo, confiado.

—De momento no han dicho lo contrario.

—Sería un abuso. No podríamos consentirlo sin la compensación adecuada... Y no son tiempos para que la Armada compense a nadie. Está en bancarrota, como todo lo demás... O peor.

Lo mismo opinan los Sánchez Guinea, apunta con calma el corsario. De todas formas, duda que lo sustituyan en el mando de la balandra. Tampoco sobran oficiales, con toda la gente disponible empeñada en las fuerzas sutiles de la bahía y los caños.

—En cualquier caso —añade—, el rey corre con los gastos de equipamiento y sueldo para la tripulación, y prorrogan nuestra patente por el tiempo que dure el servicio... Lo del sueldo no lo veo nada claro, la verdad. Ni ellos cobran el suyo. Pero al menos no podrán negarnos pertrechos. Aprovecharemos para ponernos al día en pólvora, jarcia, repuestos y demás. También intentaré conseguir llaves de fuego para los cañones.

Asiente Lolita Palma, reflexiva. A Pepe Lobo no se le escapa el cambio de tono registrado en ella al hablar de asuntos oficiales. Más duro, impersonal. Casi metálico. Ahora el corsario dirige un vistazo furtivo a su derecha. De reojo. La mujer camina mirando al frente, en dirección a la muralla que se extiende al final de la calle. Un bonito perfil, concluye Lobo. Aunque
hermosa,
palabra conveniente en una mujer, no sea en este caso la más apropiada. La nariz es tal vez demasiado recta, voluntariosa. La boca puede ser dura, en apariencia. También suave, sin duda. Dependerá del humor. De quien la bese. Durante unos pasos se abisma en la pregunta de si alguien la habrá besado alguna vez.

—¿Cuándo saldría usted, capitán?

Casi se sobresalta el corsario. Seré imbécil, piensa. O se increpa.

—No sé. Pronto, supongo... En cuanto reciba la orden.

El paseo los ha llevado hasta la plaza de los Pozos de la Nieve. La Alameda se extiende a la izquierda, palmeras altas y arbolillos despojados por el invierno, alineados en tres filas paralelas a lo largo de la muralla, hasta las torres de la iglesia del Carmen y la silueta ocre del baluarte de la Candelaria, que se adentra como la proa de un barco en el mar ceniciento.

—Está bien —Lolita Palma hace un ademán resignado—. No creo que podamos impedirlo... De todas formas, me encargaré de asegurar las garantías. Con la Real Armada nunca se sabe. Don Cayetano Valdés es hombre de trato seco, pero razonable. Lo conozco hace tiempo... Suena mucho para gobernador y capitán general de Cádiz, si se confirma que Villavicencio pasa a la nueva Regencia que se anuncia para después de Navidad.

Se han detenido sobre la muralla, junto a los primeros árboles y bancos de piedra de la Alameda. La bahía se ve desde allí como una extensión apenas ondulante, plomiza y fría. Ni un soplo de viento riza la superficie que se funde con una franja de niebla costera y nubes bajas al otro lado, ocultando Rota y El Puerto de Santa María. Lolita Palma apoya las manos enguantadas en el pomo de ébano y marfil de su paraguas negro.

—Tengo entendido que estuvo en Algeciras, cuando la evacuación.

—Sí. Estuve.

—Cuénteme algo de lo que vio. Aquí sólo sabemos lo que esta semana publican los periódicos: el habitual heroísmo sin límites de nuestros patriotas y las graves pérdidas del enemigo... Ya sabe.

—No hay mucho que contar —responde el corsario—. Estaba fondeado en Gibraltar, tramitando la presa portuguesa, cuando empezó el cañoneo y la gente se refugió en Isla Verde y en los barcos. Me pidieron que ayudara, así que me arrimé cuanto pude, con cuidado porque es una costa muy sucia... Estuvimos unos días pasando refugiados y militares a La Línea, y seguimos por allí hasta que los franceses entraron en la ciudad y empezaron a tirarnos desde las alturas de Matagorda y la torre de Villavieja.

Cuenta eso brevemente, un poco a disgusto, y se calla el resto: mujeres y niños asustados, sin comida ni abrigo, temblando de frío bajo la lluvia y el viento, durmiendo al raso entre las piedras de la isla o en las cubiertas de los barcos. Los últimos soldados y las guerrillas de paisanos voluntarios que, tras haber demolido a hachazos el puentecillo del río de la Miel y cubierto las avenidas para proteger la evacuación general, se retiraban corriendo por la playa, cazados como conejos por los tiradores franceses. El solitario gastador al que, a través del catalejo, vio volver sobre sus pasos y recoger a un compañero herido; y que, cargado con él, fue apresado por los enemigos antes de alcanzar la última lancha.

Suena una campana a su espalda, varias calles atrás: la de San Francisco. Un solo toque. Algunos caleseros, pescadores de la muralla y paseantes corren a resguardarse junto a las fachadas de las casas.

