El asesinato del sábado por la mañana (39 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
4.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ah —dijo Michael, tirando la colilla en los restos del café que había en su vaso—, sí que lo es. Hay algo que lo convierte en un asunto de nuestra incumbencia. ¿Quiere que le diga de qué se disculpaba en la nota? ¿Quiere que se lo diga? ¿O prefiere contármelo usted?

—No me acuerdo —dijo el sospechoso en voz baja y entre— cortada—, ha pasado mucho tiempo. Supongo que no pude acudir a una cita con ella, o algo semejante —en su frente, justo debajo del pelo, habían comenzado a acumularse gotas de sudor. No hizo ademán de enjugárselas.

—No, amigo mío, lo recuerda muy bien. Ese tipo de cosas no se olvidan. Pero yo se lo recordaré, si quiere —el semblante de Alon se contrajo en una mueca de dolor mientras el inspector jefe Ohayon le decía con mucha calma—: Está relacionado con el caso porque usted no pudo hacer el amor con la chica. No me diga que no se acuerda.

Manny se abalanzó hacia la mano levantada de Alon, pero no hubo necesidad de hacer nada. La mano cayó por su propio peso a la vez que el cuerpo de Alon se desplomaba en la silla con aspecto flácido e inerte, súbitamente perdida toda su fuerza. Michael le hizo una seña a Manny, que salió de la habitación.

—Suponiendo que fuera cierto —susurró Alon—, ¿cree usted que eso es motivo para detener a alguien? ¿Qué relación tiene? ¿Por qué no me deja en paz? —habló con un hilo de voz y sus últimas palabras sonaron a súplica.

Michael acorazó su cara contra toda muestra de sentimiento y dijo:

—No puedo dejarlo en paz si usted no coopera, lo sabe tan bien como yo. Si coopera, lo dejaré en paz. Sabe que sé que conocía a Neidorf, que estuvo tratándose su problema con ella durante todo un año, los lunes y los jueves, a última hora de la tarde. Sabe que ya nos hemos enterado de todo. Sabemos que no le contó a nadie que estaba en tratamiento, ni siquiera a su mujer, y que cuando decía estar esperando a que su hijo saliera de clase de yudo, en lugar de quedarse a la puerta se iba corriendo a ver a Neidorf, y por eso siempre llegaban tarde a casa. El chico no entendía por qué siempre llegaba a recogerlo a las ocho si la clase terminaba a las siete y media. Ya ve que estamos enterados. Si quiere, podemos contarle a su mujer que, de camino, le compraba pizzas y falafels al chico para justificar el retraso. Sabe que sé que mintió al prestar declaración por primera vez. ¿Por qué no me cuenta usted el resto?

Mientras hablaba, Michael se había levantado para acercarse a Alon, y ahora estaba a su lado, mirándolo desde arriba a los ojos, en los que no había ninguna expresión, ni siquiera miedo. El sospechoso inclinó la rubia cabeza y clavó la mirada en el charco de café. El teléfono sonó en la habitación vecina. Los dos oyeron los timbrazos, interrumpidos por una voz femenina que dijo «¿diga?», y eso fue lo último que oyeron.

—No puede demostrar nada —dijo Alon, lanzando sin mucho convencimiento la última bravata—, está hablando por hablar.

—¿Conque no? —dijo Michael—. ¿Cree que no lo puedo demostrar? Tengo testigos, gente que lo vio entrando en la casa. Pero también tengo esto —sacó otra fotocopia de su bolsillo y se la entregó al sospechoso, que se quedó mirándola largo rato. La firma del cheque se veía con toda claridad y era la misma letra que la de la nota dirigida a Orna Dan. En la línea superior, junto a las palabras impresas «Páguese por este cheque a...», Eva Neidorf había escrito su nombre de su puño y letra—. Le entregó un cheque a medio rellenar, pero la doctora era una mujer de costumbres metódicas, y en lugar de pasarle el cheque al tendero, como cabría esperar, rellenó lo que faltaba y lo ingresó. Lo tenemos todo bien amarrado y, de ahora en adelante, será mejor que deje de decir tonterías sobre la falta de «pruebas». Se comenta que es usted un tipo inteligente, y, según dice, tiene mucha experiencia en la realización de interrogatorios; creo que ha llegado el momento de que confiese y empiece a cooperar.

