Inesperadamente, el salinero tiene miedo. No el de siempre, cuando las balas zumban cerca y siente los músculos y tendones encogidos, esperando el tiro cabrón que tumba patas arriba. Tampoco se trata del lento escalofrío de la espera antes del combate inminente —el peor miedo de todos—, cuando el paisaje próximo, incluso bajo el sol, parece volverse gris de sucios amaneceres, y sale dentro una extraña congoja por uno mismo que sube por el pecho hasta la boca y los ojos, sin remedio, obligando a respirar muy hondo y muy despacio. El miedo de ahora es diferente: sórdido, mezquino. Egoísta. Avergüenza sentir esta aprensión turbadora que vuelve amargo el humo de tabaco entre los dientes y empuja a levantarse con toda urgencia y salir de allí, correr a casa y abrazar a la mujer y las hijas para sentirse entero. Vivo.
—¿Qué hay de la cañonera? —pregunta Cárdenas—. ¿Cuándo nos pagan?
Mojarra encoge los hombros. La cañonera. Hace dos días estuvo en la intendencia de la Armada, a reclamar de nuevo la recompensa prometida. Ya pierde la cuenta de las veces que ha ido. Tres horas largas de pie esperando con el sombrero en la mano, como de costumbre, hasta que el habitual funcionario malhumorado le dijo con sequedad, en medio minuto y sin apenas mirarlo, que cada cosa a su tiempo y menos prisas. Que hay demasíados jefes, oficiales y soldados que llevan meses sin cobrar sus pagas.
—Tardarán un poco, todavía. Eso dicen.
El otro lo mira inquieto.
—Pero ¿has ido en serio?
—Claro que he ido. Y mi compadre Curro, varias veces. Siempre nos despachan con pocas palabras. Es mucho dinero, dicen. Y son malos tiempos.
—¿Y tu capitán Virués? ¿No puede hablar con alguien?
—Dice que en asuntos de ésos no hay nada que hacer. Está fuera de su competencia.
—Pues bien contentos se pusieron cuando aparecimos con la lancha. Hasta el comandante de marina nos dio la mano. ¿Te acuerdas?... Y me vendó la cabeza con su pañuelo.
—Ya sabes. En caliente es otra cosa.
Cárdenas se lleva una mano a la frente, como si fuese a tocar la herida abierta en el cráneo, y la detiene a una pulgada del borde.
—Estoy aquí por esos cinco mil reales, cuñado.
El salinero permanece en silencio. No sabe qué decir. Da una última chupada al chicote, lo deja caer al suelo y aplasta la brasa con el talón de la alpargata. Después se pone en pie. Los ojos enrojecidos de Cárdenas lo miran con desolación. Indignados.
—Nos la jugamos bien jugada —dice—. Curro, el hormiguilla, tú y yo. Y los franceses que aligeramos, acuérdate. Dormidos y a oscuras, casi... ¿Se lo explicaste bien?
—Claro que sí... Ya verás cómo se arregla. Tranquilo.
—Nos ganamos el dinero de sobra —insiste Cárdenas—. Y más que nos dieran.
—Hay que tener paciencia —el salinero le pone una mano en el hombro—. Será cosa de pocos días, digo yo. Cuando lleguen caudales de América.
Mueve el otro la cabeza con desaliento y se tumba de lado en el jergón, encogido como si tuviera frío. Los ojos febriles miran fijamente el vacío.
—Lo prometieron, cuñado... Una lancha con su cañón, veinte mil reales... Por eso fuimos, ¿no?
Mojarra coge su manta, el zurrón y el calañés, camina entre los jergones y se aleja de allí. Huyendo de lo que tapan las banderas.
Veinte millas al oeste de cabo Espartel, el último cañonazo hace caer la gavia de mayor de la presa, que se desploma sobre cubierta con desorden de verga, jarcia y lona. Casi en el mismo instante, a bordo se ponen en facha y arrían la enseña francesa.