—Fogonazo de artillería —dice la mujer, con extraña calma.

Pepe Lobo mira en dirección al Trocadero, aunque los edificios impiden ver aquella parte de la costa.

—Llegará en unos quince segundos —añade ella.

Permanece inmóvil, contemplando el mar gris. El corsario observa que sus manos, que todavía apoya en el pomo del paraguas, aferran éste con más fuerza, crispadas por una tensión nueva y apenas perceptible. Instintivamente, él se acerca un poco más, interponiéndose en la imaginaria trayectoria de una bomba. Algo absurdo, por otra parte. Las bombas francesas pueden caer en cualquier sitio. Incluso pueden caerles encima.

Lolita Palma se vuelve a mirarlo con curiosidad. O eso le parece a él. En la boca de la mujer podría adivinarse una vaga sonrisa. Agradecida, quizá. Reflexiva, en todo caso. Permanecen así los dos, estudiándose de cerca en silencio, durante unos instantes. Tal vez demasiado cerca, se dice Lobo, reprimiendo el impulso de dar un paso atrás. Sería empeorar las cosas.

Un estampido sordo tras los edificios. Lejos. Hacia la Aduana.

—No era la nuestra —dice ella.

Sonríe ahora abiertamente, casi con dulzura. Como el día en que hablaron del árbol pintado en su abanico. Y, una vez más, él admira su sangre fría.

—¿Sabe quién toca la campana en San Francisco cuando hay bombas?

Responde el corsario que no, y ella se lo cuenta. Un novicio del convento, voluntario, se encarga de la tarea. El embajador inglés, al verlo desde el balcón de su casa hacer cortes de mangas dirigidos a los franceses entre repique y repique, quiso conocerlo y lo agasajó con una onza de oro. Ya conocerá Lobo las coplas que se cantan en la ciudad, entre guitarras de barbero, tabernas y colmados. La chispa local no se extingue ni con la guerra.

—Pero no todo son anécdotas simpáticas —concluye—... Dicen que están matando a mujeres.

—¿Matándolas?

—Sí. Asesinadas. De forma terrible.

No estaba al corriente el corsario, y ella cuenta lo que sabe. Que no es mucho. Los periódicos evitan el asunto, quizá para no alarmar a la población. Pero corren historias de chicas jóvenes secuestradas y muertas a latigazos. Un par de ellas, al menos. Y Dios sabe qué atrocidades más. Con tanto forastero y militar en la ciudad, hágase cargo. Pocas se atreven estos días a salir de noche.

Pepe Lobo tuerce el gesto. Incómodo.

—Hay veces en que uno llega a avergonzarse de ser hombre.

Lo ha dicho irreflexivamente, de modo espontáneo. Un comentario para llenar el silencio tras las palabras de ella. Pero advierte que la mujer lo observa con curiosidad.

—No creo que usted deba avergonzarse en absoluto.

Se miran a los ojos, con fijeza, durante un instante que al marino se le antoja demasiado largo.

—La asombraría, señora.

Otro silencio. Finas gotitas de agua empiezan a caer, aisladas, sobre el rostro de la mujer, anunciando la lluvia cerrada e inminente. Pero ella no se inmuta ni abre el paraguas, sino que sigue quieta junto al antepecho de la muralla, con todo aquel mar brumoso y gris de fondo. Tendría que ofrecerle resguardarse, piensa el corsario. Pero no se mueve. En realidad tendría que hacer o decir cualquier cosa que rompiese esa situación. El silencio. Y nada de lo posible coincide con lo que él desea en este momento.

—¿Compró algo interesante? —dice al fin. Por decir algo.

Lo mira ella casi desconcertada, sin saber de qué habla. Lobo sonríe un poco. Forzado.

—La librería. En la plaza. Las gotillas de agua chispean cada vez con más frecuencia sobre el rostro de Lolita Palma. A su espalda, el mar gris empieza a puntearse de minúsculas salpicaduras que se extienden en ráfagas con una brisa que acude desde la boca de la bahía.

—Tendríamos que... —empieza el marino.

—Oh, sí. Mucho —responde ella al fin, apartando la mirada—.
La Flora española
de don Joseph Quer, completa, en seis volúmenes... Una edición muy linda y limpia.

—Ah.

—Del impresor Ibarra.

—Vaya.

Empieza a llover de veras. Una súbita marejada creciente levanta espuma en las Puercas, bahía adentro.

—Deberíamos volver —murmura Lolita Palma, el aire sensato.

Asiente él mientras ella abre el paraguas. Es grande, suficiente para cubrirlos a los dos, pero no le ofrece resguardarse debajo. Caminan ahora de vuelta entre los arbolillos de ramas desnudas, despacio, mientras la lluvia arrecia. El marino está hecho a soportar eso en la cubierta de un barco, pero le sorprende que ella no se inmute. De soslayo la ve recogerse un poco el bajo de la falda, con la mano libre, para esquivar los charcos que empiezan a formarse en el suelo.

