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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (59 page)

BOOK: El asedio
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—Por supuesto, señor gobernador. Es impensable...

Villavicencio no le hizo mucho caso. Miraba directamente a Tizón, a los ojos.

—En cierto modo es oportuno que sea usted, comisario, quien se haga cargo de esta parte del procedimiento... La jurisdicción militar es más rígida. Menos...

—¿Práctica?

No lo he podido evitar, se lamentó Tizón para su capote. Maldita sea mi cochina boca. Los otros lo miraban con censura. A ninguno de ellos le había pasado inadvertido el sarcasmo.

—Las nuevas leyes —dijo el gobernador tras un instante— obligan a limitar el tiempo de detención y a suavizar los métodos de interrogatorio. Todo eso figurará negro sobre blanco en la Constitución del reino... Pero el asunto de ese detenido no será oficial mientras ustedes no lo comuniquen como tal.

Aquel plural no le gustó nada a García Pico. Por el rabillo del ojo, Tizón veía al intendente removerse molesto en su silla. En cualquier caso, prosiguió el gobernador, a él nadie le había comunicado nada, aún. Oficialmente, por supuesto. Y tampoco había por qué dar tres cuartos al pregonero. Hacerlo público los colocaría a todos en posición difícil. Sin marcha atrás posible.

—Ahí puedo tranquilizar a usía —se apresuró a decir García Pico—. Técnicamente, esa detención
todavía
no ha ocurrido.

Un silencio patricio, aprobatorio. Villavicencio separó las yemas de los dedos, asintió lentamente y volvió a juntarlas con la misma delicadeza que si estuviera manejando el micrómetro de un sextante.

—No están los tiempos para quebraderos de cabeza con las Cortes. Esos señores liberales...

Se calló enseguida, cual si no hubiera más que añadir, y Tizón supo que no era una confidencia ni un descuido. Villavicencio no comete deslices de esa clase, ni es dado a confianzas políticas con subalternos. Se trataba, sólo, de recordarles su posición respecto a cuanto se debate en San Felipe Neri. Aunque el gobernador de Cádiz guarda escrupulosamente las formas, no es ningún secreto que simpatiza con el bando de los ultrarrealistas y confía como ellos en que, a su regreso, el rey Fernando devuelva las cosas a su sitio y la cordura a la nación.

—Por supuesto —apuntó García Pico, siempre al quite—. Puede usía estar tranquilo.

—Lo hago responsable, intendente —la mirada poco amistosa no se dirigía a García Pico, sino a Tizón—. A usted y, naturalmente, al comisario... Ninguna comunicación pública antes de tener resultados. Y ni una línea en los periódicos antes de que dispongamos de una confesión en regla.

En ese punto, sin moverse del asiento, Villavicencio hizo un ademán negligente con la mano de la esmeralda. Una vaga despedida, que el intendente general y el comisario interpretaron de modo correcto, poniéndose en pie. La orden de alguien acostumbrado a darlas sin necesidad de abrir la boca.

—Por supuesto —comentó el gobernador mientras se levantaban—, esta conversación nunca tuvo lugar.

Ya iban camino de la puerta cuando habló de nuevo, inesperadamente.

—¿Es usted hombre devoto, comisario?

Aquello hizo volverse a Tizón, desconcertado. Una pregunta así no era banal en boca de alguien como don Juan María de Villavicencio, marino de ilustre carrera, hombre de misa y comunión diaria.

—Bueno... Eh... Lo corriente, mi general... Poco más o menos.

El gobernador lo observaba desde su asiento, tras la formidable mesa de despacho. Casi con curiosidad.

—En su lugar, yo rezaría para que ese espía detenido sea también el asesino de las muchachas —juntó otra vez las yemas de los dedos—. Para que nadie vuelva a matar a ninguna... ¿Se hace cargo de lo que digo?

Viejo cabrón, pensaba Tizón tras su rostro impasible.

—Perfectamente —respondió—. Pero usía dijo que convenía tener a alguien disponible de cualquier modo... Como reserva.

El otro enarcó las cejas con extrema distinción. Parecía hacer memoria recurriendo a su mejor voluntad.

—¿Eso dije? ¿De veras? —miraba al intendente como apelando a su memoria, y García Pico hizo un ademán evasivo—... En cualquier caso, no recuerdo haberme expresado exactamente así.

Ahora, en la muralla y frente al mar, el recuerdo de la conversación con Villavicencio desazona a Rogelio Tizón. Las certezas de los últimos días han dado paso a las dudas de las últimas horas. Eso, cruzado con las palabras del gobernador y la actitud, pasiva y lógica, del intendente general, lo hacen sentirse vulnerable; como un rey que, en el tablero, viera desaparecer las piezas que hasta ahora le proporcionaban la posibilidad de un enroque seguro. Y sin embargo, esas cosas llevan tiempo. Establecer seguridades requiere su procedimiento cuidadoso. Su método. Y el peor enemigo de todo son las prisas. Objetivamente, una dracma de más o de menos rompe el equilibrio de las cosas —el límite entre lo posible y lo imposible, la certeza y el error— lo mismo que un quintal.

