Read El asesinato del sábado por la mañana Online
Authors: -Gur[v1]
—Imaginaos por un momento qué pasaría si arrestásemos a un colono judío de los alrededores de Belén y lo metiéramos en un calabozo del barrio ruso —dijo Tzilla lanzando un gruñido de desaprobación mientras maniobraba con mucha habilidad para aparcar el coche. Relevaron al policía encargado de custodiar al detenido, que estaba acurrucado en un rincón de la sala. Michael observó sus extremidades desmadejadas y sus ojos, en los que se veía la mirada derrotada de quien sabe que tiene perdida la partida de antemano. Michael se sentó en el rincón de enfrente y Eli comenzó a anotar los datos del detenido. Alí estaba intentando adivinar quién de los dos era el jefe, pasando rápidamente la vista de uno a otro, hasta que al final posó la mirada en Eli, que le preguntó calmadamente por qué no había ido a trabajar. Después de un prolongado silencio, repitió la pregunta. Michael, que a pesar de entender bien el árabe siempre tenía miedo de no captar los matices debido a las diferencias de acento y vocabulario, mantuvo la vista fija en el joven jardinero, quien por fin dijo que estaba enfermo.
Eli le interrogó sobre el carácter de su enfermedad y Alí se señaló la cabeza y dijo que había tenido fiebre durante toda la noche. Después de un leve titubeo, preguntó si lo habían arrestado por haber faltado al trabajo. En su pregunta no había ironía, sino tan sólo la resignación de un hombre que se había acostumbrado a la idea de que podían arrestarlo por cualquier cosa. Eli le explicó que los motivos de su arresto no eran políticos y estaban relacionados con la investigación de un asesinato.
Alí se incorporó, repitió la palabra «asesinato» en tono interrogativo, con asombro, con indignación, y terminó por pronunciar una larga frase que se resumía en la afirmación de que no sabía de qué le estaban hablando. Mientras tanto, Eli dibujaba cuadraditos en el papel que tenía delante sobre una mesa.
La sala de detenidos estaba en la segunda planta del ala de interrogatorios. Las paredes eran de color amarillo sucio y la única ventana de la sala daba a un patio. La mesa y las dos sillas eran grises y el ambiente nunca dejaba de sorprender a Michael por lo deprimente que resultaba. Eli esperó un momento y después hizo un comentario sobre la costumbre del jardinero de trabajar los sábados; Alí pegó un bote y declaró que no había hecho nada malo, que trabajaba los sábados por motivos religiosos, que el encargado de mantenimiento lo sabía, que era un acuerdo entre ellos, y que se lo habían permitido precisamente porque era un trabajador bueno y de fiar.
Eli levantó la vista del papel y de los cuadraditos que iban llenándolo rápidamente y preguntó qué tipo de motivos religiosos podrían llevar a un musulmán a escoger el domingo como día de descanso. Después le explicaría a Michael que la mayoría de la población de Dehaisha era musulmana, por lo que no se había arriesgado mucho al decir eso. A Alí se le tiñó el semblante de gris mientras tartamudeaba que casi todos sus amigos trabajaban los sábados y que, por esa razón, la vida social del campo de refugiados y sus alrededores tenía lugar principalmente los domingos. Era una respuesta convincente, pero Eli la escuchó con expresión escéptica y, de repente, le preguntó cuánto tiempo llevaba su hermano en la cárcel. El detenido tembló y trató de explicar que la detención policial de su hermano no estaba justificada. No le echaba la culpa a las autoridades, no, la culpa la tenía su hermano; era tan joven y alocado que no sabía ni lo que decía, y por eso lo habían arrestado como sospechoso de agitación y sedición, cuando en realidad ni siquiera sabía lanzar una piedra en línea recta. Después volvió a jurar que él no había hecho nada malo.
En ese caso, dijo Eli en un tono tan neutro como el que hubiera empleado para pedirle que le describiera el paisaje de su tierra natal, ¿por qué no les había dicho nada sobre la pistola? Si de verdad no tenía nada que ocultar y no había hecho nada malo, ¿por qué no había entregado la pistola a la policía?, le preguntó Eli con un aire tal de franqueza e inocencia que a Michael se le cuajó la sangre en las venas. Tenía la vista clavada en el joven jardinero, que estaba bañado en sudor a pesar de que en la habitación hacía frío. Alí se enjugó la frente con mano trémula y preguntó que qué pistola. Qué pistola iba a ser, la que había encontrado en el hospital, dijo Eli, como si todo el mundo supiera perfectamente de qué estaba hablando; la que había tratado de esconder para dársela a sus amigos de Dehaisha, claro está.
Alí juró que nunca había tenido la menor intención de hacer nada con la pistola, lo único que quería era no meterse en problemas. Después de esa declaración, realizada con voz apasionada, se hundió en su silla y se quedó mirando a Eli como si el policía fuera el gran brujo de la tribu. Michael contuvo el aliento. Sabía, como Eli, que si el jardinero hubiera querido utilizar la pistola, no la habrían descubierto tan pronto.
