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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (34 page)

BOOK: El asedio
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Hay macetas en cada balcón y rejas de hierro volado sobre sus cabezas. Como un jardín superior que se extendiera calle abajo. Delante de una juguetería, unos pilluelos sucios, cubiertos con cachuchas deshilachadas, miran codiciosos las figurillas y caballos de pasta, los tambores, peonzas y carricoches colgados en las jambas de la puerta.

—Temo haberlo distraído de sus ocupaciones, capitán.

—No se preocupe. Iba camino del puerto. Al barco. —¿No tiene casa en la ciudad? Niega el corsario. Cuando estaba en tierra necesitaba dónde vivir, cuenta. Pero ya no. Y menos, con los precios de Cádiz. Mantener una casa o una habitación fija cuesta mucho dinero, y cuanto él posee cabe en su camarote. A bordo.

—Bueno. Ahora es usted solvente.

De nuevo la brecha blanca en el rostro tostado por el sol.

—Un poco, sí. Como dice... Pero nunca se sabe. El mar y la vida son muy perros —se toca maquinalmente un pico del sombrero—. Si me disculpa la mala palabra.

—Me dice don Emilio que le ha dejado usted todo su dinero en depósito.

—Sí. Él y su hijo son decentes. Dan buen interés.

—¿Me permite una pregunta personal?

—Claro.

—¿Qué lo llevó al mar?

Pepe Lobo tarda un instante en responder. Como si lo pensara.

—La necesidad, señora. Como a casi todos los marinos que conozco... Sólo un tonto estaría allí por gusto.

—Quizá yo habría sido uno de esos tontos, de haber nacido hombre.

Lo ha dicho mientras camina, mirando al frente. Y advierte que Pepe Lobo la contempla con fijeza. Cuando ella le devuelve la mirada, comprueba que los ojos del marino muestran todavía rastros de asombro.

—Es usted una mujer extraña, señora. Si me permite decirlo.

—¿Por qué no iba a permitírselo?

En la esquina de la calle de la Carne con la iglesia del Rosario, un grupo de vecinos y transeúntes discute junto a un pasquín pegado en el muro del convento. Se trata de un parte de la Regencia sobre las últimas operaciones militares, incluido el fracaso de la expedición del general Blake al condado de Niebla y la noticia de la rendición de Tarragona a los franceses. Junto al cartel oficial hay pegado otro, anónimo, detallando en términos ácidos cómo la pérdida de la ciudad catalana se debió al desinterés del general inglés Graham por socorrer a la guarnición española. Excepto en Cádiz, que sigue a salvo tras sus fortificaciones y cañones, en el resto de la Península menudean las malas noticias: incompetencia de generales, indisciplina militar, los británicos operando a su conveniencia, y límites poco claros entre guerrillas y bandas de salteadores y asesinos. De derrota en derrota, como dice guasón el primo Toño, hacia la victoria final. Muy al fondo y a mano izquierda.

—¿Sabe que no tiene usted buena fama, capitán?... Y no me refiero a su competencia como marino, naturalmente.

Un silencio prolongado. Recorren así veinte pasos, uno junto al otro, hasta la plazuela de San Agustín. En nombre de qué me atrevo a decirle eso, se pregunta Lolita, confusa. Con qué derecho. No reconozco a esta estúpida que se atreve a hablar por mí. Irritada e insolente con un hombre que nada me ha hecho, y al que he visto media docena de veces en mi vida. Un momento después, al llegar junto a la librería de Salcedo, se detiene bruscamente y mira al corsario de frente, a los ojos. Segura y resuelta.

—Hay quien dice que no es un caballero.

Le intriga no observar embarazo ni disgusto por el comentario. Pepe Lobo está inmóvil, el paquete con el
Naval Gazetteer
bajo el brazo. Su expresión es serena, pero esta vez no sonríe.

—Lo diga quien lo diga, tiene razón... No lo soy. Ni pretendo serlo.

