—Los liberales no son contrarios a la religión. Casi todos los que conozco van a misa.
—Toma, claro —doña Concha pasea en torno una mirada triunfal—. A la iglesia del Rosario, porque el párroco es de los suyos.
Curra Vilches no se deja amilanar.
—Y los otros van a la catedral vieja —responde con desparpajo— porque allí se predica contra los liberales.
—No irás a comparar, criatura.
—Pues a mí me parece bien lo del teatro patriótico —opina Julia Algueró—. Es bueno que se eduque al pueblo en las virtudes ciudadanas.
Doña Concha cambia en dirección a su nuera el tren de batir. Así empezaron las cosas en Francia, rezonga, y ya vemos el resultado: reyes guillotinados, iglesias saqueadas y el populacho sin respetar nada. Y de postre, Napoleón. Cádiz, añade, ya vio de primera mano de qué es capaz el pueblo sin freno. Acordaos del pobre general Solano, o de incidentes parecidos. La libertad de imprenta no ha hecho sino empeorar las cosas, con tanto panfleto suelto, liberales y antirreformistas tirándose los trastos a la cabeza, y los periódicos azuzando a unos contra otros.
—El pueblo necesita instrucción —interviene Lolita Palma—. Sin ella no hay patriotismo.
La mira largamente doña Concha, como suele. Con una mezcla singular de afecto y desaprobación al oírla hablar de esas cosas. Lolita sabe que, pese al transcurrir del tiempo y a la realidad de cada día, su madrina no acepta la idea de que siga soltera. Una lástima, suele comentar a sus amigas. Esta chica, a su edad. Y nada fea que era. Ni es. Con esa cabeza estupenda y esa sensatez con que lleva su casa, el negocio y lo demás. Y ahí sigue. Se queda para vestir santos, la pobrecilla.
—A veces hablas como esos botarates del café de Apolo, hija mía... Lo que el pueblo necesita es que se le dé de comer, y que le metan en el cuerpo el temor de Dios y el respeto a su rey legítimo.
Sonríe Lolita con extrema dulzura.
—Hay otras cosas, madrina.
Doña Concha ha dejado la almohadilla de los bolillos a un lado y se abanica repetidamente, como si la conversación y el calor del brasero hubiesen acabado por sofocarla.
—Puede —concede—. Pero de ésas, ninguna es decente.
Las astillas de pino que arden a un lado de la gallera despiden un humo resinoso y sucio que irrita los ojos. Sus llamas iluminan mal el recinto y hacen relucir en tonos rojizos la piel grasienta de los hombres agrupados en torno al redondel de arena donde combaten dos gallos: plumas cortadas hasta los cañones tallados a bisel, espolones armados con puntas de acero, picos manchados de sangre. Gritan los hombres de júbilo o despecho a cada acometida y picotazo, apostando dinero en los lances, según el vaivén de la lucha.
—Apueste al negro, mi capitán —aconseja el teniente Bertoldi—. No podemos perder.
Con la espalda apoyada en la empalizada que rodea el palenque, Simón Desfosseux observa la escena, fascinado por la violencia que despliegan los dos animales enfrentados, uno de color bermejo y otro negro con collar de plumas blancas, erizadas por el combate. Los jalean una veintena de soldados franceses y algunos españoles de las milicias josefinas. Más allá del cercado de tablas, desprovisto de techo, se extienden el cielo estrellado y la cúpula sombría, fortificada, de la antigua ermita de Santa Ana.
—El negro, el negro —insiste Bertoldi.
Desfosseux no está seguro de que sea buen negocio. Hay algo en la expresión impasible del propietario del gallo bermejo que le aconseja ser prudente. Es un español magro y canoso, agitanado, de piel oscura y mirada inescrutable, puesto en cuclillas a un lado del redondel. Demasiado indiferente, para su gusto. O el gallo y el dinero de las apuestas le importan poco, o tiene trucos en la manga. El capitán francés no es experto en peleas de gallos; pero en España ha visto algunas, y sabe que un animal sangrante y debilitado puede rehacerse de pronto, y en un picotazo certero poner patas arriba a su adversario. Algunos, incluso, están entrenados para eso. Para que se finjan acorralados y a punto de expirar hasta que las apuestas suban a favor del otro, y entonces atacar a muerte.
Aúllan de gozo los espectadores cuando el bermejo retrocede ante un ataque feroz de su enemigo. Maurizio Bertoldi se dispone a abrirse paso a fin de añadir unos francos más a su apuesta, pero Desfosseux lo retiene por un brazo.
—Apueste al bermejo —dice.
El italiano mira desconcertado el napoleón de oro que su superior acaba de ponerle en la mano. Insiste Desfosseux, muy grave y seguro.
—Hágame caso.
Bertoldi asiente tras un titubeo. Decidiéndose, añade media onza suya al napoleón y lo entrega todo al encargado del palenque.
—Espero no arrepentirme —suspira al regresar.
