El asedio (22 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—¿Mujerzuelas y demás? —se interesa Lolita, en tono ligero.

—Más o menos. Ambientes poco recomendables, desde luego.

—Pero usted no lo detesta por eso.

—Yo nunca he dicho que lo deteste.

—Es cierto. No lo ha dicho. Pongamos que no simpatiza con él. O que lo desprecia.

—Tengo motivos.

Los dos embocan la calle del Baluarte. Cerca de la casa de los Palma, Lolita apoya una mano en el brazo del militar. Está decidida a dejarse de rodeos.

—No se le ocurra irse sin contarme qué pasó en Gibraltar, entre usted y el capitán Lobo.

—¿Por qué le interesa ese hombre?

—Trabaja con asociados míos... Para mí, en cierto modo.

—Ya veo.

Virués da unos pasos, pensativo, mirando el suelo ante sus botas. Luego alza la cabeza.

—Allí no hubo nada entre nosotros-dice—. En realidad, apenas nos veíamos... Ya le he dicho que él evitaba la compañía de los oficiales españoles... Propiamente dicho, no era uno de los nuestros.

—Se fugó, ¿no es cierto?

Calla el militar. Sólo hace un ademán ambiguo. Incómodo. Lolita concluye que Lorenzo Virués no es hombre inclinado a hablar de otros a sus espaldas. No en exceso, al menos.

—Pese a haber dado su palabra —añade ella, pensativa.

Tras otro corto silencio, Virués lo confirma. Lobo había dado su palabra, en efecto. Eso le permitía moverse con libertad por el Peñón, como todos. Y lo aprovechó. Una noche sin luna, él y otros dos hombres suyos que trabajaban entre los forzados del puerto, y a quienes puso en libertad sobornando a los guardianes —uno de éstos, maltes de origen, desertó con ellos—, se acercaron nadando a una tartana fondeada, y aprovechando el levante fuerte, picaron el ancla, izaron la vela y se dejaron ir hasta la costa española.

—Feo asunto —concede Lolita—. Con palabra de honor por medio, imagino que no gustó demasiado.

—No fue sólo eso. En la fuga mataron a un hombre e hirieron a otro. Uno, el centinela compañero del maltés, fue apuñalado. Y al marinero que estaba de guardia en la tartana cuando Lobo y los suyos la abordaron, lo encontraron luego en el agua, con la cabeza destrozada... Eso dio lugar a que a cuantos estábamos libres bajo palabra se nos retirase el privilegio, encerrándonos en Moorish Castle. Yo mismo estuve allí siete semanas, hasta que me canjearon.

Lolita Palma deja caer atrás la capucha de la capa. Están parados ante el portal de su casa, iluminado con dos faroles dispuestos por Rosas, el mayordomo, en espera del regreso de su señora. Virués se quita el sombrero, despidiéndose con un taconazo. Ha sido un placer acompañarla, dice. Pido su permiso para visitarla de vez en cuando. El militar es hombre agradable, piensa de nuevo Lolita. Inspira confianza. Y crédito. Si fuese comerciante, haría negocios con él.

—¿Habían vuelto a verse, desde entonces?

Virués, que iba a ponerse de nuevo el sombrero, se detiene a medias.

—No. Pero un compañero joven, teniente de artillería, lo encontró en Algeciras al poco tiempo y quiso desafiarlo a duelo... Con mucho desahogo, Lobo se rió en su cara y lo mandó a paseo. No quiso batirse.

A su pesar, casi divertida en los adentros, Lolita imagina perfectamente la escena. El sainete.

—Pues no parece un hombre cobarde.

No ha podido evitar que la sonrisa interior le venga a la boca. El militar se da cuenta de ello, pues frunce el ceño y se inclina un poco mientras junta de nuevo los talones, excesivamente formal. Rígido ante la mujer, despectivo hacia el hombre del que hablan.

