El asedio (27 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—¡Nostramo!

Acude el contramaestre Brasero. Moreno, recio, gris de pelo y bigote. Pies descalzos, como casi todos a bordo. Su cara, tallada de surcos iguales a navajazos, se ve risueña por la captura. La de la balandra corsaria es ahora una tripulación feliz: mientras los hombres se afanan en echar al agua la chalupa y alistar la dotación de presa que llevará la tartana a Cádiz o a Tarifa, hacen cábalas sobre la carga que ésta pueda llevar en sus bodegas y lo que la parte de cada cual supondrá convertida en dinero, una vez se venda en tierra.

—Ponga dos hombres arriba con un catalejo, atentos a cualquier vela. Sobre todo por el lado de barlovento... No vaya a pillarnos con la guardia baja el bergantín de Barbate.

—Como usted mande.

Pepe Lobo es marino precavido, y no desea sorpresas. Los franceses tienen, alternando fondeadero entre el río Barbate y la broa de Sanlúcar, un bergantín de doce cañones bastante rápido, de muy mala leche, que emplean como guardacostas. En el juego marino del gato y el ratón, a veces los dados se vuelven contra uno, y el cazador llega a convertirse en cazado. Todo es cuestión de suerte, y también de buen ojo e instinto marinero, en este oficio donde una saludable incertidumbre y una perpetua desconfianza i del tiempo, del mar, del viento, de las velas, del enemigo y hasta de la propia gente, son virtudes que ayudan a mantenerse libre y vivo. Hace una semana, la
Culebra
abandonó a regañadientes una presa que ya había arriado bandera —goleta pequeña, acorralada en la ensenada de Bolonia—, al divisar las velas del bergantín francés acercándose con rapidez desde poniente; lo que, además, forzó al corsario a un incómodo bordo adentrándose en el Estrecho, en busca de la protección de las baterías españolas de Tarifa.

La chalupa llevando al escribano, al cabo de presa y a la dotación que marinará el barco capturado se abre ya del costado de la
Culebra,
remando con vigor en la marejada. Sigue la embarcación a tiro de pistola, a la distancia de la voz. Ricardo Maraña reaparece en la cubierta con una bocina de latón en la mano, y a gritos informa a Lobo del nombre, carga y destino de la presa. Se trata de la
Teresa del Palo,
armada con dos cañones de 4 libras, matrícula de Málaga, en ruta de Tánger a la boca del Barbate con cueros, aceite, botijuelas de aceitunas, pasas y almendras. Pepe Lobo asiente, satisfecho. Con esa carga y destino, cualquier tribunal naval la declarará buena presa. Observa la grímpola que señala la dirección del viento, y luego el estado del mar y las nubes que corren altas en el cielo gris. El levante saltó anoche y se mantendrá firme, así que no hay problema en llevar la tartana a Cádiz, con la
Culebra
escoltándola. Hace tres semanas que corren el mar entre Gibraltar y el cabo Santa María. Unos días en puerto vendrán bien a todos —el barómetro cada vez más bajo también invita a ello—, y tal vez ya esté resuelto el dictamen sobre alguna presa anterior, con lo que oficiales y tripulantes podrían cobrar lo que se les adeuda según la Ordenanza de Corso y el contrato con los armadores: un tercio para la tripulación, dividido en siete partes para el capitán, cinco para el primer oficial, tres para el contramaestre y el escribano, dos para cada marinero y una para los grumetes o pajes, sin contar ocho partes reservadas para heridos graves, entierros, huérfanos y viudas.

—Cañones trincados y con tapabocas puestos, capitán. Ninguna vela a la vista.

—Gracias, nostramo. En cuanto vuelvan el señor Maraña y el trozo de abordaje, cazamos escotas.

—¿Rumbo?

—Cádiz.