El coronel Yoav Alon empezó a temblar y después emitió una especie de gimoteo. Michael comprendió que aquel extraño sonido procedía de unas cuerdas vocales que no habían sido utilizadas desde la infancia y, una vez más, se preguntó por qué no estaba contento ni satisfecho. La fatiga, desaparecida cuando diera comienzo el interrogatorio, había vuelto a hacer acto de presencia y reclamaba su atención. Se quedó sentado, encendió un cigarrillo y pensó en Yuval, en lo orgulloso que estaba de su padre y en sus ímprobos y vanos esfuerzos para disimular ese orgullo. También pensó en Maya. ¿Le habría amado en ese momento? En la otra habitación los miembros del equipo oyeron la pausa; estaban grabando el interrogatorio desde allí. La puerta se abrió y por ella asomó la cabeza de Eli Bahar, que le hizo un gesto de asentimiento a Michael y desapareció.

Yoav Alon ni siquiera levantó la cabeza cuando Michael comenzó a hablar.

—También tenemos pruebas de que allanó la casa de Neidorf —dijo—. Limítese a reconstruir el asesinato; es todo lo que le pido.

De acuerdo con sus previsiones, el sospechoso volvió a cobrar vida y dijo con una voz cambiada:

—Pero si yo no la asesiné. ¿Por qué había de asesinarla? Se lo juro —en ese punto se levantó y Michael no trató de impedírselo—. Le digo que no la maté. No tenía ningún motivo.

Pero el inspector jefe Ohayon no parecía estar interesado. Y entonces entró Tzilla y sugirió que se tomara un descanso. Tenían la comida preparada.

Michael salió de la habitación y posó la mirada sobre lo que le habían dejado junto al teléfono. Tzilla se quedó con el sospechoso, quien ni siquiera tocó el sandwich ni el café recién hecho que le ofreció.

La mirada iracunda de Eli Bahar hizo que Michael se obligara a probar la comida caliente que habían sacado Dios sabe de dónde. Las atenciones maternales que le prodigaban sus compañeros de equipo y, sobre todo, Eli y Tzilla, divertían a Michael a la vez que lo conmovían. Terminó por apartar el plato para concentrarse en el café. En el piso hacía frío. Manny le explicó que la calefacción central del edificio estaba apagada. En el cuarto de estar, donde estaban en ese momento, habían encendido una estufa eléctrica.

Michael estiró las piernas sin prestar atención a las náuseas que le había provocado el olor de la comida. Haciendo un tremendo esfuerzo escuchó la explicación que Manny, sentado en un sillón frente a él, empezó a darle sobre el registro. No se había quedado hasta el final, intervino Eli, pero estaba presente cuando descubrieron el zapato. La suela de cuero había sido examinada y comparada con la foto del molde de yeso. Se correspondían a la perfección.

—Fue él quien se coló por la ventana, quien se llevó los documentos y todo lo demás —dijo Eli con satisfacción—. Ahora sólo estoy a la espera de que encuentren los documentos en su piso, y también el archivo del contable. ¿Te quedan fuerzas para continuar?

Michael echó un vistazo a su reloj. Vio la fecha que marcaba, 6 de abril, y de pronto recordó que había sido el día de los padres en el colegio de Yuval y que el chico habría recibido las notas hoy. Michael se había olvidado de todo pese a que había estado con Yuval por la tarde. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa. El auricular zumbó seis veces en su oído antes de que alguien respondiera a la llamada. Yuval le dijo con voz somnolienta que les entregarían las notas el 16.

—Todavía faltan diez días, ya te lo recordaré. Sí, cené cuando te marchaste. Estoy cansadísimo. ¿Cuándo vas a volver a casa? No, mañana tengo un examen, de estudios bíblicos. Voy a seguir durmiendo.

Aun tranquilizado con respecto al día de los padres, Michael no lograba sacudirse de encima el sentimiento de culpa. Eli le preguntó titubeando si quería que lo sustituyera.

—Todavía no. Vamos a esperar a que confiese algo. Unos cuantos gimoteos no se pueden tomar por una confesión.

