El asesinato del sábado por la mañana (32 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—Créame que nos pone en un aprieto —continuó Hillel, mirando aprensivamente a Michael a la luz de una farola, la misma farola que había alumbrado al inspector cuando forzó la puerta de la casa un par de noches antes. De eso tampoco estaba enterado Hillel, que le llegaba a Michael por el hombro y estaba esforzándose para mirarle a los ojos mientras mascullaba que Nava no se encontraba muy bien y que la sola idea de que cualquiera que fuera a su casa pudiera ser... Llegado a ese punto interrumpió la frase, porque un coche aparcó junto a ellos y de él descendió Dina Silver. A la luz de la farola se le veía el semblante pálido y un brillo azulado en el pelo; parecía un fantasma mientras le daba la mano a Hillel y le decía que se había sentido obligada a venir, que no podía esperar hasta el día siguiente, y le preguntaba si podía pasar.

—Sí, por qué no —dijo Hillel—, ya han venido otras visitas.

Dina Silver saludó con la cabeza a Michael, que se quedó mirándola mientras se alejaba grácilmente por el camino que conducía de la verja a la puerta principal.

Ya ha pasado otro día, pensó Michael mientras arrancaba el coche y escuchaba un aviso por la radio. Raffi lo estaba buscando, necesitaba hablar con él urgentemente, dijo la voz, y Michael consultó su reloj, preguntándose si Maya estaría esperándolo, y repuso que se dirigía a casa. Raffi podía llamarle allí. Al dar la vuelta al coche vio emerger de las sombras del antiguo cine Semadai una alta silueta envuelta en un chaquetón con capucha que se dirigió hacia el BMW azul del que acababa de apearse Dina Silver. Oyó por la radio la voz de Raffi: «No te vayas todavía; estoy aquí al lado. Da la vuelta a la esquina».

Una figura borrosa descendió de la furgoneta de la esquina y Raffi se montó en el coche de Michael.

—Antes de nada, dame un cigarrillo —le dijo—, y después cuéntame qué está pasando. Se ha pegado a ella como una lapa. La estuvo esperando junto a su coche a la salida del tanatorio, y después del entierro la siguió en su Vespa hasta Rehavia y la esperó hasta que salió de casa.

—¿En qué parte de Rehavia? —preguntó Michael, y recibió una descripción detallada de la clínica de la calle Abrabanel que había visitado el día anterior.

—Después le siguió el rastro como un profesional, sin luces, y llegó hasta aquí —continuó Raffi—. Siendo tan guapo como es, uno esperaría encontrárselo en el Hilton en compañía de alguna turista americana ricachona —dijo, y se pasó la mano por el pelo.

Michael encendió dos cigarrillos y le dio uno a Raffi. Después le preguntó cómo se llamaba el joven.

—La Vespa está registrada a nombre de Elisha Naveh; todavía no ha comprobado si es suya. Balilty se ha enterado de que su padre está destinado en nuestra embajada de Londres. El chico no tiene antecedentes, sólo un par de multas de tráfico, y la Vespa no es robada, nadie ha denunciado su desaparición. Ahora sólo me falta verificar que este lunático es Elisha Naveh. Pero no tengo ni idea de qué historia se trae con ella —Michael le preguntó si habían hablado entre sí—. No, ella no sabe que va pisándole los talones —dijo Raffi a la vez que bajaba la ventanilla para tirar la ceniza fuera—. Lo vio parado junto a su coche a la entrada del tanatorio, y entonces le dijo algo. No conseguí pescar la frase, pero se la veía muy seria. No está nada mal, ¿eh? Me he informado sobre ella. ¿Sabes con quién está casada?

Raffi formuló la última pregunta esbozando una sonrisa, y Michael asintió. Sí, lo había oído comentar, sabía quién era ella y con quién estaba casada, y podrían hablar del tema a la mañana siguiente, en la reunión. Entretanto Raffi sólo tenía que ocuparse del chico.

—Ohayon —dijo Raffi quejumbroso—. Estoy muriéndome de frío y de hambre. ¿Quién me va a relevar?

—¿Cuántos hombres hay en la Peugeot? —preguntó Michael.

—Venga, no la tomes conmigo; sabes muy bien que sólo hay dos. Los relevos vendrán a las once y Dios sabe cuánto tiempo va a pasar esa chica ahí dentro.

—¿Quién crees que podría reemplazarte? —preguntó Michael fatigadamente.

—Está bien —suspiró Raffi—. No hace falta que digas nada más. Lo arreglaremos entre nosotros. Ezra me debe una, se lo pediré a él y no me moveré de aquí hasta que llegue. Espero que sirva para algo, ¿eh?

Michael le preguntó secamente si quería una garantía firmada. No, no la quería. Lo único que quería era que le dejara su tabaco.

—Y si sucede cualquier cosa, te puedo llamar a casa, ¿verdad?

Michael se sacó del bolsillo del chaquetón el maltrecho paquete de cigarrillos Noblesse, hechos con tabaco barato de Virginia, y, uno a uno, colocó los cuatro cigarrillos que quedaban en la mano que Raffi le tendía expectante. Raffi se bajó del coche, miró a su alrededor y se alejó en dirección a la Peugeot.

