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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (63 page)

BOOK: El asedio
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—Pues hoy no ha sentido nada de eso, comisario. Lo he visto rastrear todo el día en vano, blasfemando por lo bajini.

—Quizá no era el momento —admite Tizón, hosco—. Puede tratarse de algo temporal, sujeto a determinadas circunstancias... Que se dé sólo en momentos propicios a cada crimen y cada caída de una bomba.

—Admito cualquier posibilidad. Pero reconozca que, desde un punto de vista serio, científico, lo pone muy difícil —Barrull se aparta a un lado, cediendo el paso a una mujer que lleva a un niño de la mano—... ¿Leyó el libro que le presté, el de las cartas de Euler?

—Sí. Pero adelanté poco. Aunque no lo lamento. Podría meterme en otro callejón sin salida, como con su traducción de
Ayunte.

—Tal vez sea ése el problema... Un exceso de teoría lleva a un exceso de imaginación. Y viceversa. Lo más que podemos establecer es que hay lugares en esta ciudad donde quizá se den condiciones similares de temperatura, viento y demás. O de ausencia de ellas... Y esos lugares pueden ejercer una especie de magnetismo o atracción a distancia de carácter doble: atraen bombas que estallan y la acción de un asesino.

—Pues no es poco —argumenta Tizón.

—Pero no tenemos ni una sola prueba. Tampoco nada que relacione muertos y bombas.

Sacude el policía la cabeza, irreductible.

—No es azar, don Hipólito.

—Ya. Pero demuéstrelo.

Se han parado cerca del convento, en la plazuela que se ensancha desde la calle de la Compañía. Las tiendas y los puestos de flores aún están abiertos. La gente desocupada pasea entre las bocacalles del Vestuario y de la Carne, o se congrega en torno a los cuatro toneles que, a modo de mesas, hay en la esquina de la taberna de Andalucía. Revolcándose por el suelo frente a la cuchillería de Serafín, media docena de pilletes de rodillas sucias, armados con espadas de madera y caña, juegan a españoles
y
franceses. Sin piedad para los prisioneros.

—No hacen falta libros, ni teorías, ni imaginación —insiste Rogelio Tizón—. Llámelos vórtices, puntos extraños o como quiera. Lo cierto es que están ahí... O estaban. Yo mismo los percibí. De una forma casi ajedrecística, como le digo... Igual que cuando, en momentos determinados, apenas toca usted una pieza, antes de moverla y de saber qué pretende, intuyo la certeza del desastre.

Encoge los hombros Barrull, más prudente que escéptico.

—Hoy falla su percepción, como hemos visto. El
sentiment du fer,
que dicen los esgrimistas.

—Es cierto. Pero sé que tengo razón.

Tras la breve parada, Barrull echa a andar de nuevo. Después de unos pasos se detiene, en espera de que Tizón se reúna con él. Camina despacio el policía con el ceño fruncido, mirando el suelo como antes. Conoció momentos más optimistas en su vida. Menos atormentados. El profesor aguarda a que llegue a su altura antes de hablar de nuevo.

—De todos modos, puestos a imaginar... ¿Ha pensado que tal vez advierte esas sensaciones porque tiene cierta afinidad sensible con el asesino?

Lo mira Tizón, suspicaz. Tres segundos. No me fastidie, profesor, murmura luego. A estas horas de la tarde. Pero el otro no se da por vencido. Puede que exista una sintonía, insiste. La facilidad de percibir esas variaciones puntuales que el comisario anda buscando. Después de todo, hay personas que, por una sensibilidad especial, tienen sueños premonitorios o visiones parciales del futuro. Por no hablar de los animales, que presienten terremotos o catástrofes antes de que se produzcan. El ser humano posee también esa intuición, supone el profesor. Parcial, quizás. Atrofiada por los siglos. Pero siempre hay individuos excepcionales. El asesino tendría, por tanto, una poderosa capacidad de presentir. Al principio acudiría atraído por las mismas fuerzas o condiciones que hacían caer allí las bombas. Después se le fueron afinando los sentidos con la práctica, hasta ser capaz de antecederlas.

