Lolita Palma ríe agarrada al brazo de su primo.
—¡Y de la mía!
Pasan los tres junto a las calesas y carruajes particulares alineados a un lado de la plaza, cuyos cocheros esperan bebiendo en corro de un pellejo de vino, y cruzan el umbral, bajo el tímpano de hierro forjado con la lira que da nombre al establecimiento. El de Apolo es el café habitual del primo Toño; y cuando entran, el encargado lo reconoce pese al disfraz, saludándolo con deferencia mientras se inclina al recibir un duro de plata.
—Una mesa con buena vista, Julito. Donde estén cómodas las señoras.
—No sé si quedará alguna libre, don Antonio.
—Te apuesto otro duro a que no la encuentras... Y lo pierdo.
Reluce una segunda moneda en la palma del encargado, que la hace desaparecer con presteza, vista y no vista, en un bolsillo de su mandil.
—Veremos qué puede hacerse.
Cinco minutos después, rodeados de gente, los tres están sentados bebiendo rosoli de canela, ellas, y una botella de pajarete el primo Toño, en sillas que acaban de disponerles en torno a una mesa de tijera que un mozo del café trajo en alto, colocada junto a las columnas del patio principal. El establecimiento tiene cuatro plantas, dedicadas las dos de arriba, a las que se accede por la calle Murguía, a pensión y alojamiento de viajeros. En las dos de abajo se encuentran el patio principal y el primer piso, con el comedor y varias salas donde suelen hacer tertulia los diputados liberales más exaltados. Hoy, la parte baja hierve de animación. Hay mucha luz, con arañas y candelabros por todas partes que hacen relucir adornos, rasos, bordados y lentejuelas. Desde arriba arrojan papelillos de colores, trompetean matasuegras y vejigas, y una orquesta de cuerda toca alegre música bajo los arcos del fondo. No hay baile, pero mozos con bandejas de bebidas van de un lado a otro mientras se ríe, canta y charla animadamente de mesa a mesa. Las conversaciones, las risas y el humo de cigarros hacen el ambiente achispado y espeso. Lolita Palma lo mira todo, divertida, mientras el primo Toño —se ha subido la máscara a la cabeza para ponerse los lentes— fuma y hace entrechocar los vasos, y Curra Vilches, con su desenfado habitual, apunta picantes comentarios sobre los vestidos, disfraces y personas que hay alrededor.
—No te pierdas aquella de corpiño verde y pelucón blanco. Para mí que es la cuñada de Pancho Zugasti.
—¿Tú crees?
—Lo que yo te diga... Y ese que le come la oreja no es el marido.
—Qué bruta eres, Currita.
Hay muchos hombres, como es usual en el café. Gaditanos, militares de paisano y forasteros. Pero no pocas mujeres comparten las mesas situadas en el patio y en las salas laterales, o se asoman a las barandillas del primer piso. Algunas son señoras respetables con maridos, parientes y amigos. Otras —Curra Vilches las disecciona con gracia y sin piedad— no lo parecen tanto. El Carnaval desmonta barreras, dejando en suspenso buena parte de las convenciones que, durante el resto del año, la ciudad mantiene con rigor extremo. Cádiz sigue abierta a todos, en estos tiempos convulsos que la convierten en una España en miniatura; pero cada cual conoce el lugar que le corresponde. Cuando se ignora o se olvida, no falta quien lo haga saber. Lo mismo con guerra y Cortes que sin ellas, los disfraces y la alegría carnavalesca no bastan para igualar lo imposible. Puede, piensa Lolita Palma, que algún día esos jóvenes filósofos liberales, los de las discusiones de café, los discursos políticos y las tertulias donde se barajan ilustración, pueblo y justicia, lo cambien todo. O puede que no. Al fin y al cabo, en San Felipe Neri se sientan sacerdotes, nobles, eruditos, abogados y militares. No hay allí comerciantes, tenderos ni pueblo bajo, aunque se diga hablar en nombre y representación de todos ellos. El rey sigue prisionero en Francia, y la soberanía nacional, tan debatida, no es más que unos cuantos pliegos de papel con el nombre de futura Constitución. Hasta en la común algarabía del café de Apolo, eso resulta evidente. Gaditanos, españoles, juntos pero no revueltos. O sólo hasta cierto punto.
