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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (70 page)

BOOK: El asedio
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Sorteando con disimulo a los transeúntes, Rogelio Tizón se aproxima despacio al enmascarado. Éste sigue inmóvil, y por un momento parece fijarse en el comisario. Entonces aparta el rostro y echa a andar. El movimiento puede ser casual, decide Tizón. Y puede que no. Apretando el paso para no perderlo de vista, lo sigue hasta la calle del Sacramento. Allí, cuando está a punto de acercarse más y acorralarlo, impaciente, dispuesto a arrancarle la careta, el otro se reúne con un grupo de hombres y mujeres disfrazados que lo saludan por el nombre y celebran su aparición. Entre carcajadas, alguien saca una bota de vino, y el recién llegado se echa atrás la capucha y la máscara para beber alzando los brazos, con un largo chorro bien dirigido al gaznate, mientras, con una intensa sensación de ridículo, el policía pasa de largo.

Olores. A pescado frito, aceite de buñuelos y azúcar quemado. Hay farolillos de papel con candelitas encendidas en las casas humildes, chatas y alargadas, del barrio pescador de la Viña. En la calle de la Palma, recta y larga, esos puntos de luz parecen luciérnagas alineadas en la oscuridad. Su tenue resplandor perfila los contornos de grupos de vecinos entre rumor de conversaciones, entrechocar de vasos, risas y cantes. En la esquina de la Consolación, junto a un candil puesto en el suelo que apenas ilumina sus piernas, dos hombres y una mujer disfrazados con sábanas que parecen mortajas canturrean una copla sobre el rey Pepino; que, aseguran con voz ebria, lleva en su equipaje varias botellas para el camino.

—No suelo venir por aquí —dice Lolita Palma, que lo observa todo.

Pepe Lobo se interpone entre ella, y un grupo de muchachos que pasa con estopas encendidas, vejigas y jeringas de agua. Después se vuelve a mirarla.

—Podemos volvernos, si quiere.

—No.

El antifaz de tafetán negro, que la mujer todavía lleva puesto, oscurece por completo su rostro bajo la capucha del dominó. Cuando está mucho tiempo callada, Lobo tiene la impresión de caminar en compañía de una sombra.

—Es agradable... Y hace una noche espléndida para esta época del año.

De vez en cuando, como ahora, la conversación recae en el tiempo, o en detalles insustanciales de lo que ocurre alrededor. Eso pasa cuando los silencios se prolongan demasiado, en el callejón de palabras que ninguno llega —se atreve, es quizá la palabra justa— a pronunciar del todo. Lobo sabe que también Lolita Palma es consciente de eso. Resulta grato, sin embargo, mecerse en tales silencios, como en la indolente lasitud de este paseo nocturno sin prisa ni objeto aparente. En la tregua tácita, cómplice, que la noche de Carnaval despoja de responsabilidades. Es así como el corsario y la mujer pasean desde hace media hora, sin rumbo, por las calles de Cádiz. A veces, el azar de los pasos, la irrupción de un grupo de gente o el sobresalto de una máscara que sopla junto a ellos una trompetilla o un matasuegras, los lleva a acercarse sin proponérselo, rozándose en la oscuridad.

—¿Sabía, capitán, que las danzas de las bailarinas de Gades hacían furor en la antigua Roma?

Están en el cruce con la calle de las Carretas, a la luz de un farol de sebo. Ante la puerta entreabierta de un colmado —dispuesta para meterse dentro si asoman los rondines—, unas mujeres disfrazadas bailan en un corro de majos, marineros y gitanos. El coro de palmas que las jalea mantiene el compás y hace innecesaria otra música.

—No lo sabía —admite Lobo.

—Pues ya ve. Los romanos se las rifaban.

El tono de Lolita Palma es ligero, dueño de sí; como el de una anfitriona que mostrase la ciudad a un visitante forastero. Y sin embargo, piensa Lobo, soy yo quien la escolta. Me pregunto de dónde saca toda esa serenidad.