Ni excusa ni jactancia. Lo ha dicho con naturalidad. Sin desviar la mirada. Lolita inclina suavemente la cabeza a un lado. Valorativa.

—Es raro que diga eso. Todos lo pretenden.

—Pues ya ve. No todos.

—Me choca su cinismo... ¿Debo llamarlo así?

Un parpadeo rápido. Ahora sí parece sorprendido por la palabra. Cinismo. Quizá ni siquiera lo sabe, se dice ella. Quizá todo es natural en su condición. En su vida, tan diferente a la mía. A la boca del corsario asoma ahora una sonrisa suave. Pensativa.

—Se llame como se llame, tiene ciertas ventajas —dice Pepe Lobo—. No son tiempos para el dispare usted primero. Con eso no se come... Aunque sea la galleta agusanada, el tocino rancio y el vino aguado de un barco.

Se calla y mira alrededor: la puerta de la iglesia bajo la estatua del santo, el suelo de tierra de la plaza donde picotean palomas, las tiendas abiertas, la vitrina y los cajones de la librería de Salcedo y las cercanas de Hortal, Murguía y Navarro, con sus libros expuestos. Lo contempla todo como quien se encuentra de paso y mira de lejos, o desde afuera.

—Resulta agradable hablar con usted, señora.

No hay sarcasmo en el comentario. Eso asombra a Lolita.

—¿Por qué?... No será por lo que digo. Me temo que...

—No se trata de lo que dice.

Ella reprime el impulso de abrir el abanico y abanicarse. Intensamente.

—Quisiera...

Eso empieza a decir el corsario. Pero se calla. Sobreviene un nuevo silencio. Breve, esta vez.

—Creo que ya es hora de que siga su camino, capitán.

Asiente el otro, el aire distraído. O absorto.

—Claro.

Después se toca un pico del sombrero, murmura «con su permiso» y hace ademán de retirarse. Lolita despliega el abanico y se da aire unos instantes. A punto de irse, Pepe Lobo se fija en el país pintado a mano. Ella advierte la dirección de su mirada.

—Es un drago —dice—. Un árbol exótico... ¿Lo ha visto alguna vez?

El otro se queda inmóvil, un poco ladeado el rostro. Como si no hubiera oído bien.

—En Cádiz —añade ella— hay un par de ejemplares extraordinarios.
Dracaena draco,
se llama.

Me toma el pelo, dicen los ojos del corsario. Analizando su expresión —desconcierto, curiosidad— Lolita confirma el placer secreto de arrojar a un hombre a un mundo de improbabilidades.

—Uno está en el patio de San Francisco, cerca de casa... Voy a admirarlo de vez en cuando, como quien visita a un viejo amigo.

—¿Y qué hace allí?

—Me siento en un banco que hay enfrente y lo miro. Y pienso.

Pepe Lobo se cambia el paquete de brazo, sin dejar de observarla. Lleva unos instantes haciéndolo como si contemplara un enigma, y ella siente que le agrada mucho que la mire así. Le devuelve cierto control de sus actos y palabras. Tranquilizándola. Siente deseos de sonreír, pero no lo hace. Todo discurre mejor de este modo.

—¿También entiende de árboles? —pregunta él, al fin.

—Un poco. Me interesa la botánica.

—La botánica —repite el corsario, en murmullo casi inaudible.

—Eso es.

Intrigados, los ojos felinos siguen estudiando los suyos.

—Una vez —aventura al fin Pepe Lobo, con precaución— participé en una expedición botánica...

—No me diga.

Asiente el otro, visiblemente satisfecho de la sorpresa que trasluce el rostro de ella. Sonríe suave, apenas, el aire divertido.

—El año ochenta y ocho, yo era segundo piloto en el barco que trajo a esa gente de vuelta, con sus macetas, plantas, semillas y todo lo demás —en este punto hace una pausa deliberada—. ¿Y sabe lo más curioso?... ¿Imagina cómo se llamaba el navío?

