El asesinato del sábado por la mañana (40 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Una vez que se hubo desahogado, Alon abordó la información que le interesaba a Michael. Había estado recibiendo psicoterapia durante un año, dos veces por semana, y había tenido la precaución de pagar en efectivo, porque ni siquiera Osnat, su mujer, lo sabía. No podía explicar por qué no se lo había contado. Quizá temía que ella se lo contara a Joe; ni siquiera él estaba al tanto de la situación. Había escogido a la doctora Neidorf porque su vieja amiga y antigua compañera de estudios Tammy Zvielli siempre estaba hablando de ella y Joe también la mencionaba algunas veces. Aunque la doctora Neidorf tenía una lista de espera de dos años, le había hecho un hueco un par de veces por semana. No tenía que preocuparse por la posibilidad de toparse con ella en alguna reunión de conocidos, porque nunca iba a casa de Joe. Había confiado en su discreción y había acertado. Nadie se había enterado de que estaba tratándose con ella, y si no hubiera muerto de esa manera, nadie habría llegado a saberlo.

El sábado a mediodía Joe le había informado de la muerte de la doctora; lo llamó para decirle que no podría ir a comer con él, como habían acordado, y se lo dijo. Desde luego, a Joe no se le había ocurrido ponerlo sobre aviso, ignoraba por completo la relación que había entre ellos. Al principio, sin saber que la habían asesinado, pues Joe sólo dijo que había muerto, le preocupó la posibilidad de que descubrieran el cuaderno de notas de la doctora en la consulta y su nombre saliera a la luz.

—En el ejército piensan que no se puede confiar en un hombre que va a ver a un psicólogo, sobre todo si ocupa un cargo como el mío. Y lo curioso del caso es que tienen razón. Se confundieron conmigo; la verdad es que no sirvo para este trabajo.

Después de hablar con Joe le invadieron el pánico y la incertidumbre. Joe le había explicado que Neidorf acababa de regresar del extranjero y que iba a dar una conferencia, por lo cual supuso que la familia tardaría su tiempo en organizarse. Esperó hasta que se hizo de noche y ese mismo día, cuando todavía no había comenzado a llover, se introdujo en casa de Neidorf por la ventana de la cocina y se llevó los papeles que había en la sala de consultas.

Michael levantó la mano y le pidió que hiciera un alto. Quería aclarar un par de cosas, le dijo suavemente.

¿Por qué entrar por la ventana si tenía la llave?, le preguntó con amistoso interés, y vio cómo la incomprensión se pintaba en el rostro de Yoav Alon.

—¿Qué llave? ¿Cómo iba a tener la llave? No sé de qué me está hablando.

Y, sin insistir en el asunto de la llave, Michael se concentró en los detalles de cómo se había introducido en la casa.

—Fue fácil. Utilicé una barra de hierro para doblar los barrotes de la ventana de la cocina y rompí un cristal para abrir el pasador de la ventana. Da al jardín trasero; no me vio nadie. Después fui a la sala de consultas. Registré los cajones. Me llevé la lista de pacientes, en la que estaba escrito, en grandes letras: «Para casos de emergencia», y también el horario de citas con los pacientes que encontré allí —dijo avergonzado—. Tendrá que creerme si le digo que no leí nada. Lo quemé todo, incluida la agenda de direcciones, en la que encontré mi teléfono.

—Y la conferencia también —dijo Michael como quien afirma algo sabido.

—¿La conferencia? —repitió Alon perplejo, y después dijo—: Ah, ¿la conferencia que iba a pronunciar esa mañana? ¿Por qué me la iba a llevar? ¿Qué me importan a mí las conferencias? No vi ninguna conferencia por ningún lado, pero tampoco la estaba buscando.

—Así que, ¿no revisó todos los papeles? —preguntó Michael, sabiendo que Alon estaba diciendo la verdad y confiando contra toda esperanza en que estuviera equivocándose.

—No me senté allí varias horas para leérmelo todo, no. Me limité a buscar cualquier cosa que pudiera comprometerme. En total no estuve allí más de media hora. No era la ocasión adecuada para perder el tiempo, podría haber aparecido alguien en cualquier momento.

Michael encendió un cigarrillo y preguntó si había trabajado con guantes.

—No sé por qué utiliza la palabra «trabajar», pero sí, tenía unos guantes puestos mientras estuve allí, ya que soy consciente de que el allanamiento de morada no es precisamente legal. Imaginé que la policía tal vez registraría su despacho.

—Creía que no sabía cómo había muerto. ¿Por qué se le ocurrió pensar en la policía? —Michael no desvió la mirada de Alon mientras se lo preguntaba.

—No, no lo sabía. Joe no me explicó nada sobre las circunstancias de la muerte, sólo me habló de la policía y de todo lo demás después. No puedo explicarle lo de los guantes más que diciéndole que fue instintivo; tendrá que creerme. ¿Podría darme otro cigarrillo?

Michael le dio un cigarrillo y le pidió que describiera con detalle sus movimientos en casa de Neidorf. Alon así lo hizo, reiterando que no había visto la conferencia.

