El asedio (56 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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Mientras habla el policía, sin apresurarse, Fumagal da un paso para rodear la mesa y acercarse al cajón donde está la solución de opio. Casual o deliberadamente, el otro se interpone entre él y la mesa.

—Tuvimos algunas conversaciones de interés, el Mulato y yo —sigue contando—. Podría decirse que, al final, llegamos a un punto de acuerdo razonable...

El policía se interrumpe un momento y tuerce la boca en un amago de sonrisa lobuna, destello de oro incluido. Luego añade:

—Siempre se llega, se lo aseguro. Al punto. Siempre.

La última palabra ha sonado siniestra como una promesa. Tras otra pausa, que emplea en contemplar los otros animales disecados, el policía sigue hablando. El Mulato, cuenta, habló de Fumagal. Y mucho: palomas, mensajes, viajes por la bahía, franceses y todo lo demás. Después de eso, él mismo estuvo en la casa para echar un vistazo. Curioseó entre los papeles, y también vio el plano de la ciudad, con todos aquellos trazos y marcas. Interesantísimo, por cierto.

—¿Lo tiene todavía?

Fumagal no responde. El otro dirige una mirada de resignación a la estufa caliente.

—Lástima. Me confié, con eso. Un error. Pero había otros aspectos... Tenía que asegurarme, compréndalo. Darle a usted otra... Bueno. Ya sabe, camarada. Una nueva oportunidad.

Se calla, pensativo. Al cabo levanta el bastón y acerca el pomo de bronce al pecho de Fumagal, sin llegar a tocarlo.

—¿De verdad no ha leído nada de Sófocles?

Otra vez. Dale con Sófocles, piensa el taxidermista. Se diría una broma absurda, cuyo alcance no llega a imaginar. Pese a su precaria situación, empieza a sentirse irritado.

—¿Por qué me pregunta eso?

Ríe entre dientes el policía, balanceando el bastón. Sombrío. No hay humor, comprueba Fumagal, en esa risa siniestra, de pésimo augurio. Furtivamente dirige un último vistazo al cajón cerrado de la mesa de despacho. Ahora, y para siempre, tan lejos.

—Porque un amigo mío va a burlarse a gusto, cuando se lo cuente.

—¿Estoy detenido?

El otro lo estudia un momento, inmóvil. Con cara de sorpresa.

—Sí, claro. Por supuesto que lo está... ¿Qué otra cosa pensaba?

Entonces, inesperadamente, levanta el bastón y golpea muy fuerte sobre el mármol de la mesa, tres veces. Al ruido acuden los dos hombres que estaban en la escalera. De reojo, Fumagal los ve detenerse en la puerta del gabinete, esperando. Ahora el policía se ha acercado mucho a él, hasta el punto de que puede sentir su aliento espeso, de tabaco y mala digestión. Los ojos acerados y malignos se clavan en los suyos, reapareciendo, sin disimulos, el destello de odio que advirtió antes. Asustado —por primera vez—, el taxidermista retrocede un paso. Se trata de miedo físico, sin rodeos. Tal cual. Teme que el otro vaya a golpearlo con el pesado pomo del bastón.

—Te detengo por espía francés, y por el asesinato de seis mujeres.

De esas doce palabras, lo que más estremece a Fumagal es el tuteo explícito en la primera.

12

Dicen —la guerra abunda en dicen y cuentan— que el mariscal Suchet está a punto de entrar en Valencia, y que la toma de Tarifa es sólo cuestión de días; pero a Simón Desfosseux eso lo tiene sin cuidado. Lo que en este momento acapara su atención es conseguir que el viento y las rachas de lluvia que se meten por las rendijas de la barraca no apaguen el fuego donde hierve un puchero con agua y una mezcla de cebada tostada y algún grano suelto de mal café. Sobre la cabeza del capitán de artillería, el temporal arranca gemidos siniestros al techo de tablas y ramas sujetas con clavos y cuerdas. La lluvia, que golpea en ráfagas violentas, penetra por todas partes, salpicando el refugio. Sentado sobre una rudimentaria tarima que no lo pone a salvo del barro y la humedad, Desfosseux tiene el capote sobre los hombros, se cubre con un viejo gorro de lana, y los mitones que le protegen las manos dejan ver los dedos de uñas negras y sucias. La vida de trincheras se torna terrible con el mal tiempo; y más aquí, en la lengua de tierra baja y casi llana del Trocadero, que se adentra en la bahía expuesta al viento y al mar cercano, casi inundada al pie de las baterías francesas por la crecida que las lluvias dan a la boca del río San Pedro y al caño, con el agua rebasando, desbordada, la barra de arena y la línea de la marea alta.

