El asesinato del sábado por la mañana (23 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Michael le recordó que no había encontrado las llaves. Hildesheimer se las había entregado por la noche, cuando fue a verlo a su casa.

Levy no fue tan indulgente como Shorer. Dirigiendo una mirada incisiva a Michael, le dijo:

—La verdad es que no entiendo por qué no fuiste directamente a la casa. Por lo visto, la misma persona que la mató y le sustrajo la llave se dirigió inmediatamente a la casa y encontró los papeles que andaba buscando. Es elemental, ¿no te parece? Pero ¿en qué estarías pensando? ¡Olvidarse así de la casa, sabiendo que a la víctima le habían quitado las llaves! ¡Hay que ver! Y después, si no lo he comprendido mal, hubo alguien más que se coló en la vivienda, alguien que iba a buscar algo y que no habría podido introducirse en la casa si hubiera estado vigilada.

Michael trató de defenderse diciendo que, al concentrarse en la escena del crimen, no se le había ocurrido pensar en las llaves, ni en las copias de la conferencia, ni en las notas, y que en el Instituto se había armado un buen barullo, con tanta gente y periodistas por todos lados.

—Sí, pero los de Investigación Criminal tendrían que haber caído en la cuenta y haber sugerido que se enviara un vigilante a la casa o algo así —dijo Shorer, en un intento de desviar la atención del comisario jefe del hecho de que, en su calidad de jefe del equipo especial de investigación, Michael tenía la responsabilidad exclusiva del asunto—. Y además —prosiguió cambiando de tema—, me pregunto por qué en el Instituto... ¿Por qué no la mataron en su casa?

—¡Exactamente! —asintió Michael con vehemencia—. Ahí es donde quería ir a parar al poneros en antecedentes sobre el Instituto. Ha tenido que ser alguien a quien la doctora no quería recibir en su casa. Hay un montón de normas profesionales que explicarían por qué no podía recibir a esa persona en su domicilio.

—Sí —dijo Shorer dubitativamente—, pero, según lo que has dicho, tenía una sala de consultas en casa. ¿Por qué no allí?

—Mira, evidentemente fue Neidorf quien decidió el lugar del encuentro —dijo Michael, sin entender lo que estaba sugiriendo su jefe.

—No. Lo que pretendía decir es que el Instituto es un sitio arriesgado para cometer un asesinato. Piensa en Gold, por ejemplo, que se presentó allí para colocar las sillas; nada le impedía haber ido más temprano. Y es obvio que el asesinato fue planeado con antelación, hacía varias semanas que habían robado la pistola. Una vez que has robado una pistola, se puede suponer que vas a planear las cosas con mayor cuidado.

—Sí —dijo Michael—, pero te olvidas de que Neidorf acababa de regresar del extranjero anteayer. Probablemente no había otra alternativa.

—No, no me olvidaba de eso. Lo recordaba —Shorer apoyó las manos sobre la mesa—, y ése es precisamente el quid del asunto: quienquiera que la haya asesinado debía de tener un motivo apremiante para hacerlo en ese momento y en ese lugar precisos, seguramente quería evitar que Neidorf llegara a hacer algo. Es una cuestión a tener en cuenta a la hora de averiguar el móvil.

Michael asintió con la cabeza. El comisario jefe los miró alternativamente y Michael percibió el momento en que se le hizo la luz.

—En otras palabras, ¿los dos pensáis que debemos concentrarnos en la conferencia? —preguntó Levy confuso, y ambos asintieron por turnos. Michael suspiró y se quejó de que, por si fuera poco que nadie supiese de qué trataba la conferencia, también hubiera dificultades para localizar la lista de personas que estaban tratándose con Neidorf.

Masticando una cerilla gastada, con la vista fija en el ventanal, por donde se veía la hiedra que trepaba hasta la tercera planta, Shorer señaló que si la difunta era tan honrada como todo el mundo aseguraba, debía de tener un contable que dispondría de copias de todas las facturas y los demás datos necesarios para descubrir quiénes eran sus pacientes.

