Sonríe el otro. De acuerdo, dice su mueca. Reservemos la música para los violines.
—Déjese de historias —dice, brusco—. Usted sabe que debe ayudarme. Lo veo en su cara.
Ahora es el artillero quien se echa a reír.
—Rectifico. Está loco de veras.
—No. Me limito a librar mi propia guerra.
Lo ha dicho encogiéndose de hombros con una simpleza hosca e inesperada. Eso deja pensativo a Desfosseux. Lo que acaba de escuchar puede entenderlo muy bien. Cada cual, concluye, tiene sus propias trayectorias de artillería por resolver.
—¿Qué hay de mi hombre?
El policía lo mira confuso.
—¿Quién?
—El que tiene detenido.
Se relaja el rostro del español. Ha comprendido. Pero no parece sorprenderse por el giro de la conversación. Se diría que lo tenía previsto.
—¿Le interesa de verdad?
—Sí. Quiero que viva.
—Vivirá, entonces —una sonrisa críptica—. Se lo prometo.
—Quiero que nos lo devuelva.
Inclina el otro la cabeza, con aire de estudiar el asunto.
—Eso puedo intentarlo, nada más —dice al fin—. Pero también se lo prometo. Intentarlo.
—Deme su palabra.
El policía lo mira con cínica sorpresa.
—Mi palabra no vale un carajo, señor capitán. Pero se lo enviaré aquí, si está en mi mano.
—¿Qué se propone, entonces?
—Tender una trampa —otra vez reluce el colmillo de lobo—. Con cebo, si es posible.
Un rayo de sol reverbera en el agua e ilumina la ciudad blanca en su cinturón de murallas pardas; como si de pronto esa luz, retenida hasta ahora por las nubes bajas, se derramara en caudal desde lo alto. Deslumbrado por el resplandor súbito, Pepe Lobo entorna los ojos y se inclina más el sombrero hacia adelante, calándoselo bien para que no lo lleve el viento. Está apoyado bajo los obenques de estribor y tiene una carta en las manos.
—¿Qué piensas hacer? —pregunta Ricardo Maraña.
Hablan aparte y en voz baja. De ahí el tuteo en cubierta. El primer oficial de la
Culebra
está de codos sobre la regala, junto a su capitán. La balandra se encuentra fondeada a poca distancia del espigón del muelle, aproada a un viento fuerte del sursudeste que orienta su botalón hacia Puntales y el saco de la bahía.
—Todavía no lo he decidido.
Maraña inclina ligeramente la cabeza a un lado, el aire escéptico. Resulta evidente que desaprueba todo aquello.
—Es una idiotez —dice—. Nos vamos pasado mañana.
Pepe Lobo vuelve a mirar la carta: cuatro dobleces, sello de lacre, letra elegante y clara. Tres líneas y una firma: Lorenzo Virués de Tresaco. La trajeron hace poco más de media hora dos oficiales del Ejército que llegaron en un bote alquilado del muelle, ceremoniosos en sus casacas pese a las salpicaduras del agua, con guantes blancos y los sables entre las piernas, sentados muy tiesos mientras el botero remaba contra el viento y pedía permiso para engancharse a los cadenotes. Los militares —un teniente de ingenieros y un capitán del regimiento de Irlanda— no quisieron subir a bordo, sino que desde el mismo bote despacharon el negocio y se marcharon sin esperar respuesta.
—¿Cuándo tienes que contestar? —se interesa Maraña.
—Antes del mediodía. La cita es para esta noche.
Le pasa la carta al primer oficial. Éste la lee en silencio y se la devuelve.
—¿Tan grave fue el asunto?... De lejos no lo parecía.
—Lo llamé cobarde —Lobo hace un ademán fatalista—. Delante de toda aquella gente.
Maraña sonríe apenas. Lo mínimo. Como si en vez de saliva tuviera en la boca escarcha helada.
—Bueno —dice—. Es problema suyo. No tienes necesidad.
Los dos marinos se quedan inmóviles y callados bajo los obenques, donde aúlla el viento, contemplando el muelle y la ciudad. Alrededor de la balandra pasan, rizadas, velas de todas clases: cuadras, latinas, al tercio. Los botes y las pequeñas embarcaciones van y vienen sobre los borreguillos del agua, entre los barcos mercantes grandes, mientras las fragatas y corbetas inglesas y españolas, fondeadas más lejos para resguardarse de la artillería francesa, se balancean sobre sus anclas, agrupadas en torno a dos navíos británicos de setenta y cuatro cañones, con las velas aferradas y las gavias bajas.
—Es mal momento —dice Maraña de pronto—. Salimos de campaña, después de tanto tiempo perdido... Toda esta gente depende de ti.
Se ha vuelto a medias para señalar la cubierta. El contramaestre Brasero y el resto de los hombres embetunan la jarcia firme y las juntas de la tablazón, que luego lavan y pulen con cepillos y piedra arenisca. Pepe Lobo observa sus rostros tostados, sudorosos, idénticos a los que pueden verse tras los barrotes de la Cárcel Real —en realidad, de allí vienen algunos—. Torsos tatuados y trazas inequívocas de chusma de mar. En las últimas cuarenta y ocho horas, la dotación se ha visto reducida en dos hombres: uno apuñalado ayer, durante una reyerta en la calle Sopranis, y otro ingresado en el hospital, con morbo gálico.
