Cierra un momento los ojos, y al abrirlos ve que la muchacha está cerca. Ha venido a situarse a su lado de modo natural, como parte de las idas y venidas. Se detiene a un paso del portal, vuelta hacia la calle, el mantón sobre los hombros y la cabeza descubierta, sin hacer nada que delate la presencia del policía; con disimulo y discreción, comprueba éste mirando el contorno de sus hombros entre la suave claridad que la luna mantiene en la parte alta de las casas y el resplandor del farol que arde calle abajo.
—No tengo suerte esta noche —dice la muchacha en voz queda, manteniéndose de espaldas.
—Lo estás haciendo muy bien —susurra él, en el mismo tono.
—Creí que ese último iba a pararse, pero no lo hizo. Se conformó con mirarme y pasar de largo.
—¿Pudiste verle la cara?
—Muy poco. El farol estaba demasiado lejos... Me pareció fuerte, con cara de buey.
La descripción retiene un instante el interés del comisario. Una de las cuestiones que se planteó en los últimos tiempos es de qué modo el rostro de un individuo puede relacionarse con su carácter e intenciones. Entre los muchos caminos que estuvo tanteando a ciegas, figuran las ideas contenidas en un libro que Hipólito Barrull le dio a leer hace unos meses: la
Fisiognomía
de Giovanni della Porta. Un tratado escrito hace doscientos años, pero interesante para un policía: hasta qué punto es posible adivinar las cualidades y defectos de un individuo a partir de sus rasgos físicos. Se trata de una especie de arte conjetural —llamarlo ciencia sería excesivo, matizó el profesor al prestarle el libro— mediante el que los seres humanos peligrosos, inclinados al crimen o al delito, tendrían tendencia a mostrar tales predisposiciones a través del rostro y el cuerpo. En su momento, Tizón devoró aquellas páginas; y luego anduvo por Cádiz en guardia continua, desconfiado y penetrante, intentando situar el rostro del asesino entre los miles con que se cruzaba a diario. Buscando cabezas picudas como signo de maldad, frentes estrechas delatando a estúpidos e ignorantes, cejas ralas y unidas proclives al vicio, dientes caballunos propensos al mal, orejas malvadas de macho cabrío, narices corvas de impudicia y crueldad —lo de la cara de buey o vaca tenía que ver, recuerda Tizón, con pereza y cobardía—. El experimento acabó una mañana de sol; cuando, al detenerse ante el escaparate de una tienda de abanicos a encender un cigarro, el comisario vio reflejado su rostro en el cristal y cayó en la cuenta de que, según las teorías fisiognómicas, su nariz aguileña denotaría, sin discusión, magnanimidad y nobleza. Aquella misma tarde devolvió el libro a Barrull y no volvió a pensar en el asunto.
—Si quiere, señor comisario, lo entretengo un poco.
Simona ha hablado en un susurro. Sigue dándole la espalda, vuelta hacia la calle cual si estuviera sola.
—Una paja se la hago rápido —añade.
A Tizón no le cabe duda de la eficaz presteza de la joven, pero no tarda más de tres segundos en descartar la idea. No está, decide, el aceite para buñuelos.
—Quizás en otra ocasión —susurra.
—Como prefiera.
Indiferente, Simona camina de nuevo hacia la calle de San Miguel, adentrándose en la penumbra hasta que sólo se distingue la mancha clara del mantón que se aleja. Rogelio Tizón aparta la espalda de la pared y cambia de postura, desperezando los miembros entumecidos.
Luego mira el cielo nocturno, más allá de la esquina de la casa donde está la hornacina del arcángel. Un tipo singular, ese francés, se dice una vez más. Con sus cañones, trayectorias de tiro y desconfianza inicial; y al fin, su curiosidad técnica imposible de ocultar, imponiéndose a todo. Sonríe el policía recordando la forma en que el capitán de artillería solicitó los últimos datos, las precisiones sobre lugares ideales de impacto y el modo de transmitir todo eso de un lado a otro de la bahía. Ojalá esta noche cumpla su palabra.
Vuelven las ganas de cerrar los párpados, estado indeciso donde se mezclan imágenes de la noche y pesadillas de la memoria. Carne desgarrada, huesos desnudos, ojos abiertos, inmóviles, velados por una tenue capa de polvo. Y una voz distante, de acento y sexo impreciso, que murmura extrañas palabras como
aquí,
o
a mí.
Da el policía una breve cabezada y alza la vista bruscamente, con sobresalto. Mira ahora hacia la calle de San Miguel, esperando ver aparecer de nuevo la mancha clara del mantón. Por un momento creyó ver un bulto negro que se moviera. Una sombra deslizándose pegada a la fachada opuesta de las casas. La duermevela, concluye, crea sus propios fantasmas.
