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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (58 page)

BOOK: El asedio
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—Ten cuidado cuando paréis en el ventorrillo del Chato —el salinero habla con adusta gravedad, entre chupada y chupada a su cigarro—. No hables con nadie, y la mantilla por encima y bien puesta. ¿Me oyes?

—Sí, padre.

—Al llegar te vas derecha a casa de tus señoras, antes de que se haga de noche. Y sin pararte en ningún sitio... Que no me gustan esas historias que corren.

—Descuide usted.

Echa Mojarra humo de tabaco, exagerando lo severo del semblante.

—Eso quisiera yo. Descuidarme... El carretero es de confianza, pero él tiene que ocuparse también de lo suyo. Las bestias y demás.

Protesta la muchacha, medio burlona.

—Viene también Perico el tonelero, padre. Acuérdese... Ni soy tonta ni voy sola.

Qué mayor se ha hecho, piensa Mojarra. Todo este tiempo allá, en Cádiz. Ya casi me discute.

—Aun así —gruñe.

Caminan padre e hija internándose en la población de la Isla, hacia la plaza de la Villa, por calles orilladas de viviendas cuyas rejas se meten en las estrechas aceras. Hay mujeres arrodilladas con bayetas y cubos en los portales, o salpicando con agua de fregaza el suelo de tierra frente a sus casas.

—Tú haz lo que digo. Y no te fíes de nadie.

En la calle principal, entre el convento del Carmen y la iglesia parroquial, tenderos y taberneros empiezan a abrir sus puertas, formándose ya las primeras colas en los despachos de pan, vino y aceite. Frente a la Imprenta Real de Marina, un ciego de voz estridente pregona que hay disponibles ejemplares de la
Gazeta de la Regencia.
Carreteros y arrieros van y vienen descargando mercancías, y entre los sobrios tonos de las ropas civiles destaca el animado color de los uniformes: milicianos locales de sombrero redondo y chaquetilla corta, de guardia junto al Ayuntamiento, militares regulares de pantalones ceñidos, casacas de alamares y vueltas de diversos colores, sombreros de picos, cascos de cuero o morriones con escarapelas rojas. Desde que asomaron los franceses, la Isla parece más que nunca un cuartel. Al paso, sin detenerse, Mojarra saluda a algún vecino o conocido. Junto a la casa de los Zimbrelo hay una buñolera con su puesto humeando aceite.

—¿Desayunaste algo?

—No. Con el llanto de mis hermanillas se me pasó el rato.

Tras una breve indecisión, el salinero se cambia de hombro el fusil, mete mano en la menguada faltriquera, saca un cuarto de cobre, compra dos buñuelos de a ochavo envueltos en papel grasiento y se los da a su hija. Uno para ahora y otro para el camino, dice cuando ella protesta. Después le manda que se ponga más cerrada la mantilla y la coge del brazo, apartándola del puesto tras dirigir una mirada sombría a dos cadetes de ingenieros que, pavoneándose con sus casacas color de pasa y cascos con cimera de piel de oso, esperan turno para los buñuelos mientras observan con descaro a la muchacha.

—Dice mi señorita que debería aprender a leer y a escribir, y las cuentas... Que tengo despejo suficiente.

—Eso cuesta dinero, hija.

—Lo pagaría ella, si quiero y aprovecho. Hay una señora viuda en la calle del Sacramento, encima de la botica, persona decente, que enseña las letras y las cuatro reglas por cinco duros al mes.

—¿Cinco duros? —Mojarra tuerce el gesto, escandalizado—. Eso es un costal de cuartos.

—Ya digo que ella se ofrece a pagarlo. Me dejaría ir por las tardes, una hora cada día, si usted lo permite.

Y el primo Toño también dice que debo aprovechar la oportunidad.

—Dile a tu señorita que se meta en sus asuntos.

Y a ese primo, que se ande con mucho ojo... Que un navajazo en la ingle, bien dado de abajo arriba, lo mismo despacha a un pobre que a un señorito con reloj de oro en el chaleco...

—Por Dios, padre. Ya sabe usted que don Toño es un caballero formal, aunque siempre esté de broma. Y bien simpático.

Mira el salinero, hosco, el suelo delante de sus pies descalzos.

—Yo sé lo que me digo.

Dejando atrás la plaza consistorial, padre e hija han llegado a la alameda que baja desde el convento de San Francisco. Allí, en el abrevadero de un chamizo de herrero que hay entre el Observatorio de Marina y el matadero municipal, suelen parar los carruajes que van a Cádiz. En tartana o calesa, el viaje no pasa de tres horas; pero eso cuesta más dinero. Mari Paz tardará de seis a ocho, a paso lento de carreta, con paradas previstas en el retén de Torregorda, el ventorrillo del Chato y el retén de la Cortadura. Dos leguas y media de camino por el arrecife, entre el mar y el saco de la bahía, con algunos trechos a tiro de cañón del enemigo. La simple idea de que los franceses puedan disparar sobre su hija inspira a Felipe Mojarra ansias homicidas. Ganas de deslizarse ahora mismo por los caños y tajarle la garganta al primer gabacho que se tope.

