Read El asesinato del sábado por la mañana Online
Authors: -Gur[v1]
Cuando Michael quiso informarse sobre la vida familiar de Neidorf, el anciano le contó que su difunto marido se dedicaba a los negocios, que no valoraba el trabajo de su esposa ni comprendía que era una gran profesional. Eso había sido una fuente de dificultades para Eva, dificultades de las que sólo Hildesheimer tenía noticia. Eva había mantenido unida a su familia mientras luchaba por sus derechos: su marido incluso se oponía a que trabajara. Al final, dijo el anciano con un deje de orgullo, el marido había llegado a apreciar su valía como mujer independiente.
—Estaban muy unidos— agregó con tristeza.
Eva había sido su paciente y, después, su colega, y algo más especial. Su marido murió repentinamente, hacía tres años; le sacaba unos cuantos años a Eva y había muerto de un ataque apoplético durante un viaje de negocios, en el aeropuerto de Nueva York. Eva tuvo que ir allí para recoger el cadáver. Y después surgieron problemas con la herencia, porque a Eva no le interesaban en absoluto los negocios y su marido estaba metido en muchos negocios, y su hijo..., en fin, su hijo se había convertido en un loco de la naturaleza y el ecologismo, y su principal interés en la vida era la Sociedad Protectora de la Naturaleza. Un buen chico, inteligente, pero sin el menor interés por los negocios. Al final, con gran alivio para todos, el yerno de Eva, el marido de su hija, se prestó a encargarse de los asuntos económicos.
Michael le preguntó entonces qué relación tenía Eva con sus hijos. Hildesheimer respondió, escogiendo las palabras con cuidado, que estaba muy unida a su hija. A veces le había dado la impresión de que estaban excesivamente unidas. Nava dependía mucho de su madre y nunca daba un solo paso sin consultárselo antes. Ahora bien, desde que Nava y su marido se trasladaron a Chicago, la situación había cambiado; en su opinión, a mejor. Siempre había pensado que el punto débil de Eva eran sus hijos. Con el hijo la relación era más compleja; tenían menos cosas en común, y no sólo en lo relativo a sus esferas de interés. Además estaba el problema de que él se identificaba con su padre y con las objeciones que ponía a la profesión de Eva, pero también eso había mejorado una vez que el chico consiguió un trabajo en la Sociedad Protectora de la Naturaleza.
—¿Y el yerno? —preguntó Michael—, ¿cómo eran las relaciones con su yerno?
Correctas, en opinión de Hildesheimer, quizá no particularmente cordiales, sobre todo si se comparaban con la relación que Eva tenía con su hija, pero el yerno la admiraba mucho y, por su parte, Eva le estaba muy agradecida por haberla liberado de toda responsabilidad con respecto a los negocios familiares. Michael le pidió que, si era posible, le aclarara más en qué consistían esos negocios. No mencionó que ya había visto a Hillel Zehavi, el yerno, en Tel Aviv.
Hildesheimer no estaba al tanto de los detalles. Tan sólo sabía que Eva y Hillel habían vuelto juntos desde Chicago para asistir a una importante junta directiva que estaba prevista para el domingo por la mañana. Lo sabía porque Eva se había tomado un día más de permiso con objeto de asistir a esa junta. Cuando habló con ella por teléfono, Eva se había quejado de que en el vuelo a Tel Aviv se enteró a la fuerza de todas las cosas que no había querido saber durante años. Hillel estuvo explicándole a lo largo de cuatro horas los asuntos que se iban a decidir en la junta y cómo debía votar. Tanto Eva como Hillel tenían derecho a firmar documentos.
Sin cambiar de postura ni de tono de voz, haciendo un gran esfuerzo para no manifestar su excitación, Michael preguntó si habían discutido.
El anciano lanzó una carcajada ronca y sonora.
—¡Eva discutiendo por asuntos de negocios! Quería dejarlo todo en manos de su yerno desde hacía tiempo, pero Hillel se negaba en rotundo; siempre insistía en que le diera su consentimiento para tomar la menor decisión. Eva se quejaba mucho de eso —Hildesheimer dirigió una mirada penetrante a Michael al comprender de pronto el curso de sus pensamientos. Meneó la cabeza con aire incrédulo y dijo que Michael estaba sobre una pista falsa.
Michael señaló la posibilidad de que alguien hubiera cometido el asesinato en el Instituto con idea de que las sospechas recayeran sobre sus miembros. Hildesheimer repuso que, si bien por razones obvias preferiría creer que había sido alguien ajeno al Instituto, era imposible pensar en Hillel; no tenía ningún motivo, y menos de carácter económico. Sacudió la cabeza varias veces y empezó a mirar a Michael con otros ojos, como si estuviera replanteándose la primera impresión que le había causado. Michael dijo que era necesario indagar todas las posibilidades. El anciano se removió inquieto en su sillón hasta que, al cabo, recobró la compostura. Michael se sentía culpable por no haberle desvelado su entrevista con Hillel, que tenía una coartada sin fisuras: desde que aterrizó en el aeropuerto de Ben Gurion, había estado haciendo compañía a su madre en la unidad de cuidados intensivos. Michael no acababa de entender por qué se había contenido, y seguía conteniéndose, para no revelárselo al anciano.