Es inútil pensar en Fanfán y sus hermanos con este tiempo de perros. Desde hace cuatro días no se tira sobre la ciudad. Los obuses están en silencio, cubiertos por lonas alquitranadas; y el sargento Labiche y sus hombres, enterrados hasta media polaina en el barro de su refugio, maldiciendo de todo y de todos. El temporal ha dislocado intendencia, y la Cabezuela no recibe suministros. Ni siquiera el cuarto de ración de carne salada, el vino aguado y áspero y el pan para cuatro días, negro y hecho de salvado en su mitad, que los artilleros han estado recibiendo en las últimas semanas. El hambre, que en este final de 1811 devasta poblaciones enteras y se anuncia terrible en toda la Península, golpea también a las tropas francesas, cuyos servicios de requisa encuentran cada vez más difícil obtener un grano de trigo o una libra de carne en el paisaje hostil de campos yermos y pueblos fantasmas, vaciados por la guerra. Y de todos los ejércitos imperiales, los hombres del Primer Cuerpo, situados en el extremo meridional de Andalucía, son los que más alejados se encuentran de sus centros de abastecimiento; con las comunicaciones, habitualmente inseguras a causa de las partidas de guerrilleros, interrumpidas ahora por la violencia del temporal que bate la costa, desborda los ríos, inunda los caminos y arrastra los puentes.

—¡Esa lona, maldita sea! El teniente Bertoldi, que acaba de entrar sacudiéndose el agua de un capote lleno de zurcidos y remiendos, se disculpa y asegura la manta que cierra la entrada. Al ver ante sí la cara demacrada y sucia del piamontés, siempre sonriente pese al mundo de agua y barro en que chapotean, Desfosseux siente la necesidad de disculparse por su brusquedad; pero está demasiado abatido hasta para eso. Si cada brote de malhumor de estos días hubiera que repararlo, todos andarían pidiéndose perdón unos a otros, sin tregua. Se limita a asentir con la cabeza, señalando el puchero puesto al fuego.

—En un momento podrá beberse. Aunque no le garantizo el sabor.

—Con que esté caliente me conformo, mi capitán.

El brebaje rompe a hervir. Con mucho cuidado, Desfosseux lo aparta del fuego
y
vierte un chorro humeante en un pichel de hojalata que le pasa a Bertoldi. Él se sirve en un tazón de porcelana china, azul y desportillado —pieza de la vajilla de una casa rica de Puerto Real, saqueada al principio de la guerra—, y bebe a sorbos cortos, quemándose los labios y la lengua casi con deleite. No hay azúcar, ni miel, ni nada que sirva para endulzarlo. Ni siquiera sabe de verdad a café. Pero, como dice Bertoldi, está caliente. Y es razonablemente amargo. Todo consiste en echarle imaginación al asunto mientras uno se calienta la tripa.

Maurizio Bertoldi acomoda una pierna que le molesta. Hace tres semanas, un rebote de metralla española le hizo una contusión mientras supervisaban la batería de Fuerte Luis. Nada serio, pero todavía cojea. Y esta humedad no ayuda en absoluto.

—Lo de los desertores se resuelve en media hora... Al cambio de guardia, junto al barracón grande.

Desfosseux lo mira por encima del vaho de su taza china. Bertoldi se rasca con un dedo una patilla rubia y encoge los hombros.

—La orden es que oficiales y tropa estén presentes. Sin excusa.

