El asesinato del sábado por la mañana (38 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—No te olvides de que se trata de la seguridad del Estado —le recordó con severidad.

La señora Brandtstetter no tenía la menor intención de chismorrear con las vecinas, algo que no había hecho en su vida. Pero no protestó por aquella advertencia, al igual que no protestaba cuando su marido decía otras muchas cosas. La señora Brandtstetter no soportaba las peleas. De noche, cuando no podía dormir y empezaba a pasear entre la cocina y el cuarto de estar, tratando de olvidar los sonidos que había oído en Berlín a sus veinte años y que desde entonces la atormentaban, a veces oía ruidos en el piso de arriba, como si una pesadilla se hubiera hecho realidad. Llantos, alaridos, patadas en el suelo, voces de hombres algunas veces; otras, de mujeres. Solía pensar que eran cosas de su imaginación, pero sabía que las figuras que había visto en la escalera eran reales. Sabía perfectamente, la señora Brandtstetter, que el joven que contribuía puntualmente al mantenimiento del edificio era un joven malvado, que no era judío aunque lo pareciera. Desde que se había mudado a la casa, la señora Brandtstetter procuraba salir lo menos posible.

Aquella noche, cuando su marido sacó la basura, los había visto subir en fila india por la escalera a través de la mirilla de la puerta. Además del inquilino, vio a otros dos jóvenes y a una chica. Y también iba con ellos un hombre con uniforme del ejército, pero la señora Brandtstetter sabía que el uniforme no era más que un disfraz. Tan sólo un detalle de la apariencia del «oficial» la desconcertó: había subido lentamente entre dos hombres jóvenes, uno delante y otro detrás, y no tenía el menor aire de autoridad, como habría sido de esperar. Después también vio al alto, el que iba a visitar de vez en cuando al inquilino que pagaba puntualmente sus recibos. Al principio la señora Brandtstetter había imaginado que sería algún pariente, porque nunca llegaba con el resto de la panda. Pero al analizar los hechos, cayó en la cuenta de que siempre llegaba después de que se hubiera oído cambiar el mobiliario de sitio. Entonces llegaba, como una inundación después de una plaga, pensó. Aquel hombre, con su apuesto semblante, la asustaba más que los demás. Lo había visto cara a cara en una ocasión en que ella regresaba del ultramarinos y él le abrió la puerta de la calle y la sujetó para que pasara con su bolsa de la compra. Pero no iba a engañarla con sus modales caballerosos, pensó la señora Brandtstetter. Y lejos de conquistar su simpatía, aquel semblante apuesto, de mirada penetrante y cautivadora sonrisa, la ratificaba en su convencimiento de que aquel hombre era el auténtico malvado del grupo.

Si la señora Brandtstetter hubiera visto los ojos de Michael mientras ascendía por la escalera aquella noche, antes de golpear la puerta haciendo la señal convenida, quizá habría cambiado de opinión. Michael subió con la vista fija en el escalón que tenía delante en cada momento. Estaba pensando en las dificultades que lo aguardaban y, más que cualquier otra cosa, sentía la fatiga desplegándose por sus extremidades.

Debía de haberse producido algún error con respecto al archivo, pensó. Un grave error. Trató de imaginarse, sin conseguirlo, al coronel Yoav Alon en el piso que los Servicios Generales de Seguridad tenían a bien prestarles en ocasiones especiales como aquélla. Tres habitaciones, un cuarto de baño y una cocina, todo amueblado de manera funcional y económica. En una habitación que hacía las veces de cuarto de estar había dos sillones sencillos, de estilo kibbutz de los cincuenta, y un televisor en blanco y negro, así como una mesita sobre la que reposaba el «oxígeno del piso», como Tzilla había dado en llamarlo: un teléfono negro.

