El asesinato de Rogelio Ackroyd (23 page)

BOOK: El asesinato de Rogelio Ackroyd
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Vi desvanecerse el color en el rostro del ama de llaves, que quedó blanco como el papel. Se inclinó hacia adelante, tambaleándose ligeramente.

—Pero miss Ackroyd dijo...

—Miss Ackroyd ha confesado que mintió. No estuvo en el despacho en toda la noche.

— ¿Entonces?

—Entonces parece deducirse que Charles Kent es el hombre que andamos buscando. Fue a Fernly Park, pero dice que no le es posible dar cuenta de lo que hacía allí.

— ¡Puedo decirle lo que hacía! No tocó un solo cabello de Mr. Ackroyd. No se acercó al despacho. Él no lo hizo, se lo juro.

Su voluntad férrea comenzaba a desplomarse. La desesperación y el temor se reflejaron en su rostro.

—¡Mr. Poirot, Mr. Poirot! Por favor, créame.

Poirot se levantó y se le acercó, dándole unos golpecitos tranquilizadores en el hombro.

— ¡Sí, sí, la creeré! Tenía que hacerla hablar, ¿comprende usted?

Durante un instante una sospecha hizo que se irguiera rápidamente.

— ¿Es cierto lo que me ha dicho?

— ¿Que se sospecha de Charles Kent? Sí, es cierto. Sólo usted puede salvarle, explicando el motivo de su presencia en Fernly Park.

—Vino a verme —dijo en voz baja y deprisa—. Yo salí a su encuentro.

—Se reunió con él en el cobertizo, ¿verdad?

— ¿Cómo lo sabe?

—Mademoiselle, Hercule Poirot tiene que saber esas cosas. Sé que usted fue allí horas antes, que dejó un mensaje, diciéndole a qué hora le vería.

—Sí, es verdad. Había tenido noticias suyas. Me anunciaba su llegaba. No me atreví a dejarle entrar en la casa. Le escribí a las señas que me daba y le dije que le vería en el cobertizo, describiéndoselo de modo que pudiera encontrarlo. Entonces temí que no esperara allí pacientemente y salí corriendo, dejando un papel escrito que decía que estaría a su lado alrededor de las nueve y diez. No quería que los criados me vieran y me escapé por la ventana del salón. Al volver, encontré al doctor Sheppard y me figuré que le extrañaría. Estaba sin aliento, porque había corrido. Ignoraba, desde luego, que le hubiesen invitado a cenar aquella noche.

Se detuvo.

—Continúe. Usted salió para encontrarse con él a las nueve y diez. ¿De qué hablaron ustedes?

—Es difícil. Verá usted...

—Mademoiselle —dijo Poirot, interrumpiéndola—, en este asunto debo saber la verdad, la pura verdad. Lo que usted va a decirme no saldrá de estas paredes. ¡Verá usted, voy a ayudarla! Charles Kent es su hijo, ¿verdad?

Asintió, ruborizándose.

—Nadie lo ha sabido nunca. Fue hace muchos años, en el condado de Kent. No estaba casada.

— ¡Por eso escogió el nombre del condado para darle un apellido! Comprendo.

—Encontré trabajo. Logré pagar su manutención. Nunca le dije que era su madre, pero se maleó, empezó a beber, a tomar drogas. Me las compuse para pagar su pasaje al Canadá. No oí hablar de él durante un año o dos. Luego, de un modo u otro, descubrió que yo era su madre. Me escribió pidiéndome dinero, escribió que había vuelto a Inglaterra. Decía que vendría a Fernly Park. Yo no me atrevía a dejarle entrar en la casa. ¡Siem-pre me han considerado muy respetable! Si alguien sospechaba podía perder mi empleo de ama de llaves. De modo que le escribí tal como acabo de decirle a usted.

— ¿Por la mañana vino a ver al doctor Sheppard?

—Sí. Quería saber si se podía intentar algo para cambiar sus hábitos. No era mal chico antes de aficionarse a los estupefacientes.

