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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (30 page)

BOOK: El asedio
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Su ayudante frunce las cejas, considerando seriamente el asunto.

—Tiene sentido —concluye.

Claro que sí, responde el capitán. Se trata de aumentar la conmoción inicial de la pólvora en los ocho pies de longitud que tiene el ánima del obús. Si ésta fuera más corta, habría poca diferencia: mejor, en todo caso, la pólvora muy seca. Pero con obuses largos de bronce y grueso calibre, como es el caso de Fanfán y sus futuros hermanos, la combustión menos violenta de la pólvora un poco húmeda puede incrementar la impulsión del proyectil.

—Es cuestión de probarlo, ¿no?... A falta de morteros, pólvora mojada.

Ríen como colegiales a espaldas del maestro. Nadie convencerá nunca a Simón Desfosseux de que, con morteros en vez de obuses, no podrían conseguirse mejores resultados y alcanzar todo el recinto de Cádiz. Pero la palabra
mortero
sigue proscrita en el estado mayor del mariscal Víctor. Sin embargo, el capitán sabe que, para cumplir cuanto se le exige, necesitaría mayor diámetro de boca de fuego del que proporcionan los obuses. Le duelen los dientes de repetir que con una docena de morteros de 14 pulgadas y recámara cilindrica, combinados con igual número de cañones de 40 libras, podría arruinar Cádiz, aterrorizar a su población y obligar al gobierno insurgente a buscar refugio en otra parte. Con esos medios está dispuesto a firmar cualquier garantía de desbandada general, en sólo un mes de operaciones que sembrarían de bombas la ciudad. Y con granadas como Dios manda, provistas de espoleta y de las que estallan al llegar al objetivo. Bombas de toda la vida. Pero siguen sin hacerle caso. Víctor, por instrucciones directas del emperador y de los zánganos del cuartel general imperial, incapaces de discutir a Napoleón la menor idea o capricho, exige utilizar obuses contra Cádiz. Y eso, como insiste el mariscal en cada reunión donde se trata el asunto, significa proyectiles que lleguen de cualquier modo a la ciudad, estallen o no estallen. A cambio de una reseña conveniente en las páginas de los periódicos de Madrid y París —
«Nuestros cañones tienen el centro de Cádiz bajo continuo bombardeo»,
o algo así—, el duque de Bellune sigue prefiriendo mucho ruido y pocas nueces. Pero Simón Desfosseux, a quien lo único que importa en esta vida es trazar parábolas de artillería, tiene la sospecha de que ni siquiera el ruido está garantizado. Tampoco está convencido de que Fanfán y sus hermanos, incluso cargados con el alfabeto griego de cabo a rabo, basten para satisfacer a sus jefes. Hasta con el nuevo material sevillano, el alcance ideal de 3.000 toesas es difícil de conseguir. El capitán calcula que, con fuerte viento de levante, temperatura adecuada y otras condiciones favorables, podría cubrir los cuatro quintos de esa distancia. Alcanzar el centro de Cádiz sería ya extraordinario. El emplazamiento de Fanfán dista del campanario de la plaza de San Antonio 2.870 toesas exactas, que Desfosseux tiene calculadas al punto sobre el plano de la ciudad y grabadas como una obsesión en el cerebro.

A Rogelio Tizón se lo llevan los diablos. Camina hace rato de un lado a otro, deteniéndose para volver sobre sus pasos. Observa cada portal, cada esquina, cada tramo de la calle que recorre desde hace varias horas. La suya es la aparente indecisión de alguien que ha perdido algo y mira por todas partes, rebuscando sin cesar en bolsillos y cajones, de vuelta al mismo sitio una y otra vez, confiando en dar con un indicio de lo perdido, o en recordar cómo lo perdió. Falta poco para que se ponga el sol, y los rincones más bajos y estrechos de la calle del Viento empiezan a llenarse de sombras. Media docena de gatos descansa en un montón de escombros y desperdicios, ante una casa donde un escudo nobiliario, roído por la intemperie, asoma bajo la ropa tendida que cuelga de las ventanas superiores. El barrio es marinero y pobre. Situado en la parte alta y vieja de la ciudad, cerca de la Puerta de Tierra, conoció en otro tiempo un esplendor del que apenas se advierte hoy rastro: algunos pequeños comerciantes y unas pocas casas solariegas convertidas en viviendas de vecindad donde se hacinan familias humildes cargadas de hijos; y también, desde que empezó el asedio francés, soldados y emigrados de pocos recursos.

El edificio donde apareció la chica muerta está un poco más allá del recodo de la calle, casi en la esquina de una placita que se ensancha cuesta abajo al extremo de ésta, cerca de la calle de Santa María y los muros del convento de ese nombre. Tizón vuelve atrás y deambula despacio, mirando de nuevo a izquierda y derecha. Todas sus certezas acaban de irse abajo de modo lamentable, y ahora le resulta imposible ordenar de nuevo las ideas. Ha pasado media tarde confirmando la desoladora realidad: allí no ha caído ninguna bomba, nunca. Los lugares más cercanos están a trescientas varas, en la calle del Torno y junto a la iglesia de la Merced. Esta vez no es posible sospechar, ni forzando mucho las cosas, una relación entre la muerte de una muchacha y el lugar de impacto de las bombas francesas. Nada sorprendente, se recrimina amargo. Al fin y al cabo, nunca hubo indicios sólidos de que existiera esa relación. Sólo huellas en la arena, como todo lo demás. Piruetas de la imaginación, que gasta bromas pesadas. Disparates. Tizón piensa en Hipólito Barrull y eso le agrava el malhumor. Su contrincante del café del Correo va a retorcerse de risa cuando se lo cuente todo.

