—Es hora de regresar —dice, serena.
Simón Desfosseux está durmiendo mal. Pasó mucho tiempo en vela antes de acostarse, haciendo cálculos sobre el diseño de una nueva espoleta de combustión lenta en la que trabaja —sin mucho éxito— desde hace semanas, y también sobre el último mensaje recibido del otro lado de la bahía: una comunicación del comisario de policía español proponiendo un nuevo sector de la parte oriental de Cádiz donde dirigir algunos tiros en días y horas concretos. Ahora, con los ojos abiertos en la oscuridad de su barraca, el artillero tiene la sensación de que algo no marcha como es debido. Durante el inquieto sueño le pareció percibir sonidos extraños. De ahí su incertidumbre al despertar.
—¡Guerrilleros!... ¡Guerrilleros!
El grito próximo lo hace incorporarse en el catre, sobresaltado. Era eso, entonces, descubre con un ramalazo de angustia. Los ruidos que oyó mientras dormía corresponden a crepitar de disparos. Ahora distingue nítidamente los fusilazos, mientras busca a tientas los calzones y las botas, se remete la camisa de dormir lo mejor que puede, coge el sable y una pistola y sale afuera, tropezando con todo. Apenas asoma, resuena un estampido y lo ciega el fogonazo de una explosión, cuyo resplandor ilumina los cestones situados sobre las trincheras, los blocaos de madera y los barracones de la tropa: uno de ellos, allí donde surgió la llamarada, empieza a arder con violencia —seguramente han arrojado dentro un artificio de alquitrán y pólvora—, y el contraluz del incendio recorta las siluetas próximas de soldados a medio vestir que corren en todas direcciones.
—¡Están dentro! —grita alguien—. ¡Son guerrilleros y están dentro!
A Desfosseux, que ha creído reconocer la voz del sargento Labiche, se le eriza la piel. El recinto artillero es un pandemónium de carreras, gritos y fogonazos de tiros, de sombras, luces, reflejos y siluetas que se mueven, se agrupan o se enfrentan unas con otras. Resulta imposible distinguir quién es amigo y quién no lo es. Intentando mantener la cabeza fría, el capitán retrocede con la espalda pegada al cobertizo, se asegura de que no tiene enemigos cerca, y mira hacia la posición fortificada donde están Fanfán y sus hermanos: en la trinchera protegida por tablones y fajinas que lleva hasta allí, hay fogonazos de tiros y relucir de sables y bayonetas. Se lucha cuerpo a cuerpo. Entonces comprende al fin lo que ocurre. Nada de guerrilleros: es un golpe de mano desde la playa. Los españoles han desembarcado para destruir los obuses.
—¡Aquí! —aúlla—. ¡Venid conmigo!... ¡Hay que salvar los cañones!
Es por Soult, piensa de pronto. Naturalmente. El mariscal Soult, comandante en jefe del ejército francés de Andalucía, ha relevado personalmente a Víctor al mando del Primer Cuerpo, y se encuentra de inspección oficial en la comarca: Jerez, El Puerto de Santa María, Puerto Real y Chiclana. Hoy duerme a una milla de aquí, y mañana tiene previsto visitar el Trocadero. Así que el enemigo ha decidido madrugar, dándole la bienvenida con una función nocturna. Conociendo a los españoles —a estas alturas, Simón Desfosseux cree conocerlos bien—, es probable que se trate de eso. Lo mismo ocurrió el año pasado, cuando la visita del rey José. Así que maldita sea su estampa: la de ellos y la del mariscal. A juicio del capitán de artillería, nada de aquello debería ser asunto suyo, ni de su gente.
—¡A la batería!... ¡Socorred la batería!
Como respuesta al reclamo, una de las sombras que se mueven cerca descerraja un tiro que le falla por dos palmos y levanta astillas en el cobertizo, a su espalda. Desfosseux se retira de la luz, prudente. No se decide a acometer con sablazos, pues sabe que los españoles son temibles en el cuerpo a cuerpo. Está harto de ver navajas enormes, de esas que hacen clac-clac-clac al abrirse, en sus peores pesadillas. Y tampoco quiere descargar, con resultado incierto, su única pistola. La duda se la resuelven varios soldados que acuden corriendo y la emprenden a tiros y bayonetazos con los enemigos hasta despejar el camino. Buenos chicos, piensa el capitán uniéndose a ellos con alivio. Gruñones y poco de fiar en momentos de inactividad y tedio, pero siempre animosos a la hora de batirse.
