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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (74 page)

BOOK: El asedio
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—Es una locura —concluye el viejo comerciante— imponer la contribución directa en una ciudad mercantil como ésta, donde no existe otra medida fiable que el prestigio de cada cual... Nadie podrá calcular éste sin meter la nariz en nuestros libros de contabilidad. Y eso es un abuso.

—Desde luego, mis libros no los van a ver —dice Lolita, resuelta.

Se queda pensativa. Sombría. Dura la línea de los labios apretados.

—Ya veré cómo arreglármelas —añade.

Tiene ahora la mantilla sobre los hombros, descubierto el cabello recogido en la nuca y rematado con una peineta de carey. Junto a sus manos, que desmigan sobre el mantel una tortita de almendras, están el abanico cerrado, un portamonedas de terciopelo y un vaso con refresco de leche y canela.

—Se comenta que tienes problemas —dice Sánchez Guinea, bajando la voz.

—Que también yo los tengo, querrá decir.

—Claro. Como yo mismo, y mi hijo... Como todos.

Lolita asiente sin decir nada más. Lo mismo que tantos comerciantes gaditanos, es acreedora del erario público con una deuda de cinco millones de reales, de los que hasta hoy no ha recuperado más que la décima parte: 25.000 pesos. De mantenerse la deuda impagada, eso podría llevarla a la quiebra. Al menos, a la suspensión de pagos.

—Sé de buena tinta, hija mía, que el gobierno ha recibido letras sobre Londres y ha dispuesto del dinero tan lindamente, sin pagar un peso a los acreedores... Lo mismo hizo con los últimos caudales llegados de Lima y La Habana.

—No me sorprende. Por eso me ve usted inquieta... Cualquier golpe serio me encontraría sin liquidez para hacerle frente.

Sánchez Guinea mueve la cabeza con desaliento. También a él Lolita lo encuentra cansado, y ni siquiera el bautizo del nieto parece animarlo. Demasiados disgustos y zozobras minan la tranquilidad del que fue íntimo amigo y socio de su padre. Es el final de una época, le oye decir a menudo. Mi Cádiz desaparece, y yo me apago con ella. No os envidio, a los jóvenes. A los que estaréis aquí dentro de quince o veinte años. Cada vez habla más de jubilarse y dejarlo todo a cargo de Miguel.

—¿Y qué hay de nuestro corsario?

Se le anima el rostro veterano con la pregunta, cual si un soplo de aire marino despejase sus pensamientos. Hasta sonríe un poco. Lolita acerca una mano al vaso de refresco, pero no lo toca.

—No lo hace mal —por un instante dirige una mirada a través de la ventana, a la bahía—. Pero el tribunal de presas tramita despacio. Entre Gibraltar, Tarifa y Cádiz todo va lentísimo... Usted sabe tan bien como yo que la
Culebra
es una ayuda, pero no una solución. Además, cada vez hay menos barcos franceses o del intruso que se arriesguen... Debería ir más allá del cabo de Gata. Haría mejores presas.

Asiente el otro, divertido. Recuerda, sin duda, las reticencias iniciales de Lolita a implicarse en negocios de corso.

—Has acabado tomándotelo en serio, niña.

—Qué remedio —ella sonríe a su vez, irónica consigo misma—. Son tiempos difíciles.

—Pues quizá tengamos nueva caza hecha. Esta mañana señalaron una balandra a este lado de Torregorda, en conserva con otro barco... Podría ser nuestro capitán Lobo, con una presa.

Lolita no se inmuta. También conoce los informes de la torre vigía.

—En cualquier caso —concluye—, debemos procurar que vuelva a salir enseguida.

—A Levante, dices.

—Eso es. Con la caída de Alicante, aumentará allí el tráfico marítimo francés. Y puede usar Cartagena como puerto base.

—No es mala idea... De verdad que no.

Los dos se quedan callados. Ahora es Sánchez Guinea quien mira hacia la ventana, pensativo, y luego pasea la vista por el animado salón. Todo en torno es rumor de conversaciones, parla de señoras, risas y griterío contenido de niños bien educados. El festejo sigue su curso, ajeno a lo inexorable: a la realidad del mundo que se desmorona afuera, y del que apenas llegan hasta aquí, de vez en cuando, los estampidos de los cañones franceses. Miguel Sánchez Guinea, que atiende a los invitados y ha visto a su padre y Lolita Palma conversar aparte, se acerca a la mesa, sonriente, con un cigarro en una mano y una copa de licor en la otra. Pero el padre lo detiene con un gesto. Obediente, Miguel saluda copa en alto y da media vuelta.

—¿Qué hay del
Marco Bruto
?

Don Emilio ha bajado de nuevo la voz. Su tono es afectuoso, muy solícito. De extrema confidencia. La pregunta ensombrece el rostro de la heredera de los Palma. El nombre de ese otro barco le quita el sueño desde hace tiempo.

—Nada todavía. Viene con retraso... Tendría que haber salido de La Habana el quince del mes pasado.

—¿No sabes dónde está?

Hace ella un ademán ambiguo. Sincero.

