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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El asedio (29 page)

BOOK: El asedio
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—Lo de injusto —responde con frialdad— acaba de subirte la multa veinte reales.

Palidece el otro, balbuciendo excusas, y mira de reojo a su mujer. No es verdad que anoche se jugara aquí, protesta. Éste es un comercio decente. Usted se extralimita.

—Ya son ciento veintiocho reales. Cuidado con esa boca.

Reniega el montañés, indignado, pegando un puñetazo sobre un saco de garbanzos que hace saltar varios por el suelo. Ese cagarte en Dios quedará entre nosotros, apunta Tizón sin alterarse. Me hago cargo de los nervios, y no te lo cuento como blasfemia pública. Aunque debería. Tampoco tengo prisa. Podemos pasar así la mañana, si quieres. Entreteniendo a tu mujer y a los clientes que entren: tú protestando, y yo subiéndote la multa. Y al final te cerraré la tienda. Así que déjalo como está, hombre. Que vas servido.

—¿Hay arreglo posible?

El policía compone un gesto ambiguo, deliberado. De los que a nada comprometen.

—Me cuentan que los tres que estuvieron aquí anoche son gente de afuera. Un poquito rara... ¿Los conocías de antes?

De vista, admite el otro. Uno se aloja en la posada de Paco Peña, en Amoladores. Un tal Taibilla. Lleva un parche en el ojo izquierdo y dicen que fue militar. Se hace llamar teniente, pero el montañés no sabe si lo es.

—¿Maneja dinero?

—Algo.

—¿De qué hablaron?

—Ese Taibilla conoce a gente que mete y saca a forasteros. O a lo mejor lo trajina él mismo... Eso tampoco lo sé.

—¿Por ejemplo?

—Un esclavo negro joven. Fugado. Le están buscando un barco inglés.

—¿Gratis?... Me extraña.

—Por lo visto se llevó la vajilla de plata de su amo.

—Acabáramos. Tanto trabajo por un negro.

Tizón toma nota mental de todo. Está al corriente del asunto —el marqués de Torre Pacheco denunció hace una semana la fuga del esclavo y el robo de la plata—, y el dato puede serle útil. También rentable. Una de sus maneras de hacer las cosas es no mostrar excesivo interés por lo que le cuentan. Eso encarece la mercancía, y a él le gusta comprar barato.

—Dame algo mejor. Anda.

Mira el montañés a su mujer, que aparenta seguir atareada en el fregadero. También, dice bajando la voz, trataron sobre una familia que está en El Puerto de Santa María y quiere entrar en Cádiz: un funcionario de Madrid con mujer y cinco hijos, dispuesto a pagar por el viaje y las cartas de residencia, si se las consiguen.

—¿Cuánto?

—Mil y pico reales, creí oírles.

Sonríe el comisario en los adentros. Él se lo habría arreglado al madrileño por la mitad de esa suma. Quizá todavía lo haga, si le echa el guante. Una de sus innumerables ventajas frente a advenedizos como el del parche en el ojo es que, comparados con los precios que maneja esa chusma, los suyos son una ganga. Avalados, además, por su diáfana respetabilidad oficial, con tampón auténtico y limpios de polvo y paja. No en vano, en última instancia, es el propio Tizón quien tiene que dar por buenos esos documentos.

—¿De qué más hablaron?

—Poco más. Mencionaron a un mulato.

—Vaya. Fue noche de morenos, por lo que veo... ¿Qué hay de ese mulato?

—Otro que va y viene. Por lo visto anda mucho de aquí a El Puerto.

Registra Tizón el detalle mientras se quita el sombrero para secarse el sudor. Otras veces ha oído hablar de un mulato, patrón de barca propia, que contrabandea de orilla a orilla, como tantos; pero no que pase gente. Habrá que averiguar sobre ese sujeto, concluye. Con quién habla y por dónde se mueve.

—¿De qué iba el asunto?

El montañés hace un ademán vago.

—Alguien quiere reunirse con su familia, en el otro lado... Me pareció entender que es un militar.

—¿Desde Cádiz?

—Así lo entendí.

—¿Soldado u oficial?

—Oficial, parece.

—Eso ya es más gordo... ¿Oíste él nombre?

—Ahí me pilla usted.

Tizón se rasca el bigote. Un oficial dispuesto a pasarse al enemigo siempre es peligroso. Llega allí, cuenta cosas para congraciarse, y de la deserción a la traición hay un paso muy corto. Y aunque los desertores son competencia de la jurisdicción castrense, cuanto tiene que ver con información o espionaje también pasa por su departamento. Especialmente ahora, cuando se cree ver espías por todas partes. En Cádiz y la Isla hay establecidas duras penas para los patrones y boteros que transporten a desertores, y prohibición de desembarcar a todo emigrado que no pase antes por el barco aduana fondeado en la bahía. En tierra, todo dueño de fonda, posada o casa particular está obligado a informar sobre nuevos huéspedes; y quien se mueva por la ciudad debe ir provisto de una carta de seguridad que lo acredite. Tizón sabe que el gobernador Villavicencio tiene listo un bando de policía aún más enérgico, con pena de muerte para las infracciones graves, aunque de momento retrasa su publicación. En las presentes circunstancias, un extremo rigor significaría ejecutar a media ciudad y encarcelar a la otra media.