—Comprendo. Ahora continuaremos la historia. ¿Fue aquella noche al cobertizo?

—Si, él me estaba esperando cuando llegué. Se mostró brutal y grosero. Le había llevado todo el dinero que tenía y se lo entregué. Hablamos un rato y se marchó.

— ¿Qué hora era?

—Debía de ser entre las nueve y veinte y las nueve y veinticinco. No había sonado todavía la media cuando regresaba a la casa.

— ¿Por dónde se fue?

—Por el mismo camino que siguió al venir, por el sendero que se une al camino antes de llegar al mismo cobertizo.

Poirot asintió.

—Y usted, ¿qué hizo?

—Regresé a casa. El comandante Blunt estaba paseando por la terraza, fumando. Di una vuelta para entrar por la puerta lateral. Eran entonces las nueve y media.

Poirot asintió de nuevo. Hizo unas anotaciones en un cuadernillo.

—Creo que con esto basta.

— ¿Tendré que decirle todo esto al inspector Raglán?

—Tal vez sí. Pero no nos precipitemos. Vayamos poco a poco, con orden y método. A Kent no se le acusa todavía formalmente del crimen. Pueden surgir circunstancias que hagan innecesaria su historia.

—Gracias, Mr. Poirot. Usted ha sido muy bueno, muy bueno. Usted me cree, ¿verdad? ¿Verdad que cree que Charles no es culpable de este horroroso crimen?

—Me parece que no hay duda de que el hombre que estaba hablando con Mr. Ackroyd en el despacho, a las nueve y media, no pudo ser su hijo. Tenga valor, mademoiselle. Todo acabará bien.

Miss Russell salió. Poirot y yo permanecimos solos.

— ¿Con que era eso? Vaya, vaya —dije—. Siempre volvemos a Ralph Patón. ¿Cómo adivinó usted que miss Russell era la persona que Charles Kent vino a ver? ¿Se fijó en el parecido?

—La había relacionado con el desconocido mucho antes de ver al joven, tan pronto como descubrí esa pluma. La pluma hablaba de cocaína y recordé su relato de la primera visita de miss Russell a su consultorio. Luego descubrí el artículo sobre la cocaína en el diario. Todo parecía claro. Ella había leído el artículo del periódico y fue a verle a usted para hacerle unas cuantas preguntas. Mencionó la cocaína, puesto que el artículo en cuestión trataba de ésta. Más tarde, cuando usted dio la sensación de extrañeza, empezó a hablar de historias de detectives y de venenos que no dejan rastro. Sospeché que fuera un hijo o un hermano. En fin, un pariente varón más bien indeseable. ¡Ah, tengo que irme! Es hora de almorzar.

—Quédese a almorzar con nosotros.

Poirot meneó la cabeza. Sus ojos brillaron alegremente.

—Hoy no. No me gustaría obligar a mademoiselle Caroline a seguir el régimen vegetariano dos días consecutivos.

Se me ocurrió pensar que a Hercule Poirot se le escapaban muy pocas cosas.

Capítulo XXI
-
La noticia en los periódicos

Desde luego, Caroline no había pasado por alto la llegada de miss Russell al consultorio. Yo lo había previsto y preparado una historia completa sobre el estado de la rodilla de la mencionada dama. Sin embargo, Caroline no estaba de humor para interrogarme. Su punto de vista era que sabía el porqué de la visita del ama de llaves y que yo lo ignoraba.

—Ha venido a sonsacarte, James. A sonsacarte del modo más descarado. ¡No me interrumpas! Estoy convencida de que ni siquiera te das cuenta de ello. Los hombres sois tan simples. Sabe que disfrutas de la confianza de Mr. Poirot y quiere enterarse de las cosas. ¿Sabes lo que pienso, James?

—No me lo imagino. Tú siempre piensas muchas cosas extraordinarias.

—No te conviene mostrarte sarcástico. Creo que miss Russell sabe más respecto a la muerte de Mr. Ackroyd de lo que quiera admitir.