Una explosión lejana, en el centro de la ciudad. La segunda, hoy. Con el cielo despejado y el cambio de viento, los franceses vuelven a tirar desde la Cabezuela. El estampido, amortiguado por los edificios interpuestos, desazona a Tizón. No por las bombas ni sus efectos, a los que se acostumbró hace tiempo, sino porque son recuerdo constante de lo endeble que puede ser —que tal vez es, piensa inquieto— la jugada que lo ocupa; el castillo de naipes que, a cada momento, puede verse desbaratado con la noticia que teme. Una noticia que, en cierto extraño modo, espera con sentimientos contradictorios: curiosidad y desasosiego. Una certeza de error que aliviaría, al fin, la agonía de su incertidumbre.

Apartándose del repecho, el comisario se aleja de la muralla, camino de lo que en los últimos días hace casi a diario, hasta el punto de convertirse en rutina: un recorrido por los seis lugares de la ciudad donde murieron las muchachas, despacio, observando cada detalle, atento al aire, la luz, la temperatura, los olores, las sensaciones que experimenta paso a paso. Calculando, una y otra vez, sutiles jugadas de ajedrez de un adversario invisible cuya mente compleja, inaprensible como la idea última de Dios, se funde con el mapa de esta Cádiz singular, rodeada de mar y surcada de vientos. Una ciudad de la que Rogelio Tizón ya no es capaz de ver la estructura física convencional hecha de calles, plazas y edificios, sino un paisaje enigmático, siniestro y abstracto como una red de latigazos: el mismo mapa inquietante que adivinó trazado en la espalda de las muchachas muertas, y que pudo —o sólo creyó, tal vez— confirmar después en el plano que Gregorio Fumagal dice haber quemado en la estufa de su gabinete. El diseño oculto de un espacio urbano que parece corresponder, en cada línea y parábola, con la mente de un asesino.

Mientras el comisario Tizón reflexiona en Cádiz sobre trayectorias y parábolas de bombas, cuarenta y cinco millas al sudeste de la ciudad, frente a la playa de los Lances de Tarifa, Pepe Lobo observa la columna de agua y espuma que una bomba francesa de 12 libras acaba de levantar a menos de un cable de distancia del bauprés de la
Culebra.

—¡No pasa nada! —tranquiliza a su gente—. Es un tiro perdido.

En la cubierta de la balandra corsaria, que está fondeada en cuatro brazas de agua con las velas aferradas y pabellón de la Armada arriba, los tripulantes observan la humareda que se extiende por las barrancas al otro lado de los muros de la ciudad. Desde las nueve de la mañana, bajo un cielo pesado, indeciso y gris, la infantería francesa da el asalto a la brecha del lado norte. EL fragor de fusilería y cañonazos llega nítido y continuo desde una milla de distancia, favorecido por el viento terral que mantiene a la
Culebra
con la playa por la amura de estribor, la ciudad por el través y la isla de Tarifa a popa. Cerca de la balandra, acoderadas sobre sus anclas para orientar mejor las baterías, dos fragatas inglesas, una corbeta española y varias lanchas cañoneras y obuseras arrimadas a tierra disparan a intervalos sobre las posiciones francesas, y el humo blanco de su pólvora quemada, deshaciéndose sobre el mar, llega hasta los corsarios que observan el combate. Hay otra docena de barcos menores, faluchos y tartanas, fondeados en las proximidades, a la espera de lo que ocurra. Si el enemigo quiebra la dura resistencia que se le opone en la muralla, esas embarcaciones deberán evacuar a cuantos puedan entre la población local y los supervivientes de los 3.000 soldados españoles e ingleses que, aferrados con tenacidad al terreno, defienden la ciudad.

—Los franceses siguen en la brecha —comenta Ricardo Maraña.

El segundo de a bordo, que ha estado mirando a través del catalejo, se lo pasa a Pepe Lobo. Los dos se encuentran a popa, junto a la caña del timón. Maraña, sin sombrero, vestido de negro como suele, se pasa un pañuelo por las comisuras de la boca, y sin echarle siquiera un vistazo lo guarda en la manga izquierda de la chaqueta. Guiñando un ojo y pegado el otro a la lente, Pepe Lobo recorre el perfil de la costa desde el fuerte de Santa Catalina, casi enfilado con el castillo de los Guzmanes, hasta la muralla envuelta en humo y el suburbio extramuros arrasado por los bombardeos. Al otro lado se distinguen las alturas desde las que ataca el enemigo, cubiertas de pitas y chumberas entre las que puntean, rojizos, los fogonazos de su artillería.

—Los nuestros baten el cobre —dice Lobo.

Su teniente encoge los hombros con frialdad.

—Espero que aguanten como caballeros. Estoy harto de evacuaciones y prisas de última hora... De viejas con hatillos de ropa sucia, críos llorando y mujeres preguntando dónde se puede mear.

Una pausa, sin otro sonido que el fragor lejano del combate. Ricardo Maraña alza la cabeza y mira con ojo crítico la bandera de dos franjas rojas y una amarilla que ondea arriba, con su escudo coronado del castillo y el león. El terral, advierte mientras tanto Pepe Lobo, se está convirtiendo en un nornoroeste fresquito. Ese viento irá de perlas si llega de Tarifa la orden de levar el ancla que esperan desde hace rato.