—Aún no. Pero lo espero de un día para otro.

Esta vez el silencio es largo y significativo. Los dos son comerciantes avezados y saben que un barco puede perderse: el azar del mar, los corsarios franceses. La mala suerte. Los hay que salvan o arruinan a sus fletadores en un solo viaje. El
Marco Bruto,
todavía el mejor bergantín de la casa Palma –280 toneladas, forrado en cobre, armado con cuatro cañones de 6 libras—, navega hacia Cádiz con un cargamento de extraordinaria importancia. Emilio Sánchez Guinea sabe que la embarcación transporta un valioso flete de grana, azúcar, añil y 1.200 lingotes de cobre de Veracruz; a su casa comercial, incluso, corresponde una pequeña parte de la carga. Lo que ignora —los afectos son una cosa y los negocios otra— es que, camuflados bajo los lingotes, el bergantín trae 20.000 pesos de plata propiedad de Lolita, destinados a conseguir liquidez y mantener el crédito local. Su pérdida sería un golpe difícil de superar; con el agravante de que esta vez, por lo delicado de la operación, los riesgos marítimos corren a cargo de Palma e Hijos.

—Te juegas mucho en ese barco, hija mía —dice al fin Sánchez Guinea.

Ella permanece distraída, mirando absorta el vacío. Parece no haber oído las últimas palabras del amigo de su padre. Al poco se estremece casi imperceptiblemente y sonríe preocupada. Triste.

—No lo sabe usted bien, don Emilio... Tal como están las cosas, me lo juego todo.

Ahora, vuelto el rostro a un lado, ella contempla de nuevo el mar por donde llegan a Cádiz fortunas y desastres. A lo lejos, próximas una de otra, las velas de dos barcos dan lentos bordos con el viento nordeste al penetrar en la bahía, intentando mantenerse lejos de las baterías francesas mientras pasan las Puercas y el Diamante.

Ojalá llegue pronto ese bergantín, piensa inquieta. Ojalá llegue.

Apoyado en la amura de babor de la
Culebra,
con el catalejo pegado a la cara, Pepe Lobo observa las velas de la embarcación que se acerca con rapidez desde la punta de Rota: dos palos ligeramente inclinados hacia popa, bauprés con botalón de foque, velas triangulares, latinas, tensas por el viento de través.

—Es un místico —dice—. Un cañón a cada banda y otro de caza. Y no lleva bandera.

—¿Corsario? —pregunta Ricardo Maraña, que está a su lado, mirando en la misma dirección con una mano a modo de visera sobre los ojos.

—Sin duda.

—Al verlo asomar creí que era el falucho de Rota.

—Yo también. Pero la ensenada está vacía... El falucho andará mordisqueando en otros pastos.

Lobo le pasa el largavista a su primer oficial, y éste observa detenidamente la embarcación, cuyas velas ilumina el sol de la tarde.

—No lo habíamos visto antes en estas aguas... ¿Puede ser el de Sanlúcar?

—Puede.

—¿Y qué hace tan a levante?

—Si el falucho anda de caza, éste habrá tomado el relevo por aquí. A ver qué cae.

Maraña sigue mirando por el catalejo. A simple vista puede advertirse ya la maniobra del místico.

—Está probando suerte... Tanteándonos.

Pepe Lobo mira hacia la banda de barlovento, allí donde navega, en conserva de la
Culebra y
marinada por un trozo de presa, la última captura hecha por la balandra: una goleta napolitana de 90 toneladas, la
Cristina Ricotti,
capturada sin lucha hace cuatro días frente a punta Cires cuando se dirigía a Málaga desde Tánger con un cargamento de lana, cueros y carne salada. Para la entrada en la bahía, previendo la presencia de corsarios y la amenaza del fuerte francés de Santa Catalina, que siempre dispara contra los barcos que dan bordos cerca de tierra, Lobo ha dispuesto que la goleta se mantenga a estribor de la
Culebra,
a dos cables de distancia, a fin de protegerla mejor interponiéndose entre ella y cualquier amenaza. Por su parte, la balandra navega prevenida, apuntado su largo bauprés a la ensenada de Rota, ciñendo el viento nordeste con todo el trapo arriba incluido el velacho, sin izar bandera, con media tripulación atenta a brazas y escotas, y el contramaestre Brasero apoyado en el molinete dos pasos detrás del capitán y su segundo: un ojo en la maniobra y otro en los ocho cañones de 6 libras cargados y en batería, con el resto de la gente armada y en zafarrancho desde que la vela enemiga asomó tras la punta de Rota.

—¿Viramos ya o prolongamos el bordo? —pregunta Maraña, cerrando el catalejo.

—Dejémosla así un poco más. El místico no es problema.

