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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (33 page)

BOOK: El asedio
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—Con Cortes o sin ellas, entraré en esa cabeza, profesor. Se lo aseguro.

—Antes tendrá que apresarlo.

—Lo haré —Tizón mira alrededor, desconfiado y agrio—. Cádiz es una ciudad pequeña.

—Y llena de gente. Me temo que la suya es una afirmación arriesgada. Un voluntarismo comprensible incluso en su oficio y situación, pero poco riguroso... No hay ninguna razón concreta que le permita afirmar que acabará atrapándolo. No es un problema de olfato. La solución, si existe, vendrá por medios más complejos. Más científicos.

—El manuscrito de
Ayante...

—Oiga, querido amigo. No vuelva a las andadas. Ese texto lo traduje yo. Lo conozco bien. Se trata de poética, no de ciencia. Usted no puede analizar este asunto basándose en un texto escrito en el siglo quinto antes de Cristo... Todo eso resulta interesante para calentarse la cabeza con imágenes y tropos, o para adornar una de esas novelitas fantásticas que ahora leen las señoras. Pero no lleva a ninguna parte.

Se han parado cerca de la casa de Tizón, apoyados en un repecho de la muralla situado entre dos garitas. Junto a la más próxima se mueve a veces el bulto de un centinela, coronado por el suave destello de una bayoneta de fusil. Enfrente se entrevén las siluetas negras, cascos y palos, de los navíos españoles e ingleses fondeados a poca distancia. La noche se extiende tan serena que ni el mar está agitado. La masa oscura y líquida permanece silenciosa, inmensa en su olor a rocas desnudas, arena y algas de la marea baja.

—A veces —prosigue Barrull—, cuando nuestros sentidos no alcanzan a penetrar ciertas causas y sus efectos, recurrimos a la imaginación, que es el más sospechoso de los guías. Pero nada hay en el mundo que salga del orden natural. Cada movimiento, insisto, responde a leyes constantes y necesarias... Asumamos, por tanto, el hecho racional: el universo tiene claves que ignoramos.

Tizón arroja el chicote de su cigarro al mar.


Los mortales
—murmura—
pueden conocer muchas cosas al verlas, pero nadie adivina cómo serán las cosas futuras...

Barrull emite un bufido de reprobación. O de fastidio.

—Usted y Sófocles empiezan a aburrirme. Incluso en el caso poco probable, aunque no imposible, de que el asesino conociese el texto y éste le hubiese dado ideas, esa cuarta chica asesinada
antes
de la bomba lo convertiría en detalle secundario. En la calderilla de esta tragedia... Si yo fuera usted y estuviera tan seguro de lo que afirma, dedicaría mi tiempo a establecer dónde y cuándo caerán las próximas bombas.

—Sí, pero ¿cómo?

—Pues no sé —la risa de Barrull suena en la oscuridad—... Tal vez preguntando a los franceses.

7

Ite, missa est.
Termina la misa de ocho en San Francisco. A esta hora no hay muchos feligreses: algunos hombres de pie o en los bancos laterales y una veintena de mujeres en la nave central, arrodilladas en almohadones o sobre mantillas puestas en el suelo. Con las últimas palabras y la bendición del sacerdote, Lolita Palma cierra el misal, se santigua, camina hacia la puerta, humedece los dedos en agua bendita de la pila adosada al muro cubierto por milagros de cera y latón, se santigua de nuevo y sale de la iglesia. No es de misa diaria, pero hoy habría sido el cumpleaños de su padre: hombre devoto, aunque sin excesos, que asistía a esta misa antes de empezar la jornada de trabajo. Lolita sabe que a Tomás Palma le habría gustado verla allí, recordándolo de este modo en su aniversario. Por lo demás, ella cumple razonablemente los preceptos básicos de su educación católica: misa dominical y comunión de vez en cuando, tras confesarse con un viejo sacerdote amigo de la familia, que no hace preguntas impertinentes y aplica penitencias llevaderas. Nada más. Habituada a amplias lecturas desde niña, fruto de una educación moderna como otras mujeres de la burguesía gaditana, la heredera de los Palma tiene una visión liberal del mundo, los negocios y la vida. Eso resulta compatible con la práctica formal —sincera, en su caso— de la religión católica, pero templa sus extremos, alejándola de las beaterías habituales de su sexo y de su tiempo.

La plaza se ve animada de gente. El sol todavía no está muy alto, y la temperatura veraniega es agradable.

Algunos forasteros de una posada vecina —la de París, rebautizada de la Patria— desayunan sentados en torno a mesas puestas en la calle, mirando a los transeúntes. Los tenderos de los comercios próximos abren las puertas y quitan los cuarteles de madera de las vitrinas, exhibiendo sus mercancías. Hay mujeres arrodilladas en el suelo, fregando portales y aceras frente a las casas. Otras salpican con agua el empedrado o riegan macetas en los balcones. Retirándose la mantilla de la cabeza para dejarla caer sobre los hombros —lleva el pelo peinado hacia atrás, tenso, recogido en una trenza enrollada y prieta en la nuca con una peineta corta de nácar—, Lolita guarda el misal en el bolso de raso negro, deja colgar el abanico del cordón que lo une a la muñeca derecha y camina hacia las tiendas situadas entre la esquina de la calle de San Francisco y la del Consulado Viejo, donde hay librerías de lance y puestos de grabados y estampas. Antes de ir a casa tiene intención de bajar hasta la plaza de San Agustín para retirar unos libros y encargar periódicos extranjeros. Después volverá al despacho, como cada día.

