Ha acabado la lectura, y la solemne comitiva se pone de nuevo en marcha. Con las tropas formadas a lo largo de la carrera y presentando armas mientras la lluvia arruina los uniformes de los soldados, la comitiva desfila hacia la calle de la Torre, escoltada por un piquete de caballería y a los compases de una banda de música que el agua torrencial desluce y acalla, pero que la gente agolpada a lo largo del recorrido saluda con alegría. Cuando el cortejo pasa cerca de la iglesia, Rogelio Tizón observa al nuevo gobernador de la plaza y jefe de la escuadra del Océano, don Cayetano Valdés: serio, flaco, erguido, con patillas que le llegan al cuello de la casaca, el hombre que mandó el
Pelayo
en San Vicente y el
Neptuno
en Trafalgar viste uniforme de teniente general y camina impasible bajo el aguacero, llevando en las manos un ejemplar de la Constitución encuadernado en tafilete rojo, que protege lo mejor que puede. Desde que Villavicencio pasó a la Regencia y Valdés ocupó su despacho de gobernador militar y político de la ciudad, Tizón sólo se ha entrevistado con éste una vez, en compañía del intendente García Pico y con resultados desagradables. A diferencia de su antecesor, Valdés tiene ideas liberales. También resulta individuo de trato directo y seco, impolítico, con las maneras bruscas del marino que durante toda su vida estuvo sobre las armas. Con él no valen tretas ni sobreentendidos. Desde el primer momento, al plantearse el asunto de las muchachas muertas, el nuevo gobernador puso las cosas claras a intendente y comisario: si no hay resultados, exigirá responsabilidades. En cuanto al modo de llevar las investigaciones sobre ése o cualquier otro asunto, también aseguró a Tizón —de cuyo historial parece bien informado— que no tolerará la tortura de presos, ni detenciones arbitrarias, ni abusos que vulneren las nuevas libertades establecidas por las Cortes. España ha cambiado, dijo antes de despedirlos de su despacho. No hay vuelta atrás ni para ustedes ni para mí. Así que más vale que nos vayamos enterando todos.
Observando con ojo crítico la comitiva, el comisario recuerda las palabras del hombre que camina erguido bajo la lluvia y se pregunta, con malsana curiosidad, qué ocurrirá si vuelve el rey prisionero en Francia. Cuando el joven Fernando, tan amado por el pueblo como desconocido en su carácter e intenciones —los informes particulares de que dispone Tizón sobre su conducta en la conjura de El Escorial, el motín de Aranjuez y el cautiverio en Bayona no lo favorecen mucho—, regrese y se encuentre con que, durante su ausencia y en su nombre, un grupo de visionarios influidos por las ideas de la Revolución francesa ha puesto patas arriba el orden tradicional, con el pretexto de que, privado de sus monarcas —o abandonado por ellos— y entregado al enemigo, el pueblo español pelea por sí mismo y dicta sus propias leyes. Por eso, viendo proclamar la Constitución entre el fervor popular, Rogelio Tizón, a quien la política tiene sin cuidado, pero que posee larga experiencia en hurgar dentro del corazón humano, se pregunta si toda esa gente a la que ve aplaudir y dar vivas bajo la lluvia —el mismo pueblo analfabeto y violento que arrastró por las calles al general Solano y haría lo mismo con el general Valdés, llegado el caso—, no aplaudiría con idéntico entusiasmo la moda opuesta. También se pregunta si, cuando vuelva Fernando VII, aceptará éste con resignación el nuevo estado de cosas, o coincidirá con quienes afirman que el pueblo no pelea por una quimérica soberanía nacional, sino por su religión y por su rey, para devolver España a su estado anterior; y que atribuirse y atribuirle tal autoridad no es sino usurpación y atrevimiento. Un disparate que el tiempo acabará poniendo en su sitio.
En la plaza de San Antonio sigue lloviendo a mares. Entre ruido de cascos de caballos y música festiva, el cortejo se aleja despacio bajo las banderas y colgaduras que chorrean agua en los balcones. Recostándose bajo el pórtico de la iglesia, el comisario saca la petaca y enciende un cigarro. Luego mira con mucha tranquilidad el gentío alborozado que lo rodea, las personas de toda condición que aplauden entusiasmadas. Lo hace tomándole medida a cada rostro, como para fijárselos en la memoria. Se trata de un reflejo profesional: simple previsión técnica. A fin de cuentas, liberales o realistas, lo que se debate en Cádiz no es sino un estilo nuevo, diferente, de la eterna lucha por el poder. Rogelio Tizón no ha olvidado que hasta hace poco, siguiendo órdenes superiores y en nombre del viejo Carlos IV, metía en la cárcel a quienes introducían folletos y libros con ideas idénticas a las que hoy pasea el gobernador encuadernadas en tafilete. Y sabe que con franceses o sin ellos, con reyes absolutos, con soberanía nacional o con Pepa la cantaora sentada en San Felipe Neri, cualquiera que mande en España, como en todas partes, seguirá necesitando cárceles y policías.
