El asedio (37 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Ya sabe. Espionaje.

Encoge los hombros el comisario, entre resignado y seguro de sí.

—Eso es normal en una situación de guerra. Y aquí, más.

Abre el intendente de nuevo un cajón del escritorio, pero no llega a sacar nada. Lo cierra despacio, pensativo.

—Tengo un informe del general Valdés... Sus fuerzas sutiles de la bahía han capturado a dos espías en las últimas tres semanas.

—También nosotros, señor. No sólo los marinos y los militares se ocupan de eso.

García Pico hace un ademán impaciente.

—Lo sé. Pero hay un detalle curioso en el informe. Por dos veces se habla de un negro, o mulato, que se mueve demasiado entre las dos orillas.

Rogelio Tizón no necesita recurrir a la memoria: tiene presente al Mulato. Es otro de los asuntos que lleva entre manos desde que el montañés de la calle de la Verónica lo puso sobre la pista. Nada en limpio hasta ahora: sus hombres sólo han podido confirmar que pasa a gente de un lado a otro. La palabra espionaje
es
nueva en la historia, pero no es Tizón quien va a admitirlo ante su superior.

—Puede referirse a un botero que vigilamos desde hace tiempo —responde con cautela—. Ha sido mencionado alguna vez por confidentes nuestros como poco de fiar... Que contrabandea es seguro. Lo de espiar, estamos en ello.

—Pues no descuide al sospechoso. Y téngame informado... Lo mismo que cuanto se refiera a las muchachas muertas, claro.

—Por supuesto, señor intendente. A todo le dedicamos nuestro arte.

Lo estudia el otro como si buscara alguna sorna oculta en la última palabra, y Tizón sostiene el análisis con impávida inocencia. Al cabo, García Pico parece relajarse un poco. Conoce bien al hombre que tiene delante. O cree conocerlo. Él mismo lo confirmó en el cargo cuando accedió hace dos años a la intendencia general, y nunca lo ha lamentado. Hasta hoy, al menos. Los métodos del comisario constituyen un dique que mantiene a los superiores a salvo de situaciones incómodas. Eficaz, discreto, sin que la política figure entre sus ambiciones, Rogelio Tizón resulta hombre útil en tiempos difíciles. Y en España todos los tiempos lo son. Difíciles.

—En lo que respecta al problema de esas jóvenes, debo reconocer que lo mantiene a buen recaudo, comisario. Bajo control... Es verdad que nadie relaciona todavía las cuatro muertes entre sí.

Se permite Tizón una sonrisa suave, respetuosa. Con la dosis de complicidad justa.

—Y quien las relaciona, se calla. O se le tiene callado.

El intendente se endereza en su silla, de nuevo próximo al sobresalto.

—Ahórreme el método.

Tras un titubeo dirige una mirada al reloj de pared que hay junto a la ventana. Interpretando el gesto, Tizón coge su cartapacio y se pone de pie. El superior se mira las manos.

—Recuerde lo que nos dijo el gobernador —apunta—. Si estalla un escándalo con las muertes, necesitaremos un culpable.

Se inclina ligeramente Tizón: un leve movimiento de cabeza y ni una pulgada más de lo justo. Cada cual es cada cual.

—En eso estamos, señor. En dar con él... Tengo a todos los cabos de barrio y rondines cribando padrones y matrículas; y a cuanta gente puedo movilizar, pateando la calle.

—Me refiero a un verdadero culpable. No sé si me explico.

Tizón ni siquiera parpadea. Parece un gato apacible, sentado junto a una jaula vacía. Limpiándose plumas de los bigotes.

—Por supuesto, señor. Un culpable de verdad. Está clarísimo.

—Que esta vez no se le fugue, ¿comprende?... Recuerde lo que acabo de leerle, maldita sea. Que
no sea necesario
que se fugue.