Mientras Michael volvía a casa comenzó a llover de nuevo. Estaba tan excitado pensando que Maya lo esperaba que se saltó un semáforo en rojo. A las nueve y media aparcó junto a su casa. Mientras se dirigía a la puerta escuchó los acordes del cuarto concierto para piano de Beethoven, y se preguntó cómo habría podido resistir un mes entero sin verla.

13

—¿Qué quieres decir exactamente con que se le veía inquieto? —le preguntó Michael a Manny, que había interrogado al coronel Yoav Alon, gobernador militar del subdistrito de Edom, cuando se presentó a declarar sobre la fiesta de Linder. Estaban en plena conferencia matinal, y aunque la reunión había comenzado a las siete y media, todavía tenían en la mano sendas tazas de café.

El agente de Inteligencia Balilty consultó su reloj; Michael encendió su tercer cigarrillo. Después de una hora de conversación intensiva se habían recostado en sus asientos con la sensación de que ya habían tratado todos los puntos esenciales. Michael había dejado caer la bomba referente a Catherine Louise Dubonnet y les había explicado que la Interpol estaba colaborando para localizarla. La francesa estaba de vacaciones en Mallorca, había salido de excursión en barco y no regresaría a su hotel hasta dentro de un par de días.

Tzilla comentó que siempre había pensado que los psiquiatras sólo se iban de vacaciones en agosto.

—Como en las películas de Woody Alien —dijo, y dirigió una mirada vivaz a Eli, que le respondió frunciendo el ceño.

Habían reconstruido los hechos acaecidos en los últimos dos días y habían acordado que Eli se encargaría de las cuentas bancarias. Dedicaron mucho tiempo a dar un repaso al funeral. Todos escucharon el informe de Raffi sobre el joven a quien había estado siguiendo. Balilty, que había recabado información en el Ministerio de Asuntos Exteriores («tengo contactos en todas partes», repuso a una pregunta de Raffi), les contó que Elisha Naveh tenía diecinueve años, que había perdido a su madre a los diez, y que era el único hijo de un tal Mordechai Naveh.

—Oficialmente, su padre trabaja para el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero en realidad depende de la Secretaría del Primer Ministro y, actualmente, está destinado en la embajada de Londres. Es el primer secretario, si es que ese cargo os dice algo —dijo Balilty en un tono que les disuadió de hacer mayores indagaciones. Naveh llevaba cinco años en la embajada de Londres, continuó el agente de Inteligencia, echando un vistazo a sus notas. El muchacho había vuelto a Israel a los dieciséis años. No lograba adaptarse a la vida en Londres ni al colegio judío londinense donde cursaba sus estudios, y su padre había terminado por rendirse a sus súplicas. Al regresar, había vivido un par de años con su abuela, que había fallecido hacía unos meses. Le habían concedido una prórroga para incorporarse al servicio militar por discapacidad psicológica.

—Sólo de un año..., ya sabéis cómo son.

Desde la muerte de su abuela había vivido en un piso registrado a nombre de su padre. Estaba estudiando en la universidad. Balilty hizo una mueca.

—Algo así como estudios sobre el Lejano Oriente y Teatro. El típico bohemio, ya sabéis lo que quiero decir.

Sí, estaba en tratamiento psicológico, pero no con Neidorf, en una clínica de salud mental. En la oficina de reclutamiento tenían un informe psiquiátrico del chico, que no le había contado al psiquiatra del ejército que estaba en tratamiento. Balilty había encontrado su nombre en la lista de pacientes de una clínica de salud mental de una zona residencial del norte, pero todavía no había logrado saber quién era su psicólogo. Pronunció la última palabra con énfasis.

Tzilla preguntó si de la opinión emitida por el psiquiatra del ejército podía deducirse que era peligroso.

—Verás —dijo Balilty—, las condiciones en que recibí la información me impidieron leer personalmente el material. Mis fuentes me han informado de que tiene «trastornos de personalidad» y «tendencias suicidas». Una frase se repetía tres veces: «síndrome de hijo de diplomático», y hay otras muchas cosas, pero nada que indique que puede ser peligroso para los demás.

—Pero ¿qué ha hecho en realidad? —le preguntó Eli a Raffi.

Raffi contó cómo Elisha había seguido a Dina Silver hasta su casa y se había quedado fuera sentado sobre una piedra hasta las doce de la noche, y que entonces se fue a casa. Alguien más vivía en su piso. Balilty estaba haciendo indagaciones sobre el nombre escrito en el buzón, pero de momento no había averiguado nada.

—No te preocupes, ya lo averiguarás —dijo Tzilla—. Me encanta cómo descubres las cosas tan deprisa. No me gustaría caer en tus manos, eso tenlo por seguro. Dime una cosa, ¿ya sabes lo que suele desayunar ese chico?

Con los ojillos chispeantes, Balilty se dispuso a responderle, pero al ver la expresión de Shorer recapacitó y se quedó callado.

