El asesinato del sábado por la mañana (42 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Yakov siguió acusándose a sí mismo, a ratos llorando, a ratos alzando la voz, y Gold se alegró de que el muchacho hubiera superado el estado de conmoción entregándose a la ira. Después le explicó, en el tono más positivo posible, que no había manera de detener a alguien que había decidido poner fin a su vida.

—Cuando alguien ha tomado esa decisión seriamente, tan sólo podrás retrasar el momento, pero no puedes impedirle que lo haga. Es un acto que debe entenderse como la consecuencia de una enfermedad, de una enfermedad mental como cualquier otra, y tú no eres responsable ni culpable, no podrías haberlo evitado.

Cuando Gold estaba terminando de hablar, Rina volvió a asomar la cabeza por la puerta y le dirigió una mirada cómplice. El chico ha muerto, pensó Gold, y Rina quiere que se lo comunique. Pero Yakov también vio la mirada y comprendió su significado; apoyó los brazos en la mesa, reclinó la cabeza sobre ellos y rompió a llorar.

Un poco más tarde apareció Galor, agotado, y explicó disculpándose que habían hecho todo lo imaginable sin ningún resultado.

—Ha hecho las cosas a conciencia. Aunque hubiese llegado antes al hospital, dudo mucho que hubiéramos podido hacer algo —y posó la mano en el brazo de Yakov.

—Gracias —dijo Yakov enjugándose los ojos—, ya lo sé. Sabía que no podrían salvarlo —y volvió a prorrumpir en llanto.

—Hemos probado todos los métodos imaginables, pero empezó a fallarle el corazón. En realidad, al principio me sentí optimista, creía que lo habíamos cogido a tiempo, pero por lo visto me equivoqué —y Galor suspiró y tomó asiento junto a Gold—. Tan joven y tan estúpido. Hay que tener muchas ganas de morir para hacer así las cosas.

Gold se llevó al muchacho a la sala de guardia del departamento de psiquiatría y lo metió en la cama después de convencerlo de que se tomara un Valium. Luego volvió a la sala de urgencias, donde lo estaba esperando Galor; tendrían que comunicárselo a la policía, dijo. Gold se estremeció al recordar los acontecimientos de aquel sábado de hacía dos meses: el interrogatorio en el barrio ruso, la sensación de impotencia. Pero no había forma de evitarlo.

—Muerte por causas no naturales. Es el procedimiento establecido, hay que hacerlo —dijo Galor, y se enderezó las gafas—. Vamos, llama a la policía. Yo quiero quedarme en la sombra. Y no pongas esa cara, que no ha muerto bajo tus cuidados.

¿Por qué me tiene que pasar a mí? ¿Por qué siempre me toca a mí?, se preguntó Gold desconsoladamente al ver aparecer al inspector jefe Ohayon en la entrada de urgencias. Gold había convencido a Rina de que llamara a la policía para ahorrarle «esos líos». Después llegó el agente de turno, el mismo pelirrojo que lo había escoltado hasta el barrio ruso aquel sábado. Al ver el nombre del muerto, había intercambiado unas palabras con Rina y le había pedido un teléfono. Después llegó Ohayon. «No es verdad, no es posible», se dijo Gold mientras Ohayon y el pelirrojo avanzaban hacia la esquina del mostrador donde él estaba parado observándolos, dominado por una sensación de pavor que aumentaba con cada paso que daban.

—Así que nos volvemos a encontrar —dijo el pelirrojo—. Un placer inesperado, ¿eh, doctor Gold? —y dirigió una mirada jocosa al médico.