—¿Otra copita?
—Bueno —Lolita se deja servir más licor—. Pero tú quieres destruir mi reputación, primo.
—Pues mira a Curra... No hace ascos.
—Es que ella tiene poquísima vergüenza.
Sigue lloviendo confeti desde el piso de arriba, con efectos de nevada multicolor entre la luz de las bujías. Quitándose un guante, Lolita Palma retira unos papelillos de su copa y bebe despacio, a sorbos. Son muchas las máscaras que alcanza a ver desde donde está sentada: elegantes o no, delicadas, ingeniosas o vulgares; pero también gente vestida de diario, a cara descubierta. Y mientras pasea la vista por el salón, observando rostros e indumentarias, descubre a Pepe Lobo.
—¿Ése no es tu corsario? —pregunta Curra Vilches, que por casualidad ha seguido la dirección de su mirada.
—Sí, es él.
—¡Oye!... ¿Dónde vas?
Nunca llegará a saber Lolita Palma —aunque se lo preguntará el resto de su vida— qué la llevó esta noche de Carnaval en el café de Apolo a levantarse, para sorpresa del primo Toño y Curra Vilches, y acercarse a la mesa de Pepe Lobo al amparo del antifaz y la capa de dominó.
Puede que sea la tercera copa de rosoli la que le inspira esa audacia; o tal vez la embriaguez por cuya orilla se desliza, tan ligera y serena que afila sus sentidos en vez de embotárselos, provenga de la música, la nevada de papelillos de colores que llena de espacio corpóreo, irreal, entre las voces alegres y el humo de tabaco que flota en el aire, la distancia que los separa. El capitán de la
Culebra
está solo, aunque Lolita observa al acercarse que sobre el mármol de su mesa hay una botella y dos vasos. Viste la habitual casaca azul con botones dorados, abierta sobre un chaleco blanco y una camisa cuyo cuello rodea un ancho corbatín negro, y observa el ambiente del café con aire divertido, aunque un poco al margen; sin participar demasiado en la alegría que lo rodea. Al percatarse de una presencia cercana, Lobo alza la vista y ve a Lolita, justo en el momento en que ella se detiene. Los ojos verdes del marino, chispeantes a la luz de las bujías, la recorren de abajo arriba, hasta el antifaz y la capucha de seda negra que ella se ha subido mientras se acercaba. Luego vuelve a mirarla de arriba abajo. Es evidente que no la reconoce.
—Buenas noches, máscara —dice sonriendo.
El gesto, súbito, abre una brecha blanca entre las patillas espesas y morenas, en la piel atezada por el mar. Sin levantarse ni dejar de mirarla, Lobo se inclina un poco sobre la mesa, vierte aguardiente en su vaso y se lo ofrece a Lolita; y ésta, excitada por su propio atrevimiento —siente en ella las miradas horrorizadas de Curra Vilches y el primo Toño, que la vigilan de lejos—, lo acepta y lo lleva a los labios, bajo el antifaz, aunque apenas lo prueba: es un aguardiente fuerte, que quema la boca; con vago sabor a anís. Después le devuelve el vaso al marino, que sigue sonriendo.
—¿Eres muda, máscara?
Hay curiosidad en su tono, ahora. O interés. Lolita Palma, que se pregunta a quién pertenecerá el segundo vaso que hay en la mesa, permanece en silencio por miedo a que su voz la delate, con la agradable sensación de libertad, lindante con la osadía, que su disfraz le proporciona; y también con la certeza de que aquello no puede prolongarse mucho. Empieza a ser demasiado inconveniente. Y peligroso. Sin embargo, para su sorpresa, comprueba que está a gusto de esa manera, de pie ante la mesa de Pepe Lobo, mirándolo de cerca con descaro tras la protección del antifaz. Disfrutando de la proximidad de esos ojos que reflejan la luz, su cara de corsario crudo y guapo, la sonrisa paradójicamente seria y tranquila, tan masculina en su boca que ella siente deseos de tocarla. Lástima que no haya baile aquí, se dice atolondrada. No me importaría bailar, y es algo que puede hacerse sin hablar. Sin las incómodas palabras, que tanto atan y a tanto comprometen.