—No creo que lo sea. En mi opinión, que no se batiera tiene poco que ver con el valor. Es más bien una cuestión de desvergüenza... A individuos como él, la palabra honor los trae sin cuidado. Son gente de ahora, me temo... Muy de este tiempo. Y de los tiempos que están por venir.

A dos millas y tres décimos de distancia, con un capote sobre los hombros y el ojo derecho pegado al ocular de un telescopio acromático Dollond, el capitán Simón Desfosseux observa las luces lejanas del palacete donde el embajador inglés da su recepción. Gracias a las palomas mensajeras y a las informaciones que van y vienen en boca de marineros y contrabandistas, el artillero está al corriente de que Wellesley, los mandos angloespañoles y la alta sociedad gaditana celebran esta noche el descalabro francés de Chiclana. Las poderosas lentes del instrumento óptico permiten a Desfosseux situar fácilmente el edificio, iluminado como un desafío sobre la línea oscura de los muros que circunda el mar, donde algunas siluetas negras de navíos fondeados se insinúan borrosas, en el contraluz de un ápice de luna.

—Tres punto cinco para compensar estará bien. Elevación, cuarenta y cuatro... Intente colocármelo ahí, Bertoldi. Sea buen chico.

A su lado, sentado en un cajón y con las tablas de tiro iluminadas por una pequeña linterna sorda, el teniente Bertoldi completa los cálculos, se pone en pie y baja por la escala de tablones encaminándose hacia el reducto donde, en el resplandor de unos hachones que arden al otro lado del talud de protección, asoma la boca cilíndrica, enorme y negra, de Fanfán. El obús de 10 pulgadas está orientado hacia su objetivo, en espera de las últimas correcciones que Bertoldi lleva a los sirvientes de la pieza. Apartándose del anteojo, Desfosseux levanta la cabeza y dirige un vistazo a la mancha blanca que destaca en el cielo negro: la manga de tela puesta en un mástil sobre el puesto de observación. Flop, flop, hace. El viento sopla relativamente flojo. La última medición lo situaba en un sursudeste fresquito. De ahí la corrección estimada de tres puntos y medio a la izquierda, para compensar el efecto del viento lateral. Siempre puede ser peor, por supuesto; pero esta noche convendría algo más suave; o, puestos a desear condiciones óptimas, de las que hacen frotarse las manos con placer pirotécnico anticipado, un estesudeste favorable, fuerte, limpio y constante. Un verdadero regalo del dios Marte, cuando sopla, haciendo posibles rectas y parábolas perfectas, o casi, y correcciones de apenas cero punto algo. Felicidad artillera, borrachera de pólvora y fogonazo. Pura gloria. Eso supondría unas preciosas toesas adicionales para asegurar el alcance y la dirección del tiro a través de la bahía. Factores que Desfosseux, artillero pundonoroso, desea siempre lo más adecuados posible; pero que hoy, en especial, favorecerían su intención de sumarse a la fiesta del embajador inglés. Pues en eso anda, despiertos él y su gente, a las diez de la noche y sin cenar. Ajustando el tiro.

Tras echar un último vistazo por el telescopio, Desfosseux baja de la atalaya y se dirige al reducto. Allí, detrás del talud de tierra que protege las piezas de artillería situadas en la batería, el obús Villantroys-Ruty de 10 pulgadas tiene su espacio propio: un atrincheramiento cuadrado y espacioso en cuyo centro está instalada la pieza, con su amenazador tubo oscuro elevado en ángulo sobre la enorme cureña de ruedas herradas que sostiene 7.371 libras de bronce, apuntando a Cádiz según las indicaciones que el teniente Bertoldi acaba de dar a los artilleros. A la luz de los hachones se les ve con la piel grasienta y cara de sueño. Se trata de un sargento, dos caporales y ocho soldados ojerosos, desaseados, sin afeitar. Los chicos de Fanfán. Todos, incluido el suboficial —un auvernés mostachudo y gruñón llamado Labiche—, visten con desorden: gorros cuarteleros, capotes desabotonados y sucios, polainas manchadas de barro seco. A diferencia de los oficiales, que pueden dormir fuera del recinto o solazarse en Puerto Real y El Puerto de Santa María, la suya es vida de topos, siempre entre espaldones, barbetas y trincheras, durmiendo bajo cobertizos de tablas guarnecidas con tierra para protegerse del fuego de contrabatería que los españoles hacen desde su fuerte avanzado de Puntales, en el arrecife.

