Read El asedio Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (75 page)

BOOK: El asedio
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Señal a la goleta!... ¡Preparada para virar!

Un gallardete rojo sube y baja rápidamente, por estribor, hasta el penol de la verga baja del velacho. En popa, el Escocés y el otro timonel mantienen firme la larga barra, al rumbo establecido. El capitán se sitúa junto a ellos, en la parte de sotavento, agarrado con una mano a la caseta del tambucho y mirando por encima de la regala y la fila de cañones cuyas bocas asoman por las portas. El contramaestre Brasero está al pie del palo, entre la gente de maniobra, vuelto hacia popa y esperando órdenes. Lo mismo hace Ricardo Maraña, situado junto al primer cañón de babor, con la driza que acciona la llave de fuego en la mano derecha y la izquierda alzada para indicar que está listo. Los otros tres cabos cañoneros de esa banda hacen lo mismo.

—¡Que vire la goleta!

Asciende ahora al penol una corneta azul, y al instante la
Cristina Ricotti
se cierra al viento, flameando sus velas. Lobo dirige un último vistazo a la grímpola, al mar y al místico enemigo. Está a menos de tres cables de distancia. Casi a tiro, habida cuenta de que la banda por donde van a disparar es la de sotavento, y queda inclinada por la escora.

—Orza dos cuartas —dice a los timoneles.

Llevan éstos la barra a babor, y el bauprés de la
Culebra
se aparta de la ensenada, apuntando ahora al fuerte enemigo de Santa Catalina. Brazas y escotas acallan de inmediato el ligero flameo de la lona, que ciñe más el viento. El místico ha pasado de quedar por la amura de babor a situarse más al través, dentro del sector de tiro de los cañones.

—¡Iza bandera!

La enseña mercante de dos franjas rojas y tres amarillas, con el escudo central que a la
Culebra
autoriza su condición de corsario del rey de España, sube ahora en su driza, desplegándose al viento. Apenas la bandera llega al pico de la cangreja, Lobo mira a su primer oficial.

—¡Es suyo, piloto! —grita.

Sin precipitarse, agachado tras la mira del cañón para calcular la puntería y el balanceo mientras dirige en voz baja a los artilleros que mueven la pieza con la cuña y los espeques, Maraña aguarda unos instantes con la driza de la llave de fuego en la mano, da al fin un tirón de ésta, y el cañón salta retenido por sus trincas con un estampido y un remolino de humo de pólvora que corre a lo largo de la borda. Cinco segundos después retumban los otros tres; y aún está la humareda deshaciéndose en la aleta de la balandra cuando Pepe Lobo da la orden de cambiar el viento de borda.

—¡Orza a la banda!... ¡Salta escotas!

—Allá va con Dios —dice el Escocés, santiguándose antes de meter la barra a sotavento.

Flamean las velas del bauprés, con la proa yéndose a estribor mientras el viento pasa al otro lado. Bajo el palo, los hombres dirigidos por Brasero bracean a rabiar el velacho para que éste ciña en la nueva dirección.

—¡Caza escotas!... ¡Ahí!... ¡Caña a la vía!

Amurada ahora a babor, ajustándose al nuevo rumbo, la
Culebra
machetea poderosa la marejadilla, en dirección paralela y a un cable de la goleta que navega algo adelantada, a salvo y con sus dos velas cangrejas y el foque tensos, a buena marcha. Ricardo Maraña ya está de vuelta en popa: manos en los bolsillos de su estrecha chaqueta negra y mueca de hastío habitual, como si viniera de dar un aburrido paseo por la playa. Pepe Lobo despliega el catalejo y dirige una mirada al místico enemigo. Éste se queda atrás, atravesado al viento a media maniobra. Con un agujero en la vela de trinquete, que el nordeste desgarra y aumenta de tamaño hasta rifar la lona, rasgándola de arriba abajo.

—Que se joda —comenta Maraña, indiferente.

