Read El asesinato de Rogelio Ackroyd Online
Authors: Agatha Christie
«Incidentalmente, eso me probó algo y es que tanto Ralph Patón como Úrsula Bourne —o Mrs. Úrsula Patón— tenían serios motivos para desear la muerte de Mr. Ackroyd. Además, ponía en claro que no pudo ser Ralph quien estaba con Mr. Ackroyd en el despacho a las nueve y media.
»Llegamos ahora a otro aspecto todavía más interesante del crimen. ¿Quién estaba en el despacho con Mr. Ackroyd a las nueve y media? No era Ralph, que se encontraba en el cobertizo con su mujer. No era Kent, que se había ido ya. ¿Quién, entonces? Me hice mi pregunta, mi más sutil y audaz pregunta: ¿Acaso había alguien con él?
Poirot se inclinó hacia adelante y pronunció estas palabras en tono triunfal, irguiéndose a continuación con la actitud de quien ha asestado un golpe decisivo.
Sin embargo, Raymond no pareció impresionado y manifestó una débil protesta.
—No sé si usted trata de demostrar que soy un embustero, Mr. Poirot, pero no soy el único en haber declarado eso. Recuerde que el comandante Blunt oyó también a Mr. Ackroyd hablar con alguien. Estaba en la terraza y no pudo distinguir las palabras, pero oyó las voces.
Poirot asintió.
—No lo he olvidado —dijo tranquilamente—, pero el comandante tenía la impresión de que era con usted con quien hablaba Mr. Ackroyd.
Durante un momento, Raymond pareció desconcertado.
—Blunt sabe ahora que se equivocaba —protestó.
—Es cierto —aprobó el comandante.
—Sin embargo, debió de tener un motivo para pensarlo —insistió Poirot—. ¿Qué oyó decir?: «Las demandas de dinero han sido tan frecuentes últimamente, que temo que me será imposible acceder a su petición». ¿Nada de particular le llama la atención en esto?
—Me temo que no —contestó Raymond—. Me dictaba con frecuencia cartas casi en los mismos términos.
—Eso mismo —exclamó Poirot—. A eso quería llegar. ¿Emplearía alguien semejante frase para hablar a otra persona? Es imposible que eso forme parte de una verdadera conversación. Ahora bien, si había estado dictando una carta...
—Usted piensa que estaba leyendo una carta en voz alta —dijo lentamente Raymond—. Pero, aunque así fuera, debía estar leyéndosela a alguien.
— ¿Por qué? No tenemos pruebas de que hubiera otra persona en el cuarto. No se oyó otra voz que la de Mr. Ackroyd. Recuérdelo.
—Uno no se leería cartas como ésa en voz alta, a menos que estuviera loco.
—Todos ustedes han olvidado algo —dijo Poirot suavemente—. ¡El forastero que visitó la casa el miércoles anterior!
Todas las miradas se fijaron en Poirot.
—Sí —repitió Poirot—, el miércoles. El muchacho en sí no tiene importancia, pero la firma que representaba me interesó mucho.
— ¡La Compañía de Dictáfonos! —exclamó Raymond, asombrado—. Comprendo. Usted piensa en un dictáfono.
Poirot asintió.
—Mr. Ackroyd había hablado de adquirir un dictáfono, ¿recuerda usted? Yo tuve la curiosidad de preguntar a la compañía en cuestión. Su contestación fue que Mr. Ackroyd compró un dictáfono a su representante. Ignoro por qué no se lo dijo a usted.
—Debía de querer darme una sorpresa —murmuró Raymond—. Disfrutaba como una criatura sorprendiendo a la gente. Pensaría tenerlo a escondidas un día o dos.
Es probable que se entretuviera con él como con un juguete nuevo. ¡Comprendo! ¡Usted tiene razón, nadie emplearía esas palabras en una conversación ordinaria!