En el tono con el que se pregunta a un niño por qué no le ha contado a su madre un problema que podría haberse resuelto fácilmente, Eli le volvió a preguntar por qué no había entregado la pistola a la policía. Entonces Alí comenzó a describir lo que había sucedido el sábado por la mañana, desde el instante en que «la» vio brillando entre los arbustos hasta que Tubol se la guardó. Habló en tono monocorde, sin alzar ni bajar la voz; daba por sentado, según le pareció a Michael, que ya no podía ocultar nada y que no tenía sentido intentarlo. Cuando hubo terminado, Eli le preguntó si no se había fijado en los coches de policía que estaban aparcados junto a los terrenos del hospital.
Sí, respondió Alí, claro que se había fijado en ellos, por eso precisamente había hecho eso con Tubol. Había pensado... En ese punto se le ahogó la voz. Eli no lo presionó. Lo que había pensado resultaba evidente y no hacía falta expresarlo con palabras.
—¿Qué pensó? —le preguntó Michael.
El detenido lo miró directamente por primera vez, con una mirada cautelosa, asustada, y respondió que había pensado que si iba a entregar la pistola a la policía lo detendrían inmediatamente. Con una ingenuidad fingida, que le hizo sentir asco de sí mismo, Michael le preguntó a qué se debían esas aprensiones. Alí se encogió de hombros y recordó a su hermano, que estaba matando el rato a la puerta de su casa justo después de que apedrearan un jeep del ejército que estaba cruzando el campamento, y que fue arrestado antes de que le diera tiempo a abrir la boca. Y aunque, igual que su hermano, él, Alí, no había hecho nada para justificar que lo detuvieran, ¿quién le habría creído?
Eli hizo un gesto desdeñoso con la mano y respondió que en ese momento no estaban hablando de su hermano, y que todavía no tenía noticia de ningún preso que no se declarara inocente, pero que, en cualquier caso, un jeep había sido apedreado en Dehaisha y que alguien debía de haber lanzado las piedras. Lo que ahora le interesaba era el momento exacto en que Alí había encontrado la pistola y una descripción de la misma. Anotó las respuestas del jardinero y después le preguntó si, antes de descubrir el arma, había notado algo especial..., la presencia de un coche, de una persona, cualquier cosa que recordara.
Alí explicó que hasta el mismo momento en que la pistola le llamó la atención, un par de minutos después de llegar a la fila de rosales que estaba pegada a la verja, había estado trabajando sin levantar la vista, yendo de un rosal a otro. Aunque fuera así, insistió Eli, puede que hubiera oído o visto algo extraño aquel sábado, incluso después, daba igual, ¿no le importaría hacer un esfuerzo para recordarlo? El policía pronunció esta última frase abruptamente, a la vez que se levantaba con un movimiento brusco que sobresaltó al detenido y le impulsó a llevarse las manos a la cara. Al ver que Eli se quedaba parado junto a la mesa sin acercársele, el jardinero bajó las manos y juró que no había visto nada. Sólo coches patrulla y un montón de coches normales, pero eso fue después de haber encontrado la pistola. Antes de encontrarla no se había acercado a la verja. Eli dirigió una mirada inquisitiva a Michael y éste alzó las cejas con un gesto que decía «déjalo, no vamos a sacarle nada más» con tanta claridad como si lo hubiera expresado con palabras. Pero Eli hizo un último intento. ¿A quién había visto en el hospital esa mañana?, preguntó.
Los sábados sólo trabajaban los médicos, dijo Alí, el del bigote y la doctora de pelo rizado cuyo nombre no sabía pronunciar, y también vio a Tubol, y después a la enfermera gorda. Pero esa enfermera le inspiraba miedo y siempre trataba de apartarse de su camino, de manera que ella no lo vio a él. Y a nadie más. Había visto a los médicos al llegar por la mañana, y a Tubol en el jardín, justo después de encontrar la pistola, dijo en respuesta a una pregunta formulada por Michael, que se levantó, llamó al policía que estaba esperando en el pasillo y le indicó a Eli con un gesto que lo acompañara afuera.
Los dos convinieron en que lo que les había contado Alí era verdad. Eli preguntó cuánto tiempo lo iban a retener y Michael se encogió de hombros.
Hazle firmar su declaración y prometer que se va a quedar quieto, y luego deja que se marche. No quiero tenerlo detenido sin razón, pero tampoco quiero que desaparezca del mapa.
