Authors: John Norman
—Cómprame pan con miel —le dijo. Después, volviéndose a mí—: Nos perdimos la sexta carrera.
Así, dimos media vuelta y regresamos a las gradas, y volvimos a ocupar nuestros asientos. Unos minutos después llegó Phyllis, y entregó el pan con miel a Ho-Sorl. Él estaba absorto en el desarrollo de las carreras. Quizá no vio que ella se arrodillaba en la grada inferior, la cabeza inclinada, el rostro cubierto por las manos, sollozando. Virginia y Elizabeth se arrodillaron a derecha e izquierda de Phyllis, y la abrazaron.
—Lamento —me dijo Ho-Sorl— no haber visto jamás a Melipolo de Cos.
Al final oímos los tres toques del juez, que indicaban que pronto comenzaría la undécima y última carrera del día.
—¿Qué opinas de los Aceros? —preguntó Relio, inclinándose hacia mí.
Los Aceros eran una nueva facción de Ar, y su distintivo ostentaba un color gris azulado. Pero no tenía partidarios. Más aún, nunca se había visto a un Acero en una carrera de Ar. Sin embargo, yo había oído decir que el primer Tarn de los Aceros correría precisamente en esta carrera, la undécima, que comenzaría poco después. Sabía también que los Aceros habían organizado una jaula, y que habían contratado a varios jinetes. Nadie sabía de dónde venía el oro que respaldaba a los Aceros. De todos modos, debe señalarse que la creación de una facción implica una inversión importante. A menudo surgen intentos para crear facciones nuevas, pero generalmente fracasan. Si durante las primeras dos temporadas una facción no gana un número importante de competiciones, la ley del Estadio de los Tarns exige que se suspenda a dicho grupo. Más aún, la creación de una facción nueva es algo muy costoso e implica riesgos financieros considerables. No sólo es costoso comprar o alquilar jaulas, adquirir aves de carrera, contratar jinetes y Criadores, así como el personal necesario para mantener la organización, sino que se aplica un elevado impuesto a las nuevas facciones, por lo menos durante los dos primeros años, que son los de prueba. Digamos de pasada que el mismo impuesto puede cobrarse a las facciones más antiguas si durante la última temporada se desempeñaron mal; si una facción conocida se desempeña mediocremente en una serie de temporadas, pierde sus derechos definitivamente o durante un período de diez años. Por otra parte, la aparición de nuevas facciones es una amenaza para las antiguas, porque cada prueba que la nueva gana representa una pérdida para las antiguas. Para todas las facciones es ventajoso que el número total sea reducido, y así los jinetes de las facciones más antiguas, si no pueden ganar la carrera, a menudo intentan impedir que conquisten el triunfo los jinetes de la nueva entidad.
—¿Qué piensas de los Aceros? —volvió a preguntar Relio.
—No lo sé —dije—. No los conozco.
En su voz había algo que me desconcertaba. Casi al mismo tiempo Ho-Sorl me miró. Digamos de pasada que ninguno de ellos parecía muy impresionado por el hecho de que yo usara habitualmente el negro de los Asesinos. Por supuesto, como solía ocurrir cuando estaba fuera de la casa, ahora yo vestía el rojo de los Guerreros. No podía afirmar que habían intentado ser mis amigos, pero en todo caso no me evitaban; y a menudo se acercaban a conversar.
—¡Mira qué ave! —exclamó Ho-Sorl, cuando comenzaron a aparecer en la pista las plataformas bajas sobre ruedas.
Varios sectores de la multitud prorrumpieron en gritos asombrados.
Miré hacia la pista y no pude hablar. En realidad, ni siquiera pude respirar.
Sorprendiendo a la multitud e inquietando a las restantes aves traídas en los carros, resonó el grito agudo, el chillido de desafío de un gigantesco tarn negro; era el salvaje grito montañés de uno de los más fieros y bellos depredadores de Gor, el mismo grito que hubiera podido oírse en los empinados riscos de las montañas de Thentis, famosas por sus bandadas de tarns, o incluso entre los picos rojos de los altos y grandiosos Montes Voltai, o quizá en la batalla, cuando los tarnsmanes se enfrentan en duelos a muerte.
—Ni siquiera es un tarn de carreras —dijo un hombre que estaba cerca.
Ahora me puse de pie, atónito, y contemplé la hilera de carros con sus aves.
—Dicen —afirmó Relio— que este pájaro viene de la ciudad de Ko-ro-ba.
Permanecí inmóvil, sin hablar, flojas las piernas. Detrás, oí las exclamaciones de dolor de Virginia y Phyllis. Me volví y vi a Ho-Sorl que les sujetaba los cabellos y los retorcía, de modo que las obligaba a mirarlas.
—Esclavas —dijo—, no hablaréis de lo que vais a ver.
—¡No, amo! —dijo Virginia.
—¡No, no! —gritó Phyllis. La mano de Ho-Sorl le retorció cruelmente los cabellos—. ¡No, amo! —exclamó Phyllis—. ¡No, amo! ¡Phyllis no hablará!
Me volví hacia la izquierda y comencé a seguir la línea de las gradas, hasta que llegué a una escalera más angosta, que llevaba a los sectores inferiores del estadio; continué descendiendo por ella.
Oí detrás la voz de Relio.
—Toma esto —dijo.
Me puso algo en la mano; parecía una lámina de cuero plegada. Apenas le presté atención. Después quedó solo sobre la grada y continué descendiendo; cerca de la baranda, a un lado del estadio, me detuve.
Ahora estaba a unos treinta metros de las aves, pero permanecí inmóvil.
De pronto, como si me buscaran en esa multitud, en esa turbulencia de rostros y vestiduras, de sonidos y gritos, vi los ojos relucientes del tarn que cesaban de buscar y se fijaban en mí. Los ojos perversos y negros, redondos y chispeantes, no me abandonaron. Pareció que se le alzaba la cresta y que cada músculo y cada fibra de su gran cuerpo, se hinchaba de sangre y vida. Las anchas y largas alas negras, bien formadas y poderosas, se abrieron y batieron el aire, y proyectaron a ambos lados una tormenta de polvo y arena, derribando casi al pequeño y encapuchado Criador de tarns. Después el tarn echó hacia atrás la cabeza y de nuevo gritó, un grito salvaje, fiero y sobrecogedor que hubiera aterrorizado el corazón del larl, aunque yo no le temí. Vi que las garras del tarn estaban revestidas de acero. Por supuesto, era un tarn de guerra.
Miré la bolsa de cuero que tenía en la mano. La abrí y extraje la capucha que podía disimular mis rasgos. Después de ponérmela, salté la baranda y avancé hacia el ave.
—Salud, Mip —dije, ascendí a la plataforma y me acerqué al pequeño Criador de tarns.
—Eres Gladius de Cos —dijo.
Asentí.
—¿Qué significa esto? —pregunté.
—Correrás por los Aceros —dijo.
Alcé una mano y toqué el fiero pico curvo del ave poderosa. Lo sostuve, y apreté la mejilla contra la superficie rugosa. El ave bajó suavemente la cabeza, la apoyó contra la mía y, protegido por la capucha de cuero, lloré.
—Ha pasado mucho tiempo, Ubar de los Cielos —dije—. Ha pasado mucho tiempo.
Sentí cerca la presencia de Mip.
—No olvides lo que