El asedio (43 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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9

Cielo gris, plomizo. Temperatura razonable. En las torres vigía de la ciudad, el otoño desgarra nubes sucias de poniente.

—Tengo un problema —dice el Mulato.

—Yo también —responde Gregorio Fumagal.

Se estudian en silencio, calculando la gravedad de lo que acaban de escuchar. Sus consecuencias para la seguridad propia. Esa, al menos, es la impresión de Fumagal. No le gusta el modo en que el contrabandista sonríe mientras vuelve la cara y mira a uno y otro lado, entre la gente que se mueve por los puestos del mercado de abastos de la plaza San Juan de Dios. Una mueca torcida, un punto irónica. Si crees que tienes problemas, parece insinuar, espera a conocer los que tengo yo.

—Dígame usted primero —dice al fin el Mulato, en tono de fatiga.

—¿Por qué?

—Lo mío es largo.

Otro silencio.

—Palomas —aventura, suspicaz, el taxidermista.

—¿Qué pasa con ellas? —el otro parece sorprendido—. La última vez le traje tres cestas con doce —hace un ademán discreto, señalando hacia la cercana Puerta de Mar y el otro lado de la bahía—. Palomas de raza belga, como siempre. Criadas ahí mismo... Deberían bastar, supongo.

—Supone mal. Un gato se metió en el palomar. No sé cómo, pero lo hizo. Y se ensañó bien.

El contrabandista mira a Fumagal, incrédulo.

—¿Un gato?

—Sí. Sólo dejó vivas a tres.

—Vaya con el gato... Todo un patriota.

—Eso no tiene gracia.

—Ya estará disecado, a estas horas. O camino de.

—No lo pillé a tiempo.

Fumagal advierte que el Mulato lo mira de través, como preguntándose si habla en serio, mientras ambos dan unos pasos sin abrir la boca. También él se lo pregunta. Es media mañana, y el rumor de voces que llena el terreno entre el puerto y el Ayuntamiento mezcla acentos de toda la Península, ultramar y el extranjero: refugiados de varia condición, gaditanas de cesta al brazo que picotean en cucuruchos de camarones, aljameles cargando capachas y paquetes, mayordomos que hacen la compra diaria, individuos tocados con monteras, catites, tamboras de ala ancha o pañuelos en la cabeza, ropa azul y parda de marineros.

—No comprendo por qué nos vemos aquí —comenta el taxidermista, malhumorado—. Éste no es un lugar discreto.

—¿Habría preferido verme en su casa?

—Claro que no. Pero el sitio...

Encoge los hombros el Mulato. Viste como suele: alpargatas y camisa despechugada, desabrochadas las boquillas del calzón y sin medias. Lleva en la mano un talego grande, de tela basta. Su desaliño contrasta con el sombrero y la levita marrón de Fumagal.

—Tal como están las cosas, es lo mejor.

—¿Las cosas? —el taxidermista se vuelve a medias, inquieto—. ¿Qué quiere decir?

—Eso. Las cosas.

Caminan unos pasos sin que el Mulato diga nada más. Se limita a moverse con su andar africano, de ritmo cadencioso e indolente. Fumagal, incómodo —siempre detestó el contacto físico con los demás—, procura esquivar el gentío que se agolpa frente a las mercancías. Huele a humazo de aceite de los puestos de pescado frito, próximos a los que ofrecen, bajo toldos de velas viejas, húmedos frutos del mar. Más allá, pegados a las fachadas de las casas, están los puestos de verduras y de carne, en su mayor parte cerdo, tocino, manteca de puerco, gallinas vivas y tajadas de vaca traída de Marruecos. Todo viene de afuera, en barco, descargado en el puerto y en las playas atlánticas del arrecife; en Cádiz no se cultiva un palmo de suelo, ni se cría ganado alguno. No hay espacio.

—Me habló de un problema —dice al fin el taxidermista.

Los gruesos labios del otro se contraen en una mueca desagradable.