Lleno de rabia, Gold estaba a punto de quejarse del tono chistoso del policía, pero se contuvo al ver el semblante lívido y tenso del inspector jefe Ohayon. Otra vez, pensó Gold con desesperación. Rina lanzó una mirada feroz al cigarrillo que Ohayon se colocó entre los labios y, mientras le advertía que no lo encendiera, sus miradas se cruzaron, y la expresión de la enfermera se transformó, adquiriendo un aire soñador. Gold presenció un aspecto nuevo del comportamiento de galanteo de la enfermera jefe, que en lugar de coquetear de manera automática como era habitual en ella, adoptó unos modales seductores derivados de la atracción hacia un objeto específico, aquel policía alto de ojos oscuros y melancólicos..., el sueño de toda solterona hecho realidad, pensó Gold con saña mientras Rina conducía a Ohayon a la unidad de cuidados intensivos respiratorios obedeciendo a su petición de ver el cadáver.

Una vez más, Gold se encontró sentado frente a Michael Ohayon, esta vez en su propio territorio, donde el inspector jefe parecía sentirse a sus anchas, como si llevara toda la vida compartiendo con él las noches de guardia; pero Gold descubrió con alivio que él no era el centro de interés del interrogatorio. Era Yakov en quien estaba interesado Ohayon, Yakov y lo que sabía del muchacho fallecido.

Cuando Ohayon regresó y le pidió a Gold que lo llevara a algún sitio donde pudieran hablar, éste revivió todo lo que había sentido aquel sábado en el Instituto. Pero la expresión del inspector jefe, diferente de la de entonces, más tensa, más desvalida, le permitió dominarse y recordar que en esta ocasión las cosas eran distintas.

El inspector jefe tenía un gesto acre, severo. Y Gold vio en él algo que le recordó la expresión de Yakov. Algo semejante al sentimiento de culpa.

—¿Qué le ha pasado al chico? —preguntó Ohayon impaciente.

En lugar de encender el cigarrillo, lo dejó en una esquina de la mesa, y Gold vio las marcas de sus dientes en el filtro.

Gold repitió todo lo que le había contado Yakov. La combinación de medicamentos y alcohol, la personalidad inestable.

Él había hecho su tesis sobre el potencial letal de los medicamentos psicotrópicos, según le explicó a Ohayon. De hecho, en el hospital nadie lo aventajaba en conocimientos en esa área. No es que lo dijera con esas palabras, pero sí confirmó lo que Galor ya le había explicado a Ohayon cuando subió a ver al joven muerto. Una oleada de placer inundó a Gold mientras le explicaba al inspector jefe, que le escuchaba con atenta seriedad, los peligros de tomar Elatroll: el fallo cardiaco, que era un efecto colateral de tomar una sobredosis, y el peligro de combinarlo con alcohol. Ohayon preguntó cómo se podía conseguir ese medicamento.

—Ah —dijo Gold con una seguridad nueva y desconocida—. Sólo hay que ir a cualquier médico de cabecera de una clínica de la Seguridad Social y decirle que tienes una depresión, y si el médico sabe lo que hace, quizá no la primera vez, pero definitivamente la segunda, te prescribirá Elatroll en dosis gradualmente mayores, y te mandará a la farmacia de la clínica con una receta correspondiente a la dosis mensual. La cuestión es —explicó Gold en tono didáctico— que pocos profanos conocen los riesgos de este medicamento, no saben que una sobredosis pone en peligro el funcionamiento cardiaco. La mayoría de la gente —y Gold pestañeó al ver la mano trémula que estaba encendiendo un cigarrillo— cree que una sobredosis de somníferos, de barbitúricos o de tranquilizantes te puede matar. No se dan cuenta de que hay que tomarlos en enormes cantidades para morirse. Pero los especialistas saben que una combinación de Elatroll, en cantidades suficientes, digamos dos gramos, es decir, veinte pastillas de cien miligramos cada una, que puede ser la dosis de un par de semanas..., esa dosis, combinada con unos cuantos barbitúricos, como los que él tomó, y con alcohol, te ofrece muchas posibilidades de morir, sobre todo si tardan más de, digamos, dos horas en descubrirte; entonces ya te pueden lavar el estómago con carbón activado, como a él, hasta el día del juicio final, porque no servirá de nada; la mezcla ya habrá sido absorbida por la sangre.