—Echad la chalupa al agua —ordena Pepe Lobo.
Apoyado en la regala de estribor, a popa de la
Culebra,
el corsario observa la embarcación capturada, que se balancea en la marejada con la lona a la contra, retenida en el viento fresco de levante. Es un chambequín de mediano tonelaje, tres cañones de 4 libras a cada banda y aparejo de cruz, y acaba de rendirse tras brevísimo combate —dos andanadas por una y otra parte, con poco daño a la vista— y cinco horas de una caza iniciada cuando, a la luz del alba, un vigía de la balandra española lo descubrió adentrándose en el Atlántico. Se trata seguramente de uno de los barcos enemigos, medio mercantes y medio corsarios, que frecuentan los puertos marroquíes para encaminar provisiones a la costa controlada por los franceses. Por el rumbo que llevaba antes de verse perseguido, el chambequín debió de zarpar anoche de Larache con intención de navegar mar adentro, dando un rodeo hacia poniente para evitar las patrullas inglesas y españolas del Estrecho, antes de poner rumbo norte y arribar a Rota o Barbare al amparo de la oscuridad. Ahora, una vez marinado por la gente de la
Culebra
y reparada la gavia, su destino será Cádiz.
Pica los cuartos la campana de a bordo con dos toques dobles. Ricardo Maraña, que ha cambiado unas palabras mediante la bocina con la tripulación del chambequín, se acerca desde proa, pasando junto a los cuatro cañones de 6 libras que, en la banda de estribor, aún apuntan al otro barco para evitar sorpresas de última hora.
—Tripulación francesa y española, patrón francés —informa, satisfecho—. Vienen de Larache, como suponíamos, hasta arriba de carne salada, almendras, cebada y aceite... Una buena captura.
Asiente Pepe Lobo mientras su segundo, con la indiferencia habitual, se mete dos pistolas en el ancho cinto de cuero que le ciñe la chaqueta negra, asegura el sable y acude a reunirse con el trozo de abordaje que, provisto de alfanjes, trabucos y pistolas, se dispone a embarcar en la chalupa. Con semejante carga y bandera, ningún tribunal discutirá la legitimidad de la presa. La voz ha corrido ya por cubierta: alborozados ante la perspectiva de pingüe botín sin costo de sangre, los tripulantes se muestran risueños y palmean las espaldas de Maraña y sus hombres.
Cogiendo el catalejo que hay junto a la bitácora, Pepe Lobo lo extiende, pega un ojo a la lente y dirige un vistazo a la popa elevada y fina del otro barco, cuya tripulación recoge la lona caída en cubierta y aferra el resto del aparejo. Hay tres hombres bajo el palo de mesana, mirando la balandra con gesto desolado. Uno de casacón oscuro, barba espesa y cabeza cubierta por un sombrero de ala corta, parece el capitán. Tras él, en la banda opuesta, un pilotín o un grumete arroja algo por la borda. Quizás un libro de señales secretas, correspondencia oficial, una patente de corso francesa o todo eso junto. Al advertirlo, Lobo llama al contramaestre Brasero, que sigue junto a los cañones.
—¡Nostramo!
—¡Mande, capitán!
—¡Dígales por la bocina que toda la gente vaya a proa!... ¡Y que si tiran algo más al agua, aunque sea un escupitajo, largamos otra andanada!
Mientras Brasero obedece la orden, escupitajo incluido, el capitán de la
Culebra
se asoma por la borda para comprobar cómo va la puesta en el agua de la chalupa. El trozo de presa ya está a bordo, y los hombres arman los remos en los escálamos mientras Maraña se descuelga por el costado. Pepe Lobo mira luego en dirección a la costa marroquí, invisible en la distancia pese a que el día es claro, con el horizonte limpio. Una vez marinado el chambequín tiene intención de acercarse un poco a tierra y echar un vistazo por si todavía cayese algo más —éstas son buenas aguas para la caza—, antes de cambiar el rumbo y escoltar la presa.
