El asesinato del sábado por la mañana (3 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Pero, en esta ocasión, el acostumbrado velo no descendió. En su lugar, un velo diferente bajó flotando por el aire. Todo quedó envuelto en la bruma de un sueño, que no era necesariamente desagradable; el suelo perdió su habitual solidez, la puerta se abrió como por sí sola y, a pesar de que sentía que sus extremidades habían dejado de pertenecerle, fue su mano la que cerró la puerta con suavidad y sus pies los que lo condujeron fuera de la habitación.

Se desplomó en una silla situada junto a la puerta y fijó la mirada en el retrato del difunto Erich Levin, que le sonreía jovialmente desde detrás del cristal. Después se dijo serenamente —o con lo que en aquel momento tomó por serenidad, aunque era vagamente consciente de que sus reacciones se ajustaban a la sintomatología clásica de la conmoción descrita en los libros de texto— que tenía que hacer algo.

De manera consciente y, a la vez, inconsciente, se levantó, inclinó la cabeza, respiró profundamente y se las arregló para llegar hasta el teléfono de la cocina.

El aparato no sólo no tenía el candado puesto, sino que éste estaba al lado, con la llave todavía dentro. En aquel momento, Gold no se planteó quién podría haber dejado el teléfono sin candado o quién habría tenido tanta prisa como para olvidarse el llavero en la mesa de la cocina. Después recordaría claramente el llavero y su bonita funda de cuero repujado.

Más adelante recordaría otros muchos detalles: la taza de café casi llena que estaba en la pila (bajo el letrero impreso que decía: «Por favor, lave la taza que ha usado y no olvide desenchufar la cafetera. El mes pasado hubo que cambiar el depósito porque uno de sus componentes se había quemado»; y que estaba firmado por la secretaria, Pnina, con su imprecisa caligrafía); el grifo goteando. Pero en aquel instante Gold concentró su atención en el teléfono mientras marcaba un número y se desplomaba en la silla de la secretaria.

Al cabo de un rato que se le antojó interminable, alguien descolgó el auricular al otro extremo de la línea y una voz de mujer entrada en años dijo con plomizo acento alemán: «¿Diga?».

Gold era buen conocedor de las anécdotas que circulaban sobre
frau
Doktor Hildesheimer y una sola palabra pronunciada por teléfono le bastó para confirmar todo lo que le habían contado. Se decía que la señora en cuestión se relacionaba con el teléfono, con el timbre de la puerta y con el buzón como si fueran representantes de una potencia extranjera enemiga dispuestos a robarle a su marido, a matarlo con un sinfín de pretextos.

Alguien comentó que gracias a ella y sólo a ella Hildesheimer había logrado alcanzar su actual edad (cumpliría los ochenta el mes siguiente) sin sufrir una sola enfermedad grave; y, al decir esto, la persona que hablaba tocó madera.

El programa diario de actividades del anciano se había mantenido inalterado durante los últimos cincuenta años (ocho horas de trabajo al día durante los treinta primeros años, de las ocho a la una y de las cuatro a las siete; y seis horas durante los últimos veinte años, cuatro por la mañana y dos por la tarde; entre las dos y las cuatro, Hildesheimer dejaba de existir para el resto del mundo); y ella también era muy estricta con respecto a cuestiones de las que no suele estimarse que consuman tanta energía como los pacientes; por ejemplo, el número de conferencias a las que permitía asistir a su marido, ya fuera en calidad de conferenciante o de oyente, y el número de horas de clase que podía impartir en el Instituto. Según la leyenda era imposible ponerse en contacto con Hildesheimer sin obtener previamente la aquiescencia de su mujer.

Frau
Hildesheimer dijo «¿Diga?» y Gold le comunicó automáticamente, con voz clara, su nombre y el hecho de que estaba llamando desde el edificio (como es lógico, ella no tuvo necesidad de preguntarle a qué edificio se refería). Tras una breve pausa, Gold se disculpó por molestarles un sábado y explicó que se trataba de una emergencia. Al otro lado del hilo se produjo un silencio y Gold no sabía si
frau
Hildesheimer seguía al aparato o no. Repitió las palabras «una emergencia» y, por fin, ocurrió el milagro.

La voz del anciano sonó como si nunca durmiera y estuviera permanentemente alerta y preparado para cualquier eventualidad. Gold sabía que Hildesheimer iba a asistir a la conferencia y supuso que había pensado ir andando. No vivía demasiado lejos del Instituto, y, cuando hacía buen tiempo, su mujer lo animaba a hacer ejercicio..., con moderación.

En cuanto Gold escuchó el saludo del anciano sintió que quedaba liberado de toda responsabilidad. Al no saber cómo decir lo que tenía que decir, volvió a comunicar que era Shlomo Gold, que estaba en el Instituto y que había ido allí temprano para preparar las cosas. Hildesheimer emitió un largo y expectante «Sííí», y cuando Gold, incapaz de encontrar las palabras adecuadas, dejó de hablar, el anciano dijo, en tono ligeramente preocupado: «¿Doctor Gold?», y éste le confirmó que seguía allí. Después añadió con premura que había sucedido algo espantoso, realmente espantoso..., la voz le temblaba..., creía que el doctor Hildesheimer debía acudir allí sin pérdida de tiempo. Transcurrieron unos segundos y, al fin, el anciano respondió: «Bueno, ahora mismo voy».