La partida terminó hace quince minutos, pero las piezas siguen representando la última posición: un rey blanco acorralado por una torre y un caballo negros, y un peón blanco aislado al otro extremo del campo de batalla, a sólo una casilla de coronarse dama. De vez en cuando, Rogelio Tizón dirige una mirada al tablero. Así se siente él, a veces. Acorralado entre escaques desiertos por los que se mueven piezas invisibles.

—A lo mejor un día, en el futuro, la ciencia permite establecer esas cosas —dice Hipólito Barrull—. Pero hoy resulta difícil. Casi imposible.

Entre las piezas comidas hay un cenicero sucio, una cafetera vacía y dos pocillos con posos en el fondo. Es tarde, y en torno a los dos jugadores el café del Correo está desierto. El silencio es inusual. Casi todas las luces del patio están apagadas, y hace rato que lo camareros colocaron las sillas sobre las mesas, vaciaron las escupideras de latón, barrieron y fregaron el suelo. Sólo el rincón de Barrull y el comisario permanece al margen, iluminado por una lámpara que cuelga del techo con las velas casi consumidas. El dueño del local asoma a ratos, en mangas de camisa, para comprobar si continúan allí; pero no los incomoda y se retira discretamente. Si quien vulnera las ordenanzas municipales sobre horario de establecimientos públicos es el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes de Cádiz —conocido además por sus malas pulgas—, no hay nada que decir. Doctores tiene la Iglesia.

—Tres trampas, profesor. Con tres cebos distintos... Y nada, hasta hoy.

Se limpia los lentes Barrull con un pañuelo manchado de estornudos de rapé.

—Tampoco ha vuelto a actuar, según me cuenta. Quizá el susto, al verse sorprendido... Puede que no vuelva a matar.

—Lo dudo. Alguien que llega tan lejos no se detiene por un sobresalto. Estoy seguro de que sigue ahí, esperando la ocasión.

El otro se ha calado los lentes. En su mentón despuntan pelos grises de la barba afeitada por la mañana.

—Todavía estoy asombrado con lo de ese militar francés. Conseguir que colabore... Bueno. Asombroso. De cualquier modo, agradezco que me lo haya contado. La prueba de confianza.

—Lo necesito, profesor. Como a él —Tizón ha cogido un caballo negro de la mesa y le da vueltas entre los dedos—. Uno y otro compensan lo que no tengo. Me ayudan a llegar donde no puedo hacerlo solo. Usted con sus conocimientos e inteligencia, y él con sus bombas.

—Increíble. Si esto se supiera...

Ríe el policía entre dientes, seguro de sí. Desdeñoso respeto a la capacidad de saber de la gente.

—No se sabrá.

—¿Y ese oficial francés sigue cooperando?

—De momento.

—¿Cómo diablos pudo convencerlo?

Tizón lo mira con retranca policial.

—Gracias a mi natural simpatía.

Ha puesto de nuevo la pieza de ébano sobre la mesa, con las otras. Barrull mira a Tizón con interés.

—Es cierto lo que le contó sobre Laplace y la teoría de las probabilidades —comenta al fin—. También otro matemático llamado Condorcet se ocupó del asunto.

—No sé quién es.

—Da igual. Publicó un libro, que esta vez no puedo prestarle, porque no lo tengo, titulado
Reflexiones sobre el método de determinar la probabilidad de los acontecimientos futuros...
En francés, claro. Y en él se plantean cuestiones como, por ejemplo, si un suceso ha ocurrido un número determinado de veces en el pasado, y otras veces no ha ocurrido, cuál es la probabilidad de que se produzca de nuevo, o no.

El comisario, que acaba de sacar su petaca de piel, se inclina casi confidencial, con un cigarro en la mano.

—Los efectos de la Naturaleza son casi constantes —dice, o más bien recita— cuando se consideran en un número grande... ¿Voy bien por ahí, profesor?

—Vaya —la sonrisa caballuna y amarillenta trasluce admiración—. Era usted un diamante en bruto, comisario.

Tizón, que se ha echado atrás en la silla, sonríe también.