—Muy bien —intervino Michael, todavía con su taza de café en la mano—. Estoy citado a las nueve con la tal Silver. Vamos a ver qué tiene que decir en su defensa.

—No te sobra mucho tiempo —apuntó Tzilla.

Al principio de la reunión Tzilla había colocado delante de cada uno de los asistentes una lista de los pacientes y supervisados de Neidorf de cuya existencia tenían noticia, una reconstrucción de su horario de trabajo (había hablado con su criada), una lista de los miembros del Instituto, una lista de quienes estuvieron en la fiesta de Linder, una fotocopia del recibo firmado que Michael había traído de la oficina de los contables y el retrato robot del hombre que se había llevado el archivo de Neidorf. Los documentos estaban guardados en carpetas de papel manila y todos los reunidos recibieron una de manos de Tzilla, quien les comunicó, mientras iba de uno a otro con su inexplicable animación, que Linder estaba libre de sospecha, que su mujer le había entregado el menú de la cena, que la niñera de los hijos de los invitados a la cena había confirmado la hora a la que regresaron a casa, y que al vecino de arriba le habían despertado los ruidos que hizo Linder a primera hora del sábado por la mañana.

—Está todo ahí, en la carpeta, y si alguien está interesado, también puede oír las grabaciones —dijo mientras al fin ocupaba su sitio junto a la mesa y se pasaba la delgada mano por su cabello de corte masculino.

—Linder está libre de sospecha —confirmó Shorer mientras partía en dos su última cerilla y tiraba los trozos al cenicero de latón. Michael le preguntó en voz baja si iba a ocuparse de conseguir el mandamiento judicial para ver las cuentas bancarias.

—Sí —le respondió—, pero quiero que Bahar me acompañe, para que pueda ir directamente al banco antes de que se nos vuelva a adelantar alguien —Michael lo miró aprensivamente y Shorer dijo—: Estaba bromeando.

A continuación Manny les informó sobre los interrogatorios que había realizado a Rosenfeld y al coronel Yoav Alon, el gobernador militar de Edom.

—¿Has visto qué guapo es? —le preguntó Tzilla a Manny, que hizo como si no la hubiera oído y prosiguió con el informe. Pero Tzilla volvió a interrumpirlo con un ánimo juguetón que exasperó a Michael—: Dicen que es toda una promesa y que será el próximo jefe del Estado Mayor. Y parece tan joven, no aparenta más de treinta y cinco años.

Manny le lanzó una mirada asesina y preguntó si podía continuar. Michael posó la mano en el brazo de Tzilla y le dijo en voz baja:

—¿Por qué no te estás quietecita y prestas atención un rato? Tómate el café y quédate callada, ¿de acuerdo?

Tzilla obedeció y Manny siguió hablando y dijo que «al sujeto se le veía inquieto». Michael le preguntó qué quería decir y posó la mirada en el retrato robot del hombre que se había llevado el archivo de Neidorf.

No sé qué quiero decir exactamente —dijo Manny vacilante—. Cabría esperar que un coronel, un gobernador militar de los territorios, mostrara mayor voluntad de cooperar, ¿sabes?, que estuviera dispuesto a ayudar. Pero él no dejaba de consultar su reloj ni de decir que tenía prisa; se le veía tenso y...

De pronto se había hecho el silencio en la sala, creándose un ambiente de concentración y atención. Por primera vez desde que Michael les informara de la visita a la familia y de la noticia de que Neidorf había hecho escala en París, se palpaba la tensión en el aire, la exaltación reprimida que precede al posible descubrimiento de una nueva pista.

Todos se quedaron mirando a Manny y Michael dijo:

—Fíjate en el dibujo. ¿Te recuerda a alguien?

Manny lo miró y el resto de los presentes hizo lo propio. Tzilla meneó la cabeza dubitativamente, pero los demás se volvieron hacia Manny, que dijo:

—No sé. No le sacaste gran cosa a la secretaria, ¿verdad? Quizá sin las gafas negras..., ni siquiera veo nada que combine con sus ojos. No sé, digamos que no es imposible.

—Supongo que no se te ocurriría preguntarle qué estaba haciendo el lunes por la mañana a la hora en que sustrajeron el archivo —dijo Balilty.

—De hecho —replicó el inspector Manny Ezra enjugándose la frente— sí se lo pregunté, y me dijo que había llegado tarde al trabajo porque el coche lo había dejado tirado camino de Belén, junto a Beit Jalla, y que tuvo que esperar una hora hasta que fueron a rescatarlo. Y, para que lo sepas, es una pregunta que le hice a todo el mundo, incluido Rosenfeld. ¿crees que eres el único que sabe lo que se trae entre manos? —dejó la carpeta de los documentos sobre la mesa con las manos agitadas por un leve temblor colérico y preguntó a alguien más quería un café.

Michael lo miró perplejo y después miró a Balilty, que estaba remetiéndose la camisa por debajo del cinturón que ceñía su abultada barriga y mirando a su alrededor con aire avergonzado. Shorer alivió la tensión del ambiente preguntando si el coronel Alon tenía alguna relación con la víctima.

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