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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (73 page)

BOOK: El asedio
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—Maldito vino —dice una voz—. No acaba uno de orinarlo nunca.

El timbre es joven y el tono displicente. Tizón se detiene junto a la silueta, que ahora se destaca con más nitidez en la oscuridad: esbelta y negra. De pronto no sabe qué decir. Busca un pretexto para demorarse un poco, en vez de seguir camino.

—No es sitio para hacer necesidades —dice con sequedad.

El otro parece calcular, en silencio, lo pertinente del comentario.

—No me fastidie —concluye.

Acaba en un golpe de tos. Tizón intenta verle la cara, pero la lamparilla del muro sólo alumbra su contorno. Al cabo escucha rumor de paño —el otro se está abrochando la portañuela, supone— y la luz menuda ilumina el rostro flaco, de ojos oscuros y profundos; un hombre de poco más de veinte años, bien parecido, que observa a Tizón con desdén.

—Métase en sus asuntos —dice.

—Soy comisario de policía.

—Me importa un carajo lo que sea.

Está cerca y huele a vino. A Tizón no le gusta su insolencia, y mucho menos el tono despectivo en que se manifiesta. Por un momento, llevado por los impulsos automáticos del oficio y la costumbre, se plantea poner en danza el pomo del bastón y pasar a mayores. Estúpido lechuguino. En ese momento cae en la cuenta de que le resulta conocido. Barcos, tal vez. De pronto cree recordar a un marino. Oficial, seguramente. De ahí el vino y la chulería. Distinta, en todo caso, del desgarro de marineros, jaques, majos y demás guapeza gaditana. Éste huele más a descaro fino, hastiado. De buena familia.

—¿Algún problema?

La nueva voz ha sonado a su espalda y casi sobresalta al comisario. Un segundo hombre se ha acercado. Al volverse, Tizón ve a su lado a un sujeto moreno, de patillas anchas, que viste casaca de botones dorados. La lamparilla ilumina unos ojos tranquilos, de tonos claros.

—¿Están juntos? —pregunta Tizón.

El silencio del recién llegado supone una respuesta afirmativa. Tizón balancea el bastón en su mano derecha. No hay otro problema, comenta, que los que pueda causar su amigo. El otro sigue mirándolo, inquisitivo. Va sin sombrero, con el pelo mojado de lluvia. La lamparilla hace relucir gotas gruesas y recientes en sus hombros. También huele a taberna.

—Policía, le he oído decir —comenta al fin.

—Soy comisario.

—Y su trabajo es vigilar que nadie eche una meada en la calle, en noches como ésta... Lloviendo a cántaros.

Lo ha dicho con sangre fría y mucha sorna. Mal comienzo. Por su parte, Rogelio Tizón acaba de reconocerlos: son los dos corsarios, capitán y teniente, con los que el verano pasado tuvo conversación nocturna en la Caleta. Una charla tan poco agradable como ésta, aunque menos húmeda. Ocurrió cuando investigaba aquella historia de contrabando y viajes por la bahía que acabó llevándolo hasta el Mulato.

—Mi trabajo, camarada, es el que me parece oportuno.

—No somos sus camaradas —replica el más joven.

Reflexiona brevemente Tizón. Con gusto le abriría la cabeza de un bastonazo al petimetre —ahora recuerda que el encuentro anterior le dejó esas mismas ganas—, pero se trata de gente cruda, y el negocio no iba a resolverse con facilidad. De estos casos sale uno, si nada lo remedia, con los pies fríos y la cabeza caliente. Y más allí, solo en el pasadizo, frente a dos hombres cargados de vino pero no lo bastante, todavía en la fase de firmeza agresiva, peligrosa. Y Tizón, sin un rondín cerca. Con la lluvia, se dice con amargura, estarán todos al resguardo de cualquier taberna. Hijos de la grandísima. De manera que, al hablar de nuevo, procura dar a sus palabras el tono adecuado. Más diplomático.

—Voy detrás de alguien —admite con deliberada simpleza— y me confundí en la oscuridad.

Un relámpago exterior ilumina el túnel como un brusco cañonazo a contraluz, recortando las siluetas de los tres hombres. El de las patillas —capitán Lobo, de la
Culebra,
cae de golpe Tizón— mira al comisario sin decir nada, cual si considerase a fondo lo que acaba de escuchar. Luego hace un breve movimiento afirmativo.

—Ya nos conocemos —dice.

—Tuvimos una conversación —confirma Tizón—. Hace tiempo.

Otro corto silencio. Éste no es de los que amenazan ni parlotean, se dice. Y tampoco el compañero. A poco ve asentir al corsario.

—Estamos en una taberna, ahí mismo, con alguna gente alegre... Mi amigo vino a tomar el aire y aliviarse un poco. Mañana salimos a la mar.

Ahora es Tizón el que asiente.

—Lo tomé por quien no era —admite.

—Todo arreglado, entonces... ¿No?

—Eso parece.

—Entonces, le deseo suerte en su ronda.

—Y yo le deseo suerte en su taberna.