No ve a Pepe Lobo hasta que lo tiene delante, saliendo de una librería con un paquete bajo el brazo. El corsario viste casaca con botones dorados, pantalón de mahón largo hasta los tobillos y zapatos de hebilla. Al verla se para en seco, quitándose el sombrero marino de dos picos.

—Señora —dice.

Lolita Palma devuelve el saludo, algo desconcertada.

—Buenos días, capitán.

No esperaba el encuentro. Tampoco el, por lo visto. Parece indeciso, sombrero en mano, como si dudara entre volver a cubrirse o no, seguir camino adelante o cambiar unas palabras de cortesía. A ella le pasa lo mismo. Incómoda.

—¿De paseo?

—De misa.

—Ah.

La mira con interés, como si hubiera esperado otra respuesta. Ojalá no me tome por una beata, piensa Lolita fugazmente. Un momento después la irrita haberlo pensado. Qué me importa a mí, concluye. Lo que este individuo crea o no.

—¿Frecuenta librerías? —pregunta, con deliberación.

El corsario no parece advertir la impertinencia. Se vuelve a mirar atrás, hacia la tienda de la que ha salido. Luego señala el paquete que lleva bajo el brazo. Sonríe quitándole importancia al asunto. Una brecha blanca, marfileña, en la cara atezada.

—No mucho, fuera de mi oficio —responde con sencillez—. Éste es el
Naval Gazetteer,
en dos tomos. Un capitán inglés murió de calenturas y subastaron sus cosas. Supe que algunos libros fueron a parar aquí.

Asiente Lolita. Tales subastas son frecuentes en el mercadillo próximo a la Puerta de Mar cuando llegan barcos de viajes largos e insalubres. Escuetos resúmenes de vidas expuestos sobre lonas, en el suelo, semejantes a restos de un naufragio: una talla de hueso de ballena, algo de ropa, un reloj de bolsillo, una navaja de mango ennegrecido, un pichel de estaño con iniciales grabadas, un retrato en miniatura de mujer y algún libro, a veces. Es poco lo que cabe en el cofre de un marino.

—Qué triste —dice.

—Para el inglés, desde luego —Lobo da unos golpecitos sobre el paquete—. Para mí ha sido una suerte. Es un buen libro para tenerlo a bordo...

Se calla el corsario, dejando morir la última palabra. Parece que dude entre concluir ahí las cosas o conversar un poco más. Intentando establecer la justa medida de la cortesía y de lo oportuno. También Lolita duda. Y empieza a divertirse vagamente con la situación.

—Cúbrase, capitán. Por favor.

Permanece destocado el otro, como si considerase hacerlo o no, y al cabo se pone el sombrero. Lleva la misma casaca de siempre, rozada en las mangas, pero la camisa es nueva y limpia, de batista fina, con un corbatín blanco anudado en dos puntas. Ahora es ella quien sonríe para sus adentros. La incomodidad que adivina en él llega a enternecerla un poco, casi. Esa difusa torpeza, tan masculina, junto a la mirada tranquila que a veces la intriga. Y no veo la razón, se dice al fin. O en realidad sí la veo. Un sujeto de su oficio, hecho a mujeres de otra clase. Supongo que no acostumbra a tratarnos como jefas o asociadas. A que seamos nosotras quienes le demos empleo, o se lo quitemos.

—¿Conoce usted la lengua inglesa?

—Me defiendo, señora.

—¿La aprendió en Gibraltar?

Lo ha dicho sin pensarlo. O apenas. De cualquier modo, se pregunta por qué. Él la observa pensativo. Curioso, tal vez. Los ojos verdes, tan parecidos a los de un gato, sostienen ahora los suyos. Alerta. Un gato cauto.

—Ya hablaba inglés antes. Un poco, al menos. Pero sí. En Gibraltar mejoré el uso.

—Claro.