Se ensancha la sonrisa en el rostro del contramaestre, y también en el del primer timonel —un individuo fuerte y rubio apodado el Escocés, aunque se apellida Machuca y es de San Roque—, que los ha oído. Después, mientras Brasero se dirige a proa comprobando que todo está arranchado en cubierta, las escotas y drizas claras para la maniobra, los botafuegos apagados, los cartuchos de pólvora devueltos a la santabárbara y las balas de cañón trincadas en sus chilleras y cubiertas con lona, la sonrisa se contagia al resto de la tripulación. No es la peor gente, dentro de lo disponible, habida cuenta de que el Ejército y la Real Armada procuran echar el guante a cuantos pueden sostener un fusil o tirar de un cabo. Con los tiempos que corren, tampoco fue fácil enrolarlos. De los cuarenta y nueve hombres a bordo —eso incluye a un pajecillo de doce años y a un grumete de catorce—, la tercera parte son gente de mar, pescadores y marineros atraídos por la perspectiva de buenas presas y la paga fija de 130 reales por mes —Lobo cobra 500, y 350 su teniente— a cuenta de futuros botines. El resto es chusma portuaria, ex presidiarios sin delitos de sangre que han esquivado la leva ordinaria sobornando a los funcionarios de tierra con su prima de enganche, y algunos extranjeros enrolados a última hora en Cádiz, Algeciras y Gibraltar para completar el rol o cubrir bajas: dos irlandeses, dos marroquíes, tres napolitanos, un artillero inglés y un judío maltés. La
Culebra
lleva cuatro meses operando; y siete capturas hechas en ese tiempo, a falta de lo que decidan los tribunales sobre si son buenas presas, suponen una óptima campaña. Suficiente para dejarlos satisfechos a todos, además de curtir en el mar y foguear en combate —por suerte sólo se ha derramado sangre en dos capturas— a los hombres que van a bordo.

Se quita Pepe Lobo el sombrero y levanta el rostro hacia la cofa, más allá del pico de la vela que sigue dando gualdrapazos, chirriando la retenida de la botavara a causa de la marejada, que aumenta.

—¿Hay algo por la parte de Barbate?

De arriba responden que no, que todo claro. La chalupa viene ya de regreso desde la tartana, trayendo a Ricardo Maraña, a sus hombres y al escribano, que lleva el libro de presas apretado contra el pecho. Lobo saca el chisquero de un bolsillo, y yéndose a sotavento, pegado al coronamiento de popa, enciende un cigarro. Un barco es madera, brea, pólvora y otras sustancias inflamables, y el capitán y el primer oficial son los únicos que pueden fumar a bordo a cualquier hora y sin permiso, aunque él procura usar de ese privilegio lo menos posible. No es muy aficionado, a diferencia de Ricardo Maraña; que, pese a sus pulmones enfermos y a los pañuelos manchados de sangre, despacha cigarros por atados completos. De doce en doce.

Cádiz. La perspectiva de fondear allí tampoco disgusta al corsario. La balandra necesita algunos arreglos y repuestos, y a él le conviene darse una vuelta por el tribunal de presas, a engrasar voluntades que aceleren el papeleo; aunque confía en que los Sánchez Guinea, por la parte que les toca, se estén encargando de eso. Jueces y funcionarios aparte, al capitán de la
Culebra
no le vendrá mal estirar las piernas en tierra firme. En eso piensa mientras deja escapar humo entre los dientes. Porque va siendo hora. Callejear por Santa María y los colmados de la Caleta. Sí. También él necesita una mujer. O varias.

Lolita Palma. El recuerdo le dibuja en la boca una mueca burlona y pensativa, pues la dirige a sí mismo. Apoyado en la tapa de regala, con el cabo Trafalgar perfilándose en la distancia mientras se levanta la bruma costera, Pepe Lobo reflexiona y hace memoria. Hay algo en esa mujer —nada tiene que ver con el dinero, cosa insólita— que le inspira sentimientos desacostumbrados. No es hombre inclinado a la introspección, sino cazador resuelto en busca del medro, el golpe de suerte soñado por todo marino, la fortuna que el mar hace posible, a veces, para quien se arriesga y lo intenta. El capitán Lobo es corsario por necesidad y como consecuencia, no de una vocación, sino de cierta forma de vida. Del tiempo en que le toca vivir. Desde que embarcó a la edad de once años ha visto demasiados despojos humanos que fueron lo que él es. No quiere terminar en una taberna, contando su vida a marineros jóvenes, o inventándola, a cambio de un vaso de vino. Por eso persigue, tenaz y paciente, un futuro lejos de este paisaje incierto al que no volverá nunca si logra dejarlo atrás: una pequeña renta, una tierra propia, un porche donde sentarse al sol sin más frío y humedades que la lluvia y los inviernos. Con una mujer que caliente la cama y el estómago, sin que oír aullar el viento suponga un presagio sombrío y una mirada inquieta al barómetro.