—Una persona excepcional, como dije antes —termina Barrull.

Resopla Tizón, exasperado.

—Un excepcional canalla, querrá decir.

—Puede. Quizá de esos que, parafraseando a D'Alembert, clasificaríamos como
entes oscuros y metafísicos, diestros en extender las tinieblas sobre una ciencia de por sí clara...
Pero déjeme decirle una cosa, comisario: nada impide que también usted pueda serlo, pues comparte ciertas intuiciones con el asesino. Eso lo situaría, paradójicamente, en el mismo plano sensible que ese monstruo... Más cerca de comprender sus impulsos que el resto de sus conciudadanos.

Han doblado una esquina y suben despacio por la cuesta de la Murga, bajo las rejas verdes y las celosías de los balcones. Con un guiño inquisitivo, Barrull se ha vuelto a comprobar el efecto de sus últimas palabras en el comisario.

—Preocupante, ¿no le parece?

Tizón no responde. Está recordando a la joven prostituta de Santa María tendida boca abajo, desnuda. Indefensa. A él mismo de pie junto a ella, deslizando la contera de su bastón por la piel blanca. El foso de horror que por un instante intuyó en sí mismo.

—Quizá eso explique su obsesión, más allá de lo profesional —continúa el profesor—. Usted sabe lo que busca. Su instinto le dice cómo reconocerlo... Quizá la ciencia es un estorbo, en este caso. Tal vez sea sólo cuestión de tiempo y de suerte. ¿Quién sabe?... Igual un día se cruza con el asesino y sabe que es él.

—¿Reconociéndolo como hermano de sentimientos?

La voz del comisario suena ronca. Peligrosa. Él mismo se da cuenta de ello, y observa que la expresión de su interlocutor se altera un poco.

—Demonios, no quise insinuar eso —se apresura a decir Barrull—. Lamentaría mucho ofenderlo. Pero es verdad que ninguno de nosotros sabe los rincones oscuros que lleva dentro... Ni lo tenues que son ciertas fronteras.

Se queda callado unos cuantos pasos. Después habla de nuevo:

—Digamos que, en mi opinión, esta partida sólo puede jugarla sobre su propio tablero. Ahí, ni la ciencia moderna puede socorrerlo... Quizá usted y ese criminal vean esta ciudad de forma distinta a como la vemos otros.

La risa lúgubre del policía sugiere cualquier cosa menos simpatía. En realidad, advierte al instante, ríe de su propia sombra. Del retrato que, casual o deliberadamente, empieza a trazar su interlocutor.

—Rincones oscuros, dice.

—Sí. Eso dije. Suyos, míos... De cualquiera.

De pronto, Tizón siente deseos de justificarse. Deseos urgentes.

—Yo tuve una hija, profesor.

Se ha detenido en seco, tras golpear impaciente el suelo con el bastón. Nota una cólera sorda, interior, estremecerlo hasta la raíz del cabello. Una sacudida de odio y desconcierto. Su comentario ha alterado la expresión de Barrull, que lo mira con sorpresa.

—Lo sé —murmura el profesor, repentinamente incómodo—. Una desgracia, sí... Eso supe.

—Murió siendo una niña. Y cuando veo a las muchachas...

Casi se sobresalta el otro al oír aquello.

—No quiero que me hable de eso —lo interrumpe, alzando una mano—. Se lo prohíbo.

Ahora es Tizón el sorprendido, pero no dice nada. Se queda frente a Barrull, en demanda de una explicación. Este hace ademán de seguir camino adelante, pero no se mueve.

—Valoro demasiado su amistad —aclara al fin, con desgana—. Aunque esa palabra, tratándose de usted, es relativa... Digamos que aprecio mucho su compañía. ¿Lo dejamos en eso?

—Como quiera.

—Usted, comisario, es de los que nunca perdonan a otros las propias debilidades... No creo que confiarse demasiado a mí, bajo la presión de lo que está ocurriendo, lo dejara satisfecho a largo plazo. Me refiero a su vida... Vaya. A los aspectos familiares.