—A fuerza de intentarlo, hasta los tontos aprenden. O aprendemos... ¿Cree que encontraría ese libro en Cádiz?

—Puedo buscárselo, aunque es difícil. Lo leí hace años, en casa de un amigo de Madrid... De todas formas, una cosa es hablar de probabilidades y otra de certidumbres. La distancia entre ambas es grande. Y arriesgada, si la salva la imaginación y no el procedimiento.

Con un gesto negativo, Barrull rechaza la petaca que Tizón le ofrece y saca de un bolsillo del chaleco la cajita de rapé.

—En cualquier caso —prosigue—, comprendo su avidez. Aunque no estoy seguro de que tanta teoría... En fin. Hasta puede ser contraproducente. Ya sabe. Un exceso de erudición asfixia cualquier concepto.

Se calla unos instantes mientras coge una pizca de tabaco molido y lo lleva a la nariz, aspirando fuerte. Después de estornudar y sonarse, mira a Tizón con curiosidad.

—Fue una lástima que se le escapara aquella vez... ¿Cree que sospechó de la trampa?

Niega el policía, convencido.

—No creo. Sucedió de un modo que podía ser casual. Si el asesino actúa en la calle, es normal que tarde o temprano tropiece con alguien que le estorbe un crimen... Era sólo cuestión de tiempo.

—Sin embargo, desde entonces han caído bombas en otros lugares de la ciudad. Con víctimas.

—Ésas no son asunto mío. Quedan fuera de mi jurisdicción, por así decirlo.

Otra mirada pensativa del profesor. Analítica, quizás.

—En cualquier caso, usted no es inocente del todo. Ya no lo es.

—Espero que no se refiera a los crímenes.

—Claro que no. Hablo de esa sensibilidad que lo hace coincidir con el asesino en alguna clase de apreciaciones. De su extraña acercanza.

—¿Afinidad criminal?

—Por Dios, comisario. Qué horrible suena eso.

—Pero es lo que piensa.

Tras considerarlo en silencio, Barrull responde que no. Al menos, precisa enseguida, no de ese modo. Él cree, porque está científicamente demostrado, que entre algunos seres vivos, o entre ellos y la Naturaleza, se establecen lazos que la razón no alcanza a justificar. Se han hecho experimentos notables con animales, y también con personas. Eso podría explicar tanto las actuaciones premonitorias del criminal, asesinando antes de que caigan las bombas, como las intuiciones del comisario respecto a las intenciones de aquél y los lugares donde actúa.

—¿Pensamiento a distancia, quiere decir?... ¿Magnetismo y cosas así?

Asiente Barrull vigorosamente, y al hacerlo agita la melena gris.

—Algo de eso hay.

El dueño del café acaba de asomarse otra vez al patio, para ver si continúan allí. Habría que irse, dice el profesor. Antes de que Celis reúna valor y nos eche. Usted, comisario, debe dar ejemplo. Etcétera. Tizón se levanta con desgana, coge el sombrero de bejuco blanco y el bastón, y se dirigen a la puerta mientras Barrull sigue desarrollando su teoría. Él mismo, cuenta, conoció a unos hermanos cuya mutua sensibilidad era tan absoluta que, si a uno lo aquejaba determinado dolor, el otro mostraba los mismos síntomas. También recuerda el caso de una mujer a la que se le abrieron, el mismo día y a la misma hora, heridas que acababa de sufrir una amiga suya en accidente doméstico, a varias leguas de distancia. Y seguro que el propio Tizón habrá soñado cosas que ocurren más tarde, o vivido situaciones con la certeza de que son repeticiones de hechos anteriores.

—Hay ángulos de la mente —concluye— donde la razón tradicional y la ciencia no han entrado todavía. Yo no digo que usted haya establecido un puente con el cerebro y las intenciones del asesino... Lo que digo es que puede, por razones que ignoro, haber entrado en su territorio. En su campo de sensibilidades. Eso le permitiría percibir cosas que otros no alcanzamos a ver.

