Tizón, que escucha atento, reprime el comentario que le acude a la boca. Esas pobres chicas desolladas a latigazos eran reales, se dice. Su carne abierta sangraba y sus vísceras olían. Nada que ver con arabescos del intelecto. Con filosofías de salón.
—¿Cree que no debo descartar a la gente culta?... ¿Gente de ciencia?
Barrull hace un movimiento vago. Incómodo. Demasiado concreto para mí, indica el ademán. No pretendía ir tan lejos. Pero un momento después parece pensarlo mejor.
—No siempre cultura y ciencia van de la mano —argumenta, mirando el tablero vacío—. La Historia demuestra que ambas pueden caminar también en sentidos opuestos... Pero sí. Podría haber cierto tufillo técnico en nuestro asesino. ¿Y quién sabe?... Quizá también juegue al ajedrez —con una mano hace un gesto amplio, abarcando el recinto del café—. Quizá esté aquí, ahora. Cerca. Rindiendo tributo al método.
Calor. Mucha luz. Bullicio de gente descalza o en alpargatas que se conoce de toda la vida y cuya intimidad no existe. Ojos oscuros, casi árabes. Pieles atezadas de océano y sol. Voces jóvenes y alegres, con el acento cerrado, hermético, de las clases gaditanas más humildes. Hay casas de vecindad de poca altura, gritos de mujeres de balcón a balcón, ropa tendida, jaulas con canarios, niños sucios que juegan en la tierra de las calles estrechas y rectas sin empedrar. Cruces, Cristos, Vírgenes y santos en hornacinas y azulejos, en cada esquina. Olor a mar cercano, a humazo de aceite y a pescado en todas sus variantes: crudo, frito, asado, seco, en salazón, podrido, cabezas y raspas entre las que hurgan gatos con cola pelada de sarna y bigotes pringosos. La Viña.
Torciendo a la izquierda desde la calle de la Palma, Gregorio Fumagal toma la de San Félix, adentrándose en el barrio pescador y marinero. Avanza esquivando y guiándose por el olfato, la vista y el oído a través de los espacios que aquel mundo abigarrado y hormigueante de vida deja libres. Parece un insecto cauteloso moviendo las antenas. Más allá, donde terminan las casas, semejante a una puerta abierta o al cuello de una botella sin corcho, el taxidermista alcanza a ver parte de la explanada de Capuchinos y la muralla de Vendaval guarnecida de troneras y cañones que apuntan al mediodía, sobre el Atlántico. Tras detenerse un momento para quitarse el sombrero y enjugar el sudor, Fumagal sigue camino pegado a las fachadas blancas, azules y ocres, buscando la sombra. Lo del sudor resulta especialmente incómodo, pues un nuevo tinte inglés que ayer compró en la jabonería de Frasquito Sanlúcar destiñe y se lo mancha con un desagradable color oscuro. También le pesa la levita demasiado gruesa, y el pañuelo de seda anudado como corbata que cierra el cuello de su camisa aprieta más de lo corriente. El sol empieza a estar alto y se hace sentir, la brisa es levísima en esta parte de la ciudad, y el comienzo del verano ronda cerca, anunciándose riguroso. En un sitio rodeado de agua como Cádiz, donde muchas calles están trazadas en perpendicular unas a otras para cortar la travesía de los vientos, el calor húmedo al socaire puede ser demoledor.
El Mulato está donde debe estar, llegando al lugar de la cita al mismo tiempo que Fumagal. Más que andar se diría que baila con pasos suaves, muy calculados y despaciosos, al ritmo de una melopea primitiva que sólo él pudiera oír. Lleva alpargatas, sin medias ni sombrero. El calzón es corto, suelto de boquillas, y la camisa abierta, despechugada, está ceñida con una faja encarnada bajo el chaleco corto y deslucido. Su indumento es común entre pescadores y contrabandistas del barrio: nieto de esclavos, libre de nacimiento, propietario de una pequeña barca con la que frecuenta orillas amigas y enemigas, el Mulato es más contrabandista que otra cosa. Su porción de sangre africana —evidente en los rasgos antes que en la piel, razonablemente clara bajo el tostado del sol— es la que da esa cadencia lánguida y flexible a sus movimientos. Alto, atlético, chato de nariz, con labios gruesos, patillas y pelo ensortijados que se agrisan entre los rizos.
—Un mono —dice el Mulato—. Media vara de alto. Buen ejemplar.
—¿Vivo?
—Todavía.
Me interesa, responde Fumagal. Los dos hombres se han detenido ante una tabernuela típica de la Viña: despacho de vino en portal estrecho y sombrío, con dos grandes barricas de madera negra al fondo, serrín en el suelo, un mostrador y dos mesas bajas. Huele fuerte, a vino y al lebrillo de aceitunas partidas que está cerca, sobre un tonel. La conversación se desarrolla en voz alta mientras el Mulato pide dos vasos de tinto y se acomodan de pie junto al corto mostrador —tabla pegajosa, una fuentecilla de mármol, una estampa del guerrillero llamado Empecinado puesta en la pared—. El mono, explica el Mulato en tono lo bastante elevado como para que el tabernero lo oiga todo, llegó hace cuatro días en un barco americano. Es de cola larga, y feo como la madre que lo parió. Un ejemplar raro, dijo el marinero que se lo vendió. Macaco de las Indias Orientales. Y más bien triste: quizá se había acostumbrado al barco y al mar. Come fruta, apenas bebe agua, y se pasa el día en la jaula, sentado patiabierto, frotándose la verga.