—Bueno, camarada. Si volvieran por aquí, tiendes la oreja y me cuentas. ¿Entendido?... Mientras tanto, cierra a la hora en que tengas que cerrar. Dedícate a lo tuyo, y nada de naipes.

—¿Y qué pasa con la multa?

—Hoy es tu día de suerte. Lo dejaremos en cuarenta y ocho reales.

El bochorno gaditano se siente lo mismo al sol que a la sombra cuando el comisario sale a la calle y cruza por San Juan de Dios, camino de su despacho en la Comisaría de Barrios: un viejo edificio con rejas de hierro pegado al convento de Santa María, cerca de la Cárcel Real. Aunque ya media la mañana, los puestos de fruta, verduras y pescado hormiguean de gente bajo los toldos que se extienden desde el edificio consistorial hasta el Boquete y las puertas del muelle. Atraídas por las mercancías expuestas al calor, las moscas asaltan por enjambres. Tizón se afloja el corbatín que le ciñe el cuello y se abanica con el sombrero. Con mucho alivio se quitaría la chaqueta para quedarse en chaleco y mangas de camisa —pese a ser lienzo fino, la tiene empapada de sudor—, pero hay cosas que un caballero y un comisario de policía no pueden hacer. El dista de ser lo primero, y tampoco lo pretende; pero lo segundo impone cierta compostura. No todo son ventajas en su oficio y posición.

Cuando dobla la esquina frente al pórtico de piedra de Santa María, Rogelio Tizón distingue de lejos a Cadalso, su ayudante, acompañado del secretario. Deben de estar esperándolo un buen rato, pues acuden a su encuentro con aspecto de traer noticias importantes. Y tendrán que serlo, supone el comisario, para que el secretario, ratón de despacho y enemigo declarado de la luz del sol, salga a la calle con la que está cayendo.

—¿Qué pasa? —pregunta cuando llegan a su altura.

Con toda urgencia, los otros lo ponen al corriente. Una muchacha ha aparecido muerta. A Tizón se le evapora el calor de golpe. Cuando al fin consigue articular palabra, siente los labios helados.

—¿Muerta, cómo?

—Amordazada, señor comisario. Y con la espalda abierta a latigazos.

Los mira desconcertado, intentando digerir aquello. No puede ser. Intenta pensar a toda prisa, pero no lo consigue. Las ideas se le atropellan.

—¿Dónde ha sido?

—Muy cerca de aquí. En el patio de una casa arruinada que hay al final de la calle del Viento, junto al recodo... La encontraron unos críos, jugando.

—Imposible.

El secretario y el ayudante miran a su jefe con desacostumbrada curiosidad. Uno se endereza los lentes sobre la nariz y el otro arruga la obtusa frente.

—Pues no hay duda —dice Cadalso—. Tiene dieciséis años y es vecina del barrio... Su familia la buscaba desde ayer por la noche.

Tizón mueve la cabeza, negando, aunque ignora exactamente qué. El rumor del mar que bate al pie de la muralla cercana llega ahora ensordecedor hasta sus oídos, como si lo tuviera debajo de las botas recién lustradas por Pimporro. Aturdiéndolo todavía más. El insólito frío se le extiende por todo el cuerpo, hasta la médula de los huesos.

—Os digo que es imposible.

Se ha estremecido, y advierte que sus subordinados lo notan. De pronto siente la necesidad de sentarse en alguna parte. De pensar despacio. Con tiempo y a solas.

—¿La han matado como a las otras? ¿Seguro?

—Exactamente igual —confirma Cadalso—. Acabo de ver el cadáver. Llevo un buen rato intentando localizarlo a usted... He dicho que no dejen acercarse a la gente y que nadie toque nada.

Tizón no escucha. Imposible, vuelve a decir entre dientes. Completamente imposible. El otro lo observa, confuso.

—¿Por qué repite eso, señor comisario?

Tizón mira a su ayudante como si éste fuera imbécil.

—Allí no ha caído nunca nada.

Lo dice sin poderlo remediar, como si formulara una protesta. Y suena absurdo, desde luego. A él mismo se lo parece, expresado en voz alta. Por eso no le extraña advertir que Cadalso y el secretario intercambian una mirada inquieta.

—Tampoco —añade— ha caído una bomba en la ciudad desde hace semanas.

El pequeño convoy, cuatro carros grises tirados por muías, cruza traqueteando el segundo puente de barcas y avanza por la margen izquierda del río San Pedro, en dirección al Trocadero. Sentado en la trasera del último carro —el único que lleva un toldo que protege del sol—, con las piernas colgando, el sable entre ellas y un pañuelo en la cara para no respirar el polvo que levantan las muías, el capitán Desfosseux pierde de vista las últimas casas blancas de El Puerto de Santa María. El camino describe un arco siguiendo el trazado de la costa, entre el páramo próximo al río y la marea baja que descubre, estrechando la desembocadura de aquél, un ancho brazo de fango y verdín, con la barra de San Pedro en segundo término, y al fondo, atrincherada en el azul del agua inmóvil, Cádiz detrás de sus murallas.