—En otro tiempo —añade ella al cabo de un momento— también me habría tenido que ocupar de eso, me temo... Palma e Hijos, exportación de bailarinas.

Se interrumpe, riendo suavemente, y hasta entonces el corsario no logra establecer con certeza que ella hablaba en broma.

—Bailarinas —repite Lobo.

—Eso es. Ellas y el atún en escabeche nos daban fama y dinero a los gaditanos... Pero las señoritas tuvieron menos suerte que el atún: el emperador Teodosio prohibió sus danzas por demasiado lascivas. Según san Juan Crisóstomo, nunca les faltaba el diablo por pareja.

Siguen adelante, alejándose del baile. Sobre ellos, en la amplia porción de firmamento que la anchura de la calle deja al descubierto, se agolpan las estrellas. En cada cruce que dejan a la izquierda, Pepe Lobo nota la brisa de poniente suave, ligeramente húmeda: viene de la muralla cercana y del Atlántico, que se encuentra a trescientos pasos, tras la plataforma de Capuchinos.

—¿Le gusta la gente de Cádiz, capitán?

—Alguna.

Unos pasos en silencio. A veces Lobo escucha el roce suave de la seda del dominó. De cerca percibe el aroma del perfume, distinto al que suelen usar las mujeres de su edad. Éste es dulce y agradable, en todo caso. Fresco. Poco intenso. Bergamota, piensa absurdamente. Nunca olió la bergamota.

—Hay quien me gusta, y hay quien no me gusta —añade—. Como en todas partes.

—Sé poco sobre usted.

Suena a lamento. Casi a reproche. El marino, que le da la mano para ayudarla a esquivar un carro con los varales apoyados en el suelo, mueve la cabeza.

—La mía es una historia convencional. El mar como solución.

—Usted vino muy joven de La Habana, ¿verdad?

—Decir que vine es exagerar. Me fui, más bien... Venir es volver de allí con unos miles de reales, un criado negro, un loro y cajones de cigarros.

—¿Y un mantón de seda china para una mujer?

—A veces.

Lolita Palma da unos pasos en silencio.

—¿Nunca compró uno?

—A veces.

Han dejado atrás la calle de la Palma y su doble fila de luciérnagas. Ahora hay menos gente, y ante ellos se extiende la explanada en sombras de San Pedro, con la mole cuadrada y oscura del Hospicio a la derecha. Lobo se detiene, dispuesto a volver sobre sus pasos, pero Lolita Palma sigue adelante, en dirección al mar cercano que recorta la muralla en una penumbra azulada. A intervalos, ésta se vuelve resplandor amarillo con los destellos del faro de San Sebastián.

—Recuerdo —ella parece pensativa— que en cierta ocasión le oí decir que sólo un tonto se embarcaría por gusto. ¿De verdad no ama el mar?

—¿Bromea?... Es el peor lugar del mundo.

—¿Por qué sigue en él, entonces?

—Porque no tengo otro sitio adonde ir. Llegan al baluarte, asomándose a la Caleta. Cerca de ellos se aprecia una garita y el bulto oscuro de un centinela. Hay faroles que iluminan a trechos el semicírculo de arena blanca, y de los colmados de tablas y lona de vela pegados a la muralla sube rumor de música, risas y jaleo. En la penumbra, sobre el fondo negro del agua inmóvil, destacan los trazos claros de los botes varados en el limo de la orilla; y algo más adentro, las siluetas de las lanchas cañoneras fondeadas. En Cádiz, piensa Pepe Lobo, todo termina en el mar.

—Me gustaría poder bajar ahí —dice ella.

Casi se sobresalta el corsario. Incluso en Carnaval y con máscara, los antros de la Caleta, con sus marineros, soldados, mujerzuelas y música, no son adecuados para una señora.

—No es buena idea —dice, embarazado—. Quizá deberíamos...

—Tranquilícese —la oye reír—. Era sólo un deseo, no una intención.

