—No me fío del mastelero —Maraña habla en voz baja para que no lo oigan los timoneles—. Un balazo del francés lo rozó por encima del tamborete... Lo mismo es demasiado trapo arriba, y se parte si refresca.
Pepe Lobo sabe que el teniente tiene razón. Según los rumbos, con vientos fuertes y mucha lona arriba, el único palo de la balandra puede romperse si lo obligan a soportar demasiada vela. Es el punto débil de esa clase de barcos rápidos y maniobreros: fragilidad a cambio de velocidad. Delicados, a veces, como una señorita.
—Por eso no vamos a largar el juanete —responde—. Pero en el resto no tenemos elección... A ello, piloto.
Asiente el otro, fatalista. Se desembaraza del sable y las pistolas, llama al contramaestre —Brasero supervisaba el trincado de los cañones y el cierre de las portas— y se encamina al pie del palo para vigilar la maniobra.
Mientras, Pepe Lobo le corrige el rumbo al Escocés en dos cuartas y dirige después el catalejo hacia la estela de la balandra. A través de la lente observa que el chambequín ha vuelto a desplegar lona y navega al encuentro de su salvador, y que el bergantín continúa acercándose veloz. Cuando Lobo baja el catalejo y mira hacia proa, el palo de la balandra se ha cubierto de más lona, que gualdrapea desplegándose antes de inmovilizarse embolsada, sujeta por las escotas que los hombres cazan en cubierta: el foque volante alto y tirante en sus garruchos sobre el foque grande y la trinqueta, el velacho braceado en su verga, sobre la cofa. Atrapando más viento, la
Culebra
da un sensible tirón hacia adelante, machetea la marejada y se inclina más a sotavento, con la regala tan cerca del agua que ésta salta en rociones sobre los cañones y corre por cubierta hasta los imbornales, empapándolo todo. Apoyado en el ángulo que forman el coronamiento del espejo de popa y la regala de barlovento, abiertas las piernas para compensar la pronunciada escora, el corsario lamenta otra vez, para sí, la pérdida de la presa que deja atrás. Aparte el porcentaje de botín para él y sus hombres, don Emilio Sánchez Guinea y su hijo Miguel habrían quedado satisfechos, concluye. Y también Lolita Palma.
Por un instante, Pepe Lobo piensa en la mujer —«Cuando usted vuelva del mar», dijo ella la última vez— mientras la balandra navega recta, segura, cabalgando el Atlántico y acuchillando la marejada con rítmico cabeceo. Una ráfaga de agua fría salta desde los obenques hasta la popa, sobre el capitán y los timoneles, que se agachan para esquivarla como pueden. Sacudiéndose la casaca, mojado y revuelto el pelo, el corsario se pasa una manga por la cara, para quitarse la sal que le escuece en los ojos. Después vuelve a mirar sobre la estela, en dirección a las velas todavía lejanas del bergantín. Al menos, como dijo antes Maraña, ésa es la parte positiva. La caza por la popa requiere muchas horas. Y la
Culebra
corre como una liebre.
Ahora, murmura malévolo, atrápame si puedes. Cabrón.
Chasquido de bolillos, roce de seda y crujir de vestidos femeninos sobre las sillas y el sofá con brazos adornados por tapetes de encaje. Copas de vino dulce, chocolate y pastas en la mesita de merendar. Bajo la mesa camilla con los faldones levantados, un brasero de cobre calienta la estancia perfumándola con olor de alhucema. Decoran las paredes empapeladas en rojo color de vino un espejo grande, estampas, platos pintados y un par de cuadros buenos. Entre los muebles destacan una cómoda china lacada y una jaula con una cacatúa dentro. Por las vidrieras amplias de dos balcones se ven los árboles del convento de San Francisco dorándose en la luz poniente.
—Dicen que se ha perdido Sagunto —comenta Curra Vilches— y que puede caer Valencia.
Se sobresalta doña Concha Solís, dueña de la casa, interrumpiendo un momento su labor.