Sintiendo un gran alivio, Gold colgó el auricular. Después encendió la cafetera, lo que no tenía ningún sentido puesto que el agua tardaría una hora en hervir, pero la idea de hacer algo práctico lo tranquilizaba.

Fuera, al otro lado de las ventanas abiertas, los pájaros debían de estar cantando, pero la atención de Gold estaba centrada en un único sonido, que, cuando al fin se produjo, resonó en sus oídos como música celestial: el ruido del motor del taxi que traía a Hildesheimer. Gold se lanzó hacia la puerta principal y miró hacia fuera.

La curva de los dos tramos de escalera que conducían hasta el porche de entrada impedían ver a la persona que ascendía por ellos; de pronto la cabeza calva y redonda del doctor Hildesheimer asomó sobre el escalón superior de la escalinata de la derecha. Resultaba difícil creer que aún no eran más de las nueve y media.

Hasta el momento en que Hildesheimer apareció, Gold había evitado pensar en lo que iba a decirle. Mas tan pronto como divisó la cabeza calva sobre la escalinata, comprendió que tendría que comunicarle al anciano la muerte de Eva Neidorf, su antigua paciente, su antigua supervisada y su amiga íntima..., el gran amor de su vida, a decir de algunos; la persona que le sucedería en la presidencia del Comité de Formación. Cuando estos pensamientos se filtraron en su mente, el alivio que sintiera tras la conversación telefónica comenzó a dar paso a la ansiedad y un pozo sin fondo volvió a abrirse en su estómago.

Hildesheimer se acercó a Gold, que estaba junto a la puerta principal, con una expresión inquisitiva y preocupada en el rostro. Gold descubrió que tenía la garganta muy seca y la lengua paralizada, y terminó por estirar la mano para indicarle al anciano que lo siguiera al interior del edificio.

Hildesheimer echó a andar con paso rápido detrás de Gold, que lo guió hasta el cuarto pequeño, a donde lo invitó a pasar extendiendo el brazo y echándose a un lado.

2

Ernst Hildesheimer salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Sentado en una silla entre el cuarto pequeño y la cocina, Gold esperaba ansiosamente su veredicto. El anciano estaba muy pálido, tenía los labios fruncidos y en sus ojos había una expresión que Gold no identificaría hasta más tarde como miedo. El rostro de Hildesheimer reflejaba una ira cuyo motivo Gold no acertaba a comprender.

Con un hilo de voz, le preguntó a Gold si había tomado alguna medida además de llamarlo a él. Gold lo miró aturdido y dijo que todavía no había pedido una ambulancia. Y Hildesheimer, sin dar muestras de sorpresa, masculló que comprendía que Gold prefiriese dejarle a él los tratos con la policía.

Con paso largo, el anciano se encaminó a la cocina y Gold lo siguió, sintiendo cómo se estrechaba el nudo que tenía en el estómago; y en la cocina, mientras observaba los nudillos del anciano, que se tiñeron de azul cuando se aferró al borde de la mesa, oyó por vez primera hablar de la pistola.

Más adelante sería incapaz de recordar toda la conversación, tan sólo guardaba en la memoria retazos de frases y palabras inconexas. Recordaba que la palabra «pistola» se había repetido varias veces, la voz de Hildesheimer diciendo «quizá» y también la palabra «accidente». Los fragmentos de información que penetraron en su conciencia mientras contemplaba al anciano en la cocina del Instituto arrojaron una luz tan espeluznante sobre la situación que, de pronto, se puso de pie, con la respiración entrecortada y sin ver nada más que círculos negros. Tenía la vista nublada y sentía que la sangre se le estaba subiendo a la cabeza; empezó a notar palpitaciones rítmicas en las sienes y supo que durante la hora siguiente no sería capaz de hacer nada porque estaba a punto de sucumbir a lo que después llamaría «la peor migraña de mi vida».