Dicho aquello, y no sin visible esfuerzo, Barrull se queda un momento pensativo, cual si reflexionara sobre sus argumentos.

—No quiero perder a mi mejor adversario de ajedrez.

—Tiene razón —conviene Tizón.

—Claro que la tengo. Como casi siempre. Y además de razón tengo hambre... Así que invíteme a esa tortilla con algo que la remoje. Hoy me lo he ganado de sobra.

Barrull echa a andar, pero Tizón no lo sigue. Se ha quedado inmóvil mirando hacia arriba, junto al edificio que hace esquina con la calle de San Miguel. En una hornacina situada en alto, un arcángel atropella a un diablo, espada en mano.

—Aquí, profesor... ¿No advierte nada?

Lo observa el otro, asombrado. Después, siguiendo la dirección de la mirada del policía, alza la vista para fijarla en la estatua.

—No —responde.

Ha hablado con extrema cautela. El comisario sigue mirando hacia arriba.

—¿Seguro?

—Por completo.

El asunto, se pregunta Rogelio Tizón de pronto lúcido, es si lo que siente en este momento era anterior al hecho de fijarse en el arcángel, o si la visión de éste suscita en él la sensación, siniestra y conocida, que ha estado buscando toda la mañana. La certeza de penetrar, por un corto instante, en el espacio sutil donde la cualidad del aire, los sonidos y el olor —el policía advierte con nitidez su ausencia absoluta— se alteran brevemente, diluyéndose en el vacío hasta desaparecer por completo.

—¿Qué ocurre, comisario?

Incluso la voz de Barrull llega al principio lejana, distorsionada por una inmensa distancia. Ocurre que acabo de pasar por uno de sus malditos vórtices, profesor, está tentado de responder Tizón. O como se llamen. En lugar de eso, señala con un gesto del mentón la estatua de San Miguel y luego mira alrededor, la esquina de la calle y los edificios próximos, mientras procura fijar aquel espacio en su razón al tiempo que en sus sentidos.

—No me tome el pelo —dice Barrull, cayendo en la cuenta.

La expresión, medio festiva, se le tuerce en la boca cuando encuentra los ojos helados del policía.

—¿Aquí?

Sin aguardar respuesta, se acerca a Tizón, y muy próximo a él mira en la misma dirección, primero hacia arriba y después alrededor. Al cabo, desalentado, mueve la cabeza.

—Es inútil, comisario. Me temo que sólo usted...

Se calla y mira de nuevo.

—Lástima que hayamos mandado de vuelta a su ayudante con los instrumentos —se lamenta—. Sería oportuno...

Tizón hace un ademán para que se calle. Sigue inmóvil, mirando hacia arriba. La percepción fue breve; ya no siente nada. De nuevo una estatua de San Miguel en su hornacina y la cuesta de la Murga a las seis de la tarde, un día cualquiera. Sin embargo, estaba allí. Sin duda. Por un instante ha cruzado el umbral del extraño y familiar vacío.

—Quizá me esté volviendo loco —dice al fin.

Siente en él la mirada inquieta del profesor. —No diga tonterías, hombre.

—En cierto modo, lo ha expuesto antes con otras palabras... Como ese que mata.

Desde hace un momento, Tizón camina muy despacio, en círculo, sin dejar de observar cada detalle a su alrededor. Tanteando el suelo con su bastón como lo haría un ciego.

—Usted dijo algo una vez...

Se calla, recordando lo que el profesor dijo. No le gustaría verse ahora en un espejo, piensa advirtiendo la expresión con que Barrull lo mira. Y sin embargo, hay cosas que de pronto parecen perfectamente claras en su cabeza. Afinidades oscuras: carne de mujer desgarrada, vacíos y silencios. Y hoy sopla levante.

—Tendría que preguntar a los franceses, eso fue lo que dijo... ¿Se acuerda?

—No. Pero seguramente lo hice.

