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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (62 page)

BOOK: El asedio
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—Podías haber dicho que te encendieran la chimenea.

—No vale la pena. Me voy enseguida... Mari Paz trajo el brasero.

—¿Te quedas a cenar?

—No, de verdad. Gracias. Ya te digo que termino este puro y me voy.

Se mueve ligeramente al hablar. Los cristales de sus gafas reflejan el resplandor del brasero, y hay otro reflejo en el cristal de la copa que sostiene en una mano. El primo Toño ha pasado media tarde en la alcoba de la madre de Lolita, como cada vez que doña Manuela Ugarte no está de humor para levantarse de la cama. En tales casos, después de pasar un rato de tertulia con la prima, acompaña a su tía dándole conversación, jugando con ella a las cartas o leyéndole algo.

—He visto muy bien a tu madre. Hasta estuvo a pique de reírse con un par de chistes... También le he leído veinticinco páginas de
Juanita, o la naturaleza generosa.
Un novelón, prima. Casi lloro.

Lolita Palma se ha recogido la falda para sentarse en el diván, a su lado. El primo se aparta un poco, dejándole espacio. Hasta ella llega su olor a tabaco y coñac.

—Siento haberme perdido eso. Mi madre riendo y tú llorando... Como para sacaros en el
Diario Mercantil.

—Oye, en serio. Lo juro por la bota de Pedro Ximénez de la taberna que hay frente a mi casa. Que no vuelva a verla si miento.

—¿A mi madre?

—La bota.

Lolita se echa a reír. Después le golpea suavemente un brazo, casi a tientas.

—Eres un tonto borrachín.

—Y tú una bruja guapa... Desde pequeña lo eras.

—¿Guapa?... No digas tonterías.

—No. Bruja, digo... Bruja piruja.

Ríe el primo Toño, agitando la punta roja del cigarro. Los Palma son su única familia. La visita diaria es costumbre que conserva de cuando venía cada tarde acompañando a su madre. Fallecida aquélla hace tiempo, el hijo sigue acudiendo solo. Entra y sale como en su propia casa: tres plantas en la calle de la Verónica, donde vive asistido por un criado. Por lo demás, sus rentas de La Habana llegan con regularidad. Eso le permite mantener su indolente rutina: en cama hasta las doce, barbero a las doce y media, almuerzo en el comedor de arriba del café de Apolo, periódicos y siesta en un sillón de la planta baja, visita a la casa de los Palma a media tarde, cena ligera y tertulia nocturna en el café de las Cadenas, rematada con un poquito de baraja y tapete de vez en cuando. Las trece horas diarias que duerme a pierna suelta diluyen, con poco rastro visible, las dos botellas de manzanilla y licores varios que trasiega a diario: no tiene una cana en el pelo, que ya escasea; la curva que oprimen los botones de sus chalecos de doble ojal es evidente, pero no exagerada, y su inalterable buen humor mantiene a raya los estragos de un hígado que, sospecha Lolita, tiene ya el tamaño y textura de dos libras de paté francés al oporto. Pero al primo Toño eso lo trae sin cuidado. Como dice cuando ella le tira cariñosamente de las orejas, más vale acabar de pie, con una copa en la mano, riéndote rodeado de amigos, que envejecer aburrido, mustio y de rodillas. Y ahora ponme otra copita, niña. Si no es molestia.

—¿En qué pensabas, primo?

Un silencio repentinamente serio. La brasa del cigarro se reaviva dos veces, en la penumbra.

—Recordaba cosas.

—¿Por ejemplo...?

De nuevo tarda el otro en responder.

—Nosotros, aquí —dice al fin—. De pequeños. Correteando entre estos muebles. Tú jugando arriba, en la terraza... Subiendo a la torre con un catalejo que nunca me dejabas, aunque yo era mucho mayor. O quizá por eso. Con tus trenzas y tus maneras de ratita sabia.

Asiente despacio Lolita Palma, consciente de que su primo no puede verla. Aquellos niños están demasiado lejos, piensa. Ella, él, los otros. Quedaron atrás vagando por paraísos imposibles, prohibidos a la lucidez y el paso de los años. Como esa niña que, desde la torre vigía de la casa, veía pasar barcos de velas blancas.

—¿Me acompañas pasado mañana al teatro? —dice, deliberadamente frívola—. Con Curra Vilches y su marido. Representan
Lo cierto por lo dudoso;
y de sainete, uno del soldado Poenco.

—Lo he leído en
El Conciso.
Aquí estaré a buscarte, de punta en blanco.

—Desalíñate un poco menos, si puedes.

—¿Te avergüenzas de mí?

—No. Pero si te haces cepillar y planchar la ropa, estarás mucho más presentable.

—Hieres mi vanidad, prima... ¿Acaso no te gustan mis bonitos chalecos a la última, hechos en la tienda del Bordador de Madrid?

—Me gustan más sin ceniza de cigarro por encima.

—Ole. Arpía.

—Grandullón patoso.

