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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (41 page)

BOOK: El asedio
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Sigue la mujer junto a la ventana, escuchando el silencio de la ciudad. Incluso con la persiana baja, el aire cálido de afuera se filtra por las rendijas. Los días de levante fuerte han terminado, y Cádiz parece un navío adormecido en el agua tibia y quieta, recalmado en su propio mar de los Sargazos. Un barco fantasma donde Lolita Palma fuese única tripulación. O última superviviente. Así se siente ahora, en el silencio y el calor que la rodean, apoyada la espalda en la pared, pensando en Pepe Lobo. Tiene el cuerpo empapado, húmeda la piel de la nuca. Minúsculas gotas de sudor se deslizan por el arranque de sus muslos desnudos, bajo la seda.

La mole alta y maciza de la Puerta de Tierra se destaca en la noche, bajo espesa bóveda de estrellas. Siguiendo los muros encalados del convento de Santo Domingo, Rogelio Tizón tuerce a la izquierda. Un farol de aceite alumbra la esquina de la calle de la Goleta, cuyo ángulo interior está sumido en sombras. Cuando los pasos del policía resuenan en el lugar, un bulto asoma entre ellas.

—Buenas noches, señor comisario —dice la tía Perejil.

Tizón no responde al saludo. La partera acaba de abrir una puerta, mostrando la claridad de una candelilla encendida que arde al otro lado. Entra, seguida por Tizón, coge la candelilla e ilumina un corredor estrecho, de paredes desconchadas, que huele a humedad sucia y a pelo de gato. Pese al calor de la calle, la sensación es de frío. Como si el pasillo penetrase en otra estación del año.

—Mi comadre dice que hará lo que pueda.

—Eso espero.

La vieja descorre una cortina. Hay al otro lado un cuartucho cuyas paredes están cubiertas por mantas jerezanas de las que penden imágenes religiosas, estampas de santos, exvotos de cera y hojalata. Sobre un aparador de madera tallada, insólitamente elegante, hay un altarcito con una reproducción del Cristo de la Humildad y la Paciencia, metido en una urna de cristal e iluminado por mariposas de luz que flotan en un plato de aceite. El centro del cuarto está ocupado por una mesa camilla sobre la que hay una palmatoria de azófar, con una vela cuyo pábilo encendido traza luces y sombras en las facciones de la mujer que aguarda sentada, las manos sobre la mesa.

—Aquí la tiene, señor comisario. La Caracola.

Tizón no se quita el sombrero. Ocupa sin ceremonias una silla vacía frente a la mesa, el bastón entre las rodillas, mirando a la mujer. Ésta, a su vez, lo observa inmóvil. Inexpresiva. Tiene una edad indefinida entre los cuarenta y los sesenta años: pelo teñido en rojo cobrizo, rostro agitanado, piel tersa. Uno de los brazos que apoya en la mesa, desnudos y regordetes, está cubierto de pulseras de oro. Una docena larga, calcula el policía. Sobre el pecho luce un enorme crucifijo, un relicario y un escapulario con una Virgen bordada que no logra identificar.

—Ya le he contado a mi comadre lo que le preocupa, señor comisario —dice la tía Perejil—. Así que los dejo solos.

Asiente Tizón y permanece callado, ocupado en encender un cigarro, mientras el rumor de pasos de la partera se aleja por el pasillo. Después mira a la otra mujer entre un aro de humo que se deshace en la llama de la vela.

—¿Qué puedes decirme?

Un silencio. Tizón ha oído hablar de la Caracola —su trabajo consiste en oír hablar de todo el mundo—, pero nunca la había visto hasta hoy. Sabe que se instaló en la ciudad hace seis o siete años y que fue buñolera en Huelva. En Cádiz tiene fama de beata y de adivina. La gente humilde suele acudir a pedirle consejos o remedios. De eso vive.

La mujer ha cerrado los ojos y musita algo inaudible. Una oración, quizás. Mal empezamos, se dice Tizón. Con el número de la cabra.

