El asesinato del sábado por la mañana (34 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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No, había ido en coche.

¿El BMW azul del que se había bajado delante de la casa de Neidorf la noche anterior?, le preguntó Michael con familiaridad.

Sí, ése era su coche.

—Entonces seguro que no habrá problemas. Siempre se encuentra a alguien que ha visto algo —lo podía dejar todo en sus manos, prosiguió Michael, y la miró a los ojos, donde vio reflejado el asombro causado por su cambio de tono, un asombro mezclado con desconfianza—. Dígame, simplemente, a qué hora exacta salió de casa. ¿A las diez menos cinco? —hizo una anotación en un papel que tenía delante y la volvió a mirar con aire satisfecho, como si lo que le acababa de decir le sirviera de gran ayuda—. Hay algo más que quiero preguntarle —dijo, y se volvió a reclinar sobre el escritorio, poniéndola en guardia—. ¿Qué relación tiene con Elisha Naveh? —Michael se incorporó ligeramente y esperó la respuesta. Vio un atisbo de sorpresa en los ojos de Dina Silver, y también de miedo, un tipo de miedo que no había aflorado a su mirada hasta entonces.

Cuando se hubo recobrado, Dina le preguntó sosegadamente por qué lo quería saber.

—¿Qué relación tiene con todo esto?

—Ninguna, que nosotros sepamos —dijo Michael con la mayor naturalidad—, pero como los vi hablando junto a su coche, pensé... —y se quedó callado. Percibió con claridad la intención de la psiquiatra de protestar, de decir que no podía haberlos visto juntos porque él no se había acercado a su coche, pero también advirtió que quería obrar con prudencia.

—¿Quiere comprometer mi ética profesional? —le dijo mirándolo de frente.

—Ah —dijo Michael—. ¿Es paciente suyo?

No, no exactamente, dijo Dina Silver, pero sí había sido paciente suyo en otro tiempo. Cuando Michael le preguntó cuándo y cómo, respondió que lo había estado tratando desde los dieciséis hasta los dieciocho años en una clínica psiquiátrica del norte de Jerusalén.

—Dos años, es decir, hasta hace un año —reflexionó el inspector jefe Ohayon en voz alta—. ¿Y terminó el tratamiento?

Era una historia complicada, dijo ella, que no tenía nada que ver con el caso y que estaba asociada con la relación que el paciente había llegado a entablar con ella.

—De hecho interrumpimos el tratamiento sin haberlo terminado —explicó—. Ya no lo podía ayudar más, pero tendría usted que conocer la terminología profesional para comprenderlo.

—¿En qué terminología está pensando? ¿Qué me dice del término «transferencia»..., nos ayudaría a entenderlo? —preguntó Michael, y observó divertido la expresión de sorpresa de Silver y el nuevo respeto que asomó a sus ojos.

Sí, desde luego que lo ayudaría.

—Mire —dijo en tono didáctico—, evidentemente no sé hasta qué punto está usted familiarizado con el psicoanálisis; lo que ocurrió fue que el chico comenzó a actuar en lugar de verbalizar durante las sesiones terapéuticas. ¿Me sigue?

No, no la seguía. ¿Le importaría explicárselo?

—En otras palabras —dijo mientras una expresión seria y satisfecha se extendía por su cara, y Michael no trató de interferir—, comenzó a importunarme llamándome por teléfono a todas horas, presentándose a verme sin previo aviso y exigiéndome que satisficiera sus fantasías eróticas.

—¿Quiere decir que se enamoró de usted?

—En lenguaje sencillo se podría decir así. En términos profesionales yo hablaría de la transferencia de una neurosis que se canalizó hacia la acción en lugar de hacia la verbalización durante las sesiones terapéuticas.

—¿Y cuando eso ocurre se interrumpe la terapia? Yo creía que la transferencia era una de las condiciones necesarias para seguir adelante con ella.

—En principio tiene razón —dijo la psiquiatra, en cuyos ojos había vuelto a brillar el asombro—, pero en este caso yo tuve una contratransferencia, y...

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Michael impaciente—. ¿Se refiere a que la ponía muy nerviosa o a que se implicó emocionalmente con él?

Sí, a eso se refería. El chico ocupaba sus pensamientos fuera de las horas de trabajo hasta tal punto que se vio obligada a interrumpir la terapia, y desde entonces no sabía qué había sido de él... La primera vez que lo había visto desde que dejó de tratarlo fue en el entierro, junto a su coche.

—En otras palabras, no lo vio durante todo un año, y después, ¿apareció de repente en el entierro? —dijo Michael mientras mantenía la pluma suspendida sobre el papel—. ¿Está segura? ¿No tuvieron el menor contacto? —una vez más la hostilidad se había adueñado de su voz, una hostilidad que no lograba dominar ni explicarse. La reprimió y le explicó a la psiquiatra que todo lo que apuntara debía ser preciso.

—Sí, pero, ¿por qué tiene que tomar notas? —preguntó Dina Silver sin ocultar su fastidio—. No me gustaría que una información médica confidencial se hiciera pública. No sería ético.