—Sólo un momento más, mi capitán —dice Bertoldi—. Y a sus órdenes.

Desfosseux observa el trabajo de los artilleros. Han hecho esa misma operación innumerables veces, ahora con Fanfán y antes con los morteros Dedòn de 12 pulgadas y los obuses Villantroys de a 8. Para ellos es rutina de espeque, atacador y botafuego, paso atrás y boca abierta para que el estampido no deje los tímpanos a la funerala. Que a la larga siempre ocurre. A Labiche y su mugrienta tropa les importa un rábano crudo que esta noche se trate de apuntar a la fiesta del embajador inglés o a las enaguas de la madre que lo alumbró. Dentro de un rato, alcancen o no el objetivo, suboficial y soldados volverán a sus mantas infestadas de chinches, y mañana comerán idéntica ración escasa, con vino malo y aguado. Su único consuelo reside en que ésta es una guarnición donde al enemigo se le tiene tomada la medida. Los riesgos son conocidos y hasta cierto punto razonables, a diferencia de otros lugares de España donde el movimiento de las tropas expone a combates azarosos o a terribles encuentros con partidas de guerrilleros; aunque también es cierto que allí los peligros quedan compensados, en ocasiones, por la oportunidad de buenos botines, llenando la mochila en asaltos, marchas y alojamientos; mientras que en torno a Cádiz, con miles de franceses, italianos, polacos y alemanes desplegados como plaga de langosta por la región —los alemanes, como suelen, son especialmente brutales con la población civil—, no queda nada por saquear. Otra cosa sería que la ciudad cercada, rica donde las haya, cayese al fin. Pero sobre eso nadie se hace ilusiones.

—¿Treinta libras justas, Labiche?

El sargento, que se ha cuadrado con poco entusiasmo al ver aparecer a Desfosseux, arroja al suelo un escupitajo de tabaco mascado, se hurga a fondo la nariz y asiente. Las treinta libras de pólvora están en la recámara, y el tubo a cuarenta y cuatro grados de inclinación según las correcciones que acaba de aplicar el teniente Bertoldi. La bomba de hierro hueco de 80 libras se encuentra cargada con plomo, arena y sólo un tercio de pólvora esta vez, con una espoleta especial de madera y hojalata cuyo estopín arde —o debe hacerlo— durante treinta y cinco segundos. Tiempo suficiente para que la mecha interna siga encendida hasta el impacto.

—¿Resolvió el problema del grano del fogón?

Se manosea Labiche el bigote, tardo en responder. El cilindro de cobre por donde se inflama la carga del obús tiende a desatornillarse con cada disparo, a causa de la enorme fuerza de la explosión que impulsa la granada fuera del tubo. Eso termina agrandando el oído del fogón y disminuyendo el alcance.

—Creo que sí, mi capitán —dice al fin, como pensándoselo—. Lo hemos vuelto a enroscar en frío con mucha precaución. Supongo que irá bien, pero no garantizo nada.

Desfosseux sonríe, paseando la mirada por los artilleros.

—Espero que así sea. Esta noche, Manolo tiene fiesta en Cádiz. Debemos animársela... ¿No os parece?

La broma sólo suscita alguna mueca vaga, cansada. Resbala sobre las pieles grasientas y los ojos fatigados. Está claro que Labiche y sus resabiados muchachos dejan el entusiasmo para los oficiales. A ellos les da lo mismo que la granada llegue a su destino o no. Que mate mucho, poco o nada. Lo que quieren es terminar por esta noche, masticar algo e irse a su barraca, a roncar.