—Ando con el serete prieto.

—¿Perdón?

El Mulato hace un gesto en dirección a su espalda, hacia la Puerta de Mar, como si tuviese a alguien pegado detrás.

—Que me vigilan más que a un cangrejo moro.

Fumagal baja la voz.

—¿Lo vigilan?... ¿Qué quiere decir con eso?

—Andan cerca, haciendo preguntas sobre mí.

—¿Quién?

No hay respuesta. El otro se ha detenido ante un puesto donde al pescado le blanquea el ojo y las sardinas tienen la cabeza colorada. Arruga la chata nariz, como si lo oliera.

—Por eso prefiero verlo aquí —dice al fin—. Aparentando que no hay nada que esconder.

—¿Está loco?... Quizá lo sigan ahora mismo.

El contrabandista inclina a un lado la cabeza, considerando la posibilidad, y luego asiente con mucha calma.

—No digo que no. Pero podemos vernos de forma inocente. Usted me encargó un bicho para su colección, por ejemplo... Mire. Le traigo un papagayo americano bastante bonito.

Ha abierto el talego y muestra su contenido, sacándolo para ponerlo a la vista de eventuales ojos inoportunos: pico amarillo mediano y unas quince pulgadas de altura, con plumaje color verde hierba y plumas laterales rojas. Fumagal cree reconocer un Chrysotis del Amazonas o del golfo de México, seguramente. Buen ejemplar.

—Muerto, como a usted le gusta. Sin veneno que lo estropee. Le clavé esta mañana una aguja en el corazón, o cerca.

Devuelve el pájaro al talego y se lo entrega. Es un regalo, añade. Esta vez no le cobro. El taxidermista mira en torno, con disimulo. Nadie sospechoso de vigilarlos, entre la multitud. O nadie que lo parezca.

—Pudo prevenirme por escrito —objeta.

Tuerce la boca el Mulato, sin embarazo.

—Olvida que sólo sé escribir mi nombre y poco más... Además, ni se me ocurriría dejar papeles de por medio. Nunca se sabe.

Ahora Fumagal mira atrás, allí donde el mercado se transforma, cerca de la Puerta de Mar y el estrechamiento del Boquete, en almoneda de ropa usada y objetos procedentes de los barcos, porcelana desportillada de las Indias Orientales, barro y estaño, enseres marineros y cachivaches diversos. Al otro lado de la plaza, en la puerta de una fonda situada en la esquina de la calle Nueva que frecuentan consignatarios y capitanes mercantes, algunos hombres bien vestidos leen periódicos o contemplan el trasiego de gente.

—Usted me pone en peligro.

Chasquea el Mulato la lengua. Está en desacuerdo.

—Peligra desde hace tiempo, señor. Como yo... Son cosas del oficio.

—¿Y qué objeto tiene citarme ahora?

—Decirle que tengo piloto a bordo.

—¿Cómo dice?

—Que me largo... Se queda sin enlace con los del otro lado.

Tarda el taxidermista varios pasos en digerir aquello. De pronto lo incomoda la certeza de que algo sombrío se cierne sobre él. Una soledad adicional, inesperada y peligrosa. Aunque lleva la levita abotonada hasta el cuello, siente frío.

—¿Lo saben nuestros amigos?

—Sí. Y están de acuerdo. Me encargan le diga que ya se pondrán en contacto... Que siga informando, si puede.

—¿Y cómo saben que no me vigilan a mí también?

—No lo saben. En todo caso, si yo fuera usted quemaría cualquier papel comprometedor. Por si las moscas.

Fumagal piensa a toda prisa, mas no resulta fácil calcular riesgos y probabilidades. Medir sus fuerzas futuras. El Mulato fue hasta hoy su único enlace con el mundo exterior. Sin él, quedará en buena parte mudo y ciego. Sin instrucciones y abandonado a su suerte.

—¿Consideran la posibilidad de que también quiera irme de Cádiz?