—Está bien; de manera que entró en la casa y se llevó los papeles. ¿Qué hizo con ellos? —le preguntó Michael, nervioso.

—Me monté en el coche y fui..., no se lo va a creer..., fui al cementerio. Quería..., no sé qué quería, pero sabía que no iba a asistir al entierro. Los quemé allí.

—¿A qué hora? —preguntó Michael.

—Serían las ocho y media o las nueve; no, más tarde, porque llegué a casa a las diez.

Michael pensó para sí que aquel sábado había empezado a llover alrededor de las diez, mientras él estaba con Hildesheimer. Recordando las persianas, la ventana abierta, los truenos y los relámpagos, dedujo que la tormenta debía de haber estallado después de las nueve.

—¿Y después? ¿Qué hizo después de eso?

—Después de eso no hice nada. Al día siguiente hablé con Joe cuando regresó de la sesión con usted, y entonces me contó lo del asesinato y lo de su pistola, una pistola que le había comprado yo en el año 67, justo después de la guerra, cuando tenía dieciocho años. Luego me puse muy nervioso. La idea de que iba a realizarse una investigación sobre el asesinato... Ya le he dicho que estoy bastante al tanto de cómo funcionan estas cosas. Traté de pensar en qué otros lugares podría figurar mi nombre como paciente de la doctora Neidorf.

Alon se quedó callado con la vista fija en Michael, quien se esforzó en no alterar la expresión de su cara, que sólo reflejaba, o al menos en eso confiaba, el mismo interés solícito de antes, pero no el hecho de que supiera que había llegado el momento crítico: ¿le hablaría Alon de los contables por voluntad propia? Y, si no lo hacía, ¿significaría eso que todo lo demás era mentira?

Pero sí le habló de los contables. Se refirió a los recibos que la doctora le entregaba escrupulosamente, a pesar de saber que no los iba a utilizar. La doctora Neidorf sabía que, para él, acudir a la psicoterapia era un terrible secreto, pero, pese a ello, siempre le preparaba un recibo, y él lo rompía en cuanto volvía a estar solo. Recordaba que, en cierta ocasión, Joe le había contado que había cambiado de contable y estaba yendo a Zeligman y Zeligman por recomendación de Neidorf. Anteriormente se había enterado a través de Joe, que siempre estaba quejándose de sus asuntos financieros, de que tenían por costumbre entregar los diarios de contabilidad y los libros de facturas a un contable. Así pues, llamó a la oficina de los contables y les notificó que iría a recoger el archivo de la difunta para utilizarlo en la investigación policial, y la chica que atendió su llamada le dijo que la policía ya le había comunicado que pasarían a recogerlo a la mañana siguiente, sobre las nueve. De manera que él se presentó antes, a las ocho y veinte, firmó una nota y se llevó el archivo. Todos los detalles coincidían con la versión de Zmira. No cabía duda de que Alon había hecho lo que afirmaba haber hecho. Pero la cuestión era saber si había hecho algo más.

—¿Qué hizo después?

—Salí de la ciudad en dirección al kibbutz de Ramat Rachel. Y allí, en una parcela donde aún no habían comenzado a construir, quemé el archivo, o, más bien, los papeles que contenía. La carpeta me la llevé al despacho; es exactamente igual que las que utilizo. Y es cierto que el coche me dejó tirado, por un bloqueo en el circuito de carburante. No pretendía inventarme una coartada; fue una casualidad. Claro que, como bien sabe, no me ha servido de mucho.

—¿Y después? —perseveró Michael.

—Después nada, no quedaba nada por hacer. Luego me citaron para interrogarme, y me puse nervioso, pero no hice nada más. Di el asunto por concluido. De hecho no volví a pensar en ello; estaba ocupado pensando en la doctora Neidorf y en cómo me las iba a arreglar sin ella. Se me murió con la labor a medio realizar, me dejó con la herida abierta, y ahora hay que curarla y nadie lo puede hacer. Dígame una cosa, ¿cree que todo esto podrá mantenerse en secreto?

—¿Para que no se entere quién? —preguntó Michael, y encendió otro cigarrillo. Eran las cinco menos cuarto de la mañana. Todo su cuerpo estaba pidiendo a gritos que lo dejaran dormir.

—Para que no se entere nadie, supongo. El ejército, la prensa, mi mujer, todo el mundo.

Michael dijo que habían efectuado la detención con permiso del jefe del alto mando. Sólo le habían contado de qué se trataba en líneas generales, pero les exigirían una explicación, y a Michael no se le ocurría cómo podrían negársela. Además, tendrían que verificar algunos datos con ayuda de su mujer. Y los altos cargos de la policía estaban al tanto de los hechos básicos, dijo, y se encogió de hombros, como Hildesheimer.

—En resumen —dijo Alon amargamente—, esto ha sido mi ruina.