Michael miró a Shorer y sonrió. Era evidente que a él no se le había ocurrido esa idea. Después de una pausa dijo que iría a ver al contable de Neidorf en cuanto hubiera hablado con su hija, que llegaba ese mismo día del extranjero.

—¿De manera que crees que en la conferencia se iba a decir algo que podría haber sido peligroso para alguien? —preguntó Levy a la vez que cogía el teléfono para pedirle a Gila que trajera unos cafés.

—Sí —confirmó Michael—, eso es lo que creo. Pero también cabe la posibilidad de que Neidorf dispusiera de alguna información peligrosa para alguien que quería evitar que la revelara.

—Nos son posibilidades mutuamente excluyentes. Quizá estuviera a punto de dar a conocer alguna información peligrosa en su conferencia —dijo Shorer, y comenzó a partir cerillas en dos.

—Decidme una cosa, mis doctos amigos, ¿estáis afirmando que tenemos que descartar de entrada, todos los móviles habituales, como el dinero o el amor, así sin más? —preguntó el comisario jefe mientras Gila entraba en el despacho y depositaba sobre el escritorio una bandeja de plástico con tres tazas. Michael sonrió y le hizo un guiño invisible. Los otros dos cogieron las tazas sin dar muestras de haber advertido su presencia.

—Todavía no estoy seguro, pero ésa es la impresión que me da —respondió Michael vacilante, contemplando la lluvia que había comenzado a caer en grandes gotas que iban a estrellarse contra la ventana.

—Porque no sería la primera vez, como sabéis, que organizamos todo apuntando en una dirección determinada cuando en realidad...

—Por eso precisamente me he detenido a explicar los asuntos relacionados con el Instituto. Neidorf no se habría citado con una persona extraña un sábado por la mañana, antes de dar una conferencia. Registramos todo y no había señales de que hubieran entrado por la fuerza. O bien la doctora le abrió la puerta a su visitante, o bien éste tenía la llave. Por no hablar de la pistola, de la fiesta, etcétera.

Por una vez el comisario jefe no se tomó a mal que lo interrumpieran. Se había impuesto un ambiente de tranquilidad y cada uno estaba inmerso en sus propios pensamientos. Michael estaba agotado, Shorer parecía deprimido, y Levy se dejó arrastrar por el humor dominante. A lo mejor es el efecto de la lluvia, pensó Michael, consciente de que estaban más relajados de lo habitual.

—¿Qué hay del tal Linder? ¿Quién está verificando su coartada? —preguntó Levy, y después alzó la vista mientras el portavoz de la policía de Jerusalén entraba en el despacho acompañado por un agente del Servicio de Inteligencia que había sido asignado al equipo de manera sumaria. Ambos parecían cansados. Gila entró detrás de ellos trayendo dos tazas más de café y el portavoz, Gil Kaplan, un joven de pelo rubio recién nombrado para el cargo, se acarició el bigote mientras comentaba que la prensa no cesaba de acosarlo exigiendo información sobre los «últimos sucesos».

—No logro sacudírmelos de encima —dijo—, y ya se han enterado de todos los detalles y han comenzado a importunar a la gente... Por una vez debo decir que nadie les ha facilitado la menor información publicable.

Ariyeh Levy señaló fríamente que si hubieran llegado a tiempo a la reunión, quizá habrían podido comprender por qué. En pocas palabras Michael ofreció una visión general de la situación: los pacientes, los procedimientos y la necesidad de guardar una estricta confidencialidad.

El agente del Servicio de Inteligencia, Danny Balilty, quería saber que había ocurrido con Linder y la pistola, y se le informó de que tenía una coartada.