En las otras dos habitaciones había camas, dos en cada una, y algunas sillas. En los armarios empotrados del vestíbulo se guardaban mantas del ejército. Siempre había allí algún miembro del Departamento de Investigación y los miembros del equipo hacían turnos cuando el interrogatorio duraba más de un día. Y el interrogatorio siempre duraba más de un día, porque allí sólo tenían lugar los interrogatorios secretos, que eran los más difíciles y complicados.

El coronel Yoav Alon, gobernador militar del subdistrito de Edom, un oficial que había ascendido con una rapidez sin precedentes hasta su cargo actual y de quien se esperaban grandes proezas en el futuro, estaba sentado en una silla en la habitación que daba al patio. No se había quitado el abrigo del uniforme. Frente a él se había sentado Raffi, que estaba jugueteando con un manojo de llaves. Tzilla regresó al dormitorio, donde Manny y ella estaban esperando que Eli Bahar llegara con los resultados del registro de la casa del sospechoso. Cuando Michael entró en la habitación, Raffi se levantó, se dirigió a la ventana, que estaba cerrada, y echó un vistazo hacia fuera antes de bajar la persiana. Después se quedó donde estaba, mirando a Yoav Alon, quien, a su vez, miró a Michael y le preguntó, en tono muy comedido, si era él quien le iba a informar del motivo de su arresto. El inspector jefe Ohayon tomó asiento y encendió un cigarrillo. Le susurró algo a Raffi, que se aproximó a él y se agachó para escucharlo y, después, se marchó a la cocina, donde se oyó un entrechocar de vasos. El inspector jefe cerró la puerta.

El hombre pálido que estaba sentado frente a él arrebujado con su abrigo, y que no levantó la voz al preguntarle de nuevo por qué lo habían arrestado, parecía sacado de un anuncio televisivo de las fuerzas armadas israelíes. Tenía el pelo rubio muy corto, la mirada despejada, y sus labios gruesos y agrietados hacían pensar en el viento del desierto y en jeeps militares. Parecía fuerte y robusto, aunque el abrigo no permitía distinguir con claridad los contornos de su cuerpo; debajo de su palidez, tenía la piel bronceada. Por tercera vez desde que Michael entrara en la habitación, le preguntó por qué lo habían arrestado. Esta vez añadió que nadie le había dirigido la palabra. No sabía nada, salvo que el alto mando estaba al tanto de lo sucedido. Este comentario fue hecho en tono de ira contenida.

Michael le preguntó si realmente desconocía el motivo de su detención.

Lo desconocía por completo, dijo Alon, y sólo su convencimiento de que era necesario que las distintas ramas de las fuerzas de seguridad cooperasen entre sí le llevaba a mantener la cortesía. Pero se le estaba terminando la paciencia, advirtió; quería saber qué demonios pasaba, y en seguida.

Michael le recordó que la policía tenía derecho a realizar arrestos de cuarenta y ocho horas sin explicar los motivos de la detención, y concluyó diciendo:

—Y como nos encontramos en uno de esos casos, debo pedirle que, en lugar de amenazarnos, coopere con nosotros. Sabe perfectamente por qué está aquí.

—Pero, ¿de qué me está hablando? —dijo Alon mirándolo de frente—. Simplemente dígame de qué se trata y se lo explicaré todo, y después podrá pedirme disculpas y llevarme a casa. Además, ¿quién es usted?

Alon alzó la voz con furia al formular la última pregunta y Michael se quedó mirándolo larga y calmadamente sin decir nada. Después recitó la advertencia rutinaria de que cualquier cosa que dijera el detenido podría utilizarse en su contra. El coronel perdió el dominio de sí mismo. Mencionó a Kafka, la Unión Soviética, las dictaduras latinoamericanas y terminó diciendo a voz en cuello:

—¡Esto es una locura, un absurdo! ¡Dígame al menos quién es usted y por qué estoy aquí!