—¡Venid! ¡Vamos a los cañones!
Simón Desfosseux es el extremo opuesto de un héroe del Imperio. Su idea de la gloria bélica de Francia es relativa, y ni siquiera se considera un soldado; pero cada cosa tiene su lugar y su momento. La cercanía del combate a sus preciados obuses Villantroys-Ruty, entre los que desde hace algunos días se cuentan otras piezas fundidas en Sevilla sobre las que el artillero alberga sólidas esperanzas —Lulú y Henriette, las ha bautizado la tropa—, lo pone fuera de sí, sólo con imaginar que Manolo ponga las manos en sus bronces inmaculados. De modo que, a la cabeza de media docena de hombres, con el sable por delante en previsión de algún mal encuentro, el capitán corre a la posición atacada, que es un caos de fogonazos, gritos y golpes. Allí se combate cuerpo a cuerpo en una confusión enorme. Al resplandor de otra gran llamarada que se levanta sobre los cobertizos, Desfosseux reconoce al teniente Bertoldi, en camisa, que pelea a culatazos con una carabina cogida por el cañón.
Suenan cerca —demasiado cerca, para espanto del artillero— gritos en español.
Vámonos,
parece que dicen.
Vámonos.
Un pequeño grupo de sombras, agazapadas hasta ese momento en la penumbra, se destaca de pronto y corre al encuentro de Simón Desfosseux. Este no tiene ocasión de establecer si se trata de enemigos que atacan o se retiran; lo cierto es que vienen justo en su dirección, y cuando están a cuatro o cinco pasos brillan breves fogonazos y algunas balas pasan zurreando junto al capitán. También reluce acercándose desnudo, rojizo por el incendio distante, metal de bayonetas o navajas. Con una aguda sensación de pánico al ver que le viene todo eso encima, Desfosseux levanta la pistola —una pesada año IX de culata gruesa—, dispara un tiro a bulto, sin apuntar, y se pone a dar sablazos a voleo, con objeto de mantener alejados a los atacantes. La hoja del sable está a punto de alcanzar a uno de ellos, que pasa muy cerca del capitán, agachada la cabeza, tira un rápido navajazo que sólo roza la camisa de dormir de Desfosseux, y se aleja corriendo en la oscuridad.
No es fácil huir casi a ciegas, con la faca abierta en una mano y el fusil descargado en la otra. El largo Charleville francés estorba mucho a Felipe Mojarra mientras corre alejándose de la batería; pero su pundonor salinero le impide dejarlo atrás. Un hombre que se vista por los pies no regresa sin su arma, y él nunca abandonó la suya, por mal que anduvieran las cosas. En este tiempo, los fusiles no sobran. Por lo demás, el ataque a la Cabezuela ha sido un desastre. Algunos de los compañeros que corren cerca, en la oscuridad, intentando ganar la playa y los botes que deben estar allí, esperando —ojalá no se hayan ido, piensa con angustia el salinero—, gritan ¡traición!, como de costumbre cuando las cosas vienen mal dadas, y la incompetencia de los jefes, la falta de organización y la poca vergüenza ponen a la gente a los pies de los caballos. Todo fue torcido desde el principio. El ataque, previsto a las cuatro de la madrugada, tenían que llevarlo a cabo catorce zapadores ingleses, mandados por un teniente, con una partida de veinticinco escopeteros de la Isla, apoyados por cuatro lanchas cañoneras del apostadero de punta Cantera y media compañía de cazadores del regimiento de Guardias Españolas, que se encargarían de proteger en la playa el ataque y el reembarque de la fuerza. Sin embargo, a la hora señalada los cazadores no se habían presentado, y los botes que aguardaban en la oscuridad de la bahía, frente a la Cabezuela, con los remos envueltos en trapos para atenuar el chapoteo, corrían peligro de ser descubiertos. Entre seguir adelante o retirarse, el teniente de los salmonetes decidió no esperar más.