—Gil —empezó a decir Balilty en defensa del portavoz— ha llegado tarde porque los periodistas no le dejaban marcharse; como dependemos de su buena voluntad para que no publiquen el nombre de la víctima, debemos andar con tiento para no molestarlos, y tengo algo que deciros —tras una breve pausa para tomar un sorbo de café, hizo una mueca y continuó hablando—, nunca había visto nada semejante. Entre todas las personas implicadas,
absolutamente
todas, del primero al último de los psicólogos involucrados en el caso, ninguno tiene antecedentes. ¡Nada de nada! Ni una denuncia, ni una multa de tráfico; unas cuantas licencias de armas, eso es todo. Sólo he descubierto una demanda interpuesta por la compra de una propiedad: alguien compró una casa y llevó a pleito al que se la vendió. Aparte de eso no hay nada sobre ninguno de ellos. Si alguien me hubiera dicho que había tantos ciudadanos respetuosos de la ley en este país, le habría preguntado por qué tenemos tanto trabajo —Balilty terminó su café y se secó los gruesos labios con el dorso de la mano. Después se levantó, se estiró los pantalones, remetió los faldones de su camisa bajo el cinturón, por encima del cual sobresalía una discreta barriga, y volvió a sentarse, aplastando con cuidado un rizo sobre su incipiente calva. Cruzó los brazos, suspiró y dijo—: ¡Menudo caso nos ha caído en suerte!

Una expresión de fastidio cruzó el semblante del comisario jefe mientras le preguntaba a Balilty qué les podía contar sobre Linder. Balilty dijo que en cuanto se supo que la pistola pertenecía a Linder había emprendido una investigación exhaustiva sobre él. La fecha de nacimiento y la de inmigración desde Holanda, la dirección de su clínica, su dirección particular, el nombre de su primera mujer...

—Todos sus datos —prosiguió diciendo—, pero aparte de eso no he descubierto nada. Su mejor amigo... ¿Queréis saber quién es su mejor amigo?, ¿cómo se llama? Yoav Alon, el coronel Alon, ¡el gobernador militar de Edom! ¿Qué se podría decir en contra de un tipo así? Ninguno de ellos milita en un partido. Ni de izquierdas ni de derechas.

—Bueno, tal como están las cosas, vas a tener que examinar con lupa la coartada de todos los asistentes a la fiesta que celebró Linder, incluida la de Linder, y las de los que no fueron a la fiesta también: las de todos los relacionados con el caso. En fin, puede ser una labor de varios años —dijo Shorer, y tiró un puñado de cerillas a la papelera que había debajo del escritorio.

—¡No disponemos de varios años! —Levy hizo un esfuerzo para dominarse y, echando chispas, se volvió hacia Michael—. Y no empieces a soltarme la cantinela de que hay que meterse en sus cabezas. Sabes perfectamente que tengo que redactar un informe para mis superiores ahora mismo, y no hace falta que te diga cómo es Avital. Por no hablar de la prensa. ¿Te imaginas cómo piensan ponerse las botas con este asunto? Así que no empieces a jugar a los profesores, esto no es la universidad, ¿sabes?

Al oírle repetir las cosas de siempre, Michael casi sintió alivio. La última frase, empleada por Levy a la menor oportunidad, indicaba que la reunión estaba próxima a finalizar.

Tras un breve silencio el inspector jefe Ohayon explicó que, tal como veía las cosas en ese momento, lo primero que tenía que hacer era visitar al contable de la víctima, pasarse por el hospital Margoa otra vez e iniciar los preparativos para interrogar a todos los implicados. En cuanto supiera quiénes eran los sospechosos, presentaría una solicitud para que los vigilaran e intervinieran teléfonos; mientras tanto sólo quería que el anciano profesor estuviera protegido día y noche.

Ariyeh Levy se levantó, echó su sillón hacia atrás y ordenó por el teléfono interno que localizaran al agente de Investigaciones Interdepartamentales y lo enviaran a su despacho. No darían por terminada la reunión, anunció, hasta que se les ocurrieran algunas ideas más.