Respecto a Lolita Palma, cuando piensa en ella le rondan la cabeza algunas ideas complejas. Demasiado, para lo que acostumbra. Aunque su jefa y asociada sigue siendo una desconocida con la que ha cambiado pocas palabras, el corsario percibe en ella una extraña afinidad; una corriente de simpatía que incluye cierta tibieza o calidez de índole física. Pepe Lobo ha echado el ancla en puertos suficientes como para no engañarse. En el caso de Lolita Palma, eso lo sorprende. También lo inquieta, por mezclarse unas cosas con otras. Él tiene acceso a mujeres jóvenes o hermosas, aunque a menudo sea previo pago de su importe: lo que, incluso, resulta tranquilizador. Cómodo. La heredera de los Palma, sin embargo, está lejos de ser hermosa. De encajar, al menos, en tal canon femenino. Pero tampoco está mal. En absoluto. Sus facciones son regulares y agradables, los ojos inteligentes, el cuerpo se adivina bien formado bajo la ropa que lo oculta. Hay en ella, sobre todo, en su modo de hablar y de callarse, en su continente sereno, una insólita calma, un aplomo que intriga y en cierto modo —el corsario no tiene claro ese aspecto crucial del asunto— atrae. Esto es lo que no deja de causarle sorpresa. E inquietud.

Lo advirtió por primera vez durante la visita que a finales de marzo hizo Lolita Palma a la
Culebra,
cuando la embarcación corsaria estuvo lista para hacerse a la mar. Pepe Lobo había planteado esa posibilidad; y para su asombro, ella —aunque no inmediatamente— acabó presentándose a bordo con los Sánchez Guinea. Llegó de improviso en un bote del puerto, con una sombrilla en la mano, acompañada por don Emilio y su hijo Miguel, que avisaron con el tiempo justo para dejar la balandra en estado de echarle un vistazo, aunque todavía con parte del equipamiento sin estibar y una de las dos anclas de diez quintales sobre cubierta, la botavara y el resto de la arboladura al pie del palo desnudo y una barcaza abarloada con lastre suplementario de hierro. Pero cada cabo se veía adujado en su sitio, la jarcia firme recién embreada, el casco acababa de recibir una mano doble de pintura negra por encima de la línea de flotación, la regala y los pasamanos olían a aceite de teca, y la cubierta estaba recién fregada con lampazos y piedra arenisca. El día era soleado y agradable, el agua parecía un espejo, y cuando Lolita Palma subió a bordo —no quiso que la izaran en una guindola, y ascendió resuelta por los travesaños de madera de la banda de estribor, recogiéndose un poco la falda— la balandra se veía hermosa, inmóvil sobre un ancla frente a la punta de La Vaca y la batería de los Corrales, aproada a la brisa ligera que soplaba a lo largo del arrecife.