—Explica también —dijo Poirot— por qué el comandante Blunt creyó que usted estaba en el despacho. Lo que oyó eran fragmentos de dictado y su mente subconsciente dedujo que usted estaba con Mr. Ackroyd. Su mente consciente estaba ocupada en algo muy distinto: la figura blanca que acababa de entrever. Creyó que se trataba de miss Ackroyd, pero lo que vio en realidad fue el delantal blanco de Úrsula Bourne que se dirigía al cobertizo.
Raymond se había repuesto de la primera sorpresa.
—De todos modos —señaló—, este descubrimiento suyo, por brillante que sea (estoy seguro de que a mí jamás se me hubiera ocurrido), deja la posición esencial igual que antes. Mr. Ackroyd aún vivía a las nueve y media, puesto que hablaba al dictáfono. Parece deducirse que Charles Kent estaba lejos de la casa en aquel momento. En cuanto a Ralph Patón...
Vaciló mirando a Úrsula.
La muchacha se ruborizó, pero contestó con firmeza.
—Ralph y yo nos separamos a las diez menos cuarto. Estoy segura de que no se acercó a la casa. No tenía intención de hacerlo. Quería evitar, ante todo, una entrevista con su padrastro. Hubiese sido un desastre.
—No es que dude de lo que usted dice —explicó Raymond—. Siempre tuve el convencimiento de que el capitán Patón era inocente, pero hay que pensar en el tribunal y en las preguntas que allí se hacen. Se encuentra en una situación difícil, pero si se presenta...
Poirot le interrumpió:
— ¿Éste es su consejo? ¿Que se presente?
— ¡Por supuesto! ¡Si usted sabe dónde está!
—Veo que no cree que lo sé y, sin embargo, le acabo de decir que lo sé todo. Sé la verdad sobre la llamada telefónica, las huellas de la ventana, el escondite de Ralph Patón.
— ¿Dónde se encuentra? —cortó Blunt.
__Cerca de aquí —contestó Poirot, sonriendo.
— ¿En Cranchester? —pregunté.
Poirot se volvió hacia mí.
—Usted me pregunta siempre lo mismo. La idea de Cranchester es en usted una
idee fixe
. ¡No está en Cranchester! ¡Está aquí!
Con un gesto teatral señaló con el dedo índice. Todas las cabezas se volvieron.
Ralph Patón estaba de pie en el umbral de la puerta.
Fue un minuto desagradable para mí. A duras penas me di cuenta de lo que ocurrió después, pero hubo exclamaciones y gritos de sorpresa. Cuando fui bastante dueño de mí mismo para ver lo que sucedía, Ralph estaba junto a su esposa, con sus manos entre las suyas, y me sonreía desde el otro extremo de la estancia.
Poirot también sonreía y, al propio tiempo, me amenazaba con el dedo.
— ¿No le he dicho por lo menos treinta y seis veces que es inútil esconderle cosas a Hercule Poirot? —preguntó—. ¿Que de todos modos lo descubre todo?
Se volvió hacia los demás.
—Recuerden que un día nos reunimos en torno a una mesa. Éramos seis. Acusé a las cinco personas que estaban conmigo de esconderme algo. Cuatro de ellas confesaron secretos. El doctor Sheppard no lo hizo, pero hacía tiempo que tenía mis sospechas. El doctor Sheppard fue al Three Boars aquella noche, con la esperanza de encontrar a Ralph.
»No le encontró en la posada, pero me dije: « ¿Y suponiendo que le hubiese visto en la calle, al regresar a su casa?». El doctor era amigo del capitán y venía directamente de la escena del crimen. Debió de comprender que las cosas pintaban mal para Ralph. Tal vez sabía más que el público en general.
—Es cierto —asentí tristemente—. Creo que lo mejor será contarlo todo ahora. Fui aquella tarde a ver a Ralph. Al principio rehusó confesarme nada, pero luego me habló de su matrimonio y del apuro en que se encontraba. Tan pronto como el crimen fue descubierto, comprendí que, una vez se conocieran los hechos, las sospechas no dejarían de recaer sobre Ralph o sobre la muchacha a la que amaba. Aquella noche se lo expliqué todo con claridad. La idea de que acaso tuviera que declarar de un modo que perjudicara a su esposa le decidió a...