Asiente el policía, que en realidad no presta atención. El diálogo lo mantiene consigo mismo. Desde su hornacina, espada en alto, el arcángel parece observarlo retador. Tan burlón como la mueca desesperada, lúgubre, que ahora recorre como un latigazo la cara del comisario Tizón.

—Puede que estuviera en lo cierto, profesor... Quizá ya sea momento de preguntar.

Es noche de sábado. La animada multitud que sale del teatro desemboca por la calle de la Novena en la calle Ancha, comentando las incidencias de la función. En la puerta del café que hace esquina con la Amargura, frecuentado por extranjeros y marinos, Pepe Lobo y su teniente Ricardo Maraña contemplan en silencio el desfile. Los dos corsarios —han vuelto a serlo oficialmente, pues la patente fue devuelta a la
Culebra
hace cinco días— se encuentran en tierra desde esta mañana, y ahora están sentados a una mesa ante una caneca de barro, más que mediada, con ginebra holandesa. La luz de los faroles que arden en la calle principal de Cádiz ilumina frente a ellos el discurrir de ropa elegante: casacas, levitas, fracs, botines de mahón, capotes y surtús a la moda de Londres y París, cadenas de relojes y joyas de precio, señoras con capas de piel y mantones bordados; aunque también se ven monteras a la ceja y tamboras de ala ancha, chaquetas cortas bordadas de caracol con pesetas de plata como botonadura, calzones de ante, basquiñas de flecos o madroños, mantones pardos y capotes con vueltas de grana del pueblo bajo que regresa a sus casas de la Viña o el Mentidero. Hay, desde luego, mujeres atractivas de toda condición social. También diputados de San Felipe Neri, emigrados más o menos solventes, oficiales de las milicias locales o militares españoles e ingleses luciendo plumeros, cordones y charreteras. Las noches de teatro, única diversión pública de la ciudad desde que las Cortes decidieron reabrirlo hace unos meses, convocan en palcos y luneta a la mejor sociedad, aunque nunca faltan al fondo aficionados del pueblo castizo. Debido a que las representaciones comienzan temprano, la noche todavía es joven y la temperatura se mantiene agradable para esta época del año, buena parte de los transeúntes está lejos de rematar la velada: tertulias y mesas de juego esperan a la gente de buena posición y dinero; colmados dé guitarra, palillos, jaleo y vino barato, al pueblo bajo y a los que se inclinan a divertirse con éste. Que no son pocos.

—Mira quién viene por ahí —comenta Maraña.

Pepe Lobo sigue la dirección de la mirada de su primer oficial. Lolita Palma camina entre la gente, acompañada por varios amigos de ambos sexos. Lobo reconoce en el grupo al primo Toño y al diputado por Buenos Aires Jorge Fernández Cuchillero. También a Lorenzo Virués, uniformado de punta en blanco: sable al cinto, charreteras de capitán de ingenieros en la casaca azul turquí con solapas moradas, plumero rojo con escarapela y galón de plata en el sombrero.

—Nuestra jefa —remata el teniente, con su indiferencia habitual.

Lolita Palma ha visto a Lobo, advierte éste. Por un momento ella afloja ligeramente el paso mientras le dirige una sonrisa cortés, acompañada de una levísima inclinación de cabeza. Tiene buen aspecto: vestido de color rojo muy oscuro a la inglesa, con chal turco, negro, sobre los hombros, prendido al pecho por un pequeño broche de esmeraldas. En las manos, guantes de piel y bolso de raso alargado, de los habituales para llevar abanico y anteojos de teatro. No luce otras joyas que unos pendientes de esmeraldas sencillas, y se cubre con un sombrerito de terciopelo sujeto por agujón de plata. Cuando llega a su altura, Lobo se pone de pie y se inclina un poco, a su vez. Sin interrumpir la charla con sus acompañantes ni apartar la vista del corsario, ella se demora algo más, lento el paso mientras apoya, con aire casual, una mano en el brazo del primo Toño; que se detiene, saca un reloj del bolsillo del chaleco y dice algo que los hace a todos estallar en carcajadas.

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