Simón Desfosseux está razonablemente satisfecho. La carga de los carros es la que esperaba, y él acaba de pasar, además, dos plácidos días en El Puerto, disfrutando algunas comodidades de retaguardia —una buena cama y comida decente en vez del pan negro, la media libra de carne dura y el cuartillo de vino agrio de la ración diaria— mientras aguardaba la llegada del convoy que venía despacio desde Sevilla, escoltado por un destacamento de dragones e infantería. Eso no ha librado al convoy de sufrir dos ataques de las guerrillas: uno en la venta del Vizcaíno, al pie de la sierra de Gibalbín, y otro cerca de Jerez, vadeando el río Valadejo. Al fin, los carros y su carga llegaron ayer sin otra pérdida que un muerto y dos heridos; con la triste circunstancia de que el muerto era un corneta joven, desaparecido mientras iba a llenar cantimploras a un arroyo, que amaneció desnudo y amarrado a un árbol, con aspecto de haber tardado en morir un rato demasiado largo.

El teniente Bertoldi, que iba en el carro de cabeza del convoy, aparece a un lado del camino, cerrándose la bragueta después de aliviarse entre unos matorrales. Va sin sombrero ni sable, con la casaca abierta y el chaleco desabrochado sobre la tripa, boqueando a causa del tremendo calor. La piel la tiene roja como un indio de las praderas americanas.

—Hágame compañía —le dice Desfosseux.

Tiende una mano y lo ayuda a sentarse a su lado en la trasera del carro, a la sombra. Después de dar las gracias, Bertoldi se cubre la nariz y la boca con el pañuelo sucio que lleva anudado al cuello.

—Parecemos salteadores de caminos —apunta el capitán, sofocada la voz bajo el suyo.

El otro suelta una carcajada.

—En España —conviene— todo el mundo lo parece.

Dirige miradas de añoranza a retaguardia, pues ha disfrutado sin recato los dos días de ocio. Su presencia no era necesaria, pero Desfosseux lo reclamó a su lado, seguro de que al ayudante le iría bien un descanso lejos del fuego de contrabatería español, sin otra preocupación que mantener la línea recta al caminar con el contenido de varias botellas en el cuerpo. Y según sus noticias, así ha sido. De las dos noches, una la ha pasado Bertoldi en una bodega y otra en un burdel: el que hay abierto para oficiales en la plaza del Embarcadero.

—Esas españolas —comenta, evocador—.
Gabacho cabrón,
dicen mientras se desnudan, como si fueran a sacarte los ojos. Tan raciales, ¿verdad? Tan primitivas con sus abanicos y sus rosarios. Parecen gitanas, pero te cobran como si fueran marquesas... Las muy putas.

Desfosseux mira distraído el paisaje. Pensando en sus cosas. De vez en cuando, con el gesto amoroso que una gallina responsable dedicaría a sus polluelos predilectos, se vuelve a medias para contemplar la carga que viaja en el carro, cubierta con lonas y cuidadosamente estibada entre paja y cuñas de madera. Su ayudante echa un vistazo y entorna los ojos, sonriendo bajo el pañuelo.

—Todo llega en la vida —dice.

Asiente el capitán de artillería. La espera ha merecido la pena, o al menos confía en que la merezca. Con destino al Trocadero, el convoy transporta cincuenta y dos bombas especiales de la Fundición de Sevilla, expresamente fabricadas para Fanfán: proyectiles esféricos de obús Villantroys-Ruty de 10 pulgadas, sin asas ni cáncamos, perfectamente calibrados y pulidos en dos modelos distintos, denominados Alfa y Beta. Los carros transportan dieciocho piezas del primero, y treinta y cuatro del segundo. El modelo Alfa es una bomba convencional de tipo granada, de 72 libras de peso, con orificio para espoleta, cargada con lastre de plomo cuidadosamente equilibrado y pólvora. La Beta, por completo esférica y sin espoleta ni carga explosiva, sólo lleva en su interior una masa inerte de plomo con los intersticios rellenos de arena —eso facilita que se trocee en el impacto—, que eleva su peso a 80 libras. Estas nuevas bombas son resultado final de los trabajos y ensayos que durante los últimos meses ha llevado a cabo Desfosseux en la batería de la Cabezuela; fruto de largas observaciones, desvelos, fracasos y éxitos parciales que ahora se materializan en lo que transporta el convoy. Además de cinco nuevos obuses de 10 pulgadas que, a semejanza de Fanfán y con algunas mejoras técnicas, se están fundiendo en Sevilla.

—Usaremos pólvora ligeramente húmeda —dice de pronto el capitán.

Bertoldi lo mira, sorprendido.

—¿Es que su cabeza no descansa nunca?

Desfosseux señala el polvo del camino. De ahí acaba de venir la idea. Se ha bajado el pañuelo de la cara y sonríe de oreja a oreja.

—Soy un estúpido por no haberlo pensado antes.

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