Lo dejan a su gusto. Aunque prefieren que mantenga el barlovento, claro. Que siga aquí mientras pueda.

Reflexiona el taxidermista, mirando la casa consistorial —ondea allí la bandera roja y amarilla de la Real Armada, que ahora casi todos usan en tierra—. Puede congelarse, sin duda. Hibernar como un oso, sin mover un dedo hasta que manden a otro enlace. Enterrarse mientras todo vuelve a la normalidad. La cuestión es cuánto tardará en ocurrir eso. Y qué pasará en Cádiz mientras tanto. Sin duda no es el único agente allí, pero eso no le sirve de nada. Siempre actuó como si lo fuera.

—¿Y cree usted que me quedaré?

Chasquea el otro la lengua de nuevo, indiferente Está parado ante un tenderete donde hay, revueltos, pajarillas habanas, jabones de afeitar, fósforos de lumbre, espejos de bolsillo y otras baratijas.

—Lo que haga no es cosa mía, señor. Cada uno tiene sus deseos. El mío es salir de aquí antes de verme con un collar de hierro al cuello.

—Sin palomas no puedo comunicar. Cualquier alternativa es lenta y peligrosa.

—Veré de arreglarlo. Por ese lado no creo que haya dificultad.

—¿Cuándo piensa irse?

—En cuanto pueda. Dejando atrás la plaza, los dos hombres se detienen en la esquina de la calle Sopranis, bajo la torre de la Misericordia. En la puerta del Ayuntamiento, un centinela de la milicia urbana con la bayoneta calada en el fusil, sombrero redondo y polainas blancas, se apoya en una de las columnas de los arcos, el aire poco marcial, conversando con dos mujeres jóvenes.

—Bien —dice el Mulato—. Esto es una despedida.

Observa con insólita atención al taxidermista, y a éste no le resulta difícil averiguar lo que piensa. Cuestión de ideas, supone. De lealtades, vaya usted a saber a qué. Desde el punto de vista del Mulato, práctico y mercenario, no hay dinero que pague eso.

—Si fuera usted, me iría sin dudarlo —añade súbitamente el contrabandista—. Cádiz se vuelve peligrosa. Y ya sabe el refrán: tanto va el cántaro a la fuente... El peor peligro no es que lo pillen a uno los militares, o la policía. Acuérdese del pobre carajote al que aviaron hace poco, dándole los tres agobios del pulpo antes de colgarlo por los pies.

El recuerdo, reciente, le seca la boca al taxidermista. Un infeliz forastero fue acusado a gritos en la calle de ser espía francés. Perseguido por la multitud, sin hallar donde refugiarse, fue muerto a palos y expuesto su cadáver delante de los Capuchinos. Ni siquiera llegó a saberse el nombre.

Calla ahora el Mulato. La media sonrisa que le tuerce la boca ya no es insolente, como suele. Más bien pensativa. O curiosa.

—Usted verá lo que hace. Pero si quiere mi opinión, lleva demasiado tiempo rifándosela.

—Dígales que seguiré aquí, de momento.

Por primera vez desde que se conocen, el otro mira a Fumagal con algo parecido al respeto.

—Bien —concluye—. Se trata de su pescuezo, señor.

Solemne, es la palabra. Tras la mesa presidencial, flanqueado por dos impasibles soldados de Guardias de Corps y sobre un sillón vacío, el joven Fernando VII preside la asamblea —con inquietante displicencia, es la impresión de Lolita Palma— desde el lienzo colgado bajo el dosel del oratorio de San Felipe Neri, entre columnas jónicas de escayola y cartón dorado. El altar mayor y los laterales están cubiertos con velos. En las dos tribunas situadas en el anfiteatro, rodeadas por bancos y sofás dispuestos en dos semicírculos, se suceden los diputados en sus intervenciones. Aunque alternan seda y paño, sotana e indumento seglar, vestuario a la moda y cortes de ropa supervivientes del tiempo viejo, predomina la sobriedad del negro y el gris, propios de la gente respetable que representa, en las Cortes constituyentes de Cádiz, a la España peninsular y ultramarina.