—¿No quieres sentarte?
Niega con la cabeza, a punto ya de volver la espalda. En ese momento ve al teniente de la
Culebra,
el joven llamado Maraña, que se acerca desde lejos, entre las mesas. De él era el otro vaso. Es hora de irse, confirma. De regresar con Curra Vilches y el primo Toño, al mundo de lo razonable. Sin embargo, iniciado ya el movimiento de retroceso, Lolita Palma hace algo impremeditado, de lo que ella misma se escandaliza. Dejándose llevar por el impulso que la hizo levantarse y venir hasta aquí, rodea despacio la mesa y la silla donde está sentado Pepe Lobo, y mientras pasa a su espalda desliza un dedo de la mano enguantada por los hombros del marino, rozando el paño de su casaca. Después, al irse, tiene ocasión de advertir, de soslayo, la mirada desconcertada que el hombre le dirige.
El camino hasta su mesa se hace interminable. A la mitad, siente una presencia a su lado. Una mano la toma por la muñeca.
—Espera.
Ahora sí que tengo un problema, piensa mientras se detiene y vuelve el rostro, repentinamente serena. Los ojos verdes están a una cuarta de los suyos, mirándola intensamente. Lolita lee en ellos curiosidad, y también asombro.
—No te vayas.
Ella sostiene su presencia próxima sin alterarse. El licor que circula suavemente por sus venas le facilita un arrojo y una sangre fría desconocidos hasta hoy. La mano del hombre, que aún no ha soltado su muñeca, es firme y la sujeta con la presión justa, sin oprimir demasiado. Reteniéndola más con el ademán que con la fuerza. Esa mano, piensa ella fugazmente, disparó contra Lorenzo Virués, dejándolo inválido para el resto de su vida.
—Suélteme, capitán.
Es entonces cuando Pepe Lobo la reconoce. Lolita puede seguir en sus facciones cada una de las fases del proceso: sorpresa, incredulidad, estupor, embarazo. La muñeca ha quedado libre.
—Vaya —murmura él—. Yo...
Por alguna oscura razón, ella disfruta de su momento de triunfo. De la confusión del hombre, cuya sonrisa se ha extinguido igual que si mataran de golpe una luz. Ahora él vuelve el rostro a uno y otro lado, pensativo, como si buscara comprobar cuánta de la gente que los rodea participaba del engaño. Después la mira muy serio. Seco.
—Lo siento —dice.
Se diría un muchacho al que acaban de reprender, decide ella. Vagamente conmovida por cierta ráfaga de inocencia que ha creído advertir, un instante, en la expresión del corsario. Una breve mirada, tal vez. La manera casi infantil de abrir un poco más los ojos, desconcertado. Quizá miraba así de niño, piensa de pronto. Antes de marcharse al mar.
—¿Se divierte, capitán? Ahora es él quien no responde, y Lolita siente una excitación interior, singular. La certeza de un vago poder sobre el hombre que tiene delante. Algo que parece diluido en sus atavismos de mujer, hechos de carne y de siglos. Observa la barba que, tras un afeitado de hace varias horas, empieza a despuntar, oscureciendo el mentón duro, sólido, entre las patillas que llegan casi hasta las comisuras de la boca. Por un instante se pregunta a qué olerá su piel.
—Ha sido una sorpresa encontrarlo aquí.
—Pues imagínese la mía.
Los ojos verdes han recobrado su aplomo. Vuelven a chispear en ellos las bujías de la sala. Curra Vilches, suponiendo que algo no va como es debido, se ha levantado de la mesa y viene hasta ellos. Lolita alza una mano, tranquilizándola.
—Todo está bien, cantinera.