—Lo quiero ya muerto —dice Fumagal—. Sin complicaciones.
—Descuide, señor. Yo lo avío.
Establecida ante el tabernero la razón de su cita, los dos hombres apuran sus vasos y salen a la calle, caminando hacia la explanada contigua a la muralla y el océano, lejos de oídos indiscretos. El Mulato lleva en la mano, encallecida por el roce de remos, sedales y cabos, un puñado de aceitunas. Cada diez o doce pasos alza un poco el rostro y escupe un hueso, lejos, con fuerte chasquido de labios y lengua. Al llegar a la explanada, canturrea entre dos aceitunas una coplilla que desde marzo corre con mucho éxito por Cádiz:
Murieron tres mil gabachos
en la batalla del Cerro,
y consiguieron a cambio
que una bomba mate a un perro.
El tono es zumbón como la letra misma. Y aunque el Mulato la ha dicho mirando hacia el baluarte de los Mártires y el mar cercano, el aire distraído como de pensar en otra cosa, Gregorio Fumagal se siente irritado.
—Ahórreme esa estupidez —dice.
Lo mira el otro, con las cejas enarcadas y un falso aire de sorpresa que apenas disimula la insolencia.
—No es su culpa —responde con mucha calma.
—Ahórreme también eso. Mis culpas no son asunto suyo.
—Hay que ir a lo práctico, entonces. Al mollete.
—Si no le importa. Demasiado riesgo corremos ya, como para perder el tiempo.
Mira el contrabandista alrededor con natural disimulo. No hay nadie cerca. Los más próximos son unos presidiarios que a cincuenta pasos reparan la muralla, minada por el mar.
—Me encargan sus amigos que le cuente...
—También son amigos suyos —matiza Fumagal, seco.
—Bueno —el Mulato compone un gesto ambiguo—. A mí me pagan, señor, si de eso habla. Me dan sebo a la ostaga. Los amigos de verdad los tengo en otros sitios.
—Abrevie. Diga lo que tenga que decir.
Se vuelve el otro a medias, señalando la calle que han dejado atrás y el interior de la ciudad.
—Desde la Cabezuela quieren tirar más lejos. A la plaza de San Francisco, por lo menos.
—Hasta ahora no han podido llegar.
Ése no es problema mío, apunta indiferente el contrabandista. Pero la intención la tienen. Luego describe el plan previsto: los nuevos bombardeos empezarán en una semana, y la artillería francesa necesita un plano de los lugares exactos donde caigan las bombas. Información diaria, horarios y distancias, detallando las que estallan y las que no; aunque la mayor parte vendrá sin pólvora. Como referencia para establecer las distancias, quieren que Fumagal use el campanario de la iglesia.
—Necesitaré más palomas.
—He traído de vuelta unas cuantas. Belgas, de un año. Las cestas están donde siempre.
Los dos hombres caminan a lo largo de la plataforma de Capuchinos. Detrás del baluarte se ve el mar al otro lado de las troneras de los cañones, con la línea de costa ligeramente curva, marcada por la muralla hasta la Puerta de Tierra y la cúpula sin terminar de la catedral nueva; y más allá, ondulante en la reverberación del aire cálido y la distancia, la franja de arena blanca del arrecife.
—¿Cuándo vuelve al otro lado? —pregunta Fumagal.
—No sé. La verdad es que se me enreda la driza. Rara es la semana que las rondas de mar no trincan a alguno que cruza la bahía sin pasavante en regla. La emigración y el espionaje tienen alerta a las autoridades... Ya ni aceitando manos se libra uno.
Siguen un trecho en silencio, cerca de los presidiarios que trabajan con trapos anudados en la cabeza y torsos desnudos, relucientes del sudor que barniza cicatrices y tatuajes. Bayonetas caladas en los fusiles, algunos soldados con la casaca corta y el sombrero redondo de los Voluntarios gallegos los vigilan sin excesivo rigor.
—Hace unos días le dieron garrote a otro espía —dice de improviso el Mulato—. Un tal Pizarro.
Asiente el taxidermista. Está al corriente, aunque no con detalle.
—¿Lo conocía?
—No, por suerte —risa cínica—. En ese caso no estaríamos paseando tan tranquilos.
—¿Habló?
—Vaya pregunta, señor. Todos hablan.
—Imagino que usted también me delataría, llegado el caso.
Un silencio breve y significativo. De reojo, Fumagal advierte una sonrisa de burla en los gruesos labios de su acompañante.
—¿Y usted?
El taxidermista se quita el sombrero para enjugarse otra vez el sudor que moja la badana. Maldito tinte, se dice, mirándose la punta de los dedos.