Al anochecer se intensifica el bombardeo francés. Sentada ante la mesa del gabinete botánico, caldeado por un brasero, Lolita Palma escucha el retumbar cercano entre el temporal de agua y viento. La lluvia sigue cayendo con fuerza, reavivándose en rachas que aúllan arañando la muralla y las fachadas de las casas e intentan abrirse camino por el trazado perpendicular de las calles próximas a San Francisco. Parece que la ciudad entera se balancee al extremo del arrecife que la mantiene anclada a la tierra firme, a punto de ser desarbolada de sus torres por el viento, anegada por la cortina de agua que se funde, en la oscuridad, con las olas que el Atlántico empuja contra la bahía.
Asplenium scolopendrium.
La hoja de helecho tiene casi un pie de largo y dos pulgadas de ancho. A la luz de un quinqué, Lolita Palma la estudia con una lupa de mango de marfil y gran aumento, observando las fructificaciones que forman líneas paralelas, oblicuas al nervio principal. Se trata de una planta común y muy hermosa, descrita ya por Linneo y frecuente en los bosques españoles. En la casa de la calle del Baluarte hay dos soberbios ejemplares de esa variedad, puestos en macetas en el mirador acristalado interior que Lolita utiliza como invernadero.
Otra explosión. Retumba todavía más próxima, casi al extremo de la calle de los Doblones, amortiguada por los edificios interpuestos y el ruido de la lluvia y el viento —esta noche son tan intensos el temporal de agua y el bombardeo francés, que la campana de San Francisco que avisa de los fogonazos en la Cabezuela permanece en silencio—. Indiferente, Lolita Palma coloca la muestra de helecho en un herbario de cartón, protegida entre dos grandes hojas de papel fino, deja la lupa y se frota los ojos fatigados —pronto necesitará lentes, sospecha—. Después se pone en pie, pasa junto al armario acristalado donde guarda la colección de hojas secas y toca la campanilla de plata que hay sobre una mesita, junto a la librería. Mari Paz, la doncella, aparece al momento.
—Me voy a acostar.
—Sí, señorita. Ahora mismo lo preparo todo.
Otro estampido lejano, esta vez ciudad adentro. La doncella murmura «Jesús» mientras se santigua saliendo del gabinete —luego irá a dormir a la planta baja, donde la servidumbre se refugia en las noches de bombardeo—, y Lolita se queda inmóvil, absorta en el rumor del viento y la lluvia. Habrá esta noche, piensa, muchas velas y lamparillas encendidas ante las imágenes religiosas, en las casas de los marinos.
A través de la puerta, desde el pasillo, un espejo le devuelve su imagen: cabello recogido en una trenza, vestido sencillo de estar en casa, gris y con el único adorno de un encaje en el cuello redondo y las mangas. Entre la penumbra del pasillo y la luz del quinqué a su espalda, la apariencia de la mujer que se mira en el espejo parece la de un viejo cuadro. Con un impulso que al principio es de vaga coquetería y luego se torna lento y reflexivo hasta congelarse en sí mismo, levanta las manos hasta la nuca y permanece en esa postura, inmóvil, contemplándose mientras considera que podría tratarse de los retratos que el tiempo oscurece en las paredes de la casa, en el claroscuro de muebles, objetos y recuerdos familiares. El rostro de un tiempo pasado, irrecuperable, que se diluyera como un fantasma entre las sombras de la casa dormida.
Bruscamente, Lolita Palma baja las manos y aparta los ojos del espejo. Después, con urgencia súbita, se acerca a la ventana que da a la calle y la abre con violencia, de par en par, dejando que el temporal empape su vestido, mojándole a ráfagas el rostro.
Los relámpagos iluminan la ciudad. Sus latigazos de luz rasgan el cielo negro mientras los truenos se confunden con el tronar de la artillería francesa y la respuesta sistemática, cañonazo a cañonazo, que devuelve imperturbable el fuerte de Puntales. Con carrick encerado y sombrero de hule, Rogelio Tizón recorre las calles de la zona vieja, esquivando los regueros que caen de las azoteas. La fiesta prosigue en las tabernas y colmados de la ciudad, donde la gente que aún no se ha retirado a sus casas celebra la jornada. A su paso, tras portones y ventanas, el comisario oye entrechocar de vasos, cantos, música y vivas a la Constitución.