Desfosseux no responde. Tampoco sigue ahora los pormenores de la pelea. Atraen su atención tres hombres entre la gente. Han visto el relucir de las monedas y la bolsa de piel que el capitán guarda en un bolsillo del capote, y lo observan con fijeza poco tranquilizadora. Los tres son españoles. Uno viste ropa de paisano, alpargatas y una manta rayada puesta sobre los hombros, y los otros usan las casacas de paño pardo ribeteadas de rojo, los calzones y las polainas de las milicias rurales que operan como auxiliares del ejército francés. A menudo se trata de gente de mala índole, mercenaria y poco fiable: antiguos guerrilleros, maleantes o contrabandistas —las diferencias nunca están claras en España— que han prestado juramento al rey José y ahora persiguen a sus antiguos camaradas, con derecho a un tercio de lo aprehendido a enemigos y delincuentes, sean reales o inventados. Y así, impunes, crueles, tornadizos, proclives a infligir toda suerte de abusos y vejaciones a sus compatriotas, los tales milicianos resultan a veces más peligrosos que los propios rebeldes, a los que emulan en estragos hechos en caminos, campos y cortijos, robando y saqueando a la población que dicen proteger.
Mirando los tres rostros serios y sombríos, el capitán Desfosseux reflexiona una vez más sobre los dos rasgos que considera propios de los españoles: desorden y crueldad. A diferencia de los soldados ingleses y su bravura continua, despiadada e inteligente, o de los franceses, siempre resueltos en el combate pese a estar lejos de su tierra y pelear, a menudo, sólo por el honor de la bandera, los españoles le siguen pareciendo un misterio hecho de paradojas: coraje contradictorio, cobardía resignada, tenacidad inconstante. Durante la Revolución y las campañas de Italia, los franceses, mal armados, mal vestidos y sin instrucción militar, se convirtieron rápidamente en veteranos celosos de la gloria de su patria. Mientras que los españoles, como si estuvieran atávicamente acostumbrados al desastre y a la desconfianza en quienes los mandan, flaquean al primer choque y se derrumban como ejército organizado desde el principio de cada batalla; y sin embargo, pese a ello, son capaces de morir con orgullo, sin un lamento y sin pedir cuartel, lo mismo en pequeños grupos o combates individuales que en los grandes asedios, defendiéndose con pasmosa ferocidad. Mostrando después de cada derrota una extraordinaria perseverancia y facilidad para reorganizarse y volver a pelear, siempre resignados y vengativos, sin manifestar nunca humillación ni desánimo. Como si combatir, ser destrozados, huir y reagruparse para combatir y ser destrozados de nuevo, fuese lo más natural del mundo. El general
No Importa,
llaman ellos mismos a eso. Y los hace temibles. Es el único que no desmaya nunca.
En cuanto a la crueldad española, Simón Desfosseux conoce demasiados ejemplos. La pelea de gallos parece un símbolo apropiado, pues la indiferencia con que estas gentes taciturnas aceptan su destino descarta la piedad hacia quienes caen en sus manos. Ni en Egipto tuvieron los franceses que soportar más angustias, horrores y privaciones que en España, y esto acaba empujándolos a toda clase de excesos. Rodeados de enemigos invisibles, siempre el dedo en el gatillo y mirando por encima del hombro, saben su vida en peligro constante. En esta tierra estéril, quebrada, de malos caminos, los soldados imperiales deben realizar, cargados como acémilas y bajo el sol, el frío, el viento o la lluvia, marchas que horrorizarían a caminantes libres de todo peso. Y a cada momento, al comienzo, durante la marcha o al final de ésta, en el lugar donde se esperaba descanso, menudean los encuentros con el enemigo: no batallas en campo abierto, que tras librarse permitirían al superviviente descansar junto al fuego del vivac, sino la emboscada insidiosa, el degüello, la tortura y el asesinato. Dos sucesos recientemente conocidos por Desfosseux confirman el cariz siniestro de la guerra de España. Un sargento y un soldado del 95.° de línea, capturados en la venta de Marotera, aparecieron hace una semana puestos entre dos tablas y aserrados por la mitad. Y hace cuatro días, en Rota, un vecino y su hijo entregaron a las autoridades el caballo y el equipo de un soldado del 2.° de dragones al que alojaban, asegurando que había desertado. Al fin se descubrió al dragón, degollado y oculto en un pozo. Había intentado violentar a la hija del dueño de la casa, confesó éste. Padre e hijo fueron ahorcados después de cortárseles las manos y los pies, y saqueada la casa.
—Mire al bermejo, mi capitán. Todavía colea.