En ese momento Raffi regresó trayendo un par de vasos humeantes que despedían un aroma a café turco. Colocó uno de ellos a los pies de Michael y el otro a los pies del coronel Alon, que dirigió la vista hacia el vaso, y después hacia Michael y hacia la espalda de Raffi, que ya estaba saliendo y cerrando la puerta tras de sí; a continuación, Alon le pegó una patada al vaso, que, sin llegar a romperse, se volcó y derramó su contenido por el suelo, dejando una mancha aceitosa y negra entre ellos. Michael no se movió ni despegó los labios.

—Oiga, dicen ustedes que tienen permiso del comandante en jefe —dijo Alon en tono de creciente desesperación—, pero no me han dado ninguna prueba, y si están mintiendo, ya se pueden ir preparando, llegarán a desear no haber nacido. ¿Me ha tomado por un ingenuo? ¿Sabe quién soy? ¿Sabe cuántos interrogatorios he dirigido en mi vida? Me sé todos los trucos clásicos, créame. Sé que está usted obligado a identificarse y ¡exijo que me diga qué está pasando!

Una cólera irrefrenable se había impuesto sobre los demás sentimientos y el color había vuelto a las mejillas del coronel. Decidiendo que había llegado el momento de inculcarle miedo, Michael dijo reposadamente que quería que el detenido le dijera por qué creía que lo habían arrestado.

—Rudimentario, amigo mío, muy rudimentario. No pienso decirle nada. No hay motivos para que me hayan arrestado y no tengo intención de ponerme a especular.

Entonces Manny entró en la habitación. Al verlo, el coronel Yoav Alon palideció, dando muestras evidentes de miedo. Manny era el único a quien conocía y por eso había aguardado hábilmente hasta el momento adecuado para aparecer en escena, como un conejo salido del sombrero de un prestidigitador.

Michael preguntó a Alon si reconocía a Manny.

—Sí —dijo Alon en un tono diferente, más humilde—. Es el agente que me tomó declaración hace un par de semanas, así que supongo que se trata de eso. Pero ya le conté a él todo lo que sabía. ¿Por qué me han detenido?

Manny se quedó quieto junto a la puerta mientras Michael revelaba su nombre y su rango y también de qué «se trataba todo». La investigación del asesinato de la doctora Eva Neidorf, explicó, era el motivo de que el coronel estuviera allí con ellos. Debería estarles agradecido por haber mantenido en secreto su arresto; ni siquiera le habían contado nada a su mujer, y le habían advertido que no comentase nada sobre el registro.

—¿Qué registro? —vociferó Alon—. ¿Qué pensaban encontrar? ¿Y qué hay de la orden de registro? No se tome la molestia de responderme, me conozco todos los trucos. Se lo repito, ¿sabe cuántos interrogatorios he dirigido yo?— en la habitación se hizo un silencio tan sólo interrumpido por la respiración jadeante de Alon, quien, al cabo de un rato, añadió—: ¡Y no me venga con eso de estar «agradecido»! ¿Quién le ha pedido que no me interrogue en público? No tengo nada que ocultar ni nada que añadir. Por lo que a mí respecta, podría haberme pedido que acudiera al barrio ruso. Aquí tampoco va a sacarme nada más. Ni siquiera conocía a la tal Neidorf, sólo a través de anécdotas.

—¿Qué anécdotas? —preguntó Michael, percibiendo que el miedo estaba dominando la cólera. Alon volvía a tener la cara pálida, las manos le temblaban y su mirada despejada se había enturbiado.

—Simplemente anécdotas, ¿qué más da? No tienen ninguna relación con nada. No tiene motivos para retenerme. ¡Me largo! —y, levantándose, el coronel Alon se dirigió resueltamente hacia la puerta, que estaba a cuatro pasos de su silla.