Fue una situación extraña. Tras los primeros saludos, Ricardo Maraña, con una chaqueta negra y un corbatín anudado a toda prisa, hizo los honores con su elegante aplomo de perdulario tronado y de buena familia. Los hombres que trabajaban en cubierta se apartaban rígidos y sonrientes, el aire bobalicón, descubriéndose con esa torpe timidez que la gente humilde de mar, hecha a mujerzuelas de puerto, suele mostrar ante la que es, o parece, una señora. Pepe Lobo, en segundo término junto a los Sánchez Guinea, observaba a la visitante moverse con desenvoltura por el barco, agradeciéndolo todo con una sonrisa suave, una inclinación de cabeza, una pregunta oportuna sobre esto y aquello. Vestía de gris oscuro, chal de casimir sobre los hombros y sombrero inglés de paja con alas, ligeramente vueltas hacia abajo, que enmarcaba el rostro resaltando sus ojos inteligentes. Y se fijó en todo: los ocho cañones de 6 libras, cuatro a cada banda, con dos portas libres a proa, dispuestas para usarlas en caso de caza; los tinteros para instalar trabucos y pedreros de menor calibre; los listones en abanico clavados bajo la caña para dar apoyo al timonel en las escoras fuertes; la bomba de achique situada tras la lumbrera de la camareta; las fogonaduras detrás del palo para enviar abajo los cabos de las anclas, y el largo bauprés casi horizontal, alineado a babor de la crujía. Todo característico, le explicaba atento el primer oficial, de esta clase de embarcaciones rápidas y ligeras, capaces de desplegar mucha lona sobre un solo palo y perfectas para el corso, el correo y el contrabando, que los ingleses llaman
cutter,
los franceses
cotre
y nosotros balandra. Contra lo que esperaba, Pepe Lobo encontró a la propietaria de la casa Palma muy suelta en asuntos de mar y barcos; hasta el punto de que la oyó interesarse, además, por el aparejo y la maniobra, la ausencia de tablas de jarcia exteriores que ofrecieran resistencia al mar, y sobre todo por la magnífica pieza del palo, con su pronunciada inclinación hacia popa: madera de Riga flexible y resistente, sin nudos, procedente de la verga mayor de uno de los navíos franceses de setenta y cuatro cañones que pertenecieron a la escuadra del almirante Rosily.

Tuvieron un aparte —el segundo, desde que Pepe Lobo y ella se conocen— cuando Lolita Palma declinó visitar el entrepuente. Prefiero seguir aquí, dijo. Hace un día espléndido, y el interior de los barcos me incomoda un poco: el aire es demasiado irrespirable. Así que discúlpenme, caballeros. Ricardo Maraña bajó con los Sánchez Guinea, dispuesto a ofrecerles una copa de oporto en la camareta, y ella se quedó apoyada en el ángulo entre el espejo de popa y la regala, protegiéndose del sol con la sombrilla abierta mientras contemplaba a poca distancia, entre la reverberación de luz en el agua, la imponente mole fortificada de la Puerta de Tierra, las velas de grandes y pequeñas embarcaciones yendo y viniendo por todas partes. Fue allí donde Pepe Lobo y la heredera de la casa Palma hablaron durante un cuarto de hora; y al término de la conversación, que no versó sobre nada extraordinario ni profundo, sino sobre los barcos, la guerra, la ciudad y el tráfico marítimo, confirmó el corsario que esa mujer todavía joven, insólitamente educada y culta —lo sorprendió su dominio de la terminología náutica inglesa y francesa—, no es como las que conoció antes. Que en ella hay algo distinto: una tranquila resolución interior que incluye disciplinadas renuncias, algunas certezas e intuición natural para juzgar a los hombres en sus hechos y palabras. Además de un encanto singular, indefinible —sereno, es el término que acude una y otra vez al pensamiento de Pepe Lobo—, relacionado con la cualidad agradable de su piel femenina y blanca, las tenues venas azuladas de las muñecas entre los puños de encaje y los guantes de raso que usaba aquel día, la boca agradable, entreabierta en el acto de escuchar incluso a quien, como el capitán corsario, no parecía gozar de sus más vivas simpatías —al menos eso dedujo de la forma cortés y un poco altiva con que ella se condujo todo el tiempo—. Se diría que, merced a una curiosidad al mismo tiempo calculada y espontánea por cuanto la rodea, Lolita Palma no ha perdido la facultad de sorprenderse ante lo inesperado, en un mundo poblado por seres que, en última instancia, no la sorprenden en absoluto.

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