No ve el mantón. Quizá Simona se ha detenido al final de la calle. Inquieto al principio, preocupado después, escudriña las tinieblas. Tampoco se oyen los pasos de la muchacha. Conteniendo el impulso de salir de su resguardo, Tizón asoma la cabeza con prudencia, intentando no dejarse ver mucho. Nada. Sólo la oscuridad a ese lado del ángulo de calles y el resplandor distante del farol al otro extremo. En cualquier caso, ella debería estar de vuelta. Es demasiado tiempo. Demasiado silencio. La imagen del tablero de ajedrez vuelve a dibujarse ante sus ojos, en la noche. La sonrisa despiadada del profesor Barrull. No vio esa jugada, comisario. Se le escapó de nuevo. Cometió un error, y pierde otra pieza.
El ramalazo de pánico lo acomete cuando ya está fuera del portal, corriendo a oscuras por la acera hacia la esquina en sombras. El mantón aparece al fin: una mancha clara abandonada en el suelo. Tizón pasa por encima, llega a la esquina y se detiene mirando en todas direcciones, mientras intenta penetrar las tinieblas. Sólo el vago resplandor de lo que queda de luna, ya oculta del todo tras las azoteas, dibuja en tonos azulados los hierros de los balcones y los rectángulos oscuros de puertas y ventanas, e intensifica el negro de los lugares profundos, los ángulos ocultos de la calle silenciosa.
—¡Cadalso! —grita, desesperado—. ¡Cadalso!
A su voz, uno de los rincones sombríos, oquedad que se prolonga como una hendidura siniestra hacia lo más oscuro de la plazuela, parece agitarse un instante, como si alguna de sus formas cobrase vida. Casi al mismo tiempo se abre una puerta con estrépito detrás del comisario, un rectángulo de luz diagonal corta la calle como un tajo de cuchillo, y las zancadas de Cadalso resuenan violentas, acercándose. Pero Tizón ya corre otra vez, ahora zambulléndose a ciegas en el lugar donde, a medida que se acerca, alcanza a distinguir un bulto agazapado que, de pronto, se divide en dos sombras: una inmóvil en el suelo y otra que se aparta con rapidez, pegada a las fachadas de las casas. Sin detenerse en la primera, el comisario intenta dar alcance a la segunda; que al cruzar la calle, alejándose en dirección a la esquina de la Cuna Vieja, se recorta en la claridad por un instante: figura negra y veloz que corre sin ruido.
—¡Alto a la Justicia!... ¡Alto!
Se iluminan algunas ventanas próximas con velas y candiles, pero Tizón y la sombra a la que persigue ya las han dejado atrás, cortando rápidamente por la plazuela de la calle de Recaño hacia el Hospital de Mujeres. El esfuerzo hace arder los pulmones del policía, molesto además por el bastón —ha perdido el sombrero en la carrera— y el largo redingote que le estorba las piernas. La sombra a la que persigue se mueve con increíble rapidez, y cada vez le cuesta más mantener la distancia.
—¡Alto!... ¡Alto!... ¡Al asesino!
La distancia es ya insalvable; y la esperanza de que algún vecino o transeúnte casual se una a la persecución, mínima. Pasan demasiado deprisa por las calles, es noche de invierno y casi las dos de la madrugada. Tizón siente que empiezan a fallarle las fuerzas. Si al menos, piensa con angustia, hubiera traído una pistola.
—¡Hijo de puta! —grita impotente, deteniéndose al fin.
Se ahoga. Y ese último grito le da la puntilla. Respirando con el ronco estertor de un fuelle roto, encorvado mientras boquea en busca de aire para sus pulmones en carne viva, Tizón va a apoyarse en el muro del hospital y allí se desliza poco a poco hasta quedar sentado en el suelo, mirando aturdido la esquina por donde desapareció la sombra. Permanece así un buen rato, recobrando el aliento. Al cabo, con mucho esfuerzo, se levanta y camina despacio, renqueando sobre sus piernas doloridas, de vuelta a la plazuela de la Carnicería, donde hay ventanas iluminadas y vecinos en camisa y gorros de dormir asomados a ellas o parados en los portales. La muchacha está atendida en la botica, informa Cadalso, saliendo a su encuentro con una linterna sorda en la mano. Simona ha vuelto en sí con sales y compresas de vinagre. El asesino sólo llegó a darle un golpe, haciéndole perder el conocimiento.
—¿Pudo ver su cara?... ¿Algún detalle?
—Está demasiado asustada para aclararse la cabeza, pero parece que no. Todo fue rápido y desde atrás. Apenas lo sintió llegar cuando el otro le tapó la boca... Cree que era un hombre no muy grande, pero ágil y fuerte. No vio nada más.
De nuevo vuelta a empezar, se dice Tizón con desaliento. Aturdido de frustración y cansancio.
—¿Dónde quería llevarla?
—No lo sabe. Ya digo que se desmayó con el golpe... Por el sitio, yo creo que la arrastraba a la galería que hay detrás del almacén de cuerdas y espartos cuando le caímos encima.
Aquel plural indigna al comisario.
—¿Le caímos?... ¿Dónde estabas tú, animal?... Tuvieron que pasarte por delante de las narices.
El otro no abre la boca. Contrito. Tizón lo conoce de sobra, e interpreta correctamente los hechos. Aun así, no da crédito.
—No me digas que te habías dormido...