—Una muchacha honrada no necesita leer, ni saber de cuentas para vivir —comenta tras unos pasos, luego de meditarlo despacio—. A ti te basta con coser, planchar y guisar un puchero.

—Hay otras cosas, padre. La educación...

—Con lo que te enseñó tu madre, lo que aprendes en esa casa y las maneras que ves a los señores, tienes educación de sobra para cuando te cases y vivas en la tuya.

Ríe Mari Paz, argentina. Suave. Esa risa le devuelve un aire de frescura infantil. El de la niña pequeña que Felipe Mojarra casi ha olvidado.

—¿Casarme yo? Venga, padre. Ni se le ocurra —ahora adopta un tono entre ingenuo, ofendido y vanidoso—. A ver quién me va a querer a mí... Además, no siempre hay por qué. Fíjese en la señorita, que a pesar de todo sigue soltera. Y eso ella, que es tan elegante y seria. Tan... No sé... Tan señora.

El tono y la risa de la muchacha remueven por dentro al salinero, aunque a su pesar. No deberíamos dejar nada atrás, se repite en los adentros, súbitamente preso de una vaga angustia. Después mira a su hija, dudando entre darle una reprimenda o darle un beso, y al final no se decide ni por lo uno ni por lo otro. Se limita a tirar al suelo la punta del cigarro y a cambiarse otra vez de hombro el fusil.

—Acaba de comerte el buñuelo, anda.

Apoyado en el antepecho de la muralla sur de la ciudad, junto al edificio de la Cárcel Real, Rogelio Tizón mira el mar. A su izquierda, más allá de la Puerta de Tierra, se extiende la prolongada línea baja, hoy amarillenta y brumosa, del arrecife que lleva a tierra firme, Chiclana y la Isla. Por la derecha el cielo está despejado y el aire más limpio, aunque una franja oscura parece ensombrecer de nuevo, aproximándose despacio, la raya del horizonte. En esa dirección, la perspectiva blanca de la ciudad se escalona con la obra inconclusa de la catedral nueva, las torres vigía sobre los edificios, el convento de Capuchinos, las casas bajas y achatadas del barrio de la Viña, y la punta ocre, lejana, del castillo de San Sebastián, con su faro adentrándose en la boca de la bahía.

—¿Una corvinita guapa, señor comisario?

Cerca de Tizón, repartidos por la muralla sobre el mar que bate abajo, hay una docena de los habituales sujetos que se buscan la vida con caña, cebo y sedal, sacando lo que luego venderán de puerta en puerta por las fondas y posadas. Uno de ellos, fulano agitanado del Boquete —es confidente habitual suyo, y también uno de los caribes que arrastraron al general Solano por las calles en la revuelta del año ocho—, ha venido a ofrecerle, solícito, una de las tres piezas de buen tamaño que colean dando boqueadas en el cubo.

—Tengo mucho gusto en obsequiársela, don Rogelio. A su casa se la llevo luego, si quiere.

—Quítate de mi vista, Caramillo. Aire.

Se aleja el otro, sumiso, cojeando levemente. No parece guardarle rencor a Tizón, al menos en apariencia, por la paliza con la que éste, hace siete u ocho años, le dejó una pierna media pulgada más corta que la otra. En cualquier caso, el comisario no está de humor para pescado, ni para carne, ni para tratar con gentuza. No esta mañana, desde luego, tras la charla que mantuvo hace poco más de una hora en Capitanía con el gobernador Villavicencio y el intendente general García Pico. El día había empezado bien, sin embargo. Después de hojear
El Censor General
y
El Conciso
—uno servil y otro liberal, para ver cómo respiran hoy tirios y troyanos— bebiendo un pocillo en el café del Correo, y de afeitarse con un barbero de la calle Comedias sin pagar un cobre, como de costumbre, el comisario hizo un recorrido fructífero por los pastos habituales. Visitando, con su mejor sonrisa de escualo madrugador, un par de sitios donde la conciencia poco tranquila y la necesidad de estar a buenas con la autoridad competente aflojaron las bolsas sin mucha resistencia. La bonita cifra de 30 pesos de sobresueldo extra no resulta mal botín para una sola mañana: 100 reales de un quincallero de la calle de la Pelota por alojar y emplear —para todo, aseguran maliciosos los vecinos— a una sirvienta viuda y emigrada sin papeles en regla, y otros 500 de un platero de la calle de la Novena, receptador contumaz de objetos robados, al que Tizón dio a elegir, sin rodeos, entre esa cantidad puesta directamente en su bolsillo y la ingrata alternativa de 9.000 reales de multa o seis años de presidio en Ceuta.

Pero todo se nubló después. Bastaron veinte minutos en el despacho del gobernador militar y político de Cádiz para que a Rogelio Tizón se le cortara la leche. Acudió a media mañana con García Pico, a informar al gobernador de un asunto que, por razones de elemental prudencia, ni el intendente ni el comisario se atreven a poner por escrito. No está el ambiente para riesgos, ni resbalones.