Michael le pidió que fuera a despertar al estudiante de medicina, Yakov, el compañero de piso del difunto.

—¿Le hace falta verlo ahora? Trajo los envases vacíos en el bolsillo. Los cogí al meterlo en la cama. Yo le puedo decir qué tomó exactamente y dónde lo consiguió —dijo Gold atrevidamente—. El pobre chaval está agotado, déjele reposar.

Pero Ohayon se había recuperado, su rostro había vuelto a adoptar la expresión de pantera con la que Gold ya estaba familiarizado, y, con calma y resolución, le dijo al psiquiatra que despertara a Yakov inmediatamente y que no le contara a nadie, ni de fuera ni de dentro del hospital, lo que había sucedido.

Gold se rindió y condujo a Michael al departamento de psiquiatría, donde despertó a Yakov sin excesivo esfuerzo. El muchacho se incorporó en la cama, abriendo unos ojos que parecían desnudos sin las gafas, buscó éstas a tientas y los miró abatido. Los labios le temblaron cuando Gold explicó, con el mayor tacto posible, quién era Michael Ohayon. El inspector jefe se sentó en la cama y, con una delicadeza de la que Gold no le hubiera creído capaz, posó la mano en el brazo de Yakov y le dijo:

—Lo siento muchísimo, pero necesitamos su ayuda.

Yakov se serenó, y mientras Gold iba a traer café para los tres, dijo con desesperación que no comprendía cómo nadie podía servir de ninguna ayuda, que era demasiado tarde para ayudar, pero que estaba dispuesto a hacer lo que le pidieran. Su cara se contrajo y pareció a punto de echarse a llorar, debilitado como estaba por el cansancio y por el tranquilizante que Gold le había obligado a tomar, pero se repuso y bebió un sorbo del café que el doctor había traído de la máquina del pasillo.

Gold tomó asiento al fondo de la habitación y se dispuso a escuchar la conversación. Michael Ohayon no le había pedido que se marchara; y, en general, parecía como si algo se hubiera roto en el interior del policía pensó Gold.

Eran las cuatro de la mañana cuando Ohayon inició el interrogatorio. Al principio formuló las preguntas predecibles: a qué hora había encontrado a Elisha, cómo había conseguido éste los medicamentos y el alcohol, si había dejado algo, una nota, lo que fuera. Yakov dijo que no se había parado a mirar; estaba demasiado ocupado tratando de salvarle la vida. A primera vista, se diría que no había ninguna nota, dijo.

Michael señaló que en ese preciso momento estaban buscándola, y un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Gold al imaginarse a la policía registrando el piso de los chicos. En su cabeza aparecieron imágenes de intrusión y desorden. Cuando Michael hizo una pregunta relativa a Neidorf, Gold comprendió repentinamente el cambio que había advertido en el inspector jefe: todavía estaba investigando el asesinato, dos meses después de que se hubiera cometido. Ahora Gold entendía por qué Ohayon tenía esas ojeras oscuras, y algo, una leve sombra de simpatía, un sentimiento de compañerismo, empezó a filtrarse en su corazón casi a su pesar.

Y después Yakov comenzó a hablar de la clínica de salud mental. El padre de Elisha le había hecho una consulta a Neidorf hacía casi tres años. Era amiga de la familia.

—Habían sido vecinos o algo así, no me acuerdo muy bien, pero la cuestión es que Mordechai, el padre de Elisha, lo llevó a ver a la doctora Neidorf, y ella lo remitió a la clínica. Mordechai estaba tremendamente preocupado por Elisha... No era un chico normal..., y estuvo yendo a la clínica durante dos años, dos veces a la semana, y luego dejó de ir.