La mirada de Curra va de uno a otro, interrogante, a través de los agujeros de su máscara.
—¿Seguro?
—Completamente. Dile al torero borrachín que voy a tomar un poco el aire... Hay demasiado humo aquí.
Un silencio. Después, la voz de la amiga suena estupefacta.
—¿Sola?
Imagina Lolita su boca abierta bajo la máscara de cartón con el mostacho pintado, y está a punto de echarse a reír. No es corriente embarullarle los papeles a Curra Vilches.
—Tranquilízate. Me escoltará el caballero.
Rogelio Tizón se hace a un lado para esquivar el cubo de agua que le arrojan desde una ventana; y luego, resignado a lo inevitable, se abre paso entre un grupo de mujeres disfrazadas de brujas que le propinan algunos escobazos guasones al pasar por la esquina de la calle de los Tres Hornos. El barrio es popular, artesano y menestral, con casas de vecinos de los que hacen vida en la calle y se conocen todos, y muchas terrazas con cobertizos alquilados a refugiados y a forasteros. Algunas calles están iluminadas a trechos con estopas encendidas que humean espirales oscuras y aceitosas. Pese a la prohibición de bailar afuera —diez pesos para los infractores masculinos y cinco para las mujeres, según el último bando municipal—, la gente se asoma a los balcones a tirar agua y saquetes de polvo a los transeúntes, o se congrega abajo en animados grupos, jaleando con guitarras, bandurrias, trompetillas, matasuegras y carracas. Hay risas y bromas en todas las conversaciones, marcadas por el acento y el buen humor de las clases bajas gaditanas. Un par de veces se cruza el comisario con una cuadrilla de negros libres que van y vienen al ritmo de tambores y cañas, cantando en jerga espesa de cadencias caribeñas:
Mi ma'e no quié
que vaya a la plasa
po'que lo sordao
me dan calabasa
Se abalanza sobre Tizón un muchacho vestido con albornoz moruno y babuchas, armado con una vejiga hinchada al extremo de un palo y dispuesto a golpearlo con ella; pero aquél, harto, le corta el paso con un bastonazo.
—Vete por ahí —dice— o te arranco la cabeza.
Se escabulle cabizbajo el otro, impresionado por el tono y la mirada furibunda del policía, y éste continúa entre la gente, estudiando las máscaras que hay alrededor. A veces, cuando ve a una muchacha, la sigue de lejos un trecho, comprobando quién se acerca o camina detrás. En ocasiones la vigilancia se prolonga varias calles, atento Tizón a cada máscara que se cruza; dispuesto a percibir la actitud sospechosa, el indicio que lo decida a abalanzarse sobre ella, arrancar el antifaz o la careta y descubrir las facciones, mil veces imaginadas en sus pesadillas —cada vez duerme peor, entre sobresaltos que mezclan realidad e imaginación—, del hombre al que anda buscando. Otras veces no son mujeres jóvenes, sino algún disfraz o apariencia extraña lo que llama su atención, y entonces a quien sigue es a esa persona, acechándole cada movimiento. Cada paso.
En la calle del Sol, junto a la capilla, un hombre atrae su interés. Viste largo sayal negro, se cubre con capuchón y una careta blanca, y está inmóvil, mirando a la gente. Algo en su actitud despierta la suspicacia del comisario. Quizá, concluye éste mientras se detiene al amparo de los que pasan, sea su modo de mantenerse aparte: aislado, ajeno al jolgorio callejero. Aquel sujeto mira como desde afuera, o desde lejos. Demasiado distante, concluye el policía, para alguien que se disfraza en Carnaval y sale a divertirse. Ése no parece divertirse en absoluto. No como los demás. La cabeza encapuchada se mueve lentamente de un lado a otro, siguiendo el paso de quienes circulan por la calle. No parece inmutarse cuando tres jovencitas con las caras pintadas de negro, vestidas con colchas de colores y sombreros de paja, se acercan riendo y le echan agua con una jeringa, para escapar después corriendo calle arriba. Sólo las mira alejarse.