El policía entra en la casa, que huele a abandono y suciedad. La luz de la tarde se retira con rapidez, y el pasillo de la entrada ya está oscuro. Queda un rectángulo de claridad en el patio, bajo dos pisos de ventanas sin cristales y galerías de las que hace tiempo arrancaron las barandillas de hierro. Allí, sobre el enlosado roto del patio, unas manchas pardas, de sangre seca, indican el lugar donde apareció la muchacha. Se la llevaron a mediodía, después de que Tizón reconociese el cuerpo e hiciera las indagaciones pertinentes. Estaba como las tres anteriores: manos atadas delante, amordazada la boca, desnuda la espalda y destrozada a latigazos que la descarnaban, dejando al descubierto los huesos de la columna vertebral desde la cintura hasta las cervicales, los omoplatos y el arranque de las costillas. En esta ocasión el asesino se ensañó de forma especial; parecía que un animal salvaje hubiese devorado la piel y la carne de la espalda. La chica debió de sufrir mucho. Al quitarle la mordaza comprobaron que ella misma se había roto los dientes, apretándolos en las convulsiones de su agonía. Todo un espectáculo. Junto a la costra seca del suelo hay una mancha amarilla que todavía apesta. Uno de los hombres de Tizón —individuos curtidos, sin embargo, en atrocidades habituales— vomitó allí mismo al ver aquello, hasta la primera papilla.

Virgen, ha confirmado la tía Perejil. Como las otras. Tampoco esta vez era eso lo que el criminal buscaba. Según ha establecido Tizón, la muchacha desapareció a primera hora de la noche de ayer, cuando regresaba a su casa en la calle de la Higuera, después de atender a un pariente enfermo que vive en la calle Sopranis y comprar una garrafa de vino para su padre. El crimen no parece improvisado: la muchacha dejaba la casa del pariente todos los días a la misma hora. El asesino debió de vigilarla durante cierto tiempo, y ayer decidió seguirla un corto trecho, abordarla a la altura de la casa abandonada y meterla a la fuerza en el patio —la garrafa la encontraron rota en el portal—. Sin duda conocía el lugar y lo tenía estudiado para su propósito. Aunque el recodo de la calle del Viento no es lugar muy transitado, hay gente que entra y sale. La acción del asesino demuestra no poca audacia, expuesta siempre al azar de un transeúnte o la curiosidad de un vecino. Y sobrada sangre fría. Atar y amordazar a la víctima y luego destrozarla de ese modo, latigazo a latigazo, requirió al menos diez o quince minutos.

Hay algo en el aire que intriga al policía, aunque tarda en advertirlo de forma consciente. Se trata de la atmósfera, o más bien de la ausencia de ésta, o su alteración. Es como si hubiese un punto del espacio donde la temperatura, el sonido y hasta los olores quedaran en suspenso, haciéndose el vacío. Algo parecido a pasar inesperadamente de un lugar a otro, cruzando por un punto donde el aire quedara inmóvil. Extraña sensación, de cualquier modo, en un lugar que se llama, y no por casualidad —la parte de muralla que da al mar y a los vendavales está próxima—, calle del Viento. Los gatos, que han seguido a Tizón hasta el interior de la casa, vienen a distraerlo de tales reflexiones. Se acercan silenciosos y cautos, con atentas ojeadas de cazadores. Aquél es su territorio, y en el lugar abundan las ratas; el cadáver de la chica mostraba huellas de mordiscos que lo indican. Uno de los gatos intenta restregarse contra las botas del policía, y éste lo ahuyenta de un bastonazo. El animal se une a sus compañeros, que lamen la mancha de sangre seca. Tizón se sienta en los peldaños desportillados de una ruinosa escalera de mármol y enciende un cigarro. Cuando vuelve a pensar en ella, la sensación extraña ha desaparecido.