El entusiasmo de Lolita es sincero. Casi bate palmas.

—¿En el ochenta y ocho? ¡Claro que lo sé:
Dragón!...
¡Como el árbol!

—Ya ve —se ensancha la sonrisa del corsario—. El mundo cabe en un pañuelo.

Ella no sale de su asombro. Dragos y dragones. Extraños encajes, se dice. Los de la vida.

—No puedo creerlo... ¡Hace veintitrés años acompañó a España a don Hipólito Ruiz, desde El Callao!

—Vaya. No recuerdo cómo se llamaban aquellos señores. Pero sin duda sabe usted de lo que habla.

—Claro que lo sé... La expedición de Chile y Perú fue importantísima: esas plantas están ahora en el Jardín Botánico de Madrid. Y en mi casa tengo varios libros publicados por don Hipólito y su compañero Pavón... ¡Hasta se menciona el nombre del barco!

Se estudian mutuamente, otra vez en silencio. Es ella quien lo rompe, al fin.

—Qué interesante —ahora su tono es más sereno—. Tiene que contarme todo eso, capitán. Me gustaría mucho.

Una nueva pausa. Levísima. Un brillo fugaz en la mirada del corsario.

—¿Ahora?

—No, ahora no —ella niega dulce, con la cabeza—. Cualquier otro día, quizás... Cuando regrese del mar.

Serios, rudos, masculinos, tres hombres están sentados en sillas de paja bajo la sombra del emparrado. Lían picadura de la bolsa que pasa de mano en mano, sacan chispas con la piedra y el eslabón, humean la yesca y el tabaco. El porrón de vidrio, mediado de vino, lleva cuatro rondas.

—Son dos mil duros —dice Curro Panizo—. A repartir.

Panizo es un salinero vecino y compadre de Felipe Mojarra, que lo mira pensativo. Tentado por la idea. Hace un rato que discuten los pormenores del asunto.

—Las noches son cortas, pero da tiempo —insiste Panizo—. Podemos acercarnos nadando por el caño sin hacer ruido, como mi hijo y yo la otra noche.

—¿Hasta dónde llegasteis?

—A la Matilla, cerca del muelle. Ahí vimos otras dos lanchas, pero más lejos. Más difíciles de trincar.

Mojarra coge el porrón, echa la cabeza atrás y bebe un largo trago de vino tinto. Luego se lo pasa a su cuñado Bartolo Cárdenas —muy flaco, nudoso, manos como sarmientos—, que bebe a su vez y lo pasa a Panizo. El sol se refleja en el agua inmóvil de las salinas próximas y difumina en la distancia los pinares y los contornos suaves de las alturas de Chiclana. El chozo de Mojarra —una vivienda humilde de dos cuartos y un patio con parras, geranios y un minúsculo huerto— se encuentra en las afueras de la población de la isla de León, entre ésta y el cercano caño Saporito, al final de la calle larga que viene de la plaza de las Tres Cruces.

—Cuéntamelo otra vez —dice Mojarra—. Con detalle.

Una lancha cañonera, repite paciente Panizo. Como de cuarenta pies de eslora. Amarrada en el caño Alcornocal, cerca del molino de Santa Cruz. Vigilada por un cabo y cinco soldados que matan el tiempo durmiendo, porque por esa parte los gabachos están tranquilos. Él y su hijo dieron con la lancha cuando hacían un reconocimiento para ver si allí siguen sacando arena para las fortificaciones.

Estuvieron todo el día escondidos entre los matojos, estudiando el sitio mientras planeaban el golpe. Y no es difícil. Más allá del caño del Camarón, por los esteros y canalizos hasta el caño grande, procurando que no los vean desde la batería inglesa de San Pedro. Luego, hasta el Alcornocal despacito y a nado. La vaciante y los remos ayudarán a la vuelta. Y si encima sopla viento bueno, ni te digo.

