El asesinato del sábado por la mañana (36 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Según lo previsto, Nira se había ido de viaje a Europa y Yuval se había trasladado a su casa. Por las mañanas el chico se quejaba de que oía a su padre rechinar los dientes mientras dormía. Michael se encerró en sí mismo y se hundió en una depresión que ni él mismo acertaba a comprender.

Estando Yuval en su casa, no podía llevar allí a Maya. Cuando muy de tarde en tarde se citaban en Mav, el pequeño café donde solían verse, Maya no se quejaba, pero lo miraba con añoranza. Él no lograba responder a sus preguntas. Tan sólo le apetecía acurrucarse en la cama y que lo abrazaran, sin tener que hablar. Ella afirmaba que Michael siempre se deprimía en primavera, que era algo cíclico, pero él atribuía su estado de ánimo al caso.

El interrogatorio de los testigos no había sacado a la luz nada nuevo. Sus declaraciones fueron interesantes, pero escasamente provechosas. Michael habló una vez más con Hildesheimer, y el anciano le dijo con tristeza que «el Instituto estaba enfermo» y le dirigió una mirada interrogante.

La presión de los medios de comunicación no contribuía a mejorar las cosas. Los reporteros habituales en la comisaría se quejaban amargamente de la falta de información. Todas las mañanas, al final de la reunión del equipo, el portavoz de la policía aparecía ante éste para recibir, según lo expresaba él, «sus instrucciones diarias sobre cómo no decir nada con el mayor número posible de palabras». «¿Cuándo vas a darme algo en lo que puedan hincar el diente?», le preguntaba a Michael en tono de reproche. La reunión diaria con Ariyeh Levy, el comisario jefe de la policía de Jerusalén, tampoco fomentaba el buen humor de Michael.

La llegada de Catherine Louise Dubonnet fue el único rayo de luz durante esas dos semanas. Michael fue a recibirla en persona al aeropuerto el viernes, cuatro días después de haber sabido de su existencia a través de la familia de la difunta.

Mientras esperaba en Ben Gurion, sintiendo el aroma de lugares remotos, Michael pensó con envidia en que llevaba años sin salir al extranjero. Una vez más se imaginó llevando una existencia plácida en Cambridge, sumergiéndose en la Edad Media y viajando a Italia de vez en cuando.

Se situó junto al control de pasaportes para observar la larga cola de pasajeros. Al final perdió la paciencia y pidió que llamaran a la doctora Dubonnet por los altavoces.

Habló con ella en tres ocasiones. La primera vez en el coche, de regreso del aeropuerto. La doctora Dubonnet había decidido alojarse en un hotel pese a que la familia Neidorf le había ofrecido afectuosamente su casa; no podría soportar la ausencia de Eva, explicó. Le habían reservado habitación en un hotel barato, pero, en cuanto la vio, Michael decidió ir directamente al King David, donde Tzilla, con quien habló por radio, se ocupó de hacer la reserva.

Catherine Louise Dubonnet era la psicoanalista más importante del Instituto de París, según le habían dicho a Michael sus colegas parisinos. El mismo Hildesheimer hablaba de ella con profundo respeto y admiración, pese a las reservas que por principio le inspiraban «los franceses en general». Michael supo por su pasaporte que tenía sesenta años. Llevaba el pelo blanco recogido sobre la nuca en un espeso moño y sus ojos castaños, en los que brillaban la inteligencia y la cordialidad, eran enormes, como los de un bebé. Antes de mirarla a los ojos, a Michael le dio la impresión de que era como una dulce abuelita que estuviera en la cocina de su casa. Vestía un traje oscuro e informe y sobre él un abrigo raído; no se veían rastros de maquillaje en su cara, y la dentadura irregular que revelaba su amistosa sonrisa le daba un aire de abandono. Sus zapatos planos no combinaban con su vestido. Contradecía todos los estereotipos sobre la mujer francesa. ¿Dónde está el famoso chic del que habla todo el mundo?, pensó Michael mientras la doctora Dubonnet le estrechaba calurosamente la mano en el aeropuerto; pero cuando la miró a los ojos la cuestión del chic perdió toda relevancia.

Sí, Eva había pasado el día con ella, le contó en el coche, con un acento parisino que a Michael le resultó muy agradable. Tras unos minutos de inseguridad, su propio francés volvió a cobrar vida.

Su primera pregunta se refirió a la clandestinidad del encuentro. Quería comprender, explicó mientras maniobraba con el Ford de la policía para situarse en el carril rápido, por qué Eva Neidorf no le había comentado nada a Hildesheimer sobre su escala.

—Ah —dijo la francesa con una sonrisa—, Eva tenía su lado coqueto. Estaba enfadada con él y quería ponerlo celoso agradeciendo mi ayuda al principio de la conferencia.

Esa explicación no encajaba en la imagen que Michael se había formado de Neidorf, y así lo dijo cuando ya estaban en la autopista, después de encender un cigarrillo. Sin retirar la vista de la carretera, notó la mirada escudriñadora de la francesa.