Había llegado el momento de informarse acerca de la conferencia. ¿Era verdad que la doctora Neidorf siempre preparaba sus conferencias con mucha antelación, como le habían explicado esa mañana?, preguntó Michael en tono casual.
Hildesheimer respondió que quienquiera que le hubiese informado sobre ese punto no tenía ni idea del asunto. No había nadie, absolutamente nadie, que tuviera conocimiento del miedo y de la ansiedad con que Eva se enfrentaba a cada una de sus conferencias. Hacía docenas y docenas de borradores antes de pasar el texto a máquina, y después...
—¿Quién lo pasaba a máquina? —le interrumpió Michael.
—Ella misma —dijo el anciano. A veces él se había visto obligado a leer todas y cada una de las versiones, palabra por palabra. Y, claro está, Eva quería que se las comentara de cabo a rabo. Cuando al fin se sentía satisfecha con una versión, hacía tres copias. Una para su propio uso... Siempre leía las conferencias. Eva no era una persona espontánea y no se le daba bien improvisar.
—¿Y las otras copias? —preguntó Michael, sintiendo que empezaba a sudar por la espalda.
La segunda copia era para él, dijo Hildesheimer, y Eva guardaba la tercera copia en el despacho de su casa, «para andar sobre seguro». Hildesheimer solía bromear sobre esa manía, y Eva también se lo tomaba a broma.
—Era una perfeccionista incorregible, en todos los aspectos de su vida —dijo con un suspiro—. Pero sólo en lo que la atañía a ella —añadió. Exceptuando las cuestiones morales, en eso sí se podría decir que tenía una actitud rígida. Eva se mostraba inflexible con respecto a lo que ella denominaba «comportamientos no éticos». Mas no quería transmitirle una falsa impresión al inspector: no era una mojigata pagada de sí misma, ni una entremetida mandona. Se trataba básicamente de una cuestión de exigencias profesionales: el bienestar del paciente, la discreción y ese tipo de cosas. Hildesheimer casi siempre estaba de acuerdo con ella.
La conferencia, preguntó Michael, la copia que tenía Hildesheimer, ¿se la podría enseñar?
Imposible, respondió el anciano, y Michael contuvo la respiración. En esta ocasión no tenía una copia. Eva había preparado la conferencia en Estados Unidos y, como habían convenido en que ya iba siendo hora de que Eva se liberara de su dependencia hacia él, Hildesheimer se había negado a ver cualquier versión que no fuera la definitiva, a la que Eva debería llegar por sí sola. Aunque Eva no había cesado de alegar que esta vez se enfrentaba a un problema adicional, Hildesheimer insistió en que le diera una sorpresa.
Michael preguntó si alguien más conocía la costumbre de Eva de mostrarle los borradores de las conferencias y su versión definitiva. Hildesheimer se encogió de hombros. Aunque él nunca lo había comentado con nadie, en el Instituto había pocos secretos. Y Eva, con su habitual honradez, nunca olvidaba agradecerle la ayuda que le había prestado al comenzar una conferencia.
Michael notó cómo la sangre se le retiraba de la cara aun antes de que el anciano le preguntara si se encontraba bien.
Él le preguntó a su vez dónde estaba la copia de Neidorf. Hildesheimer respondió que presumiblemente la habrían encontrado entre sus objetos personales. Se le veía muy triste.
—¿Cuál era, exactamente, el tema de la conferencia?
La respuesta fue breve: las cuestiones morales y legales. Dicho de otra forma, una problemática que venía desconcertando a los psicoterapeutas desde el nacimiento de la profesión. Un dilema clásico. ¿Era correcto que un terapeuta guardara los secretos de su paciente aun cuando éste hubiera transgredido la ley? No se refería a delitos como asesinatos o robos, sino a cuestiones relacionadas, por ejemplo, con la ética profesional. La información revelada durante una terapia, o la información que un supervisado transmitía a su supervisor. Pero no tenía sentido continuar especulando. En el bolso que había visto en el Instituto junto a la silla de Eva, el inspector Ohayon encontraría el texto de la conferencia y podría leerlo por sí mismo.
Ése era precisamente el problema, dijo Michael. No habían encontrado nada, ni la conferencia, ni papeles, ni tampoco ninguna llave, sólo la habitual parafernalia femenina, documentos personales y algún dinero.
Por primera vez, Hildesheimer pareció un anciano despistado, alguien que no se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Pero esa imagen no duró más de un segundo, pues en seguida se recuperó y le pidió al inspector jefe Ohayon que, por favor, se explicara mejor.