Michael le preguntó si el paciente no la había molestado en absoluto durante todo el año.

—No, sólo me llamó unas cuantas veces por teléfono —dijo vacilante.

—¿A dónde la telefoneó? —preguntó Michael, volviendo a empuñar la pluma.

—A la clínica. Hace sólo seis meses que me fui de allí.

—¿Y desde entonces no había vuelto a tener noticias de él? —preguntó Michael, cuya tensión iba en aumento; tenía la sensación de que algo le estaba impidiendo ver los hechos con claridad.

No, no había tenido noticias suyas desde que se marchó de la clínica y ayer lo había vuelto a ver por primera vez, en el entierro.

En ese caso, preguntó Michael, ¿por qué el chico la había seguido desde el entierro hasta el consultorio de Linder, y de allí hasta casa de Neidorf y, después, hasta su casa?

—¿Está seguro? —dijo con voz ronca mientras un color ceniciento ensombrecía su rostro.

Michael hizo un gesto de asentimiento y quiso saber qué le había dicho el chico en el entierro.

—Me dijo que necesitaba verme y yo le expliqué que ahora sólo trataba a pacientes privados y que no podría recibirlo. Se considera un error y una falta de ética que un terapeuta atienda en su consultorio privado a un paciente al que ha tratado previamente a través de los servicios públicos de sanidad. Lo remití otra vez a la clínica —dijo Dina Silver, pero Michael se dio cuenta de que estaba pensando en otra cosa y le preguntó si Elisha Naveh le inspiraba miedo.

Después de reflexionar durante un instante, la psiquiatra dijo que no le inspiraba miedo, nunca se había puesto violento con ella, pero no sabía cómo interpretar su comportamiento.

Michael le preguntó si estimaba posible que el chico hubiera estado en contacto con Neidorf.

—Imposible —dijo Dina Silver sacudiendo la cabeza con vehemencia—. No podría haberlo aceptado como paciente, no tenía tiempo, y tampoco lo conoció por otras vías. Él me lo habría contado.

Todavía tenía la cara cenicienta cuando Michael le preguntó en tono paternal si había algo que le preocupara. Ella respondió que estaba muy sensible por lo que había ocurrido, cualquier cosa la ponía nerviosa, pero que esa ansiedad no tenía ningún fundamento racional.

—Es parte de la reacción ante la muerte de la doctora Neidorf. Ya se me pasará —dijo, y volvió a sonreír con la comisura de los labios. Después de una breve pausa señaló que el chico la tenía preocupada y que, por ese motivo, le gustaría pedirle al inspector jefe Ohayon que no lo interrogase hasta que se hubiera «calmado».

Michael no dijo nada, pero tomó nota mentalmente de que a Dina Silver le daba miedo que se pusiera en contacto con el joven.

Una vez más la interrogó sobre su relación con Neidorf y, una vez más, la psiquiatra le habló de lo mucho que le debía, de todo lo que había aprendido de ella. Pero detrás de sus palabras no había ningún sentimiento, ni siquiera el tipo de sentimiento que había demostrado Linder. Era como una grabación, como si estuviera repitiendo algo que se había aprendido de memoria.

Le habían contado que Neidorf era una mujer fría y distante, ¿había algo de verdad en ello?, preguntó Michael.

No, ella nunca había notado nada semejante; habían tenido una relación íntima y de confianza. Neidorf era una mujer reservada, tímida, pero no era fría, aseguró Dina Silver sin que en su voz se insinuase el menor entusiasmo o cualquier otro sentimiento.

A continuación, Michael le hizo una pregunta sobre su encuentro con Hildesheimer en la calle Alfasi, el domingo por la tarde, junto a la casa del anciano. Dina Silver lo miró con desaliento, pero no le preguntó cómo lo sabía ni tampoco hizo ningún comentario evasivo o ingenioso y, al cabo de un momento, dijo que Hildesheimer había sido su analista.

Michael le preguntó cuánto tiempo había tardado en psicoanalizarse y ella respondió que había estado analizándose durante cinco años y hasta hacía un año y medio. Se había encontrado con Hildesheimer por casualidad, al salir de la clínica que compartía con Linder para comprar el periódico.

En ese caso, ¿por qué había estado tanto tiempo paseándose calle arriba y calle abajo por delante de su casa?, preguntó Michael. Esta vez Dina Silver sí empezó a preguntarle cómo lo sabía, pero se interrumpió de golpe. Una sonrisa, o más bien una mueca, volvió a aparecer en sus labios mientras explicaba que no le apetecía confesarle lo mal que se encontraba y que por eso había tratado de ocultar que había estado esperando a Hildesheimer a la puerta de su casa. Quería pedirle que la recibiera en plan profesional en seguida, explicó avergonzada. Habría sido imposible convencerlo por teléfono y por eso quería acompañarlo directamente a la consulta, pero Hildesheimer tenía citada a otra persona y no pudo recibirla ese día, ni tampoco al día siguiente, debido al entierro. Sólo podría verla la próxima semana.

Michael echó un vistazo a su reloj, ya eran las once y media. Dina Silver había comenzado a abotonarse el abrigo cuando le preguntó si sabía algo de la pistola de Joe Linder.

—¿A qué se refiere con eso de si sabía algo? —preguntó la psiquiatra.

—¿Sabía que tenía una pistola? —preguntó Michael, que había tenido la precaución de no dar publicidad al hecho de que la pistola de Linder había sido el arma con la que se cometió el asesinato y quería averiguar si el propio Linder se lo había contado a su compañera de clínica.

Claro que lo sabía, dijo Dina Silver, y su cuerpo se relajó ostensiblemente.

—¿Y quién no lo sabía? —preguntó, y volvió a esbozar una sonrisa, que en su rostro ceniciento de ojos mortecinos pareció una mueca grotesca—. Joe no paraba de hablar de ella —a Michael le llamó la atención el tono afectuoso con que se refirió a Linder y le preguntó qué relación tenía con él y su familia.

—Es una relación muy compleja. Hubo mucha competitividad mientras recibía supervisión de él y de la doctora Neidorf simultáneamente. Antes teníamos una relación cariñosa y relajada. No sé si se ha dado cuenta de la importancia que tiene para Joe sentirse querido. Mi relación profesional con la doctora Neidorf le preocupaba mucho.

¿Sabía en qué lugar de la casa guardaba Linder su pistola?

Sí, en algún rincón del dormitorio. Siempre iba a buscarla allí cuando quería enseñarla, pero no sabía en qué lugar preciso del dormitorio.

Claro que entró en el dormitorio la noche de la fiesta, fue a recoger su abrigo.

No, no había nadie cuando entró. Había echado una ojeada a Daniel, que estaba durmiendo en la cama de sus padres, y no había nadie más. Los abrigos estaban amontonados sobre el sofá.

No, nunca había usado una pistola. En el ejército se dedicó a realizar pruebas psicológicas.

Sí, y volvió a sonreír, en el entrenamiento básico le habían enseñado a usar un arma de fuego, un fusil checo, pero no había conseguido dar en el blanco ni una sola vez. No tenía preparación técnica. Joe le había explicado en cierta ocasión que su pistola funcionaba y que siempre estaba cargada, pero, aunque él la animó a disparar, no lo hizo. Las armas le asustaban.

Pronunció la última frase con cierta picardía, el hoyito que tenía en la barbilla entró en juego, e incluso hubo un aleteo de pestañas. Pero Michael tuvo la sensación de que, después de abrir la caja de Pandora, la había cerrado sin llegar a poner el dedo en la llaga.

Antes de separarse de ella en la puerta le preguntó en tono neutro, como si acabara de ocurrírsele, si le importaría someterse a una prueba poligráfica. La mirada cautelosa que asomó a los ojos de Dina Silver delataba cierta aprensión, pero se limitó a decir que tendría que pensárselo.

—No corre prisa, ¿verdad?

—No; Michael sacudió la cabeza; no corría prisa.

No había manera de saber, pensó Michael, si Dina Silver era precavida por naturaleza o si estaba tratando de ganar tiempo. Según la experiencia de Michael, la mayoría de la gente sin nada que ocultar no ponía reparos a someterse a una prueba poligráfica, pero también había quien se lo pensaba y sentía miedo a pesar de no tener nada que ocultar.

Finalmente, junto a la puerta, Michael le preguntó si sabía algo sobre la conferencia de Neidorf.

No, no sabía nada, sólo había oído comentar de qué iba a tratar, pero sí sabía que Hildesheimer siempre ayudaba a la doctora Neidorf a preparar sus conferencias, y, dicho esto, dirigió una mirada inquisitiva al inspector jefe Ohayon.

Michael le dio las gracias amablemente sin responder a su muda pregunta. La expresión del inspector jefe no traicionaba en absoluto la confusión ni los sentimientos ambivalentes que lo embargaban. Volvió a sentarse detrás de su escritorio, rebobinó la cinta y comenzó a escuchar lo que se había dicho en su despacho durante las últimas tres horas. Sin dejar de escuchar, marcó un número de teléfono. Desde su despacho de la tercera planta, Balilty le respondió jadeante:

—Acabo de llegar... Ya no recordaba lo que era trabajar contigo. Estaré ahí dentro de un par de minutos —y colgó el teléfono.

Mientras aguardaba que pasaran los dos minutos, que resultaron ser quince, Michael se recostó en el sillón, estiró sus largas piernas y escuchó una y otra vez la última parte de la conversación, en la que habían hablado de la relación de Dina Silver con Neidorf, con el joven, con Linder y con Hildesheimer.

Cuando Balilty entró en el despacho, sin aliento y con una taza de café en la mano, Michael empujó un papel hacia él y le preguntó si le parecía bien que repasaran las preguntas juntos.

—Claro —dijo Balilty—, pero antes voy a paliar tu curiosidad sobre el coronel —se interrumpió para hacer una reverenda y Michael le contentó con las obligadas exclamaciones de admiración y sorpresa. Si Balilty fuera modesto, pensó, sería perfecto. En todo caso, los elogios que exigía no eran un precio demasiado alto por obtener su colaboración.

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