—Volverá a matar —susurra la vidente al cabo de un momento—... Ese hombre volverá a hacerlo.

Tiene una voz extraña, comprueba Tizón. Torturada y algo chirriante, que desasosiega. Recuerda el gemido de un animal enfermo.

—¿Cómo sabes que es un hombre? —Lo sé.

Tizón chupa el cigarro, pensativo.

—Para eso no necesito venir a verte —concluye—. Lo averiguo yo solo.

—Mi comadre me ha dicho...

—Oye, Caracola —el policía ha levantado una mano, imperativo—. Déjate de cuentos. Estoy aquí porque toco todos los palos que puedo... Porque nunca se sabe. Y no pierdo nada con probar.

Es cierto. A fuerza de darle vueltas a la cabeza, se le ocurrió consultar a la vidente. Sin grandes esperanzas por supuesto. Es perro viejo, de rabo pelado, y ésta no es la primera cuentista que se echa a la cara en su vida. Pero acaba de decirlo: no pierde nada con probar. De razón a razón, la misma lógica tiene que el asesino haya matado la última vez
antes
de que caiga la bomba. Después de eso, Tizón no está dispuesto a pasar por alto ninguna posibilidad. Ninguna idea, por absurda que sea. Lo de la Caracola es sólo un tiro a ciegas. Uno más de los muchos que ha dado —y dará, se teme— desde el último asesinato.

—¿Usted cree en mi gracia de Dios?

—¿Yo?... ¿Que yo creo qué?

La mujer lo observa recelosa. Sin responder. Tizón hace brillar la brasa del cigarro con una larga chupada.

—Yo no creo en tu gracia ni en la de nadie.

—Entonces, ¿por qué viene?

Ésa es una buena pregunta, se dice el policía.

—Trabajo —resume—. Intento averiguar cosas difíciles... Pero ojo. Como te habrá dicho tu comadre, conmigo no se juega.

Un gato negro sale de la oscuridad, rodea las patas de la mesa y se acerca a sus botas, frotándose en ellas. Sucio bicho.

—Sólo dime si de verdad ves algo que pueda ayudarme. Si no es así, tampoco pasa nada. Me levanto y me voy... Lo único que pido es que no me hagas perder el tiempo.

Fija la Caracola su mirada en algún punto del espacio a espaldas del policía y permanece inmóvil, sin pestañear. Al cabo cierra los párpados —Tizón aprovecha para apartar al gato de una patada— y un poco después los abre de nuevo. Mira con aire ausente al gato, que se queja lastimero a su lado, y luego al policía.

—Veo a un hombre.

Se inclina el comisario con los codos sobre la mesa, malhumorado. El cigarro humeando a un lado de la boca.

—Eso ya lo has dicho. Lo que interesa es la relación con los sitios donde tiran los franceses.

—No entiendo lo que quiere decir.

—¿Hay algo relacionado con ellos?... ¿Entre las muchachas muertas y las bombas?

—¿Qué bombas?

—Las que caen en Cádiz, coño.

La mujer parece estudiarlo de arriba abajo. Desconcertada primero, y después critica. Usted es un espíritu duro, dice tras un instante. Demasiado incrédulo. Así es difícil que la gracia de Dios me ilumine.

—Esfuérzate, anda. Algo debo de creer, si estoy aquí.

Vuelve a perderse la mirada de la vidente a espaldas de Tizón. Ahora ha cruzado las manos sobre la cruz y el escapulario que lleva al pecho. El tiempo de dos avemarías, más o menos. Al cabo, la mujer parpadea y mueve la cabeza.

—Imposible. No puedo concentrarme.

Se quita el sombrero Tizón, rascándose la cabeza. Desalentado y reprimiendo las ganas de largarse. Luego vuelve a cubrirse. El gato pasa por su lado con extrema precaución, describiendo un semicírculo que lo mantiene alejado de sus botas.