—¡Cubierta!... ¡Vela por el través de estribor!
Mira arriba el corsario, contrariado. En la cofa, el vigía señala hacia el norte.
—¿Qué barco?
—¡Dos palos, parece! ¡Velas cuadras, grandes, con todo arriba!
Tras colgarse el catalejo del hombro, Lobo recorre inquieto media cubierta, bajo la botavara que oscila con la gran vela mayor parcialmente aferrada. Después, encaramándose a la regala, trepa un poco por los flechastes, extiende el catalejo y mira por él, procurando adaptar el pulso y la vista al movimiento que la marejada impone a la lente.
—¡Es un bergantín! —advierte el vigía, sobre su cabeza.
El grito llega sólo un segundo antes de que Pepe Lobo identifique el aparejo de la embarcación que se aproxima con rapidez gracias al levante fresco que tensa su lona. Y es un bergantín, desde luego. Navega con foques, gavias, juanetes y sobrejuanetes, está a unas cinco millas y lleva buen andar, acercándose con el viento por la aleta de babor. Todavía resulta imposible distinguir su bandera, si es que la lleva izada; pero no hace falta. Lobo cierra los ojos, masculla una maldición, los abre de nuevo y mira otra vez por el catalejo. Cree reconocer al intruso. También le cuesta creer en su mala suerte, pero el mar hace esta clase de jugadas. A veces se gana y a veces se pierde. La
Culebra
acaba de perder.
—¡Que vuelva el trozo de abordaje!... ¡Gente a la maniobra!
Grita las órdenes mientras se desliza abajo por un obenque, y apenas pone los pies en cubierta se dirige a popa sin prestar atención a los hombres que lo miran perplejos, o se detienen un momento en la borda para escudriñar el horizonte. De camino se cruza con Maraña, que ha regresado y lo interroga con una ojeada. Lobo se limita a señalar el norte con un movimiento del mentón, y a su teniente le basta un instante para comprender.
—¿El bergantín de Barbate?
—Puede.
Maraña se lo queda mirando, inexpresivo. Después se inclina por la borda sobre la chalupa; cuyos tripulantes, las manos en los remos, se aguantan con un bichero en los cadenotes y levantan los rostros inquisitivos, sin saber qué ocurre.
—¡Todos a bordo! ¡Sacadla del agua!
Podría tratarse también de un inglés, se dice Pepe Lobo, aunque no tiene noticia reciente de ninguno a esta parte del Estrecho. En todo caso, no está dispuesto a correr riesgos. La balandra corsaria es rápida; pero el francés, si de él se trata, lo es mucho más. Sobre todo con viento del través y a un largo, como será el caso si les pretende dar caza. También tiene mayor potencia de fuego: sus doce cañones de 6 libras superan en cuatro a la
Culebra.
Y lleva más tripulantes.
—¡Cubierta! —grita el vigía—. ¡Es el bergantín francés!
Lobo no se lo hace repetir.
—¡Larga mayor y larga todo a proa, amurado a babor!
La chalupa ya está a bordo, chorreando agua. Los del trozo de abordaje han dejado las armas y la estiban en sus calzos a popa del palo, bajo la botavara, mientras Maraña da órdenes a proa y el contramaestre Brasero empuja a sus puestos a los remolones. Un murmullo de decepción recorre el barco. Desconcertados al principio, conscientes al fin del peligro que se cierne sobre ellos, los hombres corren a largar las candalizas de la vela mayor, que se extiende con un sonoro batir de lona libre mientras, a proa, el foque grande y la trinqueta suben por los estays con las escotas sueltas, dando zapatazos.
—¡Caza la mayor!... ¡Caza todo a proa!