—Dios no lo permitirá.
Es una mujer gruesa que rebasa los sesenta. Cabello gris en rodete sujeto con horquillas. Pendientes y pulsera de azabache, toquilla de lana negra sobre los hombros. Un rosario y un abanico a mano, sobre la mesita.
—No lo permitirá en absoluto —repite.
A su lado, Lolita Palma —vestido marrón oscuro con cuello ribeteado de encaje blanco— bebe un sorbo de mistela, deja la copa en la bandeja y sigue con el bordado que tiene en un bastidor sobre el regazo. No es mujer de hilo, dedal y aguja, ni de otras tareas domésticas que violenten lo razonable en su carácter y posición social; pero tiene por costumbre visitar a su madrina, en la casa de la calle del Tinte, las dos veces al mes que hay tertulia femenina en torno al costurero, los bordados y el encaje de bolillos. Hoy también asisten la hija y la nuera de doña Concha —Rosita Solís y Julia Algueró, embarazada ésta de cinco meses—, y una madrileña alta y rubia llamada Luisa Moragas, que está refugiada en Cádiz con su familia y vive de alquiler en el piso superior del edificio. Completa el grupo doña Pepa de Alba, viuda del general Alba, que tiene tres hijos militares.
—Las cosas no van bien —prosigue Curra Vilches muy desenvuelta, entre puntada y puntada—. Nuestro general Blake ha sido derrotado por los franceses de Suchet, y dispersado su ejército. Hay mucho recelo de que todo Levante caiga en manos francesas... Y por si fuera poco, el embajador Wellesley, que se lleva fatal con las Cortes, amenaza con retirar las tropas inglesas: las de Cádiz y las de su hermanito el duque de Güelintón.
Sonríe Lolita Palma, que mantiene un silencio prudente. Su amiga habla con un aplomo castrense que ya quisieran para ellos ciertos generales. Cualquiera diría que pasa el tiempo entre obuses y redobles de tambor, como una cantinera pizpireta.
—He oído que los franceses también amenazan Algeciras y Tarifa —apunta Rosita Solís.
—Así es —confirma Curra con el mismo cuajo—. Quieren entrar en ellas para Navidad.
—Qué horror. No entiendo cómo se desmoronan nuestros ejércitos de esa manera... No creo que un español ceda en valentía a franceses, o ingleses.
—No es cuestión de valor, sino de costumbre... Nuestros soldados son campesinos sin preparación militar, reclutados de cualquier manera. No hay práctica de batallas en campo abierto. Por eso la gente se dispersa, grita «traición» y huye... Con las guerrillas es todo lo contrario. Ésas eligen sitio y manera de batirse. Están en su salsa.
—Te veo muy generala, Curra —ríe Lolita, sin dejar de bordar—. Muy desgarrada y puesta en materia.
También ríe la amiga, con su labor sobre la falda. Esta tarde se recoge el pelo en una graciosa cofia de cintas que realza el buen color de sus mejillas, favorecido por el calor cercano del brasero.
—No te extrañe —dice—. Nosotras tenemos más sentido práctico que algunos estrategas de campanillas... Esos que juntan ejércitos de desgraciados campesinos para dejar que se deshagan luego en un soplo, con millares de infelices corriendo por los campos mientras la caballería enemiga los acuchilla a mansalva.
—Pobrecillos —apunta Rosita Solís.
—Sí... Pobres.
Cosen en silencio, meditando sobre asedios, batallas y derrotas. Mundo de hombres, del que a ellas sólo llegan los ecos. Y las consecuencias. Un perro pequeño y gordo, perezoso, se frota en los pies de Lolita Palma y desaparece en el pasillo, en el momento en que un reloj da allí cinco campanadas. Durante un rato sólo se oye el sonido de los bolillos de doña Concha.
—Son días tristes —opina al cabo Julia Algueró, que se ha vuelto hacia la viuda del general Alba—... ¿Qué sabe de sus hijos?