—Prueba un poco más, Caracola.

Suspira la mujer y se gira un poco hacia la imagen del Cristo que está sobre la cómoda, como poniéndolo por testigo de su buena fe. Después vuelve a contemplar el vacío. Tres avemarías, calcula ahora Tizón.

—Algo veo. Espere.

Una breve pausa. Ha entornado los párpados y alza una mano, la de las pulseras, con breve tintineo de oro.

—Una cueva —dice—... Un lugar oscuro.

Se inclina más el policía sobre la mesa. Se ha quitado el cigarro de la boca y mira a la Caracola, fijamente.

—¿Dónde?... ¿Aquí, en la ciudad?

La mujer sigue con los ojos cerrados y la mano en alto. Ahora la mueve a un lado, como indicando una dirección.

—Sí. Una cueva. Un lugar santo.

Arruga Tizón el ceño. Acabáramos, piensa.

—¿Hablas de la Santa Cueva?

Se refiere a una iglesia subterránea que está junto al Rosario. La conoce de sobra, como toda Cádiz: oratorio consagrado al culto. Respetable hasta decir basta. Como la Caracola se refiera a ese sitio, concluye el policía, le arranco de un bastonazo la cabeza. Y luego quemo esta perra covacha.

—¿Me tomas el pelo, o qué?

Suspira la otra, desalentada. Se echa hacia atrás en su silla y mira con reproche al policía.

—No puedo. Usted no tiene fe. No puedo ayudarlo.

—Bruja farsante... ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

El recio bastonazo que descarga sobre la mesa hace saltar la palmatoria, que cae al suelo y se apaga.

—¡Te voy a meter en la cárcel, vieja puerca!

La mujer se ha puesto en pie, asustada, y retrocede con las manos en alto, temiendo un segundo golpe destinado a ella. Son las mariposas de aceite del aparador las que iluminan ahora, apenas, sus facciones desencajadas por el miedo.

—¡Como hables de esto con alguien, juro que te mato!

Refrenando el impulso de molerla a palos, el policía da media vuelta, avanza casi a tientas por el pasillo —tropieza con el gato, al que aparta con una patada salvaje— y sale a la calle de la Goleta, aturdido por el despecho. A los pocos pasos rompe a blasfemar entre dientes, con sistemática ferocidad, más furioso y avergonzado con él mismo que con la vidente. Crédulo y supersticioso imbécil, se repite una y otra vez mientras avanza con paso rápido por las callejas oscuras del barrio de Santa María, cual si la prisa ayudara a dejarlo todo atrás. Cómo pudiste imaginarlo ni por un momento. Cómo pudiste. Qué forma más absurda, estúpida, grotesca, infame, de hacer el ridículo.

No se tranquiliza hasta la esquina de la calle de la Higuera, donde se detiene en la oscuridad. Música confusa de guitarras sale de los tugurios próximos. Hay sombras que se mueven cerca o aguardan en los portales y las esquinas, y rumor de voces masculinas, risas de mujeres, conversaciones en voz baja. Huele a vómitos y a vino. Tizón ha tirado el cigarro que fumaba, o lo ha perdido por el camino. No lo recuerda. Saca otro de la petaca de piel de Rusia, rasca un lucifer en la pared y lo enciende haciendo pantalla a la llama con las manos.
«A los mortales les es dado averiguar muchas cosas al experimentarlas, pero nadie adivina cómo serán las cosas futuras»...
El fragmento de
Ayante
—casi se sabe de memoria la traducción del profesor Barrull— le repiquetea en la cabeza al caminar por las calles estrechas y oscuras del barrio marinero, dando fuertes chupadas al cigarro mientras intenta calmarse. Nunca se había visto tan desconcertado, incapaz de encontrar una señal que lo guíe. Nunca, tampoco, había sentido esta agria impotencia que paraliza el pensamiento, suscitando el ansia de mugir como un toro furioso y atormentado, buscando un enemigo invisible —imposible, quizás— en el que vengar su frustración y su cólera. Aquello es darse contra una pared; un muro de misterio, de silencio, con el que nada pueden su experiencia, su razón, sus viejas mafias de policía. Desde que empezó todo, Cádiz ya no es para Rogelio Tizón terreno familiar, feudo conocido por donde siempre se movió con soltura, impunidad y desvergüenza. La ciudad se ha convertido en un tablero de ajedrez hostil, lleno de escaques extraños, de ángulos en sombra nunca vistos. Una madeja de trazos geométricos en clave desconocida, con multitud de piezas irreconocibles que se deslizan ante sus ojos como un desafío o un insulto. Cuatro piezas comidas, hasta ahora. Y ni un solo indicio. Eso significa una bofetada diaria, a medida que pasa el tiempo y él sigue estancado, perplejo. Esperando un relámpago de lucidez, una señal, una visión de la jugada que nunca llega. Que él nunca ve.