Cuatro muertes y ni un solo indicio que valga la pena. Además, las cosas tienen trazas de complicarse. Aunque se consiga tapar la boca a la familia de la muchacha —en otros casos, Tizón lo arregló con dinero—, esta vez son varios los vecinos que han visto el cuerpo. La voz habrá corrido por el barrio. Y para enredarlo todo, acaba de entrar en escena un personaje indeseable: Mariano Zafra, propietario, editor y redactor único de uno de los muchos periódicos aparecidos en Cádiz desde la proclamación —nefasta, a juicio del comisario— de la libertad de imprenta. El tal Zafra es un publicista de ideas radicales, cuya actividad sólo se explica en el espeso clima político que vive la ciudad. Su periódico
El Jacobino Ilustrado
tiene cuatro páginas, sale una vez a la semana y combina información sobre las sesiones de las Cortes con noticias y rumores recogidos, sin el menor rigor, en una sección llamada
Calle Ancha,
que es tan zascandil, entrometida y correveidile como su autor. Partidario en otro tiempo de Godoy, fernandista exaltado tras la caída del ministro, defensor del trono y la Iglesia hasta hace poco, liberal acérrimo a medida que los diputados de esa tendencia ganan apoyo entre la población gaditana, Zafra es de los que evolucionan sin rubor del oportunismo a la desfachatez. Sus panfletos no tienen peso en la opinión pública, más allá de un par de tabernas de la zona de mala nota donde vive junto al Boquete, de algunos cafés donde se lee de todo, y de los delegados constituyentes, que devoran cuanto se escribe sobre ellos, dispuestos a aplaudir o indignarse según los traten correligionarios o adversarios. Pero la del
Jacobino,
aunque en las antípodas de publicaciones serias como el
Diario Mercantil, El Conciso
o
El Semanario Patriótico,
es también letra impresa y tinta fresca, al fin y al cabo. Prosa periodística: la flamante diosa del siglo nuevo. Y las autoridades —el gobernador Villavicencio y el intendente general García Pico, por ejemplo— se tientan la ropa en esa materia, incluso cuando se trata de burdos libelos como el que redacta ese Zafra. A quien, a causa de su extremismo furibundo —ahora es rara la semana en que no exige nobleza guillotinada, generales ajusticiados y asambleas del pueblo soberano—, los guasones de los cafés, que le tomaron hace tiempo el pulso al personaje, apodan El Robespierre del Boquete.

El caso es que a primera hora de la tarde, cuando todavía estaba el cuerpo de la muchacha en el patio y Tizón buscaba alguna pista útil en las cercanías, su ayudante Cadalso vino a decirle que Mariano Zafra estaba en la puerta, preguntando qué pasaba. Salió el comisario, hizo retroceder a los curiosos, llevó aparte al publicista y le dijo sin rodeos que se metiera en sus asuntos.

—Hay una muchacha asesinada —opuso el otro, impávido—. Y no es la única. Recuerdo al menos una o dos, antes.

—Ésta no tiene nada que ver.

Tizón lo había tomado por el brazo de modo casi amistoso, haciéndolo caminar calle abajo para alejarlo de la gente agrupada cerca del portal. Una aparente deferencia, la del brazo, que no engañaba a nadie. Desde luego, a Zafra no lo engañaba en absoluto. Tras un par de intentos consiguió soltarse y se encaró con el policía.

—Pues fíjese que yo creo lo contrario. Que sí tiene que ver.

Lo miró Tizón desde arriba: bajo de estatura, medias zurcidas, zapatos sucios con hebillas de latón. Un topacio —seguramente falso— como alfiler de corbata. Sombrero arrugado puesto de través, tinta en las uñas y papeles asomando de los bolsillos de la levita verde botella. Ojos descoloridos. Quizás inteligentes.

—¿Y en qué se basa para ese disparate?

—Me lo ha dicho un pajarito.

Ecuánime como suele, Tizón consideró con sangre fría el problema. Las distintas opciones del tablero. Alguien se había ido de la lengua, sin duda. Tarde o temprano tenía que ocurrir. Por otra parte, Mariano Zafra no resulta especialmente peligroso —su crédito como periodista es mínimo—, pero sí pueden serlo las consecuencias de lo que publique. Lo único que le falta a Cádiz es la confirmación de que un asesino de muchachas lleva tiempo actuando impunemente, y saber de qué manera lo hace. Cundiría el pánico, y algún desgraciado, sospechoso de esto o aquello, acabaría acogotado por la gente furiosa. Sin contar una previsible exigencia de responsabilidades: quién ha mantenido aquello oculto, quién es incapaz de descubrir al asesino, y algunos etcéteras más. Los periódicos serios no tardarían en ocuparse de la historia.

—Vamos a intentar ser responsables, amigo Zafra. Y discretos.

No era el tono, se dijo en el acto, observando la expresión altanera del interlocutor. Un error táctico por su parte. El Robespierre del Boquete era de los que se crecían con la flojera del adversario. Casi un palmo.

—No me tome el pelo, comisario. El pueblo de Cádiz tiene derecho a saber la verdad.

—Déjese de derechos y tonterías. Seamos prácticos.

—¿Con qué autoridad me dice eso?

Miró Tizón a un lado y otro de la calle, como si esperase que alguien le trajese un certificado de su autoridad. O para comprobar que la conversación seguía desarrollándose sin testigos.

—Con la de quien puede romperle la cabeza. O convertir su vida en una pesadilla.

Un respingo. Medio paso atrás. Una mirada inquieta, rápida, a un lado y a otro, hacia donde Tizón había dirigido antes las suyas. Y un silencio.

—Me está amenazando, comisario.

—No me diga.

—Lo denunciaré.

Ahí se permitió Tizón una risita. Corta, seca. Tan simpática como el relucir de su colmillo de oro.

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