El capitán ha sacado el reloj de un bolsillo del chaleco y lo consulta.

—Fuego en tres minutos.

Bertoldi, que se ha acercado a él, mira la hora en su propio reloj. Luego asiente, dice a la orden y se vuelve a los artilleros.

—Coja el botafuego, Labiche. Todos a sus puestos. Ya.

Simón Desfosseux cierra la tapa del reloj, se lo mete en el bolsillo y regresa a la atalaya con mucho tiento, procurando no tropezar en la oscuridad y romperse una pierna. Que tendría poca gracia. Llegado arriba, se echa el capote sobre los hombros, pega el ojo derecho al ocular del telescopio y echa un vistazo al edificio iluminado en la distancia. Luego levanta la cabeza y aguarda. Cómo le gustaría, piensa mientras tamborilea suavemente con las uñas en el cobre del tubo, que Fanfán diera esta noche una buena nota musical, un do de pecho en condiciones, metiéndole al embajador inglés y a sus invitados, por las ventanas, ochenta libras de hierro, plomo, pólvora y simpatía. Con los saludos del duque de Bellune, del emperador y del propio Simón Desfosseux, por la parte que le toca.

Puuumba. El estampido estremece la estructura de madera de la atalaya, ensordeciendo al capitán. Con un ojo abierto —el otro lo ha cerrado para no quedar deslumbrado por el fogonazo— ve cómo la llamarada grande y fugaz del disparo lo ilumina todo alrededor, recortando entre luz cruda y sombras los perfiles del baluarte, las barracas cercanas, el puesto de observación y la orilla del agua negra de la bahía. Todo dura sólo un segundo, antes de que retorne la oscuridad; y para entonces Desfosseux ya está mirando con el otro ojo por el telescopio mientras lo ajusta al punto que desea observar. Siete, ocho, nueve, diez, cuenta sin mover los labios. En el círculo de la lente, con una levísima oscilación debida al efecto de la distancia, relucen las luminarias del edificio al que apuntó Fanfán, haciendo contraluz a las siluetas desenfocadas de palos de navíos fondeados cerca. La cuenta va por diecisiete. Dieciocho. Diecinueve. Veinte. Veintiuno.

Un penacho negro, columna de agua y espuma, se levanta en el centro de la lente a media altura de los palos de los navíos, ocultando un momento el edificio iluminado en tierra. Tiro demasiado corto, comprueba desolado el capitán, con la irritación de quien apuesta a una carta y ve salir otra. La bomba, bien alineada en cuanto a puntería, ha caído al mar sin alcanzar más allá de 2.000 toesas, lo que a esas alturas de cálculos y trabajos supone una distancia ridícula. Quizá el viento sea distinto sobre el objetivo; o tal vez, como ocurrió en otras ocasiones, el proyectil haya salido del tubo demasiado al principio de la deflagración, sin que la pólvora estuviera inflamada por completo. O el grano del fogón se ha ido de nuevo al diablo. El resto de reflexiones decide dejarlo Desfosseux para más tarde, pues una sucesión de fogonazos en las troneras del fuerte de Puntales indica que los artilleros españoles devuelven el saludo nocturno con fuego de contrabatería sobre el Trocadero. Así que, a toda prisa, baja por la escala de madera y se apresura camino de la casamata más próxima —esta vez con menos precauciones que a la venida—, justo en el momento en que el raaaaca de la primera granada española rasga la noche sobre su cabeza y revienta cincuenta toesas a la derecha, entre la Cabezuela y el fuerte de Matagorda. Treinta segundos después, amontonado con Bertoldi, Labiche y los otros artilleros en el interior del refugio, a la luz aceitosa de un candil, Desfosseux siente temblar el suelo y la tablazón que estiba muros y techo, bajo los disparos españoles, mientras retumban como respuesta, cercanos, los cañones imperiales de Fuerte Luis, en intenso duelo artillero de orilla a orilla.

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