—Me vas a conmover, piloto. Con lo de nuestra gente... Me vas a partir el corazón.
Ríe ahora con más franqueza Maraña, entre dientes, y al cabo se interrumpe, estremecido por la tos desgarrada y húmeda. Inclinándose sobre la borda, escupe al mar.
—Si saliera mal —dice Lobo—, tú harías bien mi trabajo a bordo...
El teniente, que recobra el aliento, ha sacado el pañuelo de una manga y se lo pasa por los labios.
—No fastidies —murmura con voz todavía opaca—. Me gustan las cosas como están.
Un trueno por la parte de babor, a dos millas. Casi al mismo tiempo, una bala de cañón, disparada hace diez segundos en la Cabezuela, rasga el viento sobre el palo de la
Culebra,
en dirección a la ciudad. Todos en cubierta levantan la cabeza y siguen con la vista la trayectoria del proyectil, que cae más allá de la muralla, sin ruido ni efectos aparentes. Visiblemente decepcionada, la tripulación vuelve a sus tareas.
—Creo que voy a ir —decide Lobo—. Tú vienes de padrino.
Asiente Maraña, como si eso fuera de oficio.
—Hará falta otro más —sugiere.
—Tonterías. Contigo tengo de sobra.
Otro trueno en la Cabezuela. Otro desgarro del aire que hace a todos alzar las cabezas. Tampoco esta vez se aprecian daños en la ciudad.
—El sitio que propone no es malo —comenta Maraña, ecuánime—. En el arrecife de Santa Catalina, a esa hora, hay bajamar escorada... Eso os deja tiempo y espacio para despachar el negocio.
—Con la ventaja de que, al ser extramuros, no nos afectan demasiado las ordenanzas de la ciudad... Queda margen legal donde acogerse.
Ladea la cabeza Maraña, vagamente admirado.
—Vaya. Lo estudió bien, ese soldadito aragonés. Se nota que te tiene ganas —mira a Lobo con mucha calma—... Desde lo de Gibraltar, supongo.
—Soy yo quien le tiene ganas a él.
Lobo, que sigue mirando en dirección al mar y la ciudad, advierte de soslayo que su primer oficial lo observa con mucha atención. Cuando se vuelve hacia él, aparta la mirada.
—Yo usaría pistola —sugiere Maraña—. Es más rápido y limpio.
De nuevo lo interrumpe un acceso de tos. Esta vez el pañuelo se tiñe de salpicaduras rojizas. Lo dobla con cuidado
y
vuelve a metérselo en la manga, el aire indiferente.
—Oye, capitán. Tú tienes un par de cosas que hacer a bordo, todavía. Responsabilidades y demás. Sin embargo...
Se detiene un instante, ocupado en sus pensamientos. Como si hubiera olvidado lo que iba a decir.
—Yo tengo la baraja muy sobada. Nada que perder.
Luego se estira sobre la regala, flaco y pálido, cual si buscara provisión del aire limpio que le escasea en los pulmones deshechos. El elegante frac ajustado y negro, de buen paño y largos faldones, acentúa su aspecto distinguido, equívoco, de muchacho de buena familia caído allí por simple azar. Observándolo, Lobo piensa que el Marquesito cumplió veintiún años hace dos meses, y que no alcanzará veintidós. Hace todo lo posible por evitarlo.
—Con la pistola soy bueno, capitán. Mejor que tú.
—Vete al diablo, piloto.
La orden, o la sugerencia, resbala en la impasibilidad de Maraña.
—A estas alturas igual me da jugar con cincos que con ases —comenta con su habitual frialdad—... Es mejor que acabar escupiendo sangre en una taberna.
Alza una mano Pepe Lobo. No le agrada el giro de la conversación.
—Olvídalo. Ese individuo es asunto mío.
—Me gustan ciertas cosas, ya sabes —una sonrisa indefinible, un punto cruel, tuerce la boca del teniente—. Andar por el filo.
—No a mi costa. Si tienes tanta prisa, tírate al agua con una bala de cañón en cada bolsillo.
Se queda callado el otro, como si considerase en serio las ventajas e inconvenientes de la propuesta.
—Es la señora, ¿verdad? —dice al fin—. Ése es el asunto.
No se trata de una pregunta, por supuesto. Los dos corsarios permanecen un rato callados, sobre la borda, mirando en la misma dirección: la ciudad que se extiende ante ellos como un enorme barco que, según la luz y el mar, unas veces parece hallarse a flote y otras estar varado en los arrecifes negros que afloran bajo las murallas. Al rato, Maraña saca un cigarro y se lo pone en la boca.
—Bueno. Espero que mates a ese cabrón. Por las molestias.