Vacilé y Ralph continuó en mi lugar.
— ¡A hacer una tontería! Verá usted, Úrsula me dejó para regresar a casa. Pensé que era factible que hubiese tratado de ver otra vez a mi padrastro. Había estado muy rudo con ella por la tarde. Se me ocurrió que quizá la había insultado de forma tan ofensiva que, sin saber qué hacía...
Se detuvo. Úrsula le soltó la mano y retrocedió un paso.
— ¿Tú has podido creer eso, Ralph? ¿Tú has llegado a pensar que yo le maté?
—Volvamos a la culpable conducta del doctor Sheppard —le cortó Poirot—. El doctor consintió en hacer lo que estuviese en sus manos para ayudarle. Logró con éxito que el capitán quedara oculto a la acción de la policía.
— ¿Dónde? —Preguntó Raymond—. ¿En su propia casa?
— ¡No! Debería usted preguntárselo como hice yo. Si el buen doctor esconde al muchacho, ¿qué sitio puede escoger? Tiene que ser un lugar cercano. Pensé en Cranchester. ¿Un hotel? ¡No! ¿Una pensión familiar? ¡Todavía menos probable! ¿Dónde, pues? ¡Ah! Lo sé. ¡En un sanatorio! ¡En una casa de reposo! Pongo mi teoría a prueba. Invento la historia de un sobrino que pierde la razón. Consulto a miss Sheppard para saber dónde hay establecimientos apropiados. Me da los nombres de dos de ellos, cerca de Cranchester, a los cuales su hermano ha enviado enfermos. Me entero. Sí, el doctor en persona llevó a un paciente a uno de ellos a primera hora del sábado por la mañana. Aunque estaba registrado bajo otro nombre, no tuve dificultad alguna en identificar al capitán Patón. Después de algunas formalidades necesarias, me permitieron llevármelo. Llegó a mi casa ayer por la mañana muy temprano.
Le miré desconsolado.
— ¡El experto del ministerio del Interior de Caroline! —murmuré—. ¡Y pensar que no sospeché nada!
—Comprenderá usted ahora por qué mencioné la reticencia de su manuscrito —murmuró Poirot—. Decía la verdad, pero dejaba muchas cosas en la sombra, ¿no es así, amigo mío?
Estaba demasiado abatido para discutir.
—El doctor Sheppard ha sido muy leal —dijo Ralph—. No me ha abandonado un solo instante y ha hecho lo que ha creído más indicado. Veo, ahora, por lo que Mr. Poirot me ha dicho, que esto no era en realidad lo mejor que se podía hacer. Yo debía presentarme y afrontar las conse-cuencias. En el sanatorio no leíamos los periódicos, e ignoraba lo que sucedía.
—El doctor Sheppard ha sido un modelo de discreción —dijo Poirot—, pero yo descubro todos los pequeños secretos. Es mi profesión.
—Ahora quizás oigamos su versión de lo que ocurrió aquella noche —manifestó Raymond con impaciencia.
—Ya lo saben —contestó Ralph—. Poca cosa puedo añadir. Salí del cobertizo a las nueve cuarenta y cinco, poco más o menos, y paseé por los alrededores, tratando de decidir lo que debía hacer a continuación, qué decisión tomar.
»Debo admitir que no tengo la menor sombra de coartada, pero les doy mi palabra de honor de que no me acerqué al despacho y de que no volví a ver a mi padrastro ni vivo ni muerto. ¡Piense todo el mundo lo que piense, me gustaría que ustedes me creyesen!
— ¿No tiene coartada? —murmuró Raymond—. Le creo, desde luego, pero es un mal asunto.
—Es muy sencillo, sin embargo —señaló Poirot con voz alegre—. Muy sencillo, se lo aseguro.