Beben los dos artilleros en silencio mientras las rachas de lluvia golpean afuera e introducen salpicaduras por cada resquicio de la tablazón. Hace una semana, aprovechando la marea baja, cuatro soldados del 9.° de infantería ligera, hartos de hambre y miseria, desertaron de sus puestos de centinela, abandonando fusiles y munición, con intención de pasarse al enemigo. Uno consiguió alcanzar a nado las cañoneras españolas fondeadas junto a la punta de la Cantera, pero los otros fueron capturados por un bote de ronda y devueltos al Trocadero. La ejecución, tras consejo de guerra sumarísimo, estaba prevista Para hace dos días en Chiclana; pero el mal tiempo impidió el traslado de los prisioneros. El mariscal Víctor, cansado de esperar, ha ordenado que los tres sean pasados por las armas aquí mismo. Con un tiempo infame como éste, que mina todavía más la moral de la tropa e inspira ideas turbias a los hombres, un escarmiento apropiado pondrá las cosas en su sitio. O eso se espera.

—Vamos, entonces —dice Desfosseux.

Apuran el café, se embozan en los capotes, y el capitán se ciñe el sable y cambia su gorro de lana por el viejo bicornio cubierto con una funda de hule. Apartan la manta y salen al exterior, pisoteando fango. Más allá de las orillas revueltas de la península del Trocadero, la bahía hierve en rociones de agua y espuma gris. La cinta tenebrosa de Cádiz apenas se distingue al fondo del paisaje: largo perfil oscuro silueteado por relámpagos que zigzaguean en el cielo sombrío, dejan oír truenos lejanos y recortan la arboladura de los barcos fondeados que cabecean incómodos aguantándose sobre sus anclas, proa al sudeste.

—Cuidado aquí, mi capitán. El puente tiembla como si estuviera vivo.

El agua amenaza con sumergir y llevarse consigo la pasarela de tablas que salva la zanja de drenaje entre la segunda y la tercera baterías. Simón Desfosseux cruza con aprensión, temiendo verse arrebatado hacia el mar. El camino discurre por una trinchera encharcada, protegida de los tiros españoles por un espaldón de tierra, cestones y fajinas. Cada vez que el artillero hunde las botas en el fango, el agua se le mete por las grietas de las suelas hasta más arriba de los tobillos, empapando los trapos que le envuelven los pies. Bertoldi cojea y chapotea unos pasos delante, encorvado bajo las ráfagas qué aúllan entre los cestones y rizan el agua espesa y marrón por la que arrastra, indiferente, los faldones del capote.

Más allá del barracón general donde se guardan cureñas, armones y otros elementos del tren de artillería, y que a veces sirve como depósito temporal de prisioneros, hay una hondonada que lleva hasta el caño del Trocadero: canal de unas setenta toesas de anchura por donde corre turbulenta el agua fangosa de la riada. En torno a la hondonada, cubiertos por mantas, capotes pardos y grises, sombreros y chacos chorreantes de agua, hay centenar y medio de soldados y oficiales en actitud expectante, silenciosa, formando un semicírculo en la parte alta. Desfosseux comprueba que el sargento Labiche y sus hombres también se encuentran allí, observando hoscamente la escena mientras escupen con desagrado por el colmillo. En realidad todo el mundo debería estar en correcta formación; pero, con el día que hace y toda aquella agua cayendo, a nadie se le ocurre atenerse a los reglamentos.

En la puerta del barracón, Simón Desfosseux ve a dos oficiales españoles que, protegidos del aguacero bajo un toldo de lona y vigilados por un centinela con la bayoneta calada, observan de lejos la escena. Los dos visten uniforme azul de la Armada enemiga. Uno lleva un brazo en cabestrillo y otro luce en su casaca las charreteras de teniente de navío. Desfosseux está al tanto de que el temporal hizo garrear ayer su falucho, arrojándolo contra el Trocadero. Con mucha pericia, y haciendo de la necesidad virtud, el teniente de navío hizo dar vela para conseguir gobierno, eligiendo así un lugar de varada en la playa misma de la Cabezuela, en vez de hacerlo sobre unas piedras peligrosamente próximas. Luego intentó quemar su embarcación, aunque se lo impidió la lluvia, antes de ser capturado con el segundo de a bordo y veinte hombres de tripulación. Ahora, los españoles esperan el primer envío de prisioneros a Jerez, etapa inicial del cautiverio en Francia.