De vuelta en la habitación, Eli explicó lentamente al detenido, que parecía tener dificultades para comprenderle, que si hacía lo que le dijeran, por esta vez, le permitirían marcharse. Alí firmó la declaración y prometió quedarse en Dehaisha, pero dijo que no volvería al trabajo. Michael quiso saber por qué y, al final, Alí expresó el temor de que lo lincharan si volvía al hospital. De momento, le tranquilizó Eli, la única persona que sabía algo de su participación en lo ocurrido era el encargado de mantenimiento, y, por su parte, ellos estaban interesados en que volviera a trabajar y mantuviera los ojos bien abiertos por si veía algo fuera de lo común. Alí asintió mecánicamente y Eli le preguntó si iba a volver al trabajo al día siguiente. Haría todo lo que le pidieran. ¿Cuándo le iban a permitir irse a casa? Hoy, repuso Eli. Fue entonces, y sólo entonces, cuando un destello de odio apareció en los ojos del joven árabe, mientras comprendía que lo habían engañado, y que, aunque le dejaran irse, estaba atrapado.
Ya eran las seis de la tarde cuando terminaron de despachar el papeleo y de decidir lo que Gil Kaplan iba a declarar a la prensa. (Michael procuraba evitar dentro de lo posible el contacto directo con los periodistas; ver un gran despliegue de una foto suya, como el que aparecía ese día en la última página del periódico, lo llenaba de vergüenza. ) La lluvia había cesado. Michael sabía que tenía que marcharse a ver a la familia de la mujer asesinada, pero retrasó el momento de irse para beber tranquilamente una taza de café. Para él, el café siempre era una buena excusa para posponer las cosas.
Pero Tzilla se negó a dejarlo tranquilo. Con el ceño fruncido, dijo que debían aplicarse a la labor de solicitar la autorización para ver las cuentas de Neidorf. No la conseguirían sin permiso del juzgado del distrito y, entonces, como Michael sabía muy bien, «los directores de los bancos les dirían que no tenían derecho a ver las cuentas de nadie». Michael suspiró y dijo cansinamente:
—Tendremos que asegurarnos de que la vista se celebre a puerta cerrada. No nos interesa que la prensa se entere.
Tzilla se quejó de las restricciones que los procedimientos establecidos y la democracia imponían a la eficacia del trabajo policial.
—No se puede dar un solo paso sin solicitar permiso a los jueces —dijo con indignación.
—No te pongas así —la reconvino Michael—. ¿Te gustaría vivir en un país como Argentina? Es el precio que nos toca pagar.
Después pensó que si, al menos, hubiera apostado un vigilante en la casa de Neidorf, todo aquello no habría sucedido, o si, al menos, hubiera llegado a tiempo a la oficina de los contables, o si al menos...
Cuando Tzilla salió precipitadamente para decirle a Shorer que hiciera lo posible por agilizar la solicitud al juzgado del distrito, Michael se quedó solo con su café, que iba enfriándose muy deprisa, contemplando la pared de enfrente y las espirales de humo que se elevaban desde su cigarrillo. Antes de que se planteara qué le estaba impidiendo levantarse para ir a la colonia alemana, el teléfono sonó, el teléfono blanco..., una llamada exterior.
Al oír un ronco «hola» por el auricular, sonrió sin querer. Maya siempre llamaba en el mejor momento, pensó. Como si supiera que acababa de volver de un entierro. Los entierros nunca dejaban de inducirle un profundo deseo de refugiarse en el cuerpo de una mujer. Maya dijo «hola» otra vez y él suspiró.
Creía que habíamos tomado una decisión —como siempre, pronunció la frase sin el necesario convencimiento y, como es natural, Maya percibió el tono de añoranza.
Michael llevaba cinco años realizando intentos infructuosos de romper con ella. Había sabido desde el principio que no tenían ninguna posibilidad de llegar a vivir juntos. Durante su primer encuentro, cuando se impuso entre ellos el tono de absoluta franqueza que después caracterizaría su relación, Maya le había dicho con toda claridad que no pensaba abandonar nunca a su marido. «Por lo que al divorcio se refiere, soy católica», fue su manera de expresarlo. «Y no trates de comprenderlo, sencillamente las cosas son así. »
Al principio se sintió feliz y aliviado al oír esa declaración, mas llegó un día, como Maya había predicho, en que el dolor se hizo más fuerte que la alegría. Llegó un día en que la brevedad de sus encuentros y la imposibilidad de pasar juntos un día y una noche enteros le inspiraban una melancolía tan intensa como nunca la había sentido. Al final se impuso la necesidad de separarse, algo que Michael sólo lograba sobrellevar sumergiéndose en el trabajo. Pero Maya, que había anunciado sus intenciones de antemano, era implacable en sus intentos de recuperarlo, y siempre lo lograba.
Michael había tratado de dejarla en nueve ocasiones. La última separación era la que más había durado. Llevaba un mes entero sin oír su voz.
—Te he echado de menos —dijo la voz ronca, con una sencillez que le traspasó el corazón.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Michael, como si no hubiera sido él quien en su momento declarara que esa vez era la definitiva.
—Da igual, lo que importa es que estás vivo y que me quieres —dijo Maya con regocijo, y Michael recordó la risa y la luz que despedían sus ojos.
—De acuerdo —se rindió—, pero ¿qué vamos a hacer con este amor?
—Haremos lo que podamos —le contestó Maya.