Camina un buen trecho, balanceando el bastón. En una plazuela frente a la torre de la Merced hay un farolito de cartón y papel verde, y a su luz se pasea una mujer: lleva la cabeza descubierta y un mantoncillo sobre los hombros. Al pasar el policía por su lado se detiene, provocativa, con un movimiento para reacomodarse el mantón tras mostrar un momento el corpiño escotado y la cintura. La luz verde ilumina sus facciones. Es joven. Mucho. Dieciséis o diecisiete años. Tizón no la conoce; sin duda se trata de una chica que ha llegado a la ciudad entre el flujo de refugiados, empujada por el hambre y la guerra. Lo útil de ser mujer en tiempos como éstos, se dice cínico, es que siempre hay con qué comer.

—¿Quiere pasar un buen rato, señor?

—¿Tienes papeles?

Cambia la expresión de la muchacha: en el tono y las maneras intuye al policía. Con gesto fatigado mete una mano entre la ropa y saca una carta de seguridad con tampón oficial, mostrándola a la luz del farolito. Tizón ni la mira. La observa a ella: tez clara, más bien rubia, formas agradables. Cercos de cansancio bajo los ojos. Lo más probable es que él mismo, o uno de sus subordinados, haya sellado el documento, previa percepción de la tarifa adecuada o en pago de algún servicio de su alcahueta o su chulo. Vive, cobra y deja vivir, es la norma. La muchacha guarda el papel y mira a un lado de la calle esperando que el policía se quite de en medio. Éste la mira con calma. Parece todavía más joven, de cerca. Y frágil. Posiblemente no tenga más de quince años.

—¿Dónde te ocupas?

Un gesto de resignación. Hastiado. La muchacha sigue mirando al extremo de la calle. Señala con desgana un portal próximo.

—Ahí.

—Vamos. Rogelio Tizón no paga a putas. Se acuesta con ellas cuando le parece. Gratis. Ese es uno de los privilegios de su posición en la ciudad: la impunidad oficial. A veces se deja caer por la mancebía de la viuda Madrazo —una casa elegante de la calle Cobos—, por la de doña Rosa o por la de una inglesa madura que tiene abierto local a espaldas del Mentidero. También hace incursiones esporádicas, según su humor, por lugares más sórdidos de la ciudad, Santa María y alguna calle oscura frente a la Puerta de la Caleta. El comisario no es, en absoluto, hombre gentil con esa clase de hembras. Ni con ninguna otra. Toda la carne de alquiler disponible en Cádiz sabe que Rogelio Tizón está lejos de contarse entre los que dejan buen sabor de boca. Cuantas mujeres tienen trato con él, sean putas o no, lo miran suspicaces cuando se cruza en su camino. Pero maldito lo que le importa. Las putas están para serlo, piensa. O para descubrir que lo son, las que no lo saben. También hay diversos modos de imponer respeto. El temor suele ser uno de ellos. A menudo, buen aliado de la eficacia.

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