Hay hachones clavados en la arena, bajo la muralla, que iluminan a trechos la Caleta y permiten adivinar las formas próximas de los botes y embarcaciones menores que flotan en la marea alta, cerca de la orilla silenciosa lamida por el agua negra y tranquila. La noche es limpia. Todavía no ha salido la poca luna que dentro de un rato despuntará en la bóveda celeste, llena de estrellas. No hay un soplo de brisa ni una onda en el mar. Las llamas verticales de las antorchas alumbran con su resplandor rojizo los colmados y tablaos adosados al muro de piedra ostionera, que en esta época del año son figones de pescado y marisco durante el día y lugares de música y baile por las noches. En la media luna de arena firme y llana, abierta al Atlántico en la parte occidental de la ciudad entre el arrecife de San Sebastián y el castillo de Santa Catalina, las ordenanzas de policía se aplican con relajo. Al quedar la Caleta fuera del recinto amurallado, no rigen aquí las restricciones nocturnas: la puerta de la ciudad que da al arrecife y la playa es un trasiego continuo de gente con pasavante o dinero para contentar a los centinelas. En los cobertizos hay cachirulo, fandango y bolero, repicar de palillos, voces de cantaores y tonadilleras, marineros, militares, forasteros con bolsa que gastar o en busca de alguien que pague una botella, señoritos encanallados de la ciudad, ingleses, boteros que van y vienen. La proximidad de los navíos de guerra, fondeados cerca para protegerse de las bombas francesas, anima el lugar con grupos de oficiales y tripulaciones. Alborotan por todas partes conversaciones ruidosas, risa de hembras fáciles, bulla de guitarras, cante, murga de borrachos, rumor de peleas. En las noches de la Caleta se solaza, este segundo verano de asedio francés, la Cádiz noctámbula y canalla.

—Buenas noches... ¿Me conceden un momento de conversación?

Pepe Lobo, sentado ante una mesa hecha con simples tablas clavadas, cambia un vistazo rápido con Ricardo Maraña y luego mira al desconocido de facciones aguileñas que, sombrero redondo de bejuco blanco y bastón en mano, se ha parado junto a ellos, recortado a intervalos en los destellos lejanos del faro de San Sebastián. Viste levitón gris abierto sobre el chaleco, y pantalón arrugado que lleva sin elegancia y con desaliño. Patillas largas, espesas, unidas al bigote. Ojos que la noche torna muy oscuros. Quizá peligrosos. Como el puño del bastón, que no pasa inadvertido: una gruesa bola de bronce en forma de nuez, muy apropiada para abrir cabezas.

—¿Qué desea? —pregunta el marino, sin levantarse.

Sonríe el otro un poco. Breve, cortés y sólo con la boca. Tal vez una cortesía fatigada. A la luz de los hachones clavados en la arena, el gesto descubre el relumbrón rápido de un diente de oro.

—Soy comisario de policía. Me llamo Tizón.

Cruzan nueva mirada los corsarios: intrigado, el capitán de la
Culebra;
indiferente Maraña, como suele. Pálido, flaco, elegante, vestido de negro desde el corbatín a las botas, estirada la pierna donde acusa una leve cojera, el joven está recostado en el respaldo de la silla. Tiene un vaso de aguardiente sobre la mesa —la media botella que lleva en el estómago no le altera en absoluto el porte— y un cigarro humeando a un lado de la boca, y se vuelve despacio, con desgana, hacia el recién llegado. Pepe Lobo sabe que, como en su caso, al primer oficial no le gustan los policías. Ni los aduaneros. Ni los marinos de guerra. Ni quien interrumpe conversaciones ajenas en la Caleta a las once de la noche, cuando el alcohol entorpece las lenguas y las ideas.

—No hemos preguntado quién es, sino qué desea —precisa Maraña con sequedad.