Se quedan en silencio, apoyados en el antepecho de piedra. Respirando, cerca uno del otro, el aire húmedo que huele a limo y a sal. Lobo siente junto a su hombro derecho la presencia física de ella. Casi puede sentir la tibieza del cuerpo. O la imagina.

—¿Espera un golpe de fortuna? —pregunta Lolita Palma, volviendo a la anterior conversación.

Es una forma de definirlo, piensa Lobo. Un golpe de fortuna. Al cabo de un momento asiente, serio.

—Lo busco. Sí. Entonces le daré la espalda al mar para siempre.

—Creía... Vaya —ella parece sinceramente sorprendida—. Que le gustaba vivir así. La aventura.

—Creyó mal.

Otro silencio. De pronto, Lobo siente el impulso de hablar. De explicar lo que siempre le fue indiferente explicar a nadie, antes.

—Vivo así porque no puedo vivir de otra manera —añade al fin—. Y eso que usted llama la aventura... Bueno. Cambiaría todas las aventuras del mundo por unas talegas de onzas de oro... Si un día logro retirarme, compraré una tierra lo más lejos posible del mar, donde éste no se vea... Con una casa y un emparrado bajo el que sentarme por las tardes a ver ponerse el sol, sin la incertidumbre de si garreará el ancla, o de los rizos que debo tomar a las velas para pasar la noche tranquilo.

—¿Y una mujer?

—Sí... Bueno. Quizás. Puede que también una mujer.

Se calla, confuso. La pregunta la ha formulado ella en tono desapasionado. Frío. Como una parte más de la enumeración expuesta por Lobo. Y es precisamente esa neutralidad —¿natural o deliberada?— lo que desconcierta al corsario.

—Parece a punto de conseguir algo de eso —estima Lolita Palma—. Hablo de reunir dinero suficiente. De retirarse tierra adentro.

—Puede que sí. Pero hasta el final nunca se sabe.

El faro situado sobre el castillo, al extremo del arrecife de San Sebastián, los ilumina a intervalos con su luz. El bulto negro del centinela de la garita se mueve despacio, paseando a lo largo de la muralla. Lolita Palma, que conserva subida la capucha del dominó, se ha quitado la máscara. Lobo observa el perfil, iluminado periódicamente por el resplandor lejano.

—¿Sabe lo que me gusta de la gente de mar, capitán?... Que ha viajado mucho y hablado poco. Que sabe lo que vio con los ojos, aprendiendo muchas cosas sin estudiarlas en los libros... Ustedes los marinos no necesitan demasiada compañía, pues siempre han estado solos. Y tienen ese poco de ingenuidad, o inocencia, del que baja a tierra como quien entra en un lugar inseguro, desconocido.

Lobo la escucha con sincera sorpresa. Así lo ven otros, se dice. Así es como lo ve ella.

—Usted tiene una bonita idea de mi oficio, pero inexacta —responde—. Alguna de la peor gentuza que conocí estaba dentro de un barco, y no sólo en el castillo de proa. Y desde luego, si permite que se lo diga, nunca la dejaría a solas con mi tripulación...

Casi un respingo, y de nuevo el viejo tono:

—Sé cuidarme de sobra, señor.

El orgullo de los Palma. Sonríe el corsario entre dos destellos del faro.

—No se trata de lo que usted sepa.

—Trato a marinos desde pequeña, capitán. Mi casa...

Obstinada. Segura de sí. La claridad distante recorta ahora el perfil voluntarioso. Ella mira el mar.

—Nos conoce de visita, señora. Y de lo que ha leído en libros.

—Sé mirar, capitán.

—¿De verdad?... ¿Y qué ve cuando me mira?

Se queda en suspenso, ligeramente entreabierta la boca. Roto el difícil equilibrio en que mantenía la conversación. Ahora parece desconcertada, y eso hace que Lobo se conmueva con un sentimiento extraño, próximo al remordimiento. De cualquier modo, la pregunta no había sido hecha para obtener respuesta.