Gou
ajead,
le oyó decir Mojarra. O algo así. Quería, murmuró alguien, su chorrito de gloria. El desembarco empezó bien en la oscuridad, sin luna, con los escopeteros desparramándose en silencio por la playa y los primeros centinelas franceses degollados en sus puestos antes de que dijeran esta boca es mía; pero luego se complicaron las cosas sin saber cómo —un disparo aislado, después otro, y al final, alarma general, incendio, tiroteo y bayonetazos a mansalva—, de manera que al poco rato ingleses y españoles luchaban, ya no por destruir la batería enemiga, sino por salvarse ellos mismos. Es lo que hace en este momento Felipe Mojarra: correr como un gamo hacia la playa, por su vida, a riesgo de tropezar en lo oscuro y romperse la cabeza. Con la navaja empalmada en una mano y la otra sin soltar el fusil. Mientras piensa, resignado por su carácter y por su raza, que algunas veces se gana y con frecuencia se pierde. Aunque esta noche no quisiera perder. Del todo, al menos. El salinero es consciente de que, si resulta capturado, su vida no valdrá una moneda de cobre. Las ropas civiles, para todo español que cae armado en manos gabachas, suponen sentencia automática de muerte. Los mosiús se ensañan especialmente con los prisioneros sin uniforme, a los que tratan de guerrilleros aunque hayan combatido como soldados regulares y lleven la escarapela roja cosida en el gorro o en la ropa junto a las estampas de santos, medallas y escapularios. Fue así como Felipe Mojarra perdió a dos primos suyos hace tres años, después de la batalla de Medellín, cuando el mariscal Víctor —el mismo que hasta hace poco estuvo al mando del asedio de Cádiz— hizo fusilar a cuatrocientos soldados españoles, casi todos heridos, que no vestían otra cosa que sus pobres ropas de campesinos.
Siente el salinero arena bajo los pies, esta vez calzados con alpargatas —de noche nunca se sabe dónde pisas ni qué te clavas—. Suelo blando y claro. La playa está ahí mismo, y la orilla, con la marea alta, a sólo cincuenta pasos. Algo más adentro en la bahía, entre fogonazos que se reflejan en el agua, las cañoneras españolas tiran a intervalos contra Fuerte Luis y la parte oriental de la playa, protegiendo ese flanco a los que se retiran. Mojarra, que conoce los riesgos de mantenerse mucho tiempo al descubierto, lo que siempre expone a recibir un balazo de amigos o de enemigos, corre desviándose un poco a la izquierda, en busca de la protección de los muros desmantelados del fuerte de Matagorda. Los tímpanos le baten por el esfuerzo y empieza a faltarle el resuello. Por la playa, a su alrededor, ve pasar otras sombras veloces: ingleses y españoles mezclados, que también intentan ganar la orilla. Más allá del fuerte relucen, como sartas de triquitraques, fogonazos de fusilería francesa. Algunas balas perdidas pasan zumbando cerca, y uno de los tiros de las cañoneras, que queda corto y pega con mucho estruendo en el caño chico de la playa, levanta un resplandor que recorta en la noche los muros negros y desmochados. Corriendo a su amparo, el salinero da alcance a alguien que avanza delante; pero, antes de llegar a su altura, zurrea otra descarga enemiga y la silueta se desploma. Mojarra pasa velozmente a su lado, sin detenerse ni poner más atención que la de no tropezar con el bulto caído, alcanza el resguardo del muro de Mata-gorda, recobra el aliento y dirige una ojeada ansiosa a la playa mientras cierra la cachicuerna y se la mete en la faja. Hay una lancha no demasiado lejos: su forma alargada es visible justo en la orilla. A los pocos instantes, un fogonazo de las cañoneras la recorta claramente en el agua negra, con remos en alto, hombres a bordo o chapoteando para encaramarse a ella. Sin pensarlo, Mojarra se cuelga el fusil a la espalda y sale disparado hacia allí. La arena blanda no facilita las cosas, pero logra correr lo bastante rápido para meterse en el agua hasta la cintura, agarrarse a la regala de la lancha e izarse a bordo, ayudado por unas manos que lo cogen por la camisa y los brazos, y tiran de él.
—¡Traición! —siguen gritando algunos.