Es la primera vez que Lolita Palma asiste a una sesión. Vestido violeta muy oscuro, chal fino de Cachemira, sombrero inglés de tela con alas bajas a los lados de la cara, sujeto con una cinta bajo la barbilla. El abanico es chino, negro, con país de flores pintadas. No suele permitirse en el oratorio la entrada de señoras; pero hoy es un día excepcional, y viene, además, invitada por diputados amigos: el americano Fernández Cuchillero y Pepín Queipo de Llano, conde de Toreno. La conmueve la apasionada solemnidad con que discurre todo, el tono vivo de quienes intervienen y la gravedad con que el presidente dirige los debates. No sólo se refieren éstos al texto constitucional que prepara la asamblea, sino también a la guerra y otros asuntos de gobierno; pues las Cortes son —pretenden serlo— representación del rey ausente y cabeza de la nación. Se debate hoy sobre el libre comercio que la corona británica exige en los puertos de América. Por eso resolvió Lolita aceptar la invitación y curiosear un poco; el asunto toca de cerca. La acompañan, entre otros conocidos del mundo gaditano de los negocios, los Sánchez Guinea, padre e hijo. Todos ocupan asientos en la tribuna de invitados, frente a la del cuerpo diplomático donde están el embajador Wellesley, el ministro plenipotenciario de las Dos Sicilias, el embajador de Portugal y el arzobispo de Nicea, nuncio del papa. No hay demasiado público en las galerías superiores del oratorio, destinadas al pueblo llano: vacía la superior y ocupada la principal por una treintena de personas, en su mayor parte gente de aspecto bajo y desocupado, algún forastero y redactores de periódicos que, atentos, con moderna y rápida escritura taquigráfica, toman nota de cuanto se habla.

Una cosa es la lealtad debida a aliados de buena fe, y otra entregarse ciegamente a intereses comerciales ajenos, se está diciendo en la sala. El uso de la palabra lo tiene el diputado valenciano Lorenzo Villanueva —Miguel Sánchez Guinea le apunta a Lolita los nombres que ella desconoce—: clérigo de ideas reformistas moderadas, corto de vista y amable de maneras. El eclesiástico dice compartir la preocupación, ya expresada por su compañero el señor Argüelles, ante las libertades del contrabando, que, a cambio de ayudar a España en la guerra contra Napoleón, y bajo pretexto de colaborar en la pacificación de las provincias rebeldes de América, practica Inglaterra desde hace tiempo en los puertos de ese continente. Teme Villanueva que los pactos comerciales exigidos por Londres perjudiquen de modo irreparable los intereses españoles de ultramar. Etcétera.

Lolita, que escucha atenta, confirma que hay numerosos eclesiásticos en la asamblea; y que muchos de ellos, pese a su estado religioso, son partidarios de la soberanía nacional frente al absolutismo real. De cualquier modo, toda Cádiz sabe que, fuera de un reducido número de uno y otro signo —reformistas radicales a un lado y monárquicos intransigentes al otro—, la posición del grueso de los diputados es flexible: según los asuntos a debatir, entre ellos surgen posturas diversas y mezcladas, a veces, en notables paradojas ideológicas. En líneas generales, la mayor parte se muestra a favor de las reformas, pese a su filiación original católica y monárquica. Por otro lado, en el ambiente liberal que es propio de Cádiz, los partidarios de la nación soberana gozan de más simpatías que los defensores del poder absoluto del rey. Eso permite a los primeros —más brillantes, además, en cuestión de oratoria— imponer con facilidad sus puntos de vista, y pone a sus adversarios bajo fuerte presión de la opinión pública, en una ciudad radicalizada por la guerra, cuyas clases populares pueden convertirse, fuera de control, en elementos peligrosos.

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