Han caminado despacio, hasta la calle del Santo Cristo. Van a oscuras, con la única luz de la luna que ilumina las terrazas y torres encaladas sobre sus cabezas.

—Si eso fuera así, profesor, si mis sentidos hubieran creado ese puente, quizá sea... Bueno. Tal vez mi naturaleza esté inclinada a eso.

—¿Al crimen?... No lo creo.

Da unos pasos Barrull, callado. Parece pensar en ello. Al fin gruñe descartándolo. O queriendo hacerlo.

—Sinceramente, no lo sé. Quizá sea más exacto hablar de capacidad para percibir el horror... Esas cavernas que tenemos dentro los seres humanos... Yo mismo, por ejemplo. Usted me ha hecho notar, y estoy de acuerdo, que cuando juego al ajedrez me convierto en un sujeto desagradable. Cruel, incluso.

—Un desalmado, si me permite la expresión.

Carcajada en la oscuridad.

—Se lo permito.

Más pasos en silencio. Ocupado cada uno en sus consideraciones.

—De ahí a muchachas destrozadas a latigazos hay un largo trecho —dice al fin Tizón.

—Claro. Ninguno de nosotros, supongo, llegaría a eso. Pero usted lleva más de un año obsesionado con este asunto. Tiene razones profesionales, por supuesto. E imagino que también personales, aunque eso no sea cosa mía.

Incómodo, casi irritado, el policía balancea el bastón.

—Algún día quizá le cuente...

—No quiero que me cuente nada —lo interrumpe el otro—. Ya lo sabe. Cada uno es esclavo de lo que dice y dueño de lo que calla... Por otra parte, después de tantos años frente al mismo tablero, he llegado a conocerlo a usted un poco. Lo que busco decirle es que esa prolongada obsesión puede producir ciertos...

—¿Trastornos?

—Secuelas, es la palabra. A mi juicio, un cazador queda marcado por la caza que practica.

Han bajado por la calle Comedias, hasta la taberna de la Manzanilla. Una rendija de luz se filtra por debajo de la puerta cerrada. Barrull señala el local.

—Ya sé que es usted casi abstemio, comisario. Pero me iría bien enjuagar las encías. Tanta hipótesis me da sed... ¿Por qué no abusa un poco más de sus privilegios, ahora en mi beneficio?

Asiente Tizón, que llama con el pomo del bastón en la puerta hasta que asoma el montañés dueño de la taberna, secándose las manos en su blusón gris. Es joven y tiene aspecto cansado.

—Estoy cerrando, señor comisario.

—Pues espérate diez minutos, camarada. Y sirve dos manzanillas.

Se acodan en el mostrador de madera negra por el uso, frente a las grandes barricas oscuras con vinos añejos de Sanlúcar. Al fondo de la tienda, junto a unos jamones y unos toneles de arenques, el padre del dueño cena papas con chocos mientras lee un periódico a la luz de un candil. Barrull levanta su vaso.

—Por la caza, como dije antes.

Tizón lo imita, aunque apenas moja los labios. El profesor bebe a sorbos cortos, alternando los tragos con dos de las cuatro aceitunas que el montañés ha puesto en un platito. A fin de cuentas, sigue diciendo, el del cazador no es un mal ejemplo: alguien que, tras acechar mucho tiempo a un animal, se moviera por el terreno que éste frecuenta, familiarizándose con los lugares donde bebe, duerme y come. Con sus refugios y costumbres. Pasado un tiempo, el cazador imitaría muchos de esos comportamientos, viendo ese espacio como algo personal, también. Se adaptaría al territorio, haciéndolo suyo hasta coincidir irremediablemente con la presa que busca.

BOOK: El asedio
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Maharani's Pearls by Charles Todd
Double Take by Brenda Joyce
Crimson Sunrise by Saare, J. A.
Republic or Death! by Alex Marshall
Octavia's War by Beryl Kingston
Peyton Place by Grace Metalious
I Want to Kill the Dog by Cohen, Richard M.
Just His Type (Part One) by June, Victoria