Caroline se apoyó triunfante en el respaldo de la silla.

— ¿Así lo crees? —dije distraído.

—Estás medio dormido hoy, James. No tienes la menor inspiración. Debe de ser tu hígado.

Nuestra conversación derivó entonces hacia tópicos puramente personales.

La noticia redactada por Poirot se publicó en nuestro diario local al día siguiente. No atinaba a comprender su significado, pero su efecto sobre Caroline fue tremendo.

Empezó por declarar, faltando notoriamente a la verdad, que ya lo había dicho hacía tiempo. Enarqué las cejas, pero sin discutir. Sin embargo, Caroline debió de sentir remordimientos puesto que añadió:

—Tal vez no haya mencionado Liverpool, pero sabía que trataría de ir a América. Eso es lo que Crippen hizo.

—Sin gran éxito —le recordé.

— ¡Pobre chico! Así pues, le han cogido. Creo que es tu deber, James, cuidar de que no le ahorquen.

— ¿Qué quieres que haga?

— ¿No eres médico? Le conoces desde que era un niño. Puedes decir que no está en posesión de sus facultades mentales o algo en esa misma línea. Leí el otro día que son muy felices en Broadmoor
[2]
, es parecido a un club de alta categoría.

Las palabras de Caroline me habían recordado algo.

—Yo ignoraba que Poirot tuviese un sobrino loco —dije con curiosidad.

— ¿De veras? A mí me lo contó. ¡Pobre muchacho! Es una gran carga para toda la familia. Lo han tenido en su casa hasta ahora, pero se vuelve muy difícil de manejar y temen que tengan que ingresarlo en algún manicomio.

—Supongo que a estas alturas lo sabrás todo sobre la familia de Poirot—dije exasperado.

—Casi todo —afirmó Caroline con complacencia—. Es un gran alivio para la gente tener la oportunidad de hablar de sus penas con alguien.

—Podría ser si se les dejara hacerlo espontáneamente, pero de eso a que les guste que les arranquen confidencias a la fuerza hay un mundo.

Caroline se limitó a contemplarme con el aspecto de un mártir cristiano que acepta gozoso su tormento.

— ¡Eres tan reservado, James! ¡Te resulta difícil franquearte con nadie y crees que todo el mundo es como tú! No creo haber arrancado nunca a la fuerza confidencias a nadie. Por ejemplo, si Mr. Poirot viene aquí esta tarde, tal como dijo que probablemente haría, no se me ocurrirá preguntarle siquiera quién ha llegado a su casa esta mañana temprano.

— ¿Esta mañana?

—Muy temprano, antes de que trajeran la leche. Yo miraba precisamente por la ventana porque la persiana golpeaba la pared. Era un hombre. Ha llegado en un coche cerrado y llevaba el rostro cubierto. No he podido verle las facciones. Sin embargo, te diré mi idea y ya verás si me equivoco.

— ¿Cuál es tu idea?

Caroline bajó la voz misteriosamente.

—Un experto del ministerio del Interior.

— ¿Un experto del ministerio del Interior? —exclamé asombrado—. ¡Mi querida Caroline, por favor!

—Fíjate en lo que te digo, James, y verás que no me equivoco. Esa mujer, la Russell, quería saber cosas sobre los venenos el día que vino a verte. Quién sabe si a Roger Ackroyd no le echaron veneno en la cena aquella noche.

Me eché a reír.

— ¡Pamplinas! Fue apuñalado por la espalda. Lo sabes tan bien como yo.

—Después de muerto, James —insistió Caroline—. Para despistar.

—Mujer, yo examiné el cuerpo y sé lo que me digo. Esa herida no se la hicieron después de muerto, sino que le causó la muerte. No hay error posible.

Caroline continuó mirándome con aire de sabelotodo. La contrariedad me impulsó a decirle:

— ¿Me dirás si tengo o no el título de doctor en medicina?

—Tienes el diploma, James, pero careces de imaginación.

—Como a ti te dotaron con una triple ración, no quedó nada para mí.