—A nuestros militares no les va a gustar —objeta Mojarra.

—Ellos no se atreven a meterse tan adentro. Y si lo hicieran, se quedarían con el premio sin astillarnos un real... Es mucho dinero, Felipe.

Curro Panizo tiene razón, sabe Mojarra. Toda. Las autoridades españolas pagan 20.000 reales de plata como gratificación por la captura de una lancha cañonera, obusera o bombardera enemiga, o por una falúa o bote armado con cañón. También dan 10.000 reales por una embarcación armada menor y 200 por cada marinero o soldado enemigo prisionero. Y lo que es más importante: para alentar esta clase de capturas, pagan pronto y al contado. O eso dicen. En estos tiempos de penuria, cuando a casi todos los marinos y a muchos militares les adeudan veinte pagas atrasadas y a sus reclamaciones se responde con un escueto «no hay arbitrios para socorrer», embolsarse dos mil duros en buena moneda, de la noche a la mañana, sería hacer fortuna. Sobre todo entre gente pobre como ellos: ex cazadores furtivos y salineros de la Isla, en el caso de Mojarra y su compadre Panizo; cordelero en la fábrica de jarcia de la Carraca, el cuñado Bartolo Cárdenas.

—Si nos cogen los mosiús, estamos listos.

Sonríe Panizo, codicioso. Es calvo, fuerte, de cráneo tostado por el sol y barba con mechones grises. Navaja cabritera metida en la faja —que fue negra, y ahora de un gris descolorido— y camisa zurcida y llena de remiendos. Calzones de loneta marinera hasta las corvas y pies descalzos, tan encallecidos como los de Mojarra.

—Por esa guita los dejo intentarlo —dice.

—Y yo —apunta el cuñado Cárdenas.

—El que quiera higos de Lepe, que trepe.

Sonríen los tres, imaginando. Con deleite. Ninguno de ellos ha visto esa cantidad junta en su vida. Ni junta, ni separada.

—¿Cuándo sería? —pregunta Mojarra.

Suena a lo lejos un estampido y los tres miran más allá del Saporito, hacia levante y los caños que se meten hasta Chiclana. A esas horas no suelen bombardear los franceses, pero nunca se sabe. Por lo general tiran sobre la Isla cuando hay combate duro en algún punto de la línea, o con frecuencia de noche. Mucha gente vive enterrada en las bodegas o sótanos de las casas que disponen de ellos. La de los Mojarra no es de ésas: cuando caen bombas cerca no hay otra seguridad que refugiarse en el Carmen, San Francisco o la iglesia parroquial, que tiene muros fuertes de piedra. Eso, cuando da tiempo. Si las bombas llegan de improviso, no hay otra que pegarse a una pared con los chiquillos abrazados, y rezar.

La mujer de Mojarra —moño negro mal sujeto, piel ajada, pechos caídos bajo la camisa de tela basta— también ha oído el trueno lejano. Se asoma a la puerta secándose las manos en el delantal y mira hacia el lado de Chiclana. No muestra temor, sino resignación y fatiga. Su marido la hace volver adentro con una ojeada.

—Podríamos ir en cinco días —dice Curro Panizo, bajando la voz—. Cuando no haya luna y tengamos el oscuro.

—Igual la han cambiado de sitio para entonces.

—Está fija allí, amarrada al muelle pequeño. Es la que usan para enfilar el caño y tirar contra la batería inglesa de San Pedro... Nos lo contó un desertor que cogimos a la vuelta: uno que se había escondido en la albina de la Pelona, esperando a que se hiciera de noche para pasarse nadando a este lado.

—¿Y dices que la lancha tiene un cañón?

—Se lo vimos. Grande... El gabacho dijo que de seis a ocho libras.

Humo de picadura liada, otra ronda del porrón. Se observan unos a otros, graves. Todos saben de lo que hablan.

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