Llegan más fugitivos que suben como pueden, amontonándose en la embarcación silueteados por el fondo lejano del incendio. Al dejarse caer entre los bancos, Mojarra pisa a un hombre, que emite un alarido de dolor y palabras incomprensibles en inglés. Intentando apartarse de él, mientras se incorpora, el salinero le apoya, sin querer, una mano en el torso, que nota desnudo. Eso arranca al inglés un nuevo grito, más fuerte que el anterior. Al retirar la mano, Mojarra advierte que en la palma se le ha adherido, desprendiéndose del cuerpo del otro, un enorme trozo de piel quemada.
Llueve como si las nubes oscuras y bajas tuvieran espitas abiertas, y por ellas se derramaran torrentes. El violento temporal de agua y viento que azotó Cádiz por la mañana ha dado paso a un aguacero intenso, continuo, que lo empapa todo repiqueteando en los toldos, las fachadas de las casas y los extensos charcos, formando regueros en la arena echada sobre el pavimento para que no resbalen los cascos de los caballos. De los balcones cuelgan banderas mojadas y guirnaldas de flores deshechas por la lluvia. Al resguardo del portal de la iglesia de San Antonio, entre la gente que se protege con hules y paraguas o se agrupa por centenares bajo los toldos y en los balcones, Rogelio Tizón observa la ceremonia que, pese a la lluvia, se desarrolla en el dosel levantado en el centro de la plaza. España, o lo que de ella simboliza Cádiz, ya tiene Constitución. Se presentó de modo solemne esta mañana, sin que el mal tiempo desluciera el festejo. El peligro de las bombas francesas, que desde hace semanas caen con más precisión y frecuencia, desaconsejaba celebrar la procesión de diputados y autoridades, y el tedeum previsto en la catedral. Se temía, con razón, que los enemigos pusieran de su parte para señalar la fecha. De modo que se trasladó el acontecimiento a la iglesia del Carmen, frente a la Alameda, fuera del alcance artillero enemigo, donde el gentío entusiasmado —la ciudad en pleno está en la calle, sin distinción de oficios ni condición— aguantó a pie firme las turbonadas de viento, el agua inclemente y hasta el desgarro repentino de un árbol robusto, que cayó sin causar daños; no haciendo el suceso sino aumentar el alborozo popular, mientras sonaban las campanas de todas las iglesias, atronaba la artillería de la plaza y los navíos fondeados, y la extensa línea de baterías francesas respondía desde el otro lado. Celebrando allí, a su manera, que hoy, 19 de marzo de 1812, es día del santo de José I Bonaparte.
Ahora, entrada la tarde, continúa el protocolo previsto, y Rogelio Tizón está sorprendido del aguante de 4a gente. Después de pasar la mañana azotados por el temporal, los gaditanos acompañan bajo el aguacero, entusiasmados, la lectura solemne del texto constitucional, que ya se ha hecho dos veces: frente al edificio de la Aduana, donde la Regencia dispuso un retrato de Fernando VII, y en la plaza del Mentidero. Cuando la tercera ceremonia acabe frente a San Antonio, la comitiva oficial, seguida por el público y recorriendo las calles orilladas de gente, se trasladará al último lugar previsto: la puerta de San Felipe Neri, donde aguardan los diputados que esta mañana hicieron entrega a los regentes de un ejemplar de la Constitución recién impreso —
La Pepa,
como ya la bautizan en honor a la fecha—. Y es curioso, observa Tizón mirando en torno, de qué manera el acontecimiento suscita, al menos por unas horas, unanimidad general y común entusiasmo. Como si hasta los más críticos con la aventura constitucional cedieran al impulso colectivo de alegría y esperanza, todos aceptan con gusto los fastos del día. O parecen hacerlo. Con sorpresa, el policía ha visto hoy a algunos de los monárquicos más reaccionarios, contrarios a cuanto huela a soberanía nacional, participar en la solemnidad, aplaudir con todos, o al menos tener buen semblante y la boca cerrada. Incluso dos diputados rebeldes, un tal Llamas y el representante de Vizcaya, Eguía, que se negaban a acatar el texto aprobado por las Cortes —el primero por declararse contrario a la soberanía de la nación, y escudándose el otro en los fueros de su provincia—, firmaron y juraron esta mañana, como los demás, cuando se les puso en la coyuntura de hacerlo o verse desposeídos del título de españoles y desterrados en el plazo fulminante de veinticuatro horas. Después de todo, concluye con sorna el comisario, también la prudencia y el miedo, y no sólo el contagio del entusiasmo patrio, hacen milagros constitucionales.