Desde el pasadizo, Tizón ve a los dos marinos, convertidos otra vez en bultos oscuros, salir bajo el aguacero y hundirse en la oscuridad iluminados a trechos por los relámpagos que crujen como disparos y aplastan sus sombras contra el suelo, una junto a otra, bajo la espesa cortina de agua. Entonces el policía acaba de recordar del todo: ese mismo capitán Lobo fue quien hace un par de meses, según cuentan —nadie ha podido probarlo, y los testigos no despegaron los labios—, le pegó un tiro en un duelo a un capitán de ingenieros, en el arrecife de Santa Catalina. El muy correoso cabrón.

16

Claridad de agua y sal. Casas altas y blanquísimas asomadas a los árboles de la Alameda, con macetas llenas de flores entre hierros de balcones y miradores pintados de verde, rojo y azul. Una Cádiz como la de las estampas, comprueba Lolita Palma cuando sale de la iglesia, se acomoda la mantilla blonda que lleva prendida con horquillas en la peineta, y se une a los otros invitados bajo las torres casi mejicanas del Carmen, cubriéndose los ojos con el abanico desplegado y en alto para resguardarlos de la luz. Es un día espléndido, muy apropiado para bautizar al hijo de Miguel Sánchez Guinea. Concluido el ritual, el neonato duerme en brazos de sus padrinos entre rebujo de lienzos y puntillas, rodeado de caricias, parabienes y deseos de una larga y próspera vida que sea tan provechosa para los suyos como para su ciudad. Me lo diste moro y te lo devuelvo cristiano, le está diciendo la madrina al padre de la criatura, como es costumbre. Hasta los cañones franceses parecen celebrar con salvas el acontecimiento, pues empezaron a tirar desde el Trocadero en el momento mismo de acabar la ceremonia. Aunque ahora disparan a diario, el lugar queda fuera del alcance de las bombas; así que apenas se atiende a ese tronar lejano, monótono, al que la ciudad asediada se acostumbró hace tiempo.

—Que no falte la música —comenta el primo Toño, cortando la punta de un habano.

Lolita Palma mira alrededor. Los invitados, que son numerosos —sombreros ligeros de copa ancha y colores claros, peinetas con mantillas de encaje blancas, doradas y negras según edad y estado civil—, se congregan charlando tranquilamente entre la puerta de la iglesia y el baluarte de la Candelaria; y poco a poco, sin recurrir a los coches y calesas que aguardan en la explanada, caminan por la Alameda hacia el lugar del convite. Las señoras van del brazo de maridos o familiares, los niños corretean sobre la tierra de albero, y disfrutan todos, como si fueran suyos —y en cierto modo lo son—, del paseo y la vista espléndida del mar y el cielo luminosos, impecables, que se extienden más allá de la muralla, hacia Rota y El Puerto de Santa María.

—Cuéntanos lo de anoche, Lolita —pide Miguel Sánchez Guinea—. Dicen que fue un exitazo.

—Sí... Un exitazo y un susto de muerte.

Las conversaciones —de los hombres, en su mayor parte— giran en torno a asuntos de negocios y a los últimos sucesos militares, tan desafortunados para las armas españolas como de costumbre: la caída de Alicante en manos francesas y el desastre sufrido por el general Ballesteros en Bornos. También se comenta el rumor de un próximo ataque enemigo contra la Carraca, que dislocaría el sistema defensivo de la isla de León, amenazando la ciudad; pero a esto último nadie da crédito. Cádiz se siente invulnerable tras sus murallas. Más interés suscita entre ambos sexos el verdadero asunto del día: la obra de teatro que algunos de los presentes vieron ayer en el coliseo de la calle de la Novena. Se estrenaba
Lo que puede un empleo:
juguete cómico de poca importancia pero de cierto ingenio, recién salido de la pluma de Paco Martínez de la Rosa, y muy esperado por estar lleno de alusiones a los serviles antiliberales que, a cambio de prebendas y puestos oficiales, abrazan ahora con sospechoso entusiasmo las ideas constitucionales. Asistió Lolita desde el palco que tiene abonado, en compañía de Curra Vilches, su marido, el primo Toño y Jorge Fernández Cuchillero. No hubo lleno absoluto, pero hervía la luneta de amigos comunes y correligionarios del autor: Argüelles, Pepín Queipo de Llano, Quintana, Mexía Lequerica, Toñete Alcalá Galiano y los otros. No faltaban señoras. Se aplaudieron muchas situaciones graciosas de la obra; pero el momento culminante fue cuando, a media representación, una bomba francesa pasó rozando el techo del teatro para caer en las cercanías. Alborotose todo y huyeron algunos espectadores, despavoridos; pero otros, puestos en pie, exigieron continuar la representación; que siguió adelante con mucha sangre fría de los actores, entre largos aplausos. Lolita Palma fue de quienes se quedaron hasta el final.

—¿Y no tuviste miedo? —se interesa Miguel Sánchez Guinea—. Curra confiesa que se fue corriendo con su marido.

—Como una bala —confirma la interesada.

Lolita se echa a reír.