Un estampido resuena muy cerca, en la plaza de San Juan de Dios. Esta vez la bomba ha estallado al caer, y su onda expansiva estremece el aire húmedo y hace vibrar los vidrios en la ventana. Tizón imagina al capitán de artillería cuyo rostro ahora conoce, orientando sus cañones hacia la ciudad en vano intento de estropear la alegría gaditana. Curioso individuo, ese francés. Por lo demás, Tizón ha cumplido su parte del extraño trato. Hace tres semanas, después de mover hilos difíciles y convencer con el dinero oportuno a la gente adecuada, el comisario consiguió que el taxidermista Fumagal fuese devuelto al otro lado de la bahía, camuflado en un canje de prisioneros. O, para ser exactos, devuelto lo que queda de él —un fantasma demacrado y tambaleante— tras una larga estancia en el sótano sin ventanas de la calle del Mirador. También el francés ha cumplido, y sigue haciéndolo. Como un caballero. Por tres ocasiones, en días y horas convenidos, algunos disparos de sus obuses cayeron más o menos donde Tizón esperaba que cayeran; sin resultado hasta ahora, excepto demoler dos casas, herir a cuatro personas y matar a una. Y cada vez, en las proximidades, rondaba el policía con cebos renovados —merced a la guerra y la necesidad, muchachas jóvenes no faltan en Cádiz—, aunque en ninguna ocasión apareció alguien a quien pudiera tomarse por el asesino. En cualquier caso, las condiciones atmosféricas de los últimos días, con lluvia y vientos que no son de levante, favorecen poco el asunto. Tizón, a quien sus obsesiones no impiden advertir lo cogido con alfileres que tiene todo aquello, no se ilusiona demasiado; pero tampoco abandona la partida. Siempre hay, piensa, más posibilidades de atrapar una presa con la red tendida, aunque la malla sea poco segura, que no usar red ninguna. Por otra parte, a fuerza de patear la ciudad atento a los indicios, comparando las circunstancias conocidas con otras de características semejantes, el policía —o más bien la extraña certeza que guía sus actos en los últimos tiempos— ha ido estableciendo una relación de lugares que supone favorables a lo que espera. Y desea. El método es complejo, casi irracional a veces; y ni el propio Tizón está seguro de su eficacia.
En ello se mezclan experiencias anteriores con íntimas sensaciones: lugares con casas, patios o almacenes abandonados, solares protegidos de miradas indiscretas, calles que permiten resguardarse y desaparecer con facilidad, ángulos callejeros donde el viento se comporta de la misma forma en determinadas condiciones, y donde Tizón ha llegado a advertir el desasosiego —físicamente real o imaginario, en eso sigue sin ponerse de acuerdo con Hipólito Barrull ni consigo mismo— de la repentina ausencia de aire, sonido y olor, semejante a penetrar por un instante en una estrecha campana de vacío. Los endiablados vórtices, o como de veras se llamen, o lo que sean: remolinos de horror ajeno y propio. Es cierto que, con los medios de que dispone, al comisario le es imposible cubrir todos esos lugares al mismo tiempo. Ni siquiera está convencido de que muchos otros, semejantes, no escapen a su cálculo. Pero sí puede, y lo hace, establecer un sistema de controles aleatorios. Algo parecido, por volver al símil del pescador, a calar la red en lugares donde no es seguro que haya pesca, pero donde sabe, o cree saber, que acuden los peces. Y cada día, con cebo o sin él, Tizón visita esos sitios, los estudia en el plano de la ciudad hasta aprenderse cada rincón de memoria, organiza discretas rondas de agentes y recurre a los ojos y oídos de una trama de confidentes que, si antes tuvo siempre a punto, ahora mantiene alerta con experta, y eficaz, combinación de propinas y amenazas.
El arco del Pópulo es uno de esos puntos inquietantes. Pensativo, el policía contempla la bóveda del pasadizo. El lugar, situado a espaldas del Ayuntamiento, es céntrico, transitado y con casas de vecinos y comercios abiertos en las proximidades; aunque esta noche la tormenta no deje ver más que postigos cerrados en la oscuridad y chorros de agua que caen por todas partes. Sin embargo, Rogelio Tizón
sabe
que ésta es una de esas marcas en el mapa-tablero de ajedrez que le quitan el sueño por las noches y el sosiego durante el día: siete piezas comidas por el adversario y sólo un amago de su parte. Durante dos noches mantuvo aquí la vigilancia con su cebo correspondiente —una joven reclutada en la calle de Hércules—, sin resultado. Y aunque el asesino no acudió a la cita, la bomba sí lo hizo al fin, cayendo la pasada madrugada a pocos pasos, en la plazuela de la calle de la Virreina. Por eso, pese a la lluvia y el cansancio de la jornada, el policía ronda sin decidirse a volver a casa. Aunque las condiciones no son adecuadas, con el aguacero, el viento y los relámpagos, él sigue dando vueltas bajo la lluvia, escudriñando cada rincón y cada sombra, en el permanente esfuerzo por comprender. Por ver el mundo con una mirada idéntica a la del hombre al que busca.
Por un momento, a la parva luz de la lamparilla encendida bajo la imagen sagrada que hay en una de las paredes del pasadizo, bajo las tinieblas del arco, el policía ve una sombra. Hay allí un bulto oscuro que antes no estaba, y eso dispara su instinto y sus sentidos, alertándolo como un perro que presintiera la caza. Con mucho sigilo, procurando no recortarse en la penumbra de la calle, Tizón se acerca a la pared más próxima para disimularse en ella, confiando en el ruido de la lluvia para acallar el sonido de sus botas en los charcos. Permanece así inmóvil, empuñando firme el bastón con pomo de bronce, mientras siente el agua chorrear por su sombrero y su capote impermeable. Pero el bulto —escorzo de silueta masculina cerca de la lamparilla— sigue quieto. Al fin, el policía decide acercarse con cautela, listo el bastón. Está a mitad del pasadizo cuando no puede evitar que sus pasos resuenen en la bóveda. Entonces el bulto se mueve un poco.