—Es más difícil que yo caiga —responde—. Mi vida es discreta. Pero usted se arriesga con su barca, yendo y viniendo.
—Soy contrabandista conocido: nada grave en Cádiz, donde camarón y cangrejo corren parejo. Aquí no dan garrote por eso... De ahí a sospecharte espía y que te jalen por la punta hay un rato largo. Por eso nunca llevo papeles encima —el Mulato se palmea la frente—. Todo lo tengo aquí.
Y por cierto, prosigue, hay más asuntos. Los amigos de la otra orilla quieren información sobre una plataforma flotante que podría estar preparándose para contrabatería del Trocadero. También sobre los trabajos ingleses en los reductos de Sancti Petri, Gallineras Altas y Torregorda.
—Eso me pilla lejos —responde Fumagal.
—Usted verá, señor. Yo me limito a contarle. También les interesa mucho cualquier noticia sobre casos de calenturas pútridas o fiebres en Cádiz... Supongo que hacen votos por que vuelva la fiebre amarilla, con muertos a pijotá.
—No parece probable.
Suena otra vez la risa burlona del contrabandista.
—La esperanza es lo último que se pierde. Y a lo mejor ayudan los calores del verano... Con epidemia, los barcos dejarían de venir con abastecimientos y esto se pondría feo.
—No confío en eso. El brote del año pasado inmunizó a mucha gente. Dudo que la solución venga por ahí.
Hay gaviotas planeando entre chillidos sobre la extensa explanada, atraídas por los pescadores. Provistos de cañas, vecinos de las casas próximas se asoman al mar por las troneras de los cañones, sin que los aburridos centinelas que recorren la muralla hagan nada por impedirlo. Bocinegros, chapetones y mojarras colean en el aire, enganchados a los anzuelos, o boquean agonizantes, salpicando agua dentro de capachas de esparto y baldes de madera. Fusil al hombro, los soldados se acercan a mirar si pican o no pican, mientras intercambian lumbre y tabaco con los pescadores. Pese a la guerra, Cádiz sigue siendo un vive y deja vivir.
—Nuestros amigos preguntan por la gente —dice el Mulato—: cómo está la gente, qué dice la gente. Si anda descontenta y todo eso... Imagino que siguen confiando en que haya zafacoca, pero está difícil. Aquí no hay hambre. Y en la Isla, donde sí andan peor con los bombardeos y el frente tan cerca, los militares lo tienen todo bien sujeto.
Gregorio Fumagal no hace comentarios. A veces se pregunta en qué nube irreal viven los del otro lado de la bahía. Esperar disturbios populares que beneficien la causa imperial es no conocer Cádiz. La gente humilde profesa un patriotismo exaltado, está a favor de la guerra a ultranza y apoya al sector liberal de las Cortes. Todos en la ciudad, desde el capitán general hasta el modesto comerciante, temen al pueblo y lo adulan. Nadie movió un dedo cuando arrastraron al suplicio al gobernador Solano. Y hace pocos días, cuando un diputado del grupo realista se opuso a la enajenación de señoríos propiedad de la nobleza, varios amotinados y mujerzuelas quisieron hacerse con él y ajustarle cuentas, siendo necesario escoltarlo hasta un buque de la Real Armada para proteger su vida. Una de las razones por las que se prohíbe la entrada con capas o capotes a las sesiones de San Felipe Neri es evitar que el público lleve armas debajo.
—Estoy pensando en ese pobre hombre —comenta el Mulato—. El ajusticiado.
Dan una veintena de pasos en silencio lúgubre, con esas palabras en el aire. El contrabandista se balancea al extremo de sus largas piernas, con la danza suave que es su forma de andar. Cerca, pero manteniendo la distancia, Gregorio Fumagal avanza con pasos cortos y prudentes, cual suele. En él, cada movimiento parece responder a un acto deliberado y consciente, nunca mecánico.
—No me gusta imaginarme —añade el Mulato— con un dogal al cuello, tres vueltas en el pescuezo y la lengua fuera... ¿Y a usted?
—No diga tonterías.
A la altura de los Descalzos se cruzan con unas mujeres que vienen por la explanada con cántaros de agua y desenvuelto andar. Una de ellas es muy joven. Incómodo, Fumagal se toca el pelo para comprobar si destiñe todavía. Al retirar los dedos, confirma que sí. Eso le hace sentirse aún más sucio. Y grotesco.
—Me parece que no seguiré mucho más en esto —dice de pronto el Mulato—. Igual dejo la almadraba antes de que la levanten conmigo dentro... Demasiado va el cántaro a la fuente.
Se calla otra vez, da unos pasos y observa a Fumagal.
—¿De verdad corre estos riesgos por gusto?... ¿Gratis?
Sigue adelante el taxidermista, sin responder. Cuando se quita otra vez el sombrero y enjuga el sudor con un pañuelo, comprueba que éste queda empapado y sucio. El que llega va a ser un verano difícil, concluye. En todos los sentidos.
—No olvide el mono.
—¿Qué?
—Mi macaco de las Indias Orientales.
—Ah, sí —el contrabandista lo estudia, un poco desconcertado—. El mono.