—También estoy harto de esto —añade Maraña en tono displicente—. Si hubiera querido servir a la patria dolorida, me habría quedado en la Armada, zurciéndome los uniformes y acumulando retrasos de pagas, como todo el mundo.

—No se puede ganar siempre —apunta Pepe Lobo, sonriendo.

Una leve tos, ronca y húmeda. De nuevo el pañuelo.

—Ya.

Fija Lobo el círculo de la lente en la muralla, sobre la que pueden distinguirse, entre remolinos de pólvora, diminutas figurillas de los hombres que combaten allí, encarnizados, arrojando a los franceses cuanto tienen. Hace media hora, un alférez de infantería de marina que vino en un bote desde la ciudad, trayendo un paquete de despachos oficiales para entregar en Cádiz, ha contado que los franceses reconocieron anoche la brecha, y creyéndola practicable dieron el asalto a las nueve de la mañana desde las trincheras y aproches abiertos en los días anteriores por las barrancas. Según el alférez, cuatro batallones de granaderos y cazadores enemigos avanzaron casi en columna; pero la tierra fangosa de las últimas lluvias, en la que se hundían hasta media pierna, y el fuego cerrado de los defensores, les fueron desordenando el ataque, de manera que al llegar al pie de la muralla habían perdido mucho fuelle. Y ahí siguen hora y media después, empeñados los franceses en subir y los defensores en impedírselo, a falta de una artillería que no tienen —las embarcaciones fondeadas no pueden batir las inmediaciones mismas de la brecha—, con sólo fusilería y bayonetazos.

Comentan los tripulantes las incidencias de la mañana, señalándose unos a otros los lugares donde los disparos y la humareda son más intensos. Encaramado sobre la regala, apoyada la espalda en un obenque y con otro catalejo en las manos, el contramaestre Brasero les cuenta lo que ve. Pepe Lobo los deja tranquilos. Sabe que todos a bordo comparten la opinión del primer oficial Maraña. En buena parte son contrabandistas y chusma portuaria de la que firma con una cruz en el rol o en la confesión ante la policía, reclutados en tabernas grasientas de la calle de los Negros, la de Sopranis y el Boquete, y fugitivo quien más y quien menos de la leva forzosa. Ninguno de sus cuarenta y ocho hombres, contando al primer oficial y al escribano de presas, se enroló en la
Culebra
con intención de servir una temporada bajo disciplina militar, renunciando a la libertad del corso y la caza de botines a cambio del miserable sueldo de la Real Armada, que por otra parte ni siquiera saben si cobrarán. Y todo eso, cuando la campaña hecha, con siete capturas declaradas buena presa y seis en trámite, ha metido ya a cada tripulante un mínimo de 250 pesos en la faltriquera —más de tres veces esa suma para Pepe Lobo—, sin contar el anticipo de 150 reales al mes que percibe cada marinero desde el momento de enrolarse. Por eso, aunque no despega los labios sobre el particular, el capitán comprende perfectamente que a sus hombres, como a él mismo, se les hagan cuesta arriba los veintidós días perdidos transportando despachos y militares de un lado a otro como barco correo bajo disciplina naval, lejos de las aguas de caza y haciendo de auxiliares de una marina de guerra a la que, como a los aduaneros del Real Resguardo —casi nadie a bordo tiene la conciencia tranquila ni el pescuezo a salvo de una soga—, todos prefieren ver lo más lejos posible.

—Señal en la torre —advierte Ricardo Maraña.

Pepe Lobo mueve el catalejo en dirección al faro de la isla, donde acaban de izarse unas banderas.

—Nuestro número —dice—. Disponga a la gente.

Maraña se aparta del coronamiento, vuelto hacia la tripulación.

—¡Silencio todo el mundo!... ¡Atentos a la maniobra!

Más banderas. Dos. A simple vista, sin catalejo, Lobo las distingue bien. Una blanca y roja, seguida de un gallardete azul. No necesita consultar el cuaderno de señales secretas que tiene en el cajón de la bitácora, sobre el tambucho. Ésa es de las fáciles:
Hágase a la vela inmediatamente.

—Nos vamos, piloto.

Maraña asiente y recorre a zancadas la cubierta, dando órdenes bajo la larga botavara de la mayor, mientras el golpeteo de pies descalzos, repentinamente en movimiento, estremece la tablazón. El contramaestre Brasero ha bajado de los obenques, toca el silbato y dispone a la gente en las drizas y el molinete, que ya tiene las barras puestas.

—¡Vira el ancla! —vocea el teniente—... ¡Larga foque!

Pepe Lobo se aparta para dejar sitio al Escocés y a otro timonel, que se hacen cargo de la caña, y echa un vistazo precavido por encima del coronamiento, en dirección a las piedras que están semiocultas por el mar a menos de un cable de la popa, al pie de la muralla de la isla. Cuando mira de nuevo hacia proa, el ancla está a pique.

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