—Tenemos algo pendiente —la oye decir de pronto.

Se vuelve hacia ella, sin comprender. Siente el agua gotear por los picos del sombrero y empapar la casaca. Debería quitársela para ponérsela a la mujer sobre los hombros y protegerle el chal, pero no está seguro de que sea un gesto conveniente. Demasiado íntimo, seguramente. Excesiva confianza. Con lluvia o sin ella, la ciudad es un lugar pequeño. Aquí cuentan lo mismo reputaciones que habladurías.

—El drago —aclara Lolita Palma—... ¿Se acuerda usted?

Sonríe él, algo confuso.

—Naturalmente.

—Y la expedición botánica. Prometió contármelo todo.

De ser otra clase de mujer, concluye el corsario, hace rato que le habría enjugado las gotitas suspendidas en el rostro y el cabello, rozándoselos con los dedos. Despacio. Sin alarmarla. Pero no es otra mujer, sino ella. Y ahí radica precisamente la cuestión.

—¿Le parece bien mañana?

Pepe Lobo da cinco pasos antes de responder a la pregunta.

—Mañana lloverá también —apunta con suavidad.

—Claro. Qué tonta soy... Entonces, el primer día de buen tiempo. Antes de que usted se vaya, o al regreso.

Un silencio, con el fondo del repiqueteo de la lluvia. Caminan por la acera enlosada de la calle de los Doblones, arrimados a las fachadas de las casas. La de los Palma está a veinte pasos, haciendo esquina. Cuando la mujer habla de nuevo, su tono ha cambiado.

—Envidio su libertad, señor Lobo.

Es más frío. O neutro. El
señor
devuelve unas cuantas cosas a su sitio.

—No es como yo lo definiría —responde el corsario.

—Usted no comprende, capitán.

Han llegado a la puerta principal de la casa, al resguardo del pasillo amplio y oscuro que conduce a la verja y al patio interior poblado de macetones con helechos. Pepe Lobo se quita el sombrero y lo sacude mientras ella cierra el paraguas. Siente la casaca húmeda pesarle sobre los hombros. Sus zapatos con hebilla de plata, arruinados, forman un charco en las baldosas del suelo.

—Es libre aquel a quien le suceden las cosas según lo que quiso —dice ella—... Al que nadie sino él mismo pone trabas.

Ahora sí es hermosa, admite Lobo. Con aquella luz tenue que viene de dos direcciones, patio y portal, y la penumbra detrás, y las gotitas de lluvia. Con la mirada fija en él, que sin embargo parece traspasarlo, viajando más allá, lejos. A lugares con mares y horizontes infinitos.

—Si yo hubiera nacido hombre...

Se calla, y el vacío que dejan sus palabras lo cubre una sonrisa apenas perceptible, pensativa.

—Afortunadamente no fue así —dice el corsario.

—¿Afortunadamente? —lo mira con sorpresa, casi escandalizada, aunque él no logra establecer con respecto a qué—. Eso no, cielo santo. Usted...

Ha levantado una mano, como si pretendiera poner los dedos sobre su boca e impedirle pronunciar ni una sola palabra más. El ademán se interrumpe a medio camino.

—Se hace tarde, capitán.

Da media vuelta, empuja la verja y penetra en la casa. Pepe Lobo se queda solo en el pasillo, contemplando la luz gris del patio vacío. Después se pone el sombrero y sale de nuevo a la calle, bajo la lluvia.

Cubierto con carrick encerado y sombrero de hule, apoyado en un muro para protegerse del agua, el comisario Tizón observa el cuerpo que yace en el suelo, a pocos pasos, junto a la pila de escombros bajo los que apareció hace tres horas. La bomba cayó anoche, derribando parte de una casa situada en un callejón a espaldas de la capilla de la Divina Pastora. Hubo cuatro heridos entre los vecinos, uno de los cuales —un anciano que estaba en la cama resultó medio aplastado por el derrumbe— se encuentra en estado grave. Pero la sorpresa vino por la mañana, con los trabajos de desescombro y apuntalamiento, cuando los vecinos rescataban los enseres que han podido salvarse. La mujer cuyo cuerpo fue descubierto entre los restos de la planta baja, antiguo almacén de carpintería abandonado, no estaba muerta a causa de la explosión o los cascotes, sino maniatada, amordazada y con la espalda abierta a latigazos. La lluvia, que ahora moja y lava el cadáver tendido boca abajo entre los restos de la casa, empapándole el pelo revuelto de sangre coagulada, arrastra el polvo de yeso y ladrillo roto, descubriendo la espalda desgarrada hasta mostrar las entrañas y los huesos dorsales, relucientes bajo el agua, de la base del cráneo a las caderas.

—Algunos escombros le aplastaron la cabeza, y no será fácil identificarla —comenta el ayudante Cadalso, que se acerca chorreante, sacudiéndose la lluvia—... Parece joven, como las otras.

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