Hay entusiasmo en el tono del teniente Bertoldi. El gallo, que parecía acorralado por su enemigo a un lado del redondel, acaba de erguirse reanimado por reservas de energía hasta ahora ocultas, y de un furioso picotazo ha abierto un tajo sangrante en la pechuga del otro, que vacila sobre sus patas y retrocede desplegando las alas de plumas recortadas. Dirige Desfosseux una rápida ojeada al rostro del dueño, buscando explicación al suceso, pero el español sigue impasible, mirando al animal como si ni la anterior debilidad de éste ni su brusca recuperación lo sorprendieran en absoluto. Se atacan los gallos en el aire, saltando en acometida feroz, entre golpes de pico y espolones, y de nuevo es el negro el que, ahora con los ojos reventados y sangrando, recula, intenta debatirse todavía, y cae al fin bajo las patas del otro, que lo remata entre implacables picotazos y yergue la cabeza enrojecida para cantar su triunfo. Sólo entonces advierte Desfosseux un leve cambio en el propietario. Una brevísima sonrisa, a un tiempo triunfal y despectiva, que desaparece cuando se levanta y recoge al animal antes de mirar en torno con sus ojos inexpresivos y crueles.
—Como para fiarse del gallo —dice Bertoldi, admirado.
Desfosseux observa al palpitante animal bermejo, húmedo de sangre propia y ajena, y se estremece como ante un presentimiento.
—O del dueño —añade.
Los dos artilleros cobran sus ganancias, las reparten y salen del palenque a la oscuridad de la noche, envueltos en sus capotes grises. Hay un perro echado entre las sombras, que se levanta sobresaltado al verlos aparecer. A la vaga luz que llega del recinto, el capitán advierte que tiene mutilada una de las patas delanteras.
—Bonita noche —comenta Bertoldi.
Desfosseux supone que su ayudante se refiere al dinero fresco que les pesa en la bolsa; pues noches como ésta, de cielo estrellado y limpio, han visto unas cuantas en su vida militar. Se encuentran muy cerca de la vieja ermita de Santa Ana, situada en lo alto de la colina que domina las alturas de Chiclana —llevan allí dos días de descanso, con pretexto de recoger suministros para la Cabezuela—. Desde el lugar, fortificado y artillado con una batería próxima, puede divisarse a la luz del día todo el paisaje de las salinas y la isla de León, desde Puerto Real hasta el océano Atlántico y el castillo español de Sancti Petri que los ingleses guarnecen en la desembocadura del caño, a un lado, y las montañas cubiertas de nieve de la sierra de Grazalema y Ronda en la dirección opuesta. A esta hora, la oscuridad sólo permite ver los contornos de la ermita entre perfiles de lentiscos y algarrobos, el camino de tierra clara que serpentea ladera abajo, algunas luces lejanas —sin duda hogueras de campamentos militares— por la parte de la Isla y el arsenal de la Carraca, y el reflejo de media luna baja multiplicado hasta el infinito del horizonte semicircular en los esteros y canalizos. La población de Chiclana se extiende al pie de la colina, apagada y triste por el saqueo, la ocupación y la guerra, aprisionada entre la extensa nada negra de los pinares, con su contorno claro de casas encaladas partido en dos por la franja del río Iro.
—Nos sigue el perro —dice Bertoldi.
Es cierto. El animal, sombra móvil entre las sombras, cojea tras ellos. Al volverse a mirarlo, Simón Desfosseux descubre otras tres sombras que vienen detrás.
—Cuidado con los manolos —advierte.
Aún no acaba de decirlo cuando se les echan encima, blandiendo destellos en aceros que se mueven como relámpagos. Sin tiempo de sacar el sable de la vaina, Desfosseux siente un tirón de un brazo y oye el desagradable sonido de una navaja rasgándole el paño del capote. Está lejos de ser un guerrero intrépido, pero tampoco va a dejarse degollar por las buenas. Así que manotea para evitar un nuevo tajo, empuja a su agresor y forcejea con él, procurando hurtar el cuerpo a la navaja que lo busca y desembarazar el sable, sin conseguirlo. Cerca oye respiraciones entrecortadas y gruñidos de furia, rumor de lucha. Por un instante se pregunta cómo le irán las cosas a Bertoldi, pero está demasiado ocupado en proteger su propia vida como para que el pensamiento le lleve más de un segundo.
—¡Socorro! —grita.
Un golpe en la cara le hace ver puntitos luminosos. Otro rasgar de paño le produce un estremecimiento en las ingles. Me van a hacer tajadas, se dice. Como a un puerco. Los hombres con los que forcejea mientras pretenden sujetarle los brazos —para apuñalarlo, concluye con un estallido de pánico— huelen a sudor y humo resinoso. Ahora también le parece oír gritar a Bertoldi. Con esfuerzo desesperado, zafándose a duras penas de quienes lo acosan, el capitán da un salto ladera abajo y rueda un corto trecho entre piedras y arbustos. Eso le proporciona tiempo suficiente para meter la mano derecha en el bolsillo del capote y sacar el cachorrillo que lleva en él. La pistola es pequeña, de reducido calibre, más propia de un currutaco perfumado que de un militar en campaña; pero pesa poco, es cómoda de llevar, y a corta distancia mete una bala en la tripa con tanta eficacia como una de caballería modelo año XIII. Así que, tras amartillarla con la palma de la mano izquierda, Desfosseux la levanta con tiempo de apuntar a la sombra más próxima, que le viene encima. El fogonazo ilumina unos ojos desconcertados en rostro moreno y patilludo, y luego se escucha un gemido y el ruido de un cuerpo que retrocede, trastabillando.