Todavía se miran un momento, de nuevo en silencio. Estudiándose. En el caso de Lolita, más a sí mismo que al hombre que tiene delante. Es la suya una singular sensación de curiosidad mezclada con recelo, fastidios y grata al mismo tiempo. La última vez que se vio frente al corsario, el tono de la conversación era distinto. Profesional y ante terceros. Ocurrió hace una semana, durante una reunión de trabajo en el despacho de ella. Asistían los Sánchez Guinea, y se trataba de firmar la liquidación del místico francés
Madonna Diolet,
que tras dos meses de trámites en el Tribunal de Marina —dejando algún dinero entre las uñas codiciosas de los funcionarios judiciales— había sido declarado, al fin, buena presa con su carga de cueros, trigo y aguardiente. Satisfecha la parte del rey a la Real Hacienda, Pepe Lobo se hizo cargo del tercio correspondiente a la tripulación; del que, además de los 25 pesos que cobra al mes como anticipo de presas, le tocan a él siete partes. También se encargó de las sumas debidas a las familias de los tripulantes muertos o inválidos durante las capturas: dos partes por cada uno, además de una cantidad del monte común destinado a mutilados, viudas y huérfanos. En el despacho, la actitud del capitán corsario fue rápida y eficiente, muy atento al estado de las cuentas: ni una sola cifra debida a sus hombres pasó por alto. Lo revisaba todo, metódico, antes de estampar su firma hoja por hoja. No era la suya, advirtió Lolita Palma, la actitud de un hombre receloso de que los armadores defraudaran su confianza. Se limitaba a comprobar minuciosamente el resultado; la suma por la que él y su gente se jugaban la vida hacinados en los estrechos límites de la balandra: viento, olas y enemigos fuera, promiscuidad, olores y humedad dentro, con una pequeña cabina a popa para el capitán, una camareta con literas separadas por una cortina para teniente, contramaestre y escribano, coys de lona compartidos por el resto de la tripulación según los cuartos de guardia, nula protección del viento y el mar en la cubierta rasa y oscilante, fortuna de mar y guerra sin poder descuidarse nunca, según el viejo dicho marino: «Una mano para ti y otra para el rey». Así, observando al corsario mientras leía y firmaba papeles en el despacho, Lolita confirmó que un buen capitán no lo es sólo en el mar, sino también en tierra. Comprendió también por qué los Sánchez Guinea estiman tanto a Pepe Lobo, y por qué, en tiempos de escasez de tripulaciones, como son éstos, nunca faltan marineros apuntados en el rol de la
Culebra.
«Es de esa clase de hombres —eso dijo hace tiempo Miguel Sánchez Guinea— por los que las mujerzuelas de los puertos se vuelven locas y los hombres dan hasta la camisa».

Siguen parados en la calle, junto a la librería de lance. Mirándose. El corsario se toca el sombrero, haciendo ademán de seguir su camino. De pronto, Lolita se descubre a sí misma deseando que no lo haga. No todavía, al menos. Desea prolongar esta sensación extraña. El desusado cosquilleo de temor, o de prevención, que excita suavemente su curiosidad.

—¿Podría acompañarme, capitán?... Tengo que recoger unos paquetes. Son libros, precisamente.

Lo ha dicho con un aplomo que a ella misma la sorprende. Serena, o al menos eso es lo que confía en parecer. Pero una leve pulsación se intensifica en sus muñecas. Tump. Tump. Tump. El hombre la observa un instante con ligero desconcierto, y sonríe de nuevo. Una sonrisa súbita, franca. O que lo parece. Lolita se fija en la línea angulosa y firme de su mandíbula, donde la barba oscura, aunque rasurada sin duda muy temprano, empieza a despuntar. Las patillas bajas a la moda, que llegan hasta media mejilla, son de color castaño oscuro, espesas. Pepe Lobo no es un hombre fino, en absoluto. No del tipo capitán Virués o chico de buena familia que frecuenta cafés gaditanos y pasea por la Alameda. Ni de lejos. Hay algo en él de rústico, acentuado por la insólita claridad de los ojos felinos. Algo de tipo elemental, o quizá peligroso. Espalda ancha, manos fuertes, presencia sólida. Un hombre, en suma. Y sí. Peligroso, es la palabra. No es difícil imaginarlo con el pelo revuelto, en mangas de camisa, sucio de sudor y salitre. Gritando órdenes y blasfemias entre humo de cañonazos y viento que silba entre la jarcia, en la cubierta de la balandra con la que se gana la vida. Tampoco es difícil imaginarlo arrugando sábanas bajó el cuerpo de una mujer.

El último giro de sus pensamientos turba a Lolita Palma. Busca algo que decir para velar su estado de ánimo. Ella y el corsario caminan calle de San Francisco abajo, sin mirarse y sin hablar. A dos cuartas uno del otro.

—¿Cuándo vuelve al mar?

—Dentro de once días. Si la Armada nos entrega los repuestos necesarios.

Ella sostiene el bolso entre las manos, ante el regazo. Pasan la esquina de la calle del Baluarte y la dejan atrás. Despacio.

—Sus hombres estarán contentos. El místico francés ha resultado negocio rentable. Y tenemos otra captura pendiente de resolución.

—Sí. Lo que pasa es que algunos vendieron por anticipado su parte de presa a comerciantes de la ciudad. Prefieren tener dinero en el acto, aunque sea menos, que esperar al juez de Marina... Ya se lo han gastado, naturalmente.

Sin esfuerzo, Lolita imagina a los marineros de la
Culebra
gastándose el dinero en las callejuelas del Boquete y en los tugurios de la Caleta. No es difícil imaginar a Pepe Lobo gastándose el suyo.

—Supongo que eso no es malo para la empresa —opina—. Estarán deseando volver al mar, para hacerse con más.

—Unos sí, y otros menos. No es una vida cómoda, allá afuera.

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