—Todavía no podemos dar nada por seguro —explicaba Tizón, incómodo, sentado ante la mesa imponente del gobernador—. Lo del espionaje está fuera de duda, por supuesto... Pero necesito más tiempo para lo otro.

Juntaba las yemas de los dedos de ambas manos el teniente general don Juan María de Villavicencio, en ademán casi piadoso. Escuchando. Sus lentes de oro colgaban del ojal de la casaca, y mantenía inclinada sobre el corbatín negro la augusta cabeza de pelo cano. Al fin despegó los labios.

—Si es un espía probado —dijo con sequedad—, debería remitirse a la autoridad militar.

Respetuosa y prudentemente, Tizón respondió que no se trataba sólo de eso. Espías o sospechosos de serlo había muchos en Cádiz. Uno más o menos cambiaba poco las cosas. Sin embargo, se daban indicios serios relacionando al detenido con la muerte de las muchachas. Cosa, ya, de otro calibre.

—¿Eso es seguro?

El titubeo del comisario apenas fue perceptible.

—Muy probable, al menos —respondió, impávido.

—¿Y a qué espera para obtener una confesión en regla?

—En eso estamos —el policía se permitió una sonrisa lobuna, de contenida suficiencia—. Pero las nuevas modas políticas nos imponen ciertas limitaciones...

Cuando se volvió a medias hacia García Pico, esperando algún apoyo por su parte, la sonrisa tizonesca se diluyó en el vacío. Serio, deliberadamente al margen, el intendente mantenía la boca cerrada, sin comprometerse. No allí, desde luego. Con el gobernador. Lo que sí traslucía su expresión eran serias dudas de que Rogelio Tizón se sintiera limitado por modas políticas, ni por ninguna otra maldita cosa.

—¿Qué posibilidades hay de que ese detenido sea el asesino? —preguntó Villavicencio.

—Razonables —respondió Tizón—. Pero quedan puntos oscuros.

Mirada recelosa del gobernador. De perro viejo. Perro de aguas, se dijo Tizón, regocijado de su propio chiste malo.

—¿Ha admitido algo?

Otra vez la sonrisa de lobo. Ambigua, ahora. Adobando el farol.

—Algo, sí... Pero no mucho.

—¿Suficiente para remitirlo a un juez?

Una pausa cauta. Sintiendo en él la mirada inquieta de García Pico, Rogelio Tizón hizo otro ademán vago y dijo no todavía, mi general. Quizá en un par de días. O poco más. Después se recostó en la silla, de la que hasta ese momento sólo había estado sentado en el borde.

Empezaba a tener calor, y celebró haberse quitado el redingote antes de entrar.

—Espero, por su bien, que sepa lo que hace.

Silencio. La frialdad del gobernador contrastaba con la temperatura extrema del despacho. Se diría que toda una vida en el mar había enfriado los huesos de Villavicencio. El fuego excesivo que ardía en la chimenea, bajo un cuadro enorme con una batalla naval de resultado indeciso, despedía un calor infernal; pero él permanecía seco y exageradamente cómodo con la gruesa casaca de anchos galones en las bocamangas, por las que asomaban sus manos pálidas y finas. Manos de relojero, pensó Tizón. En la izquierda, por coquetería o desafío de casta y clase, continuaba luciendo la esmeralda regalada por Napoleón en Brest. Tras una breve duda, el policía descartó la idea de sacar un pañuelo y secarse el sudor de la frente. Aquellos dos podrían malinterpretar la cosa.

—En cualquier caso —apuntó—, necesitábamos algo que ofrecer a la opinión pública. Y lo tenemos: un espía confeso, sospechoso de... En fin. Todo puede orientarse como es debido. Conozco a la gente de los periódicos.

El gobernador agitó débilmente una mano despectiva.

—Yo también los conozco. Más de lo que desearía... Pero imagine que no es él. Que se difunde la noticia y que mañana el asesino vuelve a matar de nuevo.

—Por eso no he echado las campanas al vuelo, mi general. Todo se conduce con mucha discreción. Ni lo del espionaje ha salido a la luz, todavía... Ese individuo ha desaparecido de la vida pública, de momento... Nada más.

Asentía Villavicencio, el aire distraído. Toda Cádiz está al corriente de que le queda poco tiempo en el cargo: es uno de los más conspicuos candidatos a formar parte de la nueva Regencia, a elegir en las próximas semanas. Seguramente lo sustituirá como gobernador don Cayetano Valdés, que ahora dirige con mano de hierro las fuerzas sutiles que defienden la bahía: un marino curtido y duro, veterano de los combates navales de San Vicente y de Trafalgar, con fama de seco y directo. Así que ojalá todo quede resuelto antes, pensó Tizón. Con Valdés en Capitanía, menos político y relamido que Villavicencio, no valdrán sobreentendidos, ambigüedades ni paños calientes.

—Imagino que todo irá como es debido —dijo de pronto el gobernador—. Me refiero a la pesquisa.

—¿La pesquisa?

—El interrogatorio. Que se estará haciendo sin excesos ni, ejem... Violencia innecesaria.

El intendente general García Pico abrió la boca, por fin. Casi escandalizado, o procurando parecerlo.

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