Ella suspiró profundamente y dijo que toda la información que Michael había recibido sobre Neidorf procedía de personas que sólo conocían algunos aspectos de su personalidad o que tenían de ella una visión muy limitada. No es que Hildesheimer no la conociera, prosiguió, mas en su percepción de Eva había algunos aspectos que se le escapaban. Aunque ciertamente era consciente de la dependencia de Eva con respecto a su persona y a su ayuda, lo cierto es que no había alcanzado a comprender hasta qué punto era importante para ella ni cuán ligada estaba a su
amour propre.
Eva se sintió ofendida, explicó la francesa en un tono triste y a la vez jocoso, por la necesidad de Hildesheimer de que se liberase de su dependencia hacia él. Un sentimiento de agravio muy femenino del que Hildesheimer no se había percatado en absoluto, dijo, y añadió algo sobre las limitaciones del sexo masculino en general.

Y después volvió a sonreír, una sonrisa que Michael sólo vio de perfil, y afirmó que, por absurdo que pareciera, creía que, de hecho, el anciano se habría puesto celoso.

—Tal vez no tanto como le hubiera gustado a Eva, pero sí bastante celoso. Eva tenía la intención de contárselo después de la conferencia —dijo, y suspiró.

Después hablaron sobre la relación especial que las había unido. La distancia geográfica había hecho posible su proximidad, dijo la francesa. Eva tenía dificultades para mantener una relación íntima continuada, en el día a día, y le agradaba que sólo se vieran una o dos veces al año con ocasión de los congresos de la Sociedad Psicoanalítica Internacional.

—Nos teníamos mucho afecto, y Eva me podía hablar con toda libertad de sus relaciones con Ernst, de sus pacientes, del Instituto, de todo, porque eran temas que me resultaban ajenos.

Michael la dejó instalada en el King David, y si a la francesa le impresionó la fastuosidad del vestíbulo, no lo demostró. La acompañó a su habitación, descorrió las cortinas y le señaló la sobrecogedora vista de las murallas de la ciudad vieja. Entonces la mirada de la doctora se tornó melancólica mientras murmuraba algo sobre la belleza trágica. Cuando le preguntó a Michael cómo había sido la famosa explosión ocurrida durante el mandato británico, queriendo saber con curiosidad infantil qué ala del hotel había sufrido daños y cómo la habían reconstruido, el inspector jefe volvió a ver sus ojos y se sintió totalmente fascinado. No sólo era la distancia geográfica la que había hecho posible la amistad entre ellas, pensó, sino la cordialidad y la espontaneidad de esa mujer, dos cualidades de las que por lo visto no estaba dotada Eva Neidorf.

Volvieron a verse por la noche, en Maswadi, un pequeño restaurante de la zona árabe de la ciudad, y allí, entre las ensaladas variadas de los entremeses orientales, Michael le interrogó sobre la conferencia. No era fácil transmitirle su contenido en el breve espacio de tiempo de que disponían, le explicó la francesa, que llevaba un vestido muy parecido al de antes. La cuestión que había preocupado a Eva era si debía ofrecer ejemplos de comportamientos antiéticos de los pacientes. Se habían dado casos de abuso de menores, por ejemplo. ¿Debía reaccionar el analista de forma terapéutica, o bien había de juzgar abiertamente la conducta del paciente y, tal vez, informar a la policía? La conferencia trataba asimismo el tema de la discreción profesional; por ejemplo el hecho de que los terapeutas de un país tan pequeño como Israel deberían preocuparse más de ocultar la identidad de sus pacientes al hablar con sus colegas. Y también se extendía largamente sobre los casos en los que no era correcto exigir que se pagara una sesión que no había tenido lugar.

Dubonnet explicó que la relación terapéutica se establece sobre la base de un compromiso mutuo a largo plazo. En consecuencia, dijo con énfasis, aunque un paciente no se presentara a una sesión, debía pagarla, salvo en casos excepcionales que quedaban al arbitrio del terapeuta, tales como una enfermedad o el nacimiento de un hijo. Eva no sabía si dar ejemplos, que tal vez podrían molestar a alguien; si encajaban en el tema de la conferencia; si, desde el punto de vista ético, estaba justificado hablar de los casos, que definió como de
force majeure
, en que los terapeutas cobraban las citas a las que los pacientes no habían acudido por sus obligaciones como reservistas del ejército.

Al ver la desilusión pintada en el rostro de Michael, la francesa interrumpió el flujo de sus palabras. Comparó la situación de Michael con la de los pacientes que se sienten defraudados porque, después de unas cuantas sesiones, todavía no se ha producido ningún avance espectacular.

—¿Qué esperaba que le dijera? —preguntó.

Michael le contó que habían desaparecido todas las copias de la conferencia, así como la lista de pacientes y supervisados de Neidorf y el archivo de sus movimientos financieros. Ya se lo había contado la familia, dijo la francesa, a la que había ido a visitar esa tarde.

—Y sus hijos están afectadísimos, sobre todo Nimrod, porque Nava lo exterioriza todo, y además tenía una relación afectuosa con Eva, en tanto que la relación de Nimrod con su madre era muy tensa, y, en general, él es demasiado reservado.