La respuesta viene en compañía de una sonrisa resignada, llena de entereza.
—Los dos mayores siguen bien. Uno está con el ejército de Ballesteros y el otro lo tengo aquí, en Puntales...
Un silencio doloroso. Comprensivo por parte de todas. Se inclina un poco Julia Algueró, solícita, la barriga de buena esperanza abultándole bajo la túnica amplia. De madre a madre.
—¿Y del más pequeño? ¿Sabe algo?
Niega la otra, fija la vista en su costura. El hijo menor, capturado cuando la batalla de Ocaña, se encuentra prisionero en Francia. No hay noticias suyas desde hace tiempo.
—Ya verá como todo se arregla.
Sonríe un momento más la de Alba, estoica. Y no debe de ser fácil sonreír así, piensa Lolita Palma. Todo el tiempo procurando estar a la altura de lo que los demás esperan. Ingrato papel: viuda de un héroe y madre de tres.
—Claro.
Más chasquido de bolillos y tintineo de agujas. Siguen las siete mujeres con sus labores —el ajuar de Rosita Solís— mientras declina la tarde. Fluye la conversación, tranquila, entre acontecimientos domésticos y pequeños chismes locales. El parto de Fulanita. La boda o la viudez de Menganita. Las dificultades financieras de la familia Tal y el escándalo de doña Cual y un teniente del regimiento de Ciudad Real. La zafiedad de doña Zutana, que sale de casa sin criada que la acompañe y sin compostura, despeinada y con poco aseo. Las bombas de los franceses y la última esencia de almizcle recibida de Rusia en la jabonería del Mentidero. Todavía entra suficiente claridad por las vidrieras de los balcones, reflejada en el espejo grande con marco de caoba que contribuye a iluminar la estancia. Envuelta en esa luz dorada, Lolita Palma termina de bordar las iniciales
R. S.
en la batista de un pañuelo, corta el hilo y se deja llevar por los ensueños, lejos de Cádiz: mar, islas, línea de costa en la distancia, paisaje con velas blancas y el sol relumbrando en el agua rizada. Un hombre de ojos verdes mira ese paisaje, y ella lo mira a él. Estremeciéndose, casi dolorida, vuelve con esfuerzo a la realidad.
—Hace dos tardes me encontré a Paco Martínez de la Rosa en la confitería de Cosí —está contando Curra Vilches—. Cada vez lo veo más guapo, tan moreno y agitanado, con esos ojos negrísimos que tiene...
—Quizá demasiado guapo y demasiado negrísimos —apunta Rosita Solís con malicia.
—¿Qué pasa con él? —pregunta Luisa Moragas, el aire despistado—. Lo he visto un par de veces y me parece un muchacho agradable. Un chico fino.
—Ésa es la palabra. Fino.
—No tenía ni idea —dice la madrileña, escandalizada, cayendo en la cuenta.
—Pues sí.
Sigue contando Curra Vilches. El caso, continúa, es que se encontró al joven liberal en la confitería, acompañado de Antoñete Alcalá Galiano, Pepín Queipo de Llano y otros más de su cuerda política...
—Unos cabeza de chorlito, todos —interrumpe doña Concha—. ¡Famosa cuadrilla!
—Bueno. Pues dijeron que lo de reabrir el teatro se da por seguro. Cuestión de días.
Aplauden Rosita Solís y Julia Algueró. La dueña de la casa y la viuda de Alba tuercen el gesto.
—Otra victoria de esos caballeritos filósofos —se lamenta esta última.
—No son sólo ellos. Hay diputados del grupo antirreformista que también se declaran partidarios.
—Es el mundo al revés —se queja doña Concha—. No sabe una a qué santo rezar.
—Pues a mí me parece bien —insiste Curra Vilches—. Tener cerrado el teatro es privar a la ciudad de un esparcimiento sano y agradable. Al fin y al cabo, en Cádiz se representa en muchas casas particulares, y cobrando la entrada... Hace una semana, Lolita y yo estuvimos en casa de Carmen Ruiz de Mella, donde hicieron un sainete de Juan González del Castillo y
El sí de las niñas.