Y regresó a la habitación. Alon pidió permiso para ir al baño. Manny lo acompañó. La ventanita del cuarto de baño estaba enrejada. Manny lo esperó a la puerta y volvió a escoltarlo hasta la habitación que daba al oscuro patio.

15

Las luces se quedaron encendidas toda la noche. El interrogatorio terminó mucho antes de lo previsto. Por la mañana ya tenían la historia completa.

Michael estuvo al pie del cañón hasta las cinco de la madrugada, la hora a la que el coronel Alon firmó su confesión en presencia de todo el equipo. Después, el inspector jefe dejó la reconstrucción de los hechos y otros pormenores a cargo de Eli Bahar, a quien despertaron a las cinco, después de tres horas de sueño.

Cuando regresó del cuarto de baño y se sentó frente a Michael, el sospechoso pidió un cigarrillo. Una vez que Michael se lo hubo encendido, tosió mientras inhalaba el humo. Dirigiendo la vista hacia el cigarrillo que tenía en la mano, Alon comentó que era la primera vez que fumaba desde hacía años, y se quedó callado. Luego exclamó que no sólo no había asesinado a Neidorf, sino que le encantaría ponerle las manos encima a quienquiera que la hubiera matado.

Michael sabía que, según la terminología del Instituto, se había producido una transferencia, pero él lo habría llamado amor. Y así lo llamó también el coronel Alon, repitiendo con énfasis que la quería, que la adoraba, que habría puesto su vida en manos de Eva Neidorf. Y a pesar de que Michael no alcanzaba a verle los ojos, ya que el coronel estaba hablando con la mancha seca de café del suelo, su voz expresaba los sentimientos que debía expresar: dolor y aflicción. El miedo había desaparecido, tanto de su voz como de sus ojos, que se posaron directamente en Michael durante un instante con una mirada dolida y agraviada, pero no asustada.

Michael le pidió que le contara todo desde el principio, en detalle.

Todo comenzó, dijo el coronel Alon al círculo de café derramado, cuando le ascendieron al puesto que ocupaba en la actualidad. Hasta entonces, hasta que llegó a ser gobernador militar, nunca había tenido problemas; en su matrimonio tampoco.

Pero cuando comenzaron los problemas, lo trastocaron todo, dijo amargamente; incluso cuando quiso echar una cana al aire por primera y única vez en su vida le salió mal. Al principio, cuando su mujer dejó de atraerlo, simplemente pensó que se había cansado de ella. Se habían hecho novios cuando todavía estaban en el instituto. Y un buen día había perdido todo interés en tener relaciones sexuales con ella, había dejado de funcionar en la cama, ni siquiera tenía la energía necesaria para intentarlo. Por eso había iniciado la aventura con Orna, que era tan joven y tan especial.

—Tardé seis meses en hacer acopio del valor necesario para abordarla, y después me arrepentí, porque tampoco la deseaba a ella; fue entonces cuando comprendí que no era una cuestión sexual, que todo iba mal —Neidorf le explicaría que sus sentimientos de apatía e inutilidad eran síntomas de una depresión.

Michael fumaba en silencio. Alon lo miraba de tanto en tanto, para asegurarse de que lo estaba escuchando, y después volvía a dirigir la vista hacia el suelo.

Sin hacer ruido, con delicados movimientos felinos, Manny salió de la habitación y Michael supo que, a partir de entonces, permanecería sentado junto a la grabadora en la habitación vecina sin perderse una palabra. Cuando Michael estaba a punto de preguntar cuál era el motivo de su depresión, Alon se le adelantó. Su función principal como gobernador militar era emitir permisos, dijo.

—No sé hasta qué punto está familiarizado con esas cuestiones, pero esos tipos necesitan permiso hasta para mear. No me creería si le contara la clase de asuntos que debo resolver, nadie me creería.

Pese a que se había creído capaz de soportarlo, pues contaba con la experiencia previa de haber sido ayudante del anterior gobernador, y aunque tenía subordinados de los diferentes cuerpos de seguridad que llevaban el peso de las frustraciones cotidianas, su trabajo comenzó a afectarlo, a obsesionarlo. Nunca había pensado que iba a plantearle tantas dificultades.