Tiran los hombres de las escotas por estribor, y la balandra escora varias tracas hacia esa banda cuando el viento embolsa y tensa las velas. Pepe Lobo, que se ha quedado junto al timón, mueve él mismo la caña hasta situar la marca del compás que hay sobre el tambucho en sudoeste cuarta al oeste, y le repite el rumbo al Escocés, el primer timonel dejando la barra en sus manos. De un vistazo comprueba que las velas reciben bien el viento y que la balandra, impulsada como un purasangre por la lona que se despliega en torno a su único palo, responde hendiendo el mar mientras gana velocidad y la gente termina de cazar y amarrar escotas.
—Ahí se queda un dineral —masculla el timonel.
Dirige —como su capitán y como todos a bordo— miradas de frustración a la presa abandonada. El rumbo lleva a la
Culebra
a pasar a tiro de pistola del otro barco; distancia suficiente para que los corsarios puedan apreciar primero el estupor y luego la alegría de sus tripulantes, que al comprender lo que ocurre dedican a los fugitivos gritos burlones, ademanes obscenos y cortes de mangas. Y con un pellizco de amargura, mientras se alejan del chambequín, Pepe Lobo tiene una última visión del capitán enemigo agitando irónicamente su sombrero en el aire, al tiempo que en el pico de mesana se despliega de nuevo la bandera francesa.
—No se puede ganar siempre —comenta Ricardo Maraña, que ha regresado a popa y se recuesta en la regala de barlovento con su flema habitual, los pulgares en el cinto donde todavía lleva el sable y las dos pistolas.
Pepe Lobo no responde. Tiene los ojos entornados para protegerlos del sol y observa atento la superficie del mar y la grímpola que, en el tope del palo, indica la dirección del viento aparente. El corsario se halla absorto en cálculos de rumbo, viento y velocidad, trazando en su cabeza, con la misma claridad que si lo hiciera sobre una carta náutica, el zigzag de rectas, ángulos y millas que se propone recorrer en las próximas horas, a fin de poner la mayor cantidad posible de agua entre la balandra y el bergantín que, sin duda, apenas identifique la presa liberada y asegure la recompensa, continuará la caza. Si es, como parece, el que los franceses tienen entre Barbate y la broa del Guadalquivir, se trata de una embarcación rápida de ochenta pies de eslora y doscientas cincuenta toneladas. Eso supone diez y tal vez once nudos de velocidad con viento fresco a un largo o por la aleta; andar superior al de la balandra, que con el mismo rumbo y viento no pasa de los siete u ocho nudos. La única ventaja de ésta es que navega mejor de bolina: su gran vela áurica permite, llegado el caso, ceñir más el viento de lo que es capaz el bergantín con sus velas cuadras, y superarlo así en velocidad. Al menos, un par de nudos.
—Se mantendrá el levante —suspira Ricardo Maraña observando el cielo—. Hasta mañana, por lo menos... Es la parte positiva.
—Alguna tenía que haber, maldita sea mi sangre.
Tras el desahogo entre dientes —Maraña ha sonreído un poco al oírlo, sin más comentarios—, Pepe Lobo saca el reloj del bolsillo del chaleco. Sabe que su teniente está pensando lo mismo que él. Quedan menos de cinco horas de luz. La idea es huir hasta el anochecer con rumbo sudoeste, adentrándose en el Atlántico para dar más tarde un bordo al noroeste ciñendo el viento y despistar al bergantín en la oscuridad. En teoría. De cualquier modo, el arte del asunto consiste en mantenerse lejos hasta ese momento.
—Una milla cada hora —dice Lobo—. Es lo más que podemos dejar que nos gane el bergantín... Así que más vale que larguemos el foque volante y el velacho.
Su segundo mira hacia arriba, sobre la vela mayor. La enorme lona embolsada por el viento portante está abierta a sotavento, contenida por el pico y la botavara, impulsando la balandra con el auxilio de la trinqueta y el foque desplegados sobre el largo bauprés, a proa.