En la parte baja de la hondonada, cerca de la orilla del caño y vigilado cada uno de ellos por dos gendarmes con su característico bicornio —impecables como suelen, pese a la lluvia— y carabinas colgadas a la funerala bajo las capas azules, los tres desertores aguardan el cumplimiento de la sentencia. El capitán Desfosseux se sitúa con Bertoldi entre el grupo de oficiales y echa una ojeada curiosa a los reos. Están de pie bajo el aguacero, sin capotes, descubierta la cabeza y las manos atadas a la espalda; uno en chaleco y mangas de camisa, y los otros con sus guerreras azules empapadas, llenos de barro los pantalones de estameña marrón requisada en los conventos. El que está en mangas de camisa es un caporal, comenta alguien. Un tal Wurtz, de la 2.a compañía. Los otros son muy jóvenes, o lo parecen. Uno de ellos, flaco y pelirrojo, mira espantado alrededor mientras tiembla con violencia —frío o miedo—, hasta el punto de que deben sostenerlo los gendarmes. Un coronel del estado mayor del duque de Bellune —renegará en sus adentros de que lo hayan hecho venir desde Chiclana con este tiempo— se acerca a los prisioneros con un papel en las manos. El suelo fangoso, blando en unos sitios y resbaladizo en otros, le entorpece el paso. Un par de veces está a punto de caerse.

—Empieza la farsa —murmura alguien entre dientes, a espaldas de Desfosseux.

El coronel hace un intento de leer en voz alta la sentencia, pero la lluvia y el viento se lo impiden. A las pocas palabras, desistiendo, dobla la hoja de papel mojado y hace un gesto al suboficial de gendarmes, que cambia unas palabras con sus hombres mientras un piquete de infantería, dispuesto fuera de la vista de los reos, se agrupa de mala gana junto al barracón. Los tres hombres han sido puestos ahora de espaldas, vueltos hacia el caño, mientras les vendan los ojos. El que está en mangas de camisa se debate un poco, resistiéndose. Uno de sus compañeros —un muchacho menudo y moreno— se deja hacer mansamente, como sonámbulo; pero al pelirrojo, apenas se apartan los gendarmes, le fallan las piernas y cae sentado al suelo, en el barro. Sus gemidos se escuchan en toda la hondonada.

—Podían haberlos atado a un poste —comenta el teniente Bertoldi, escandalizado.

—Unos gastadores clavaron unos maderos —apunta un capitán—. Pero los tumbó el agua... El suelo está demasiado blando.

El piquete forma ya detrás de los condenados: doce hombres con fusiles y un teniente del 9.° ligero con capa azul, el sombrero chorreando y el sable desenvainado. Por orden del mariscal Víctor, los verdugos pertenecen al mismo regimiento que los sentenciados. Los infantes tienen el aire hosco y es evidente su poca gana de estar allí: la lluvia hace relucir el hule negro de los chacós y los capotes con cuyos faldones protegen del agua las llaves de fuego de sus armas. El muchacho pelirrojo sigue sentado en el barro, las manos atadas a la espalda y el cuerpo inclinado hacia adelante, gimiendo sin parar. El que está en mangas de camisa vuelve un poco hacia atrás el rostro con los ojos vendados, como si no quisiera pasar por alto el momento en que le disparen. Ahora el oficial del piquete dice algo mientras apoya la hoja del sable en su hombro, luego alza el brazo y los fusiles se ponen más o menos horizontales. No muy rápidos, algunos. En principio, cuatro de ellos deben apuntar a la espalda de cada reo, cuyas figuras destacan sobre la corriente revuelta del caño cercano.

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