Por la tarde, cuando llegó Poirot, me divertí con las maniobras de mi hermana. Sin preguntar nada directamente, ésta abordó el tópico del misterioso huésped de todos los modos imaginables. La mirada divertida de Poirot me hizo comprender que se daba cuenta de sus esfuerzos, pero resistió con cortesía y la dejó, como se dice vulgarmente, con un palmo de narices.

Después de divertirse de lo lindo, o así lo sospecho, se levantó y propuso un paseo.

—Necesito andar para guardar la línea —explicó—. ¿Me acompaña usted, doctor? Tal vez al regreso miss Caroline nos obsequiará con una taza de té.

—Con mucho gusto. ¿No vendrá también su huésped?

—Es muy amable, mademoiselle —dijo Poirot—. Mi amigo está descansando. Pronto se lo presentaré a usted.

—Es un antiguo amigo suyo, así me lo ha dicho alguien —continuó Caroline, haciendo un último y valeroso esfuerzo.

— ¿De veras? Bien. Vámonos, amigo mío. Nuestro paseo nos llevó hacia Fernly Park. Ya presumía que así sería. Empezaba a comprender los métodos de Poirot. Todos los detalles, hasta los más insignificantes, tenían algo que ver con el fin que se proponía.

—Tengo un encargo para usted, amigo mío —dijo finalmente—. Deseo celebrar una pequeña conferencia esta noche en mi casa. Vendrá usted, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Bien. Necesito también a todos los de la casa, es decir: Mrs. Ackroyd, miss Flora, el comandante Blunt, Mr. Raymond, y deseo que usted sea mi embajador. Esta pequeña reunión está fijada para las nueve. ¿Se lo trans-mitirá usted?

—Con mucho gusto, pero, ¿por qué no se lo dice usted mismo?

—Porque me harían preguntas. ¿Por qué? ¿Para qué? Ya sabe. Querrían saber cuál es mi idea y usted ya conoce, amigo mío, que no me gusta tener que explicar mis ideas hasta que llega el momento oportuno.

Me sonreí levemente.

—Mi amigo Hastings, de quien tanto le he hablado, acostumbraba a decir de mí que era una ostra humana, pero era injusto. De los hechos, no callo nada. A cada cual le toca interpretarlos a su manera.

— ¿Cuándo quiere que lo haga?

—Ahora, si no tiene inconveniente. Estamos cerca de la casa.

— ¿No entra usted?

—No. Pasearé por el parque. Nos encontraremos frente al cobertizo dentro de un cuarto de hora aproximadamente.

Asentí y me dispuse a cumplir el encargo.

El único miembro de la familia que estaba en casa resultó ser Mrs. Ackroyd, que estaba bebiendo una taza de té. Me recibió con gran amabilidad.

—Gracias, doctor —murmuró—, por arreglar aquel asunto con Mr. Poirot, pero la vida está sembrada de dificultades y disgustos. ¿Usted sabrá lo de Flora, desde luego?

— ¿De qué se trata, exactamente? —pregunté con cautela.

—De su noviazgo. Flora y Héctor Blunt. Desde luego, no será una boda tan brillante como con Ralph, pero, después de todo, la felicidad está antes que lo demás. Lo que la querida niña necesita es un hombre de más edad que ella, alguien serio y en quien pueda apoyarse. Héctor es verdaderamente un hombre distinguido a su manera. ¿Ha leído la noticia de la detención de Ralph en el diario de esta mañana?

—Sí. La he leído.

— ¡Es horrible! —Mrs. Ackroyd cerró los ojos y se estremeció —. Geoffrey Raymond se transformó completamente. Telefoneó a Liverpool, pero en la comisaría no quisieron darle explicaciones. A decir verdad, dijeron que no habían detenido a Ralph. Mr. Raymond insiste en que se trata de un error... ¿cómo decía...? Un
canard
[3]
. He prohibido que se hable de ello delante de los criados. ¡Es una vergüenza! Piense que Flora pudo haberse casado con él.

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