—¿Qué móvil puede haber tenido Linder? —preguntó el agente de Inteligencia—. ¿Qué móvil puede haber tenido cualquiera de ellos?

Michael les habló del resentimiento de Linder en el plano profesional. El portavoz comentó que dudaba mucho que ese tipo de rencores pudieran llevar a cometer un asesinato. Michael convino en ello, pero explicó que, hasta el momento, ése era el único tipo de tensiones que habían aflorado.

—¿Y qué nos puedes decir de ella, de Eva Neidorf? —le preguntó el comisario jefe a Danny Balilty, quien, después de revolver sus papeles, comenzó a relatar la vida de la doctora: lugar de nacimiento, estudios secundarios en Tel Aviv, servicio militar, matrimonio, hijos, estilo de vida, trabajo, conversaciones con sus vecinos, situación económica y relaciones sentimentales: ninguna. Nadie le preguntó dónde había obtenido esa información.

Michael se felicitó por tener en su equipo al mejor agente de Inteligencia de la historia de la fuerza policial. Balilty se había convertido en una figura legendaria desde el principio. De pronto Michael tomó conciencia de todo el cansancio acumulado, recordó que llevaba veinticuatro horas sin pisar su casa, sin comer algo decente y sin cambiarse de ropa. Tenía por delante una jornada de trabajo muy larga, dijo. Y, antes, era imprescindible que fuera a su casa.

Emanuel Shorer salió con él del despacho, le dio unas palmaditas de ánimo en el hombro y dijo:

—¿Te acuerdas del asesinato de aquella comunista? ¿Recuerdas cómo nos atascamos con ese caso? ¿Pensaste en algún momento que llegaríamos a resolverlo? —después volvió a palmearle el hombro—. Y también quería decirte otra cosa. Feliz cumpleaños, inspector jefe Ohayon. ¿Cuántos cumplimos?

—Treinta y ocho —contestó Michael confuso. Lo había olvidado por completo. Ni siquiera recordaba que fuera domingo.

—Haz el favor de sonreír —le ordenó Shorer—. Eres un niño de pecho. Tienes toda la vida por delante. ¿Qué sabrás tú de eso? Pregúntaselo a un viejo como yo, que llegó a los cuarenta hace tanto tiempo que ya ni siquiera recuerda cuándo ocurrió.

Michael todavía estaba sonriendo cuando abrió la puerta de su despacho. Encontró en la mesa una rosa roja dentro de un vaso de plástico y una nota: «Estaré en casa si quieres hablar conmigo. Voy a tratar de recuperar el sueño atrasado. Feliz cumpleaños. Más adelante te informaré en persona de lo que le he sonsacado a su mujer y a los vecinos. Todo confirmado. Está libre de sospecha». Era la letra de Tzilla.

Junto al edificio de apartamentos donde vivía Michael no quedaba ningún sitio libre para aparcar y, aunque fue corriendo del coche a la puerta, llegó calado hasta los huesos. Su piso estaba en la planta baja, aunque en realidad no era un piso bajo. El edificio se alzaba en la ladera de Givat Mordechai y la planta baja era luminosa y permitía divisar un panorama de verdes colinas y casas en la lejanía.

En cuanto abrió la puerta sintió la presencia de alguien. Tras cerrarla sin hacer ruido, entró y escudriñó el pequeño salón, el butacón azul, el sofá, el teléfono, la estantería y la alfombra de rayas. Allí no había nadie. Después pasó al dormitorio y vio a Yuval, tumbado en la gran cama, con los pies colgando por fuera. Aunque el muchacho aparentaba estar dormido, sabiendo que tenía un sueño muy ligero, Michael no se dejó engañar. Se sentó a su lado y le acarició el cabello rizado mientras observaba los pelitos aislados que afloraban en su barbilla. No cabía duda, se estaba haciendo mayor, pensó. La voz que emergió de las profundidades de la almohada vino a confirmárselo: era la voz destemplada de un adolescente.

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