Pero no era de eso de lo que él quería hablar, se excusó. Sus inteligentes ojos castaños observaron al inspector jefe mientras le explicaba que había confiado en que ella le contara qué contenía la conferencia que pudiera justificar su desaparición, o incluso el propio asesinato. En la estrecha frente de la psicoanalista se formó una larga arruga mientras repasaba los pormenores de los que estaba enterada. No había guardado una copia de la conferencia, dijo, y además no sabía hebreo. Y había algo que inquietaba mucho a Eva, pero se había negado a comentarlo explícitamente.

—Eva estaba escandalizada por lo que había hecho uno de los candidatos —explicó reflexivamente. No había mencionado el nombre ni el sexo del individuo en cuestión, pero mostró mucho interés por algo que había sucedido en el Instituto de París: un analista con una larga experiencia a sus espaldas había «tenido una apasionada historia de amor con una de sus pacientes». El semblante de Dubonnet se ensombreció mientras aludía aquel incidente, y durante un instante su mirada se apagó. Después tomó un sorbo de vino y prosiguió diciendo:

—¿Cómo nos habíamos asegurado me preguntó ya muy tarde, cuando yo estaba muy cansada, de que la paciente había dicho la verdad? Le dije que había solicitado pruebas y las había recibido: testigos en restaurantes, libros de registro de hoteles..., una labor odiosa muy desagradable, pero es necesario examinar los hechos a fondo antes de expulsar a alguien de una sociedad analítica y de inhabilitarlo para la práctica profesional. Pero no estoy segura —en este punto volvió a fijar en los ojos de Michael una mirada atenta— de que eso formara parte de la conferencia. Estaba exhausta después de una dura jornada de trabajo y me esperaba otro día agotador. Iba a marcharme de vacaciones, algo ante lo que los pacientes siempre reaccionan mal; hay que entregarse a fondo y ya no soy una jovencita —sonrió y añadió con desolación que nunca habría imaginado que ésa sería la última vez que se iban a ver. Los ojos se le anegaron en lágrimas mientras decía que las cosas siempre eran así; uno se cree, dijo como hablando consigo misma, que tiene todo el tiempo del mundo por delante.

La conversación con Catherine Louise Dubonnet ratificaba que la clave del asunto estaba en uno de los pacientes o supervisados, reflexionó Michael. Cabía la posibilidad de que la conferencia hubiera sido el móvil del asesinato, pero también cabía la posibilidad contraria. A primera vista la francesa no le había aportado nada nuevo, pero en realidad, pensó Michael, había confirmado que no iban descaminados. Allí había fundamento de sobra para un asesinato. Para Michael era más evidente que nunca que alguien debía de haberse sentido aterrorizado ante la perspectiva de que la psicoanalista revelase alguna información que poseía. El interés de Neidorf por el caso del analista parisino le hizo pensar en Dina Silver, pero no tenía nada en que basarse salvo sus sospechas; con el pensamiento maldijo a Balilty, de quien no tenía noticias desde hacía diez días.

El tercer encuentro con la doctora Dubonnet tuvo lugar el domingo por la mañana y fue más formal. Catherine Louise hizo una declaración jurada y prometió solemnemente prestarles la máxima ayuda posible. Ese mismo día se marchó de Israel.

Día tras día, cuando el equipo se reunía por la mañana, todas las miradas se volvían hacia Eli Bahar, que, sin pronunciar una palabra, hacía circular las cuentas bancarias que había revisado el día anterior. Había tardado sólo dos días en anotar la información revelada por la cuenta corriente de Neidorf. Había revisado los depósitos bancarios realizados durante los dos últimos años y había trazado gráficos en colaboración con el especialista en informática de la policía, que le había ayudado a establecer unas pautas. Algunos depósitos correspondían a talones que se ingresaban mensualmente y otros se habían efectuado en metálico.

—Podría haber sido mucho más sencillo —se lamentó Eli, una vez que todos hubieron comprendido el resultado de sus esfuerzos de la víspera, que se resumían en confirmar el hecho de que todos los pacientes y supervisados de cuya existencia tenían noticia habían pagado a la doctora Neidorf como es debido.

Ante Tzilla, Eli se quejó de la monotonía de aquel trabajo rutinario. Llevaba dos semanas sintiéndose como un empleado de banca, le dijo. Todas las mañanas, cuando el banco abría sus puertas, el director lo acompañaba a la cámara de seguridad, donde tenían archivados los cheques cargados a las cuentas de sus clientes, y por la tarde Eli iba a ver a Michael y le entregaba el fruto de sus labores. El especialista en informática, cuya colaboración habían requerido sumariamente, le había llamado la atención sobre un ingreso en metálico que se repetía todas las semanas durante el último año. Después de trabajar sobre la cuenta de Neidorf durante una semana, Eli descubrió que la doctora había realizado un ingreso similar, pero en esa ocasión mediante un cheque cargado a una cuenta que no volvía a aparecer.

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