La oficina de Intendencia de la Real Armada está en un edificio de dos plantas de la calle principal de la isla de León. Hace una hora y media que Felipe Mojarra —chaquetilla parda, pañuelo de hierbas en la cabeza, navaja cerrada en la faja y las alpargatas puestas— aguarda en el estrecho pasillo del piso bajo, entre una veintena de personas: marinos de uniforme, paisanos, ancianos y mujeres vestidas de negro con niños en brazos. Hay neblina de tabaco y rumor de conversaciones. Todas giran en torno a lo mismo: pensiones y sueldos que no llegan. Un infante de marina con casaca corta azul y correaje amarillo cruzado al pecho, que se apoya con descuido en una pared sucia de huellas de manos y manchas de humedad, monta guardia frente al despacho de Pagos e Intervención. Al rato, un escribiente de la Armada asoma la cabeza por la puerta.
—El siguiente.
Algunos miran a Mojarra, que se abre paso y entra en la oficina con un buenos días que nadie responde. De tanto venir, conoce bien el sitio: el pasillo, el despacho y a quienes lo ocupan. Allí, tras una mesa pequeña cubierta de papeles y rodeada de archivadores, sobre uno de los cuales hay media hogaza de pan y una botella de vino vacía, un alférez trabaja asistido por un escribiente. El salinero se detiene ante la mesa. Conoce a ambos de sobra —el alférez siempre es el mismo, aunque los escribientes rotan—; pero sabe que, para ellos, el suyo no es sino un rostro más entre las docenas que reciben cada día.
—Mojarra, Felipe... Vengo a ver cómo va lo del pago por la captura de una cañonera.
—¿Fecha?
El salinero da los detalles pertinentes. Sigue en pie, pues nadie le ofrece la silla que hay en un rincón: está puesta deliberadamente aparte, para evitar a quienes entran la posibilidad de sentarse. Mientras el escribiente busca en los archivadores, el alférez vuelve a ocuparse de los documentos que tiene sobre la mesa. Al poco, el otro le pone delante un libro de registro abierto y un cartapacio con papeles manuscritos.
—¿Mojarra, ha dicho?
—Eso es. También figura a nombre de Francisco Panizo y de Bartolomé Cárdenas, ya fallecido.
—No veo nada.
Es el escribiente quien, de pie junto al alférez, señala una línea en el registro. Al reparar en ello, el otro abre el cartapacio y busca entre los documentos que contiene hasta dar con el adecuado.
—Sí, aquí está. Solicitud de premio por captura de una cañonera francesa en el molino de Santa Cruz... No hay resolución, por el momento.
—¿Cómo dice?
El alférez encoge los hombros sin levantar la vista. Tiene los ojos saltones, el pelo escaso, y necesita un afeitado. Aire de fatiga. Por el cuello de la casaca azul, desabotonada con descuido, asoma una camisa poco limpia.
—Digo que está sin resolver —responde con indiferencia—. Que no se ha tramitado por la superioridad.
—Pero el papel que hay ahí...
Una ojeada despectiva, breve. De funcionario ocupado.
—No muy bien... No.
El otro golpetea con una plegadera sobre el documento.
—Esto es una copia del oficio original: la solicitud de usted y de sus compañeros, que todavía no ha sido aprobada. Necesita la firma del capitán general, y luego la del interventor y el tesorero de la Armada.
—Pues ya tendría que estar, creo yo.
—Mientras no se lo denieguen, puede darse por satisfecho.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Y a mí qué me cuenta —con gesto hastiado, áspero, el alférez señala la puerta con la plegadera—. Ni que el dinero fuera mío.
Dando por terminado el asunto, baja de nuevo la vista a sus papeles. Pero la alza enseguida, al advertir que el salinero no se mueve.
—Le he dicho...
Se interrumpe al observar el modo en que Mojarra lo mira. Luego observa las manos colgadas por los pulgares en la faja, a uno y otro lado de la navaja que hay metida en ella. Las facciones duras, curtidas por el sol y los vientos de los caños, del hombre que tiene delante.
—Oiga, señor oficial —dice el salinero sin alterar el tono—. Mi cuñado murió por esa lancha francesa... Y yo estoy luchando en la Isla desde que empezó la guerra.
Lo deja ahí, sosteniendo la mirada. Su calma sólo es formal. Suelta una inconveniencia más, está pensando, y puede que te lleve por delante y me busque la ruina. Como hay Dios. El alférez, que parece penetrarle el pensamiento, dirige una rápida mirada a la puerta tras la que se encuentra el infante de marina. Después recoge velas.
—Estas cosas son así, llevan su tiempo... La Armada está mal de fondos, y es demasiado dinero.
Esta vez suena distinto. Forzado y conciliador. Más suave. Cauto. Son tiempos inseguros, con eso de la Constitución en marcha; y nunca sabe uno a quién puede encontrarse en mal momento por la calle. De pie con el cartapacio entre los brazos, el escribiente asiste a la escena sin despegar los labios. Mojarra cree advertir un secreto regocijo en el modo con que mira de reojo al superior.
—Pero somos gente necesitada —argumenta.
Hace el alférez un ademán de impotencia. Ahora parece sincero, al menos. O desea parecerlo.