El intruso encaja tranquilo el desaire, observa Pepe Lobo, a quien la palabra
policía
ha despejado los vapores de aguardiente de la cabeza. Y parece de piel dura. Otra corta sonrisa hace brillar de nuevo el diente de oro. Se trata, decide el corsario, de una mueca mecánica, de oficio. Tan potencialmente peligrosa como el pomo macizo del bastón o los ojos oscuros e inmóviles, tan alejados del gesto de la boca como si estuvieran a veinte pasos de ella.

—Es un asunto de trabajo... Pensé que tal vez podrían ayudarme.

—¿Nos conoce? —pregunta Lobo.

—Sí, capitán. A usted y a su teniente. Eso es normal en mi profesión.

—¿Y para qué nos necesita?

El otro parece dudar un instante, quizá sobre la manera de abordar el asunto. Se decide, al fin.

—Con quien necesito conversar es con el teniente... Quizá no sea momento adecuado, pero tengo noticia de que pronto salen a la mar. Al verlo aquí, pensé que podría evitar incomodarlo mañana...

Espero, piensa Pepe Lobo, que el piloto no esté metido en problemas. Ojalá que no, a dos días de levar el ancla. En todo caso, no parece asunto suyo. En principio. Reprimiendo la curiosidad, hace ademán de levantarse.

—Los dejo solos, entonces.

Interrumpe el movimiento, apenas iniciado. Maraña le ha puesto una mano en el brazo, reteniéndolo.

—El capitán tiene mi confianza —le dice al policía—. Puede hablar delante de él.

Duda el otro, que sigue de pie. O quizá sólo finge dudar.

—No sé si debo...

Los observa alternativamente, como si reflexionara. A la espera de una palabra o un gesto, tal vez. Pero ninguno de los corsarios dice ni hace nada. Pepe Lobo permanece sentado, a la expectativa, estudiando de reojo a su primer oficial. Maraña continúa impasible, mirando al policía con la misma calma que cuando espera carta a la derecha o la izquierda de una sota. Lobo sabe que eso es la vida apresurada de su primer oficial: un ávido juego donde el joven apuesta a diario con liberalidad suicida.

—El asunto es delicado, caballeros —comenta el policía—. No quisiera...

—Sáltese el prólogo —sugiere Maraña.

El otro señala una silla libre.

—¿Puedo sentarme?

No obtiene respuesta afirmativa. Tampoco en contra. Así que coge la silla sosteniéndola por el respaldo y se sienta en ella, un poco alejado de la mesa, bastón y sombrero en el regazo.

—Resumiré el asunto, entonces. Tengo noticias de que, cuando está en Cádiz, usted hace viajes al otro lado...

Maraña sigue mirándolo sin pestañear. Serenos los ojos con cercos oscuros que la fiebre hace brillar a veces de modo intenso. No sé a qué viajes se refiere, dice desabrido. El policía se queda callado un instante, inclina el rostro y luego se vuelve a medias hacia el mar, como indicando una dirección. A El Puerto de Santa María, dice al fin. De noche y en botes de contrabandistas.

—Anoche —concluye— estuvo allí. Ida y vuelta.

Una leve tos, rápidamente sofocada. El joven se ríe en su cara, con impecable insolencia.

—No sé de qué habla. En cualquier caso, no sería asunto suyo.

Pepe Lobo ve relucir otra vez el diente de oro a la luz rojiza de las antorchas.

—No, en realidad. Desde luego. O no demasiado... La cuestión es otra. Tengo razones para creer que fue usted en el bote de un hombre que me interesa... Un contrabandista mulato.

Inexpresivo, Maraña cruza las piernas, da una larga chupada al cigarro y exhala el humo lenta y deliberadamente. Después encoge los hombros con displicencia.

—Bien. Ya basta. Buenas noches.