—Estuve a punto de irme con ella... Hasta salí del palco. Pero al ver que Fernández Cuchillero, Toño y otros no se movían, me quedé allí como una tonta. Y mientras, pensaba: «Una bomba más y salgo escopetada»... Por suerte no hubo otra.

—¿Y la obra es buena?

—Algo forzada, pero te divierte y se puede ver. El personaje de don Melitón tiene gracia... Ya conocéis a Paco de la Rosa. Con su chispa.

—Y con su pluma —apunta Curra Vilches, cargando la suerte.

—No seas mala, bruja... Los que se quedaron aplaudieron mucho.

—Toma, claro. Porque son de su cuerda.

El convite se sirve en la Posada Inglesa, que está en la plaza de los Pozos de la Nieve, junto al café de las Cadenas: propiedad de un británico afincado en Cádiz, con servidumbre de esa nación, es uno de los locales más elegantes de la ciudad. Allí van llegando los invitados para instalarse en el comedor de arriba, grande y espacioso, con vistas a la bahía y a la casa, muy próxima, del infeliz general Solano, todavía arruinada por el saqueo y el incendio de hace tres años. Para las señoras y niños, sobre grandes charolas de plata mejicana traídas de la vajilla particular de los Sánchez Guinea, hay abundancia de bizcochos mallorquines, melindres, cajitas de Saboya y tortas de crema, acompañados de refrescos de limón, naranja, chocolate con leche a la francesa, té a la inglesa y leche con limón y canela, a la española. Los caballeros disponen además de café, licores y cajas de cigarros recién abiertas. Al poco rato, el piso superior de la posada está lleno de amigos y parientes bulliciosos que festejan al bautizado y a su familia entre rumor de conversaciones y humo de tabaco. Sobre las mesas hay bolsos de raso e hilo de plata, abanicos de nácar, petacas de cuero fino. Todo el alto comercio local está allí, celebrando la continuación de la estirpe de uno de los suyos. Se conocen de siempre, compartiendo desde hace generaciones bautizos, comuniones, bodas y entierros. El consulado comercial en pleno cumple hoy consigo mismo, convencido de ser la auténtica sangre de la ciudad, el músculo poderoso del trabajo y la riqueza locales. La docena de familias que llenan el piso alto de la Posada Inglesa representa a la verdadera Cádiz: dinero y negocios, riesgos, fracasos y éxitos que mantienen viva esta ciudad y su memoria atlántica y mediterránea, clásica y moderna a un tiempo, razonablemente culta, razonablemente liberal, razonablemente heroica. Razonablemente inquieta, también, algo menos por la guerra —negocio, a fin de cuentas— que por el futuro. Y mientras las señoras hablan de niños, de tatas, de sirvientas, de patrones de ropa cosida por sus modistas en la calle Juan de Andas, de las novedades llegadas de Inglaterra a las tiendas elegantes de San Antonio, la calle Cobos y la calle Ancha, de las colgaduras y colchas de coco blanco —última moda para poner en las alcobas— y de la bandera que borda la Sociedad Patriótica de Señoras para obsequiar a los artilleros de Puntales, los maridos comentan la llegada de tal o cual barco, la mala situación financiera de un conocido, los trastornos, incertidumbres y esperanzas que para sus negocios suponen la ocupación francesa y la insurrección creciente, desleal, de las colonias americanas, alentadas con descaro por los mismos ingleses que en Cádiz, a través de su embajador, llevan meses saboteando los progresos constitucionales y favoreciendo al bando servil.

—Habrá que mandar más tropas a ultramar, para reprimir esa deslealtad —dice alguien.

—Esa obscena barbarie —apunta otro.

—Lo malo es que, como de costumbre, lo harán a nuestra costa. Con nuestro dinero.

Tercia un tercer invitado, sarcástico.

—¿Con cuál, entonces?... No hay otro al que puedan hincarle el diente en España.

—No tienen vergüenza. Entre la Regencia, la Junta y las Cortes, nos sangran como a puercos.

Don Emilio Sánchez Guinea —sobrio frac gris oscuro, calzón con medias de seda negra— ha hecho momentáneo aparte con Lolita, al extremo de una mesa situada junto a una ventana abierta al espacio de la bahía. También ellos comentan la mala situación financiera. Después de contribuir el año pasado al esfuerzo de guerra con un millón de pesos, Cádiz se ha visto forzada a participar en nuevos empréstitos, como el de seis millones y medio de reales que hace poco financió las inútiles expediciones militares a Cartagena y Alicante. Ahora corre el rumor —y en materia de impuestos, los rumores siempre resultan ciertos— de que se pretende una nueva contribución directa sobre fortunas, basada en la lista pública de éstas. Y Sánchez Guinea está indignado. En su opinión, airear esos detalles perjudicará tanto a los que llevan bien sus negocios como a los que los llevan mal: los primeros, porque se verán más exprimidos todavía; los segundos, porque los negocios se basan en el buen nombre de la empresa, y hacer pública la mala situación de algunas casas comerciales no las ayudará a mantener su crédito. En todo caso, es delicado calcular riquezas en un momento de estancamiento de los géneros coloniales y poco capital.

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