La sala de estar se encuentra casi a oscuras, excepto la punta del cigarro y el resplandor del brasero. Los rectángulos de cristal de los dos balcones destacan en la negrura con una leve fosforescencia violeta. Lolita oye cómo el primo se sirve más coñac de un frasco que debe de tener cerca, al alcance de la mano. Durante un momento ambos permanecen callados, aguardando el establecimiento definitivo de las tinieblas. Al fin ella se levanta del diván, busca a tientas una cajita de mixtos Lucifer y el quinqué de petróleo que está sobre la cómoda, levanta el tubo de vidrio y enciende la mecha. Eso ilumina los cuadros en las paredes, los muebles de caoba oscura, las urnas con flores artificiales.

—No pongas mucha luz —dice el primo Toño—. Se está bien así.

Lolita baja la mecha hasta que la llama queda reducida al mínimo y sólo un débil resplandor rojizo perfila los contornos de muebles y objetos. El primo sigue fumando inmóvil en el diván, con la copa en la mano y las facciones en la sombra.

—Pensaba hace un rato —dice él— en aquellas tardes de visita con mi madre, la tuya y todas nuestras viejas tías primeras y segundas, primas lejanas y demás familia, vestidas de negro, tomando chocolate aquí mismo, o abajo en el patio... ¿Te acuerdas?

Asiente de nuevo Lolita, que vuelve al diván.

—Claro. Se ha despoblado mucho el paisaje, desde entonces.

—¿Y nuestros veranos en Chiclana?... Subiendo a los árboles a coger fruta y jugando en el jardín a la luz de la luna. Con Cari, y Francisco de Paula... Yo envidiaba los juguetes maravillosos que os regalaba tu padre. Una vez quise robaros un Mambrú, pero me pillaron.

—Recuerdo eso. La azotaina que te dieron.

—Me moría de vergüenza, y tardé mucho en miraros a los ojos —una larga pausa, pensativa—. Allí terminó mi vida criminal.

Se queda callado. Un silencio extraño, repentinamente hosco. Impropio de su talante. Lolita Palma le coge una mano, que el primo abandona inerte, sin responder a su presión afectuosa. La mano está fría, comprueba ella, sorprendida. Al cabo, con un movimiento casual, él la retira.

—Tú nunca fuiste de casitas, ni de muñecas... Preferías los sables de hojalata, los soldados de plomo y los barcos de madera de tu hermano...

Esta vez la pausa es muy larga. Excesiva. Lolita adivina lo que su primo va a decir después; y éste intuye, sin duda, que ella lo adivina.

—Me acuerdo mucho de Paquito —murmura él, por fin.

—Yo también.

—Supongo que su muerte cambió tu vida. A veces me pregunto qué harías ahora si...

La brasa del cigarro se extingue mientras el primo aplasta la colilla en el cenicero, minuciosamente.

—Bueno —concluye, en tono distinto—. La verdad es que no te imagino casada, como Cari.

Sonríe Lolita en la penumbra, para sí misma.

—Ella es otra cosa —apunta con suavidad.

Conviene el primo Toño en ello. La risa es seca, entre dientes. No la suya habitual, desinhibida y franca. Nos vamos quedando solos, comenta. Tú y yo. Igual que Cádiz. Luego se queda un momento callado.

—¿Cómo se llamaba aquel muchacho?... ¿Manfredi?

—Sí. Miguel Manfredi.

—También eso cambió tu vida.

—Nunca se sabe, primo.

Ahora él ríe fuerte, recobrando el buen humor de siempre.

—El caso es que aquí estamos tú y yo: el última Cardenal y la última de los Palma... Un solterón sin remedio, y una que se queda para vestir santos. Lo mismo que Cádiz, ya te digo.

—¿Cómo puedes ser tan zafio y tan grosero?

—Con práctica, niña. Con años, bálsamo de viña y mucha práctica.

Lolita sabe bien que lo de solterón no siempre estuvo claro en el primo Toño. Durante mucho tiempo, en su juventud, amó a una gaditana llamada Consuelo Carvajal: mujer hermosa, muy solicitada, altiva hasta el desprecio. Por ese amor bebía el primo los vientos, plegándose a todo capricho. Pero ella no tenía buen fondo; adoraba interpretar el personaje de
belle dame sans merci
a expensas de Toño Cardenal. Durante mucho tiempo, sin desairar del todo sus esperanzas, se dejó querer. Presumía, como quien presume de un criado diligente, de la devoción de aquel tipo larguirucho y divertido sobre el que reinaba como una emperatriz, sometiéndolo a toda clase de humillaciones sociales a las que él se plegaba con su inalterable buen humor y una lealtad generosa y perruna. Siguió amándola incluso cuando, llegado el momento, ella se casó con otro.

—¿Por qué no te fuiste a América?... Después de la boda de Consuelo, estuviste a punto.

El primo Toño permanece callado e inmóvil en el escueto resplandor del quinqué. Lolita es la única persona con la que menciona, a veces, el nombre de la mujer que le secó la vida. Siempre sin rencor, ni despecho. Apenas la melancolía de un perdedor resignado a su suerte.

—Me daba pereza —murmura al fin—.Eso es muy propio de mí.