Sí, dijo vacilante, sabía por qué había dejado de ir, pero —miró a su alrededor con desasosiego—, era un asunto muy delicado y no sabía si debía hablar de ello. Gold esperaba que Ohayon se lanzara sobre Yakov como un tornado y se aprestó a defenderlo. Ya tenía los puños cerrados cuando vio con asombro que el inspector jefe se recostaba en silencio contra la pared, con expresión relajada, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Gold sintió la necesidad apremiante de sacudirlos a ambos y de chillar. Se levantó y fue a buscar más café.

En un tono diferente y más bajo, Ohayon preguntó cómo se encontraba Elisha Naveh en los últimos tiempos. No lo había visto mucho últimamente, dijo Yakov con expresión culpable. Había vuelto de Londres hacía una semana y, desde entonces, había estado empollando para los exámenes. Y Elisha desaparecía durante días enteros; no sabía con exactitud en qué andaba metido, dijo Yakov con desesperación. Ahora que pensaba en ello, cuando coincidían en el piso tenía una pinta extraña y decía cosas raras, incoherentes. Pero había imaginado que su comportamiento estaría relacionado con su vida amorosa, que era muy complicada. Y, llegado a ese punto, Yakov volvió a quedarse callado.

Ohayon encendió otro cigarrillo y preguntó con quién había mantenido relaciones Elisha y, una vez más, Yakov comenzó a lanzar miradas inquietas a su alrededor. Gold les ofreció un café y se quedó mirándolos sin comprender nada. Yakov miraba de hito en hito la pared y Michael contemplaba la taza de café que tenía en la mano. Después preguntó, con mucha suavidad, si Yakov sabía que la doctora Neidorf había muerto.

El muchacho se quedó paralizado. Luego dijo con voz trémula:

—¿Cuándo? —y Michael se lo dijo. Entonces Yakov preguntó—: ¿Cómo? —y recibió un breve resumen de los hechos. En la habitación se hizo un silencio prolongado. La respiración de Yakov se convirtió en una rápida sucesión de jadeos y Gold, incapaz de seguir soportando la tensión, se dirigió a la ventana, desde donde podía observarlos a ambos y tratar de comprender lo que estaba sucediendo. No entendía a qué venía aquello, como tampoco lo entendía Yakov, que formuló una pregunta al respecto.

A modo de respuesta, Michael le preguntó si no había leído los periódicos israelíes mientras estaba en Londres. No, no los había leído, repuso Yakov, ni tampoco sus padres, ni el padre de Elisha, pero Elisha sí debía de saberlo, y no le había dicho nada. Durante las dos primeras semanas estuvieron de viaje por Escocia, explicó. Y el padre de Elisha estaba en alguna parte de Europa; sólo lo vieron los últimos días.

—¿Pero por qué no me lo contó Elisha? —repitió Yakov, primero con perplejidad y después con rabia.

A continuación Michael preguntó a Yakov si había visto alguna vez a la doctora Neidorf.

Gold miró al joven con curiosidad, que se trocó en asombro al oír su respuesta. Sí, la había visto, dijo; incluso había ido a hablar con ella en una ocasión.

Gold ahogó en el café las preguntas que pugnaban por escapar de su boca y escuchó con atención mientras el inspector jefe preguntaba cuándo había tenido lugar aquella conversación.

—Hará unos tres meses. No recuerdo la fecha exacta, pero fue hace unos tres meses. Dos semanas más tarde se fue al extranjero —dijo Yakov. Se quitó las gafas, limpió las lentes con una punta de la almidonada sábana, se las caló y se quedó mirando a Michael. Después volvió a dirigir la vista hacia la pared.

—¿Por qué fue a verla, si me permite preguntárselo? —inquirió Ohayon, y Gold supo que esta vez no iba a dejar escapar la presa.

—Por Elisha —susurró el muchacho con desesperación, y después dijo que estaba mareado. Gold le llevó un vaso de agua y abrió la ventana.

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