Todos le miramos.
— ¿No adivinan ustedes lo que quiero decir? ¿No? Sólo esto. Para salvar al capitán Patón, el verdadero criminal debe confesar. —Miró a todos los presentes—. ¡Sí, tal como lo digo! No he invitado al inspector Raglán esta noche. Tenía un motivo para abstenerme. No quería decir lo que sé o, por lo menos, no quería decírselo esta noche.
Se inclinó y de pronto cambió de voz y de personalidad. Se volvió amenazador, despiadado.
— ¡Yo sé que el asesino de Mr. Ackroyd está aquí, en este cuarto, en este preciso momento! ¡Al criminal es a quién hablo! ¡Mañana, la verdad irá a parar a manos del inspector Raglán! ¿Me comprenden?
Hubo un largo silencio. La anciana bretona entró con un telegrama que Poirot abrió.
La voz de Blunt se alzó fuerte y vibrante.
— ¿Usted dice que el criminal está entre nosotros? ¿Sabe usted quién es?
Poirot había leído el mensaje, que arrugó en su mano.
— ¡Lo sé ahora!
Dio un golpecito en la pelota de papel.
— ¿Qué es eso? —dijo Raymond rápidamente.
—Un telegrama procedente de un barco que navega con rumbo a Estados Unidos.
Hubo un nuevo silencio de muerte. Poirot se levantó y saludó.
—
Messieurs y mesdames
, esta reunión ha terminado. Recuerden: ¡Mañana, la verdad irá a parar a manos del inspector Raglán!
Con un breve gesto, Poirot me indicó que permaneciera en la estancia. Obedecí y me acerqué al hogar, moviendo los grandes leños con la punta del zapato.
Estaba sorprendido. Por primera vez no acertaba a comprender las intenciones de Poirot. Durante un momento me incliné a creer que lo que acababa de escuchar eran sólo palabras altisonantes y que Poirot había representado lo que él llamaba una «pequeña comedia», con el fin de hacerse el interesante y el importante. Pero, a pesar de todo, me veía obligado a creer en sus palabras, en las que había una verdadera amenaza y una innegable sinceridad. Sin embargo, continuaba creyendo que seguía una pista falsa.
Cuando la puerta se cerró detrás del último miembro de la reunión, Poirot se volvió hacia el fuego.
—Pues bien, amigo mío —dijo con suavidad—. ¿Qué piensa usted de todo esto?
—A tenor de la verdad, no lo sé —respondí con sinceridad—. ¿Qué fin persigue usted? ¿Por qué no va directamente al inspector Raglán con la solución, en vez de poner sobre aviso de ese modo al culpable?
Poirot se sentó y sacó del bolsillo una caja de delgados cigarrillos rusos. Fumó un momento en silencio.
—Emplee usted sus células grises. Detrás de mis acciones hay siempre un motivo.
Vacilé un momento y después repliqué con voz pausada:
—El primero que se me ocurre es que usted no conoce al criminal, pero que está seguro de que se encontraba entre las personas reunidas aquí esta noche. En consecuencia, sus palabras pretendían arrancarle una confesión.
Poirot asintió complacido. —Es una buena idea, pero errónea.
—Pensé que tal vez, al hacerle creer que usted lo sabía todo, esperaba obligarle a desenmascararse aunque no necesariamente por medio de una confesión. Podría tratar de silenciarle, como hizo con Mr. Ackroyd, antes de que usted pudiese actuar mañana.
— ¡Una trampa de la cual yo sería el cebo!
Merci, mon ami!
¡No soy lo bastante héroe para eso!
—Entonces no le comprendo. Usted corre el riesgo de dejar escapar al asesino, avisándole de ese modo. Poirot meneó la cabeza.
—No puede escapar —dijo gravemente—. Sólo le queda un camino que emprender y ese camino no lleva a la libertad.
— ¿Usted cree realmente que una de las personas que se encontraban aquí esta noche cometió el crimen? —pregunté con incredulidad.