Las últimas palabras las pronuncia en tono diferente, más ligero y despreocupado, y las acompaña con el sonido de otro chorro de coñac en la copa. Además, añade animándose, necesito esta ciudad. Hasta con los franceses enfrente se vive dentro de un embudo de calma. Las calles rectas y limpias tiradas a escuadra, perpendiculares u oblicuas a otras, como si quisieran esconderse en sus ángulos muertos. Y ese recogimiento estrecho, casi triste, que al doblar una esquina desemboca de pronto en la bulla y la vida.

—¿Sabes —concluye— lo que más me gusta de Cádiz?

—Claro. El licor de los cafés y el vino de las tiendas de montañeses.

—Eso también. Pero lo que me gusta de verdad es el olor a bodega de bergantín que tienen las calles: a salazones, a canela y a café... Olor de nuestra infancia, prima. De nuestras nostalgias... Y sobre todo, me gustan esos chaflanes de calles con un cartel donde hay pintado un barco sobre el mar verde o azul; y encima, el rótulo más bonito del mundo:
Almacén de ultramarinos y coloniales.

—Eres un poeta, primo —ríe Lolita—. Siempre lo dije.

La expedición urbana es un fracaso. Rogelio Tizón e Hipólito Barrull han pasado el día recorriendo Cádiz, en un intento por comprender el trazado de ese otro mapa de la ciudad, escondido e inquietante, que imagina el comisario. Salieron temprano, acompañados por el ayudante Cadalso, que cargaba con el equipo aconsejado por el profesor: un barómetro Spencer de tamaño razonable, un termómetro Megnié, un plano detallado de la ciudad y una pequeña aguja magnética portátil. Empezaron por las cercanías de la Puerta de Tierra, donde hace más de un año apareció asesinada la primera muchacha. Fueron luego en calesa hasta la venta del Cojo y regresaron a la ciudad, plano en mano y atentos a cada indicio, siguiendo rigurosamente el resto del recorrido: calles de Amoladores, del Viento, del Laurel, del Pasquín, del Silencio. Y en cada sitio, el procedimiento fue idéntico: situación en el plano, referencias respecto a los puntos cardinales y a la posición de la batería francesa de la Cabezuela, estudio de los edificios próximos, de los ángulos de incidencia de los vientos y de cualquier otro detalle útil o significativo. Tizón ha traído consigo, incluso, los registros meteorológicos de la Real Armada correspondientes a los días en que fueron asesinadas las muchachas. Y mientras el comisario se paseaba de un lado a otro, concentrado como un sabueso que ventease una caza difícil, con los ojos leales de Cadalso siguiéndolo de lejos y pendiente de sus órdenes, Barrull ha comparado esos datos con la temperatura y la presión atmosférica actuales, considerando posibles variaciones significativas de un lugar a otro. Los resultados son decepcionantes: excepto que en todos los casos soplaba viento moderado de levante y la presión era relativamente baja, no hay patrón común, o es imposible establecerlo; y en los lugares visitados no se advierte anomalía alguna. Sólo en dos sitios la aguja magnética mostró desviaciones notables; pero en un caso, la calle de Amoladores, éstas pueden deberse a la cercanía de un almacén de hierro viejo. Por lo demás, la exploración no aporta nada relevante. Si existen puntos donde las condiciones son distintas, no hay indicios visibles de éstos. Imposible localizarlos.

—Me temo que sus percepciones son demasiado personales, comisario.

—¿Supone que me lo invento?

—No. Digo que, con los pobres medios de que disponemos, sus sospechas no encuentran confirmación física.

Han despedido a Cadalso, cargado con los instrumentos, y hacen el magro balance de la jornada mientras caminan a lo largo de la tapia de los Descalzos, en busca de la plaza de San Antonio y de una tortilla en el colmado del Veedor. En ese tramo de la calle se cruzan con poca gente: un vendedor callejero de habanos de contrabando —que se aparta, rápido y prudente, al reconocer a Tizón— y un ebanista de caoba que trabaja en la puerta de su taller. La tarde todavía es seca, soleada, y la temperatura agradable. Hipólito Barrull lleva sombrero de dos picos, ladeado y puesto hacia atrás, y una capa negra sobre los hombros, abierta la anticuada casaca y los pulgares en los bolsillos del chaleco. A su lado, con humor de mil diablos, Tizón balancea el bastón mirando el suelo ante sus botas.

—Haría falta —prosigue Barrull— poder comparar las condiciones de cada lugar en el momento exacto de los asesinatos y la caída de las bombas... Ver si hay constantes, más allá del indicio poco revelador del viento de levante y el barómetro bajo, y establecer líneas que uniesen esos lugares según presión, temperatura, dirección e intensidad del viento, horarios y cuantos factores adicionales se nos ocurrieran... El mapa que usted busca es imposible para la ciencia actual. Y mucho menos con nuestros humildes medios.

Rogelio Tizón no se rinde. Aunque abrumado por la evidencia, se aferra a su idea. El percibió esas sensaciones, insiste. Los cambios sutiles en la cualidad del aire, la temperatura. Hasta el olor era distinto. Parecía estar dentro de una estrecha campana de cristal donde se hiciera el vacío.

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