El silencio del ayudante se prolonga hasta lo culpable. Otra vez parece un mastín grande, torpe y mudo, esperando con las orejas gachas y el rabo entre las piernas la zurra del amo.
—Oye, Cadalso...
—Dígame.
Lo mira con fijeza, reprimiendo el deseo de partirle el bastón en la cabeza.
—Eres un imbécil.
—Sí, señor comisario.
—Me voy a cagar en tu padre, en tu madre y en las bragas de la Virgen.
—Donde a usted le parezca bien, don Rogelio.
—Cafre. Tonto del culo.
Tizón está furioso, sin querer encajar todavía la derrota. Casi al alcance de la mano, estuvo esta vez. A punto de caramelo. Al menos, se consuela, el asesino no tiene motivos para sospechar que se tratara de una trampa. Pudo ser un encuentro casual con una ronda. Un imprevisto. Nada, en fin, que le impida volver a intentarlo. O en eso confía el comisario. Resignado al fin, mascando todavía el despecho, mira alrededor: los vecinos siguen asomados a portales y ventanas.
—Vamos a ver a la muchacha. Y diles a ésos que se metan dentro. Hay peligro de que...
Lo interrumpe un largo quejido del aire. Raaaas, hace, en dirección a la calle de San Miguel. Como si de pronto alguien rasgara con violencia una tela sobre su cabeza.
Entonces, a cuarenta pasos, estalla la bomba.
En Cádiz, algunas ordenanzas reales y municipales se promulgan sólo para no cumplirlas. La que limita el exceso de manifestaciones públicas en Carnaval es una de ellas. Aunque oficialmente no hay bailes, música ni espectáculos públicos autorizados, cada cual despide la carne antes de Cuaresma a su manera. Pese a que en las últimas semanas se han intensificado los bombardeos franceses —muchas bombas, sin embargo, siguen sin estallar o caen al mar—, las calles hormiguean de gente: el pueblo bajo celebrándolo en sus barrios, y la buena sociedad haciendo el recorrido tradicional entre saraos particulares y jolgorio de cafés. Pasada la medianoche, la ciudad abunda en disfraces, máscaras, jeringazos de agua, polvos y papelillos de colores. Las familias y grupos de parientes y amigos van de una casa a otra, cruzándose con cuadrillas de negros esclavos y libres que recorren las calles mientras tocan música de tambores y cañas. En la discusión —larga y áspera, incluidas las Cortes— sobre si la ciudad debe ignorar el Carnaval y mantenerse austera a causa de la guerra, o si conviene demostrar a los franceses que todo sigue su curso normal, se imponen los partidarios de lo último. En las terrazas hay faroles de papel con candelillas, visibles desde el otro lado de la bahía; y algunos barcos fondeados han encendido sus fanales, desafiando las bombas enemigas.
Lolita Palma, Curra Vilches y el primo Toño caminan cogidos del brazo por la plaza de San Antonio, esquivando risueños a los grupos de máscaras que meten bulla. Los tres van disfrazados. Lolita lleva un antifaz ancho de tafetán negro, que sólo deja su boca al descubierto, y viste de arlequín, con un dominó blanco y negro, de capucha, puesto por encima. Curra, fiel a su estilo, luce con desparpajo una casaca militar, una saya con tres andanas de flecos y madroños, un gorro de cantinera de tropa y una careta de cartón con bigotes pintados. El primo Toño lleva una máscara veneciana y va de majo torero: marsellés de alamares, calzón muy apretado y redecilla en el pelo, y lleva embutidos en la faja, en lugar de faca albaceteña, tres cigarros habanos y una petaca de aguardiente. Los tres salen del baile del Consulado Comercial, donde han pasado un buen rato con música y refrescos en compañía de algunos amigos: Miguel Sánchez Guinea y su mujer, Toñete Alcalá Galiano, Paco Martínez de la Rosa, el americano Jorge Fernández Cuchillero y otros diputados liberales jóvenes. Ahora, con la excusa de tomar el aire escoltadas por el primo Toño, las dos amigas aprovechan para dar un paseo, disfrutar del ambiente callejero y ver a otra clase de gente.
—Vamos al café de Apolo —propone Curra Vilches.
Es el único día del año en que las mujeres entran sin obstáculos en los cafés gaditanos; para ellas se reservan las confiterías, menos masculinas de maneras, con sus sorbetes y bebidas frías, sus vitrinas de dulces y sus aguamaniles de caoba.
Protesta el primo Toño. Estáis locas, dice. Yo en la cueva de los leones, con dos mujeres guapas. Dios mío. Os van a comer vivas.
—¿Por qué? —se burla Lolita Palma—. Vamos escoltadas por un majo.
—Por un matador de toros bravos —puntualiza Curra Vilches.
—Además —añade Lolita—, con las máscaras nadie sabe si somos guapas o feas.
Suspira escéptico el primo, resignado a su suerte, mientras toman la dirección del edificio que está en la esquina de la calle Murguía.
—¿Feas?... Sois palomitas sin hiel, niñas. A estas horas, en Cádiz y en Carnaval, ninguna mujer parece fea.
—¡La ocasión de mi vida! —bate palmas Curra Vilches, festiva.