La mano que sostiene el cigarro señala el camino de la playa y la puerta de la ciudad. Pero el otro sigue sentado. Un hombre paciente, decide Lobo. Sin duda, ésa, la paciencia, es virtud útil en su puerco oficio. Resulta fácil imaginar —los ojos negros y duros que tiene delante no dan lugar a equívocos— que el policía se desquitará de tanta mansedumbre técnica a la hora de pasar facturas. En estos tiempos nadie está seguro de no verse al otro lado de la reja y las leyes. El capitán corsario confía en que Maraña, pese a su juventud y su insolencia, y al aguardiente que le afila el desdén, lo advierta con tanta claridad como lo advierte él, acostumbrado a conocer a los hombres por cómo miran y callan, y al pájaro por la cagada.

—Me interpreta mal, señor... No vengo a sonsacarle asuntos de contrabando.

Un clamor de risas hace volver la cabeza a Pepe Lobo hacia el colmado cercano, donde una bailaora descalza, acompañada por un guitarrista, pisotea con vigoroso compás el suelo de tablas, recogido el ruedo de la falda sobre las piernas desnudas. Un grupo de oficiales españoles e ingleses acaba de llegar, sumándose al jaleo. Viéndolos acomodarse, el corsario tuerce el gesto. Entre los españoles hay un rostro conocido: el capitán de ingenieros Lorenzo Virués. Desagradables recuerdos del pasado y antipatía del presente. La imagen de Lolita Palma pasa un instante por sus ojos, agudizándole un rencor vivo, preciso, hacia el militar. Eso contribuye a amargar el cariz incómodo que ha tomado la noche.

—La cosa es más grave —está diciéndole el policía a Maraña—. Hay razones para creer que algunos boteros y contrabandistas pasan información a los franceses.

Al escuchar aquello, a Pepe Lobo se le olvidan de golpe Lolita Palma y Lorenzo Virués. Espero que no, se dice sobresaltado en los adentros. Malditos sean todos: Ricardo Maraña, la mujer a la que visita en El Puerto y este perro que mete el hocico. El capitán corsario confía en que las aventuras nocturnas de su teniente no terminen complicándoles la vida. Dentro de dos días, si el viento es favorable para dejar la bahía de Cádiz, la
Culebra
debe estar fuera de puntas, dotación completa, cañones listos y toda la lona arriba, empezando la caza.

—No sé nada de eso —responde Maraña, seco.

El pulso del joven, observa Pepe Lobo, es el de costumbre: inalterable como el de una serpiente que durmiera la siesta. Ha bebido un largo trago y coloca el vaso vacío justo sobre el círculo de humedad que dejó al cogerlo de la mesa. Sereno como cuando se juega el botín de presas al rentoy, desafía a un hombre a batirse o salta a la cubierta de otro barco entre crujir de madera y humo de mosquetazos. Siempre con esa mueca desdeñosa dirigida a la vida. Y a sí mismo.

—A veces uno sabe cosas sin saber que las sabe —apunta el policía.

—No puedo ayudarlo.

Sigue un silencio embarazoso. Al cabo, el otro se pone en pie. Con desgana.

—Esto es Cádiz —recalca—. Y el contrabando, una forma de vida. Pero el espionaje es otra... Ayudar a combatirlo es servir a la patria.

Ríe entre dientes Maraña, con descaro. La luz de las antorchas y los fusilazos distantes del faro acentúan las ojeras bajo sus párpados, en la palidez del rostro. La risa termina en una tos húmeda, desgarrada, que disimula con presteza, llevándose a la boca el pañuelo que saca de una manga de la chaqueta mientras deja caer el cigarro al suelo. Después guarda el lienzo con indiferencia, sin echarle siquiera un vistazo.

—Tendré eso en cuenta. Sobre todo lo de la patria.

El policía lo observa con interés, y Pepe Lobo tiene la desagradable impresión de que se está grabando a su teniente en la memoria. Mocito insolente de mierda, puede leerse en sus labios prietos. Ojalá algún día tengamos ocasión de ajustar cuentas. De cualquier modo, el tal Tizón parece hombre templado, frío como un pez. Y espero, concluye el capitán corsario, no jugar nunca a las cartas con estos dos. Imposible adivinar una mano mirándoles la cara.

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