Al oír el título, a la dueña de la casa se le enredan los bolillos entre los alfileres de la almohadilla.
—¿Lo de Moratín? ¿De ese afrancesado?... ¡Vaya desvergüenza!
—No exagere, madrina —media Lolita Palma—. La obra está muy bien. Es moderna, respetuosa y sensata.
—¡Pamplinas! —doña Concha bebe un sorbo de agua fresca para aclararse la indignación—. ¡Donde estén Lope de Vega o Calderón...!
La viuda de Alba se muestra de acuerdo.
—Reabrir el teatro me parece una frivolidad —dice mientras remata una puntada—. Hay quien olvida que vivimos una guerra, aunque a veces aquí se note poco. Muchos sufren en los campos de batalla y en las ciudades de toda España... Lo considero una falta de respeto.
—Pues yo lo veo como un recreo honesto —opone Curra Vilches—. El teatro es hijo de la buena sociedad y fruto de la ilustración de los pueblos.
Doña Concha la mira con sorna confianzuda, un punto ácida.
—Huy, Currita. Hablas como una liberal. Seguro que eso lo has leído en
El Conciso.
—No —ríe festiva la otra—. En el
Diario Mercantil.
—Igual me lo pones, hija.
Interviene Luisa Moragas. La madrileña —casada con un funcionario de la Regencia que vino huyendo de los franceses— se confiesa sorprendida de la desenvoltura con que las mujeres gaditanas, en general, opinan de milicia y de política. De todo, en realidad.
—Esa libertad sería impensable en Madrid o Sevilla... Incluso entre las clases altas.
Responde doña Concha que resulta natural. En otros sitios, añade, lo más que se pide a una mujer es vestir y moverse con gracia, hablar cuatro bachillerías insustanciales y manejar el abanico con primor. Pero en todo gaditano, hombre o mujer, hay una inquietud por conocer las cosas y sus problemas. El puerto y el mar tienen mucho que ver. Abierta al comercio mundial desde hace siglos, la ciudad disfruta de una tradición casi liberal, en la que también se educa a muchas jóvenes de familias acomodadas. A diferencia del resto de España, e incluso de lo que ocurre en otras naciones cultas, no es raro que aquí las mujeres hablen idiomas extranjeros, lean periódicos, discutan de política, y en caso necesario se hagan cargo del negocio familiar, como fue el caso de su ahijada Lolita tras la muerte del padre y el hermano. Todo está bien visto, aplaudido incluso, mientras se mantenga en los límites del decoro y las buenas costumbres.
—Pero es verdad —concluye— que con el trastorno de la guerra nuestras jóvenes pierden un poquito la perspectiva. Son demasiados saraos, demasiados bailes, demasiadas mesas de juego, demasiados uniformes... Hay un exceso de libertad y de charlatanes perorando en las Cortes y fuera de ellas.
—Demasiadas ganas de divertirse —remata la viuda de Alba, que sigue cosiendo sin levantar la cabeza.
—No se trata sólo de diversión —protesta Curra Vilches—. El mundo ya no puede seguir siendo cosa de reyes absolutos, sino de todos. Y lo del teatro es un buen ejemplo. La idea que tienen Paco de la Rosa y los otros es que el teatro resulta bueno para educar al pueblo... Que los nuevos conceptos de patria y nación tienen ahí un buen pulpito donde predicarse.
—¿El pueblo?... Acabas de clavarlo, niña —apunta doña Concha—. Lo que quieren ésos es una república guillotinera y tragacuras que secuestre a la monarquía. Y una de las maneras de conseguirlo es hacerle la competencia a la Iglesia. Cambiar el púlpito, como dices, por el escenario del teatro. Predicar lo suyo desde allí, a su manera. Mucha nación soberana, como la llaman ahora, y poca religión.