Michael no se movió de su asiento ni Manny se retiró de la puerta. Alon llegó hasta ella y levantó la mano hacia Manny, quien, a la velocidad del rayo, le dobló la muñeca y le empujó el brazo hacia abajo. Nadie pronunció una sola palabra. Manny volvió a ocupar su puesto junto a la puerta, Alon regresó a la silla, junto a la que estaban el charco oscuro de café y el vaso volcado, y Michael encendió un cigarrillo y preguntó si el coronel sufría claustrofobia. No hubo respuesta. En caso contrario, dijo Michael, ¿por qué no se quedaba quieto y colaboraba con ellos?

—¿Colaborar? Será un placer. En casa, en el barrio ruso, previo requerimiento oficial, pero no aquí. ¡No tengo nada que añadir a lo que ya he dicho! ¿Está sordo? ¡No la conocía! ¿Cuántas veces tengo que decírselo?

—Ah, ¿no? —preguntó Michael, y exhaló una voluta de humo—. ¿Está dispuesto a someterse a una prueba poligráfica sobre eso?

—Estoy dispuesto a cualquier cosa mientras no ocurra aquí. Conozco este sitio. Por lo visto me han traído aquí porque soy sospechoso de algo. Primero déjenme marcharme y después hablaremos de esa poligrafía. ¡Aquí no me van a arrancar ni una palabra!

Michael se sacó un papel doblado del bolsillo de la camisa y se lo tendió al sospechoso diciéndole:

—Es una copia. No se moleste en hacerla desaparecer, tenemos muchas más.

El sospechoso examinó el papel y lo arrojó al charco de café. Los labios le temblaron cuando preguntó:

—¿Qué es eso? Y, además, ¿qué tiene que ver? No lo entiendo. Limítese a decir lo que tenga que decirme y acabemos de una vez.

—¿Es su letra, verdad? —preguntó Michael pausadamente, y, de un golpecito, echó la ceniza del cigarrillo en el vaso vacío que tenía en la mano.

—Digamos que es mi letra. Cualquiera podría copiarme la firma, pero, para no discutir, digamos que es mi letra. ¿Y qué? ¿Por qué tiene tanta importancia? Es una nota dirigida a una chica, ¿y bien? —había subido el tono de voz y se había vuelto a levantar. Al cabo de un instante Manny estaba a su lado, empujándolo sin miramientos para que se sentara. Michael le preguntó si se sentiría más cómodo esposado. Alon se quedó sentado sin responder. Tenía los hombros caídos, los ojos fijos en el café derramado y en el papel arrugado, que estaba manchado de marrón. Después alzó la cabeza, dirigió a Michael una mirada que rezumaba hostilidad y dijo—: Si arresta a todos los hombres que han escrito una nota a una chica, va a tener que arrestar a todo el país. Y con esto no pretendo decir que la haya escrito yo.

—No tiene por qué decirlo usted todo —dijo Michael con sencillez—. A veces otros lo pueden decir en su nombre —se sacó otro papel del bolsillo, idéntico al anterior, posó la vista en él y lo leyó en voz alta—: «Orna, cariño, siento lo de ayer, quiero explicártelo. ¿Nos vemos a las siete donde siempre? Estaré esperándote. Yoav». —Después se sacó del bolsillo un tercer papel, también una fotocopia, según le explicó al sospechoso, que la leyó y se ruborizó; era una página del libro de registro de un hotel de Tel Aviv. Según el registro del hotel, el coronel Yoav Alon había pasado dos días en una habitación doble, con su mujer—. Y su mujer, ¿habrá oído hablar del hotel en cuestión? —inquirió Michael—. ¿Le gustaría que se lo preguntásemos? —Alon no dijo nada—. ¿Tal vez querrá contarnos de qué se disculpaba en la nota que le escribió a Orna Dan?

Alon levantó la cabeza y miró a Michael con odio. Después dijo:

—Bueno, ¿y qué? He tenido una aventura con una chica. ¿Qué relación tiene eso con la investigación? Vamos, dígaselo a mi mujer. La chica es una zorra y se lo ha contado. ¿Por qué quería saberlo? Esto no es un asunto de su incumbencia.

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