Asiente el teniente, que devuelve el catalejo a Lobo y también se gira a echar un vistazo a la goleta que navega a barlovento, manteniendo la distancia convenida y maniobrando con diligencia a cada señal hecha desde la balandra. Maraña sabe, como su capitán, que el corsario enemigo carece de la fuerza suficiente para un combate en regla, pues la desproporción de sus tres cañones frente a los ocho de la
Culebra
convertiría cualquier intento en un suicidio. Pero en el mar nada está decidido hasta el último instante; y el corsario francés, atrevido como lo exige el oficio, hace lo mismo que harían ellos en su caso: se arrima cuanto puede, rondando la posible presa como un depredador cauto, por si un golpe de suerte —un cambio de viento, una mala maniobra, el fuego de Santa Catalina que desarbolase la balandra— se la pusiera entre los dientes.

—No pasaremos los Cochinos y el Fraile con una sola virada —comenta Maraña—. Habría que meterse mucho en Rota.

Ha hablado con su frialdad habitual, como si contemplara la maniobra desde tierra. El suyo es un simple comentario objetivo, sin propósito de influir en las decisiones de su capitán. Pepe Lobo mira hacia la punta de tierra enemiga tras la que asoma la población. Después se vuelve al otro lado, hacia Cádiz, blanca y extensa en su cinto formidable de murallas. Con un vistazo al mar y a la grímpola que ondea tensa en lo alto del único palo de la balandra, calcula fuerza y dirección del viento, velocidad, rumbo y distancia. Para entrar en la bahía esquivando los escollos que hay en su boca, deberán dar todavía un bordo hacia Cádiz, otro hacia la parte de Rota, y otro más hacia la ciudad. Eso significa ponerse dos veces cerca de las baterías francesas, por lo que no puede permitirse errores. En todo caso, lo mejor será tener en respeto al místico, dándole algo en que pensar. Por si las moscas.

—Preparados para la maniobra, piloto.

Maraña se vuelve hacia el contramaestre Brasero, que sigue apoyado en el molinete.

—¡Nostramo!... ¡Listos para virar por avante!

Mientras Brasero da la vuelta y recorre la cubierta inclinada por la escora, situando a la gente, Pepe Lobo informa de sus intenciones al primer oficial.

—Le largaremos una andanada al místico, para mantenerlo lejos... Vamos a hacerlo a media ceñida, aguantando un poco justo antes de cambiar el bordo.

—¿Un solo tiro por pieza?

—Sí. No creo que lo desarbolemos con una andanada, pero quiero darle un buen susto... ¿Se encarga del primer disparo?

Sonríe apenas el teniente. Fiel a su personaje, Ricardo Maraña mira el mar como si, distraído, pensara en otra cosa; pero Lobo sabe que está combinando mentalmente las condiciones de tiro y el alcance de los cañones. Gozando con la perspectiva.

—Cuente con ello, capitán.

—Pues venga. Viramos en cinco minutos.

Extendido el catalejo, procurando adaptar el círculo de visión al movimiento de la cubierta, Pepe Lobo estudia de nuevo el corsario enemigo. Éste ha modificado ligeramente el rumbo, cerrándose una cuarta a su barlovento. Las velas latinas todavía le permiten ceñir un poco más para acercarse a la derrota que la balandra y la goleta harán en los siguientes bordos. En la lente del largavista, Lobo distingue bien sus dos cañones, uno a cada banda, y el largo de caza a proa, asomando por una porta situada a babor del bauprés de foque. Una pieza de 6 libras, quizás. Tal vez de a 8. No supone demasiada amenaza, pero nunca se sabe. Como afirma un refrán inventado por él mismo, en el mar nunca hay precauciones superfluas: un rizo de más es un mal rato de menos.

—¡Apareja a virar!

Mientras la gente de maniobra prepara brazas y escotas, Lobo camina hacia popa, pasando junto a los artilleros que se inclinan sobre los cañones bajo la supervisión del teniente.

—No me dejéis mal —dice—. Delante de Cádiz.

Le responde un coro de risas y bravatas. Los hombres están de buen humor por la presa capturada y la perspectiva de bajar pronto a tierra. Tienen, además, fogueo y experiencia suficientes para comprender que el corsario enemigo no es adversario de su talla. Junto a la chalupa, estibada en cubierta bajo la larga botavara de la cangreja, los hombres libres de maniobra o de cañones disponen las armas adecuadas para el combate a más corta distancia, por si llegara a entablarse éste: fusiles, pistolas y pedreros de bronce que encajan en los tinteros de la regala, listos para ser cargados con pequeños saquetes de metralla. Lobo mira hacer a su gente, complacido. Después de medio año espumando juntos el Estrecho, la chusma portuaria reclutada en los peores lugares de Santa María, la Merced y el Boquete actúa como una tripulación razonable, experimentada, cada vez que la captura de una presa requiere maniobrar con eficacia o, en caso necesario —dos abordajes y cuatro combates serios, hasta la fecha—, pelear de cerca y sufrir bajas. A bordo de la
Culebra,
fieles al contrato firmado, todos arriesgan lo imprescindible, siempre con la perspectiva del botín; pero nadie chaquetea ante las dificultades y peligros. En la balandra no hay héroes, sabe muy bien Pepe Lobo. Ni cobardes. Sólo gente que cumple con su oficio: profesionales resignados a la vida dura de un barco, ganándose el difícil salario del corso.

BOOK: El asedio
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