—No, no ha sido su ruina —dijo Michael secamente—. Simplemente, aquí se terminará su carrera militar, pero no por haber acudido a una psicoterapia, sino por haber infringido la ley: allanamiento de morada, ocultación de datos, suplantación de un representante de la ley. No solemos tomarnos ese tipo de cosas a la ligera. Lo cierto es que ni usted mismo está convencido de ser la persona adecuada para dirigir el Estado Mayor, o el alto mando militar. Lo único que puedo intentar es que los periódicos no publiquen la historia, y no para protegerlo, sino para que no sufra la reputación del ejército ni la del gobierno militar. Entretanto, mientras se reconstruye el delito con exactitud y se realiza la prueba poli— gráfica, permanecerá bajo arresto. Aún no han pasado las cuarenta y ocho horas. Una vez que nos haya prestado su colaboración sin reservas, y sólo entonces, hablaremos de lo que podemos hacer por usted.

Alon bajó la cabeza y escondió la cara entre las manos, que estaban apoyadas sobre sus rodillas, y durante un buen rato nadie dijo nada. Michael reprimió una oleada de lástima y se obligó a pensar en las dos semanas que, junto con Eli Bahar, había consagrado a los bancos, en la frustración y la depresión que él mismo sentía. Entonces fue presa de un arrebato de ira y, dominándolo, consultó su reloj y dijo que tendrían que verificar la coartada de Alon para la hora del asesinato.

—Pasará las siguientes horas con el inspector Eli Bahar. Cuando quiera dormir, dígaselo. No tiene previsto torturarlo, al menos mientras se preste a colaborar —dijo, y se levantó. Tenía las piernas dormidas y los ojos le escocían. Salió de la habitación y Eli, despertado por Tzilla un momento antes, ocupó su lugar.

—Después de tanto trabajar con los documentos de los bancos y de los contables, volvemos a estar en un callejón sin salida —dijo Tzilla con amargura cuando Michael se sentó junto al teléfono del cuarto de estar antes de marcharse.

—Parece como si te disgustara que no sea el asesino —dijo Michael sin sonreír.

—No quería decir eso, pero no entiendo por qué se tomó tantas molestias y corrió tantos riesgos sólo para mantener en secreto el hecho de que estaba yendo al psiquiatra. ¿No te parece que es ir demasiado lejos?

—Ya sé que es ir demasiado lejos. Pero en nuestro trabajo eso no debe sorprendernos. ¿No te parece que asesinar a alguien por cien mil dólares, pongamos por caso, es ir demasiado lejos? ¿O matar a una chica porque la has dejado embarazada y no quieres reconocer la paternidad del niño? Lo que querías decir era otra cosa. Querías decir que confiábamos en que fuera nuestro hombre y ahora, aun antes de hacer la poligrafía, sabemos que está diciendo la verdad. Y nos toca volver a empezar desde cero.

En la segunda planta la señora Brandtstetter se asomó por la mirilla y reconoció inmediatamente al hombre alto que estaba descendiendo por la escalera a las cinco y media de la madrugada. Sonrió con satisfacción al pensar que un hombre que se marcha de casa de alguien a las cinco y media de la mañana no puede ser un tío ni un primo inocente. No, aquello demostraba que no se había equivocado, que aquel hombre era el peor de todos. Mientras estaba en el piso de arriba, habían estado moviendo los muebles de un lado para otro y recibiendo llamadas telefónicas. Quizá ahora que se marchaba, podría dormir al fin.

Pasaron tres días con el coronel Alon. Volvieron a interrogarlo, con un polígrafo, y se comprobó que no había mentido. Le pidieron que les mostrara la carpeta archivadora que se había llevado de la oficina de los contables, una gran carpeta de plástico donde habían estado guardados los libros de facturas y los diarios contables. Zmira identificó su voz, aunque sin plena seguridad; y la pisada descubierta bajo un árbol en el gran jardín de Neidorf se convirtió en una prueba importante contra él.

Alon los llevó a los lugares donde había quemado los documentos, en el cementerio y en las colinas cercanas a Ramat Rachel, donde les mostró los restos calcinados de las tapas del diario escondidos bajo una roca. Los recogieron y los guardaron en una gran bolsa de plástico.

Volvieron a interrogar a Linder; a Osnat, la mujer de Alon; a su secretaria, Orna Dan; y también a su vecina de arriba, la señora Steiglitz, quien les aseguró que Alon tendría que haber madrugado mucho para escapar de su mirada vigilante. De hecho lo había visto salir de casa el sábado por la mañana, a pie. Pero, sintiéndolo mucho, no podía decirles nada más. La llave de casa de Neidorf no apareció en ningún sitio. Registraron la casa, el coche y el despacho del coronel sin descubrir nada nuevo. A lo largo de esos tres días Michael tomó parte en la verificación de los hechos, pero lo hizo sin el menor entusiasmo. Sabía que Alon no había mentido y que, tal como lo había expresado Tzilla, volvían a encontrarse en un callejón sin salida.

Shorer le advirtió que su presentimiento con respecto a Dina Silver era una obsesión, que no tenía sentido.

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