—Escuche —dice el corsario—... Tengo cuarenta y tres años, y soy incapaz de dormir dos horas seguidas sin despertarme a cada momento intentando averiguar dónde estoy, y si el viento ha rolado. Tengo el estómago hecho polvo de las comidas infames a bordo, y dolores de cabeza que duran varios días... Cuando estoy mucho rato en la misma postura, mis articulaciones crujen como las de un anciano. Los cambios de tiempo hacen que me duelan todos los huesos que me rompí, o me rompieron. Y puede bastar un temporal, el descuido de un piloto o un timonel, un instante de mala suerte, para que lo pierda todo de golpe. Sin contar la posibilidad de...

Se calla. Lo deja ahí. Piensa ahora en la mutilación y la muerte, pero no desea ir más allá. No quiere hablar de eso. De los miedos reales. En realidad se pregunta por qué ha dicho todo lo anterior. Qué desea justificar ante la mujer. O qué pretende desmontar. Destruir, pese a sí mismo. Tal vez el deseo de volverse hacia ella, mandarlo todo al diablo y estrecharla fuerte entre sus brazos.

El centinela ha vuelto a su garita, y por un momento relumbra allí el resplandor de un cigarro al encenderse. El faro lejano ilumina a intervalos la muralla en forma de media estrella de Santa Catalina, descubriendo también la lengua rocosa que se adentra en el mar y el bote de ronda que pasa despacio, vigilando las cañoneras. Lolita Palma mira en esa dirección.

—¿Por qué le hizo aquello a Lorenzo Virués?

Parece que la mención a los huesos rotos le haya hecho recordar el incidente. Pepe Lobo la mira con dureza.

—No le hice nada que él no se buscara.

—Me contaron que no se condujo usted...

—¿Como un caballero?

El corsario ha reído al hablar. Ella se queda un rato en silencio.

—Usted sabía que es amigo mío —dice al fin—. De mi familia.

—Y él sabía que soy capitán de un barco suyo. Vaya una cosa por la otra.

—Lo de Gibraltar...

—Al diablo con Gibraltar. Usted no sabe nada de aquello. No tiene derecho...

Una brevísima pausa. Después ella habla con apenas un murmullo, en voz muy baja.

—Tiene razón. Por Dios que la tiene.

El comentario sorprende a Pepe Lobo. La mujer está inmóvil, el perfil obstinado vuelto hacia el mar y la noche. El centinela, que sin duda los ve desde su garita, rompe a cantar una copla. Lo hace en tono bajo, sin alegría ni pena. Un quejido oscuro, gutural, que parece venir de muy lejos a través del tiempo. Lobo apenas entiende lo que dice.

—Creo que deberíamos irnos —sugiere el corsario.

Ella niega con la cabeza. Casi dulce, otra vez.

—Sólo es Carnaval una vez al año, capitán Lobo.

De pronto parece joven y frágil, de no ser por su mirada, que en ningún momento titubea ni se desvía de los ojos del marino cuando éste se inclina sobre ella y la besa en la boca, muy despacio y sin violencia, como si le diese oportunidad de retirar el rostro. Pero ella no lo retira, y Pepe Lobo siente la suavidad deliciosa de sus labios entreabiertos, y el temblor súbito del cuerpo de la mujer, desvalido y firme a la vez, cuando lo rodea y estrecha entre los brazos. Permanecen así los dos unos instantes, cobijada ella en el dominó, del que ha caído la capucha sobre su espalda, envuelta en el abrazo del hombre, callada y muy quieta, sin cerrar los ojos ni dejar de mirarlo. Después se aparta y le pone una mano en la cara, con suavidad, ni para rechazarlo ni para atraerlo. La mantiene así, con la palma abierta y los dedos extendidos tocando el rostro y los ojos del hombre, igual que una ciega que quisiera retener sus rasgos en la mano tibia. Y cuando la retira al fin, lo hace lentamente. Como si le doliera cada pulgada de distancia interpuesta entre su mano y la piel del corsario.

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