Durante toda la tarde, o más bien desde el momento en que comenzaron a registrar el edificio mientras Michael todavía estaba en el salón de actos con el Comité de Formación, un equipo especial se había dedicado a buscar en el Instituto cualquier cosa que se pareciera al borrador de una conferencia. Él mismo había registrado el bolso minuciosamente en cuanto el médico de la policía concluyó su examen. Y también el personal del laboratorio, del departamento de Identificación Criminal..., todo el mundo lo había intentado. Tenía una lista detallada del contenido del bolso, comenzó a decir, pero el anciano lo interrumpió con un ademán impaciente. Dijo que sin duda podrían encontrar otra copia en el estudio de la casa de Eva. Sabía que tenía otra copia allí; lo sabía porque Eva le había prometido dársela después de la conferencia para que la conservara.
Michael Ohayon consultó el reloj y vio que eran las once en punto. Se había desatado un viento muy fuerte que ahogaba el sonido de la lluvia. Se puso de pie y el anciano hizo lo propio, mientras le preguntaba si pensaba ir a casa de la doctora Neidorf directamente. Michael captó la indirecta y le preguntó si le gustaría acompañarlo, añadiendo algo relativo a lo tardío de la hora y al mal tiempo. Con un ademán, Hildesheimer desechó las objeciones y dijo que, en su opinión, ya había vivido bastantes años y que, en cualquier caso, esa noche no le iba a ser posible conciliar el sueño. Mientras hablaba, condujo a Michael hacia un perchero situado en un rincón del largo pasillo, descolgó de él un grueso abrigo y se lo puso. La casa estaba a oscuras y en silencio cuando salieron de ella. Fuera hacía mucho frío. Michael, que no se había quitado la chaqueta en ningún momento, sintió que el viento le propinaba un bofetón helado y se alegró de subirse al Renault de la policía.
Conectó la radio, que en seguida comenzó a emitir. Desde el Control, una fatigada voz femenina estaba tratando de decirle algo; la escuchó pacientemente. Todo el mundo lo estaba buscando, todo el mundo decía que era urgente.
—Bueno, diles que me pondré en contacto con ellos más tarde. Y dile a mi equipo que ahora mismo estoy ocupado.
—Así lo haré —dijo la voz del Control con un suspiro.
Hildesheimer se sentó a su lado, sumido en sus pensamientos, y Michael tuvo que repetirle la pregunta antes de que el anciano hiciera un gesto de asentimiento y le diera la dirección de la doctora Neidorf, la misma dirección que Michael había visto en el carnet de identidad de la doctora mientras aquella mañana registraba el contenido de su bolso una y otra vez.
La casa estaba en una callejuela de la colonia alemana. Casi siempre que pasaba por la calle Emek Refaim, Michael pensaba en los caballeros templarios alemanes que fundaron ese barrio en 1878. Qué patéticas eran sus esperanzas de redención, simbolizadas por los restos del molino que todavía se veían en una esquina. Michael maniobró con el Renault por los angostos callejones y aparcó cuidadosamente. Abrió la puerta de Hildesheimer y lo ayudó a bajarse del pequeño coche. Lado a lado, atravesaron la puertecita del jardín y echaron a andar por el sendero que conducía a la entrada, donde el anciano se apartó para que Michael abriera la pesada puerta de madera.
Michael probó todas las llaves, primero a la luz de una farola y después a la luz de las cerillas que quedaban en la caja y que Hildesheimer fue encendiendo una tras otra con pulso admirablemente firme. Al final, ambos se resignaron a aceptar la evidencia de que la llave de la casa no estaba en el llavero. Ninguno comentó nada sobre dónde podría estar.
Michael se dirigió al Renault y regresó al cabo de unos segundos con un objeto puntiaguado en la mano. Masculló algo sobre las habilidades que se adquirían a lo largo de la vida y, sin más, se puso a hurgar en la cerradura. Hildesheimer continuó encendiendo cerillas (Michael había traído una caja llena del coche) y, diez minutos más tarde, entraban en la casa de Neidorf.
Michael cerró la puerta.
En el vestíbulo fuertemente iluminado vio que el anciano había empalidecido. El sombrío rictus de sus labios expresaba lo que ambos habían comprendido: alguien se les había adelantado.
La sala de consultas estaba en el ala opuesta de la casa y, al llegar a la puerta, con la mano ya en el picaporte, Michael se detuvo, pensando en el disco desgastado y lleno de ralladuras de un quinteto con clarinete de Brahms que estaba colocado en el plato del tocadiscos.
En el amplio salón, con su pesado mobiliario de tonos pálidos, imperaba una atmósfera refinada y comedida. Los grandes cuadros abstractos de colores brillantes, las flores que crecían en multitud de tiestos y en las jardineras de la ventana, como si en Jerusalén nunca fuera invierno, la alfombra espesa y oscura, no lograban disipar la impresión de frialdad. Pero el quinteto con clarinete colocado en el tocadiscos destapado que había en un rincón, junto a la puerta acristalada de dos hojas, revelaba un apasionamiento que no había encontrado expresión en ningún otro lugar del cuarto.