En su juventud, Gold había sufrido frecuentes migrañas. Hasta que comenzó a psicoanalizarse con Neidorf, no había logrado identificar el síndrome recurrente que las provocaba. Con Neidorf se había planteado la hipótesis de que las migrañas eran consecuencia de la ira no expresada. (Como si la tuviera a su lado, muy cerca, Gold oyó su suave voz diciendo «la ira que no ha expresado» y recordó haberle preguntado si se refería a la ira reprimida, y cómo, tras una breve pausa, ella le hizo notar delicadamente que habían acordado no emplear la terminología profesional con respecto a su propio caso; y, después, añadió que no, que no era eso a lo que se refería, sino a la ira para la que no había encontrado una vía de expresión. ) Gold fue consciente de que, además de horror, sentía ira, quizá una ira semejante a la que reflejaba el pálido semblante del viejo Hildesheimer. Pero tendría que pasar algún tiempo para que comprendiera que en aquel momento había sido presa de una rabieta infantil. La mañana se había echado a perder, el Instituto ya no era el de siempre. De momento el hecho de que Neidorf hubiera fallecido le resultaba tan irreal como para ser completamente irrelevante. Cerró los ojos, los abrió y se inclinó sobre el armarito de las medicinas que colgaba de la pared encima de la mesa de la cocina (tiritas, aspirinas, yodo, Panadol, «parece el botiquín de primeros auxilios de una guardería; sólo faltan los supositorios», comentaba secamente Joe Linder siempre que necesitaba alguna pastilla). La mera idea de tragar agua le producía náuseas, por lo que se tomó las aspirinas en seco.

Hildesheimer estaba de pie junto a la ventana sin decir nada. Ya eran cerca de las diez y Gold pensó angustiado, aunque también con cierto deleite malicioso, que el edificio no tardaría en llenarse de personas conmocionadas y asustadas. No acababa de entender el asunto de la pistola y de la policía, pero como a Hildesheimer se le veía tan ausente y remoto no cabía pensar en aproximarse a él de ningún modo y, mucho menos, en pedirle explicaciones. Por tanto decidió esperar estoicamente a que las cosas se aclarasen por sí solas y, justo entonces, oyó al anciano diciéndole que encontrar así a la doctora Neidorf debía de haber sido una experiencia terrible para él. Lo sentía mucho, dijo el anciano, y Gold, agradeciéndole todas y cada una de sus palabras, se maravilló de la entereza que estaba demostrando. Pero es que el viejo nunca deja de sorprenderte de una manera u otra, pensó. Cuando no es por su valor, es por su inteligencia, o por lo bien que lleva los años, o por su atención a los detalles, por su modestia, por su sencillez.

Antes de conocer a Hildesheimer, Gold nunca había imaginado que un mito pudiera encarnarse. Ahora, su mera presencia le transmitía la confianza de que aún no se había derrumbado todo: si Hildesheimer era capaz de decir las palabras que había que decir, todavía quedaba algo en pie. No obstante, hubo de reconocer que a las palabras del anciano les había faltado la cordialidad y el apoyo emocional que siempre acompañaban a sus reacciones; el autodominio que los había sustituido sobrecogió a Gold y le impidió expresar sin tapujos su desazón; era imposible, por ejemplo, hacer conjeturas en voz alta sobre la pistola. Decidió continuar a la espera.

Y cuando acababa de tomar la decisión de continuar esperando en silencio, estalló el alboroto, un alboroto cuyos ecos retumbarían en la cabeza de Gold siempre que se aproximara al Instituto después de aquel día.

El médico, que llegó en una ambulancia Estrella Roja de David acompañado por dos auxiliares de enfermería, llamó a la puerta, que estaba cerrada con llave, y Hildesheimer, con una agilidad asombrosa en un hombre de su edad, se puso en pie de un salto para ir a abrirla; a partir de ese momento ya nadie volvería a llamar a la puerta ni a tocar el timbre. La puerta, que siempre había estado cerrada contra el mundo, la puerta que salvaguardaba el lugar que, en su fuero interno, Gold consideraba el mejor protegido del mundo, se quedó abierta toda la mañana y a través de ella se colaron muchas cosas que estaban fuera de lugar, cosas que hasta entonces habían pertenecido, como mucho, al mundo de los miedos y fantasías de los pacientes. Ahora se habían hecho realidad y ya nada estaba en su sitio.

A Gold le resultaba difícil seguir el ritmo de los acontecimientos. Moviéndose entre los grupitos de personas arracimadas en diferentes rincones, trataba de recoger fragmentos de información; pero no comprendía quién era quién, ni cuál era la función de las diversas personas que, corriendo de acá para allá, se estaban adueñando del lugar hasta el punto de que, al cabo de unos minutos, parecía que lo hubieran hecho suyo por completo. Ya nada pertenecía a los miembros del Instituto; el teléfono, las mesas, las sillas, y hasta las tazas de café, les habían sido confiscados.

Cuando aquella noche Gold intentó reconstruir los hechos ocurridos por la mañana en la secuencia correcta, recordó que, justo después del médico, había llegado un policía, cuyo rango le pasó inadvertido. Recordaba que el policía había entrado en el cuarto pequeño detrás del médico y de Hildesheimer, y también la rapidez con la que salió de allí para dirigirse corriendo, no hacia el teléfono, sino hacia fuera. Gold, que lo siguió hasta el porche delantero, oyó unas voces procedentes del coche patrulla, donde el policía se había agazapado con una radio en la mano. Y en la calle, todavía desierta, flotaron en el aire expresiones extrañas, desconocidas: «un P. A.», «departamento de Identificación Criminal», «lugar de los hechos» y otras expresiones no menos extravagantes.

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