—No estoy exagerando —le dijo a Michael, de hombre a hombre—. Usted tampoco habría podido soportarlo, créame. Usted no está cortado por ese patrón, no es suficientemente brutal; y la cuestión no tiene nada que ver con la política, yo nunca me he metido en política. Es una simple cuestión de humanidad, de hasta qué punto estás dispuesto a jugar a ser Dios; es algo que nunca se me ha dado bien, pero hasta ahora no había tenido necesidad de hacerlo.

A las tres de la mañana Manny les llevó más café. Michael le preguntó a Alon si quería comer algo. No, no quería comer nada, tan sólo quería hablar.

—Es como una presa desbordada —le dijo Manny a Shorer, que se pasó por allí a las cuatro de la mañana—. No hay manera de pararlo. Desde que empezó a hablar no ha cerrado la boca.

Shorer no entró en el cuarto donde estaba desarrollándose el interrogatorio; se sentó a escuchar un rato y después se marchó. Michael oyó los golpes en la puerta y las pisadas, pero no se movió de la silla desde donde escuchaba atentamente al hombre que, frente a él, estaba abriéndole su corazón. Las palabras le salían como un torrente, historias relacionadas con el caso y sin relación alguna con él, y Michael no lo interrumpió.

Habló de sus ancianos padres, supervivientes del holocausto. De que era su único hijo varón y el primogénito; a su hermana no le concedían tanta importancia, explicó, era su
kaddish,
la persona que recitaría la oración fúnebre cuando murieran; y Michael expulsó de sus pensamientos a Nira, a Youzek y a Fela, casi con palabras: «Marchaos, quitaos de en medio, estáis distrayéndome». Alon habló del movimiento juvenil Hashomer Hatzair y de las aspiraciones igualitarias, de que presentarse como voluntario en el ejército para librar los peores combates había sido su mayor ideal, de lo buen estudiante que había sido, de sus ascensos en el ejército y de las expectativas de llegar hasta la cúspide en su profesión. Hablaba sin orden ni concierto, entremezclándolo todo.

Después se refirió a su primer día como gobernador militar de los territorios. Había firmado un permiso para que un viejo campesino plantara olivos en su tierra ancestral, y el campesino lo miró de una manera que le hizo sentirse como un estúpido y un prepotente. Día a día, dijo Alon, había tratado de hacerse más insensible, y lo había logrado, o al menos eso le parecía cuando firmaba órdenes de expulsión, cuando prohibía reunificaciones familiares.

—Todo de acuerdo con la línea que me marcaban, me limitaba a desempeñar mi trabajo. Y siempre con el jefe del Estado Mayor controlándome de cerca. No sé qué ideas políticas tendrá usted, pero en mi trabajo resultan irrelevantes, créame. Es imposible ser un gobernador militar liberal, son términos incompatibles —Yoav Alon miró a los ojos a Michael Ohayon—. Quizá le parezca que todo esto no viene a cuento, pero puedo citarle las palabras de la doctora Neidorf. Dijo que las cosas que no expresaba con palabras hablaban a través de mi cuerpo; ésas fueron sus palabras exactas. Antes de empezar a tratarme con ella hubo días en los que llegué a contemplar la posibilidad de acabar con todo, tan fútil me parecía la vida. Nada tenía sentido. La comida, el sexo, los libros, los amigos, las películas..., todo me dejaba indiferente. No se puede vivir así, no durante mucho tiempo. Entonces fui al médico para consultarle mis problemas sexuales y no me descubrió ninguna insuficiencia física. Tuve que extraer la conclusión inevitable. Espero que no esté grabando esta parte, aunque en realidad ya todo me da igual, todo me importa un pimiento.

Other books

Cries in the Night by Kathy Clark
Lowboy by John Wray
Dublinesca by Enrique Vila-Matas
The Rest Falls Away by Colleen Gleason
Renegade Reject by Emily Minton, Dawn Martens
Sail Away by Lee Rowan
A Cut Above by Ginny Aiken
Midnight Vengeance by Lisa Marie Rice
Rare Vintage by Bianca D'Arc