Read El asesinato del sábado por la mañana Online
Authors: -Gur[v1]
Hildesheimer reconoció que nunca había ocurrido nada semejante. Hasta ahora, añadió con cautela. Y, desde luego, algunas personas se abstenían de votar; de vez en cuando algún miembro votaba en contra de un candidato, pero ningún candidato había tenido tantos oponentes como para impedir su incorporación.
—En ese caso —reflexionó Michael en voz alta—, ¿sería correcto decir que el Comité de Formación tiene una influencia decisiva sobre el destino del candidato? O, más bien, ¿que su destino está determinado por los votos del Comité de Formación?
—Sí —admitió Hildesheimer muy a su pesar—, del Comité de Formación y de los supervisores..., los tres supervisores de cada candidato. Ése es el motivo de que cada candidato tenga tres supervisores en lugar de uno; si los tres lo critican severamente o arrojan serias dudas sobre sus capacidades, el candidato no podrá convertirse en analista. Ahora bien, la función principal del Comité de Formación es formular la política del Instituto y estructurar su plan de estudios —Hildesheimer suspiró y colocó su pipa en una esquina de la mesa. Después cruzó los brazos sobre el pecho, porque la habitación se estaba enfriando.
Michael preguntó qué tipo de supervisora había sido Neidorf.
¿Qué tipo de supervisora había sido Eva?, repitió Hildesheimer con una sonrisa. Las opiniones eran unánimes a ese respecto, al menos por lo que él sabía. Era una supervisora maravillosa. Aun siendo cierto que era bastante imperiosa, sus supervisados aceptaban de buen grado su autoridad, que derivaba de unos criterios terapéuticos y morales elevadísimos —y aquí levantó el índice y lo agitó en dirección a Michael—. Además, gracias a una energía y a un poder de concentración enormes, unidos a sus habilidades como terapeuta, Eva lograba sacar un rendimiento máximo a cada hora de supervisión. Mas estaban acercándose a los aspectos técnicos de la psicoterapia, le advirtió, y mucho se temía que era imposible resumir toda la teoría en el transcurso de una conversación breve.
Pero, teniéndolo todo en cuenta, le sondeó Michael, ¿qué impulsaría a la gente a someterse a un aprendizaje tan arduo y prolongado? ¿Cuál era, en definitiva, la diferencia entre ser psicólogo y ser psiquiatra o psicoanalista? Si le permitía expresar una opinión personal, dijo cautamente, y no sabía hasta qué punto válida... —hizo una pausa y el anciano asintió— le daba la impresión de que el Instituto tenía algo en común con los gremios de la Edad Media y el Renacimiento. Una cierta rigidez. A los candidatos se les dificultaba el acceso todo lo posible alegando que era necesario preservar los criterios de profesionalidad, pero no se podía por menos de advertir que había otro factor en juego: la competencia, económica y de clase. Al fin y al cabo, era imposible que hubiera un número infinito de psicoanalistas, sobre todo en un país tan pequeño como Israel. En resumen, dijo Michael, tenía la impresión de que estaban defendiéndose a sí mismos mediante un conjunto de normas que limitaban el número de participantes. El modelo profesor-alumno/maestro-aprendiz que existía en los gremios profesionales era particularmente aplicable a estas circunstancias.
Hildesheimer se tomó su tiempo para responder. Cuando lo hizo, sus palabras dejaron traslucir un esfuerzo evidente por ser sincero que conmovió a Michael. Mientras lo escuchaba, fue formulando la idea básica que encerraba el largo discurso, y tras prescindir del preámbulo («la mejor formación clínica que se puede encontrar..., el nivel más elevado de aprendizaje formal»), resumió el contenido en una expresión que Hildesheimer había utilizado: «la soledad del terapeuta».
Cualquier profesional de la psicoterapia que no estuviera empleado en el servicio público de sanidad, en un hospital, un psiquiátrico o alguna otra institución, debía pasar interminables horas escuchando a sus pacientes día tras día; con un oído prestaba atención al argumento de las historias que le relataban, con el otro a las asociaciones que acompañaban a la historia, y con otro oído extra a la «música» del paciente, a su tono, mientras simultáneamente combinaba todo lo que oía en los modelos de pensamiento característicos de la persona que estaba con él. El paciente, añadió, también hablaba del terapeuta, pero nunca lo veía tal como era. En la mente del paciente el terapeuta iba adoptando distintos disfraces. Representaba al mismo tiempo a todas las figuras significativas de su vida: a su madre y a su padre, a sus hermanos y hermanas, a sus profesores, a sus amigos, a sus hijos, a su jefe..., todo ello en consonancia con la proyección de la estructura de su personalidad.
—Como es bien sabido por cualquiera que posea un conocimiento mínimo de este campo —dijo el anciano—, nunca entablamos relaciones emocionales con personas «reales». Siempre estamos esclavizados por las pautas de relación que se establecen en las primeras etapas. En otras palabras, cuando el paciente se relaciona con el terapeuta de una forma similar a como se relaciona, digamos, con su mujer, debemos recordar que tampoco ve a su mujer «tal como es», sino «tal como es para él... A veces —prosiguió el anciano en un tono menos didáctico—, la actitud del paciente con respecto a la gente que lo rodea está totalmente divorciada de la realidad. Si la terapia cumple sus objetivos —Hildesheimer alzó la voz—, y sólo si los cumple, el paciente se relacionará con el terapeuta como si éste encarnara todos los modelos de interrelación de su vida; y, entonces, a veces odiará al terapeuta y lo atacará, mientras que otras veces lo amará, pero nada de ello tendrá ninguna relación con la realidad ni con la verdadera forma de ser del terapeuta.
Michael le pidió un ejemplo.
—Bueno —dijo el anciano—. Supongamos que un paciente te dice amargamente que nunca podrás comprender su sufrimiento porque tú eres un hombre felizmente casado, rico, guapo e importante, cuando en realidad tal vez eres viudo o estás divorciado, enfermo y abrumado por los impuestos. Eso es lo que llamamos «transferencia»; sin la transferencia, la terapia no existe. De hecho, en toda terapia se produce un cierto grado de transferencia, ya sea positiva o negativa. Pero lo principal es el contacto afectuoso y humano que permite que se establezca una relación de confianza entre el paciente y el terapeuta.
El psicoterapeuta, prosiguió el anciano, tenía que descifrar las pautas y repetir las mismas cosas una y otra vez, a veces exactamente con las mismas palabras. Ése era el papel que le correspondía en la situación terapéutica, donde no había lugar para la gratificación de sus propias necesidades manifiestas. Por ejemplo, personalmente, a él no le parecía bien que un terapeuta fumara durante las sesiones, pues ello suponía que estaba satisfaciendo sus propias necesidades; y siempre se lo había recalcado así a los candidatos a quienes supervisaba.
Cuando pasas hora tras hora con personas en cuya compañía te ves obligado a prescindir de tus necesidades, permitiéndoles que te lancen acusaciones infundadas, o que te amen por cualidades que nunca has poseído, comienzas a sentir una profunda necesidad de estar en compañía de tus colegas para intercambiar impresiones, aprender, sentirte seguro y recibir ánimo y apoyo, e incluso para oír críticas objetivas: para tener la sensación de que perteneces a una estructura, de que hay una tradición que respalda tu trabajo.
En algunas ocasiones (Michael se fijó en el gesto de impotencia de Hildesheimer, que había abierto las manos) el terapeuta podía perder el sentido de las proporciones y, entonces, necesitaba una perspectiva nueva que sólo sus colegas podían ofrecerle. Por no mencionar el hecho de que siempre debía mantener la distancia con respecto a sus pacientes, evitando que descubrieran la mínima información sobre su vida privada, con objeto de permitir que la imaginación del paciente se moviera con libertad y proyectara todas sus fantasías sobre la figura del analista.
Michael habría de recordar el discurso completo casi de memoria. Podría haber citado la conclusión textualmente: «Estoy en condiciones de asegurarle que estos dos elementos, una formación profesional intensiva en el nivel más elevado posible y el sentimiento de pertenencia, son los dos motivos principales por los que los jóvenes acuden al Instituto».
Y después, a modo de interludio cómico, Hildesheimer le contó una anécdota. En una entrevista de admisión en el Instituto, cuando le plantearon la típica pregunta de «¿por qué quiere ser psicoanalista?», un candidato respondió: «Porque es un trabajo fácil, muy bien remunerado y que te permite irte de vacaciones siempre que te apetece», y sonrió con descaro.
Michael preguntó con curiosidad si lo habían aceptado. Hildesheimer repuso con otra pregunta. Antes de responder, le gustaría saber si el inspector jefe Ohayon lo habría admitido.
Michael dijo que sí. Y el anciano quiso saber sus motivos. Michael respondió que, a pesar de su impertinencia infantil, aquella respuesta era una provocación que demostraba valor, ya que se suponía que el candidato sabía que no era la respuesta que se esperaba de él y, con ella, había pretendido expresar cuánto le molestaba que le hicieran una pregunta tan banal. El anciano miró a Michael con una expresión que se podría haber descrito como afectuosa.
—¿Y qué le ocurrió en realidad? —inquirió Michael.
Sí, lo habían aceptado. Tenía cualidades que le permitirían ser un buen psicoanalista. Pero las consideraciones expuestas por el inspector jefe Ohayon también se habían tenido en cuenta. Con una amplia sonrisa, Hildesheimer agregó que habían preferido que descubriera por sí mismo lo equivocado que estaba.
Ya que habían comenzado a hablar de trivialidades, dijo Michael tentativamente, le gustaría preguntarle al profesor algo que sin duda le habrían preguntado muchas veces: ¿En qué se diferenciaban la psicoterapia normal (se abstuvo de decir que no le era desconocida) y el psicoanálisis? Es decir, en tanto que métodos terapéuticos. ¿Podría reducirse esa diferencia al hecho de sentarse en una silla en lugar de tumbarse en un diván?
¿Acaso la diferencia en cuestión le parecía insignificante al inspector jefe?, preguntó Hildesheimer secamente. ¿Podía equipararse un interrogatorio policial realizado en casa del sospechoso, tomando un café, a un interrogatorio llevado a cabo en el despacho de Ohayon bajo una luz cegadora?
Michael se excusó. No había pretendido restar importancia a los aspectos técnicos, pero le gustaría comprender las diferencias esenciales.
Ésa era una de las diferencias esenciales, dijo el profesor humorísticamente. En primer lugar, había que tener presente que no todo el mundo que solicitaba ayuda estaba preparado para psicoanalizarse. (Michael se preguntó si él estaría preparado. ¡Como si se tratara de demostrar sus cualidades!, se reconvino.) El psicoanálisis era un método terapéutico que exigía, entre otras cosas, tener un ego con mayores recursos que los requeridos por otros métodos. En segundo lugar, además de tumbarse en un diván, el paciente tenía que asistir a las sesiones cuatro veces por semana. Y esto tampoco era, dijo Hildesheimer escudriñando a Michael con la mirada, una simple diferencia cuantitativa. Estos dos factores, el diván y las cuatro sesiones semanales, permitían que el paciente llegara a profundizar más en sí mismo y reviviera las experiencias básicas de su pasado. Sería imposible explicarlo todo en un momento, pero, en pocas palabras, se podía decir que, en el psicoanálisis, el quid de la cuestión era la transferencia.
Como ya había dicho antes, la opacidad de la figura del terapeuta facilitaba la transferencia, y esa opacidad era a todas luces mayor cuando el terapeuta se sentaba a espaldas del paciente, de manera que éste no lo viera y se limitara a sentir su presencia y su apoyo.
—Pero no vaya a pensar que es como si el paciente estuviera hablando solo. Todo eso que se cuenta de pacientes hablando con ordenadores son tonterías inventadas por personas que no comprenden el aspecto básico: el hecho de que hay que apoyar al paciente, sostenerlo. Y todas esas caricaturas sobre psicoanalistas que se quedan dormidos detrás del diván no son más que un reflejo del miedo que sienten los pacientes a que, en realidad, el terapeuta no esté con ellos —dijo Hildesheimer sin sonreír—. Un buen psicoanálisis es aquel en el que el analista logra, precisamente gracias a que se citan cuatro veces por semana, que el paciente se sienta suficientemente apoyado para remontarse cada vez más en el tiempo y ahondar en sus experiencias primordiales, y llegue a enfrentarse a ellas desde una perspectiva nueva.
Transcurrió un minuto entero antes de que Michael preguntara si, a causa de la transferencia, el paciente podía acumular tal odio hacia el analista como para llegar a asesinarlo.
—Eso sería muy raro incluso en un pabellón de aislamiento de un psiquiátrico —dijo Hildesheimer después de volver a prender su pipa—, y el psicoanálisis es un tipo de terapia dirigida a personas relativamente sanas, a lo que llamamos neuróticos. Un paciente sometido a psicoanálisis quizá fantasee con la posibilidad de cometer un asesinato, pero todavía me queda por oír que se haya llevado a cabo un intento real de asesinato. En realidad un paciente que está psicoanalizándose se haría daño a sí mismo antes que a su analista —después de dar una chupada a la pipa, el anciano prosiguió diciendo—: y no debe olvidar que la mayoría de los pacientes de Eva son gente del Instituto, candidatos, porque hay muy pocos analistas instructores. Eva tenía muy pocos pacientes que no estuvieran relacionados con el Instituto.
—Tal vez cabría pensar en la posibilidad —divagó Michael en voz alta— de que un analista tuviera información confidencial o comprometedora sobre un paciente, y que éste sintiera miedo. Que se sintiera amenazado, en peligro.
Hildesheimer guardó silencio un instante y luego dijo que ése era exactamente el tema de la conferencia de Eva.
—Un momento —solicitó Michael—. Antes de hablar de la conferencia, necesito saber algunas cosas sobre la doctora.
—¿Qué quiere saber? —preguntó Hildesheimer vaciando la pipa en el cenicero de porcelana.
—¿Cómo llegó al Instituto? ¿A qué se dedicaba antes? —Michael sintió que se iba poniendo tenso sin saber por qué.
Eva había trabajado varios años de psicóloga en la sanidad pública. Había llegado al Instituto a una edad relativamente avanzada. Treinta y siete años era el tope máximo de edad para aceptar a un candidato y Eva tenía treinta y seis cuando se unió a ellos. Sus grandes dotes se hicieron patentes desde el principio. Hacía seis años se había convertido en analista instructora. Y ya era miembro del Comité de Formación desde antes; Hildesheimer pensaba que Eva lo sucedería en la presidencia del Comité después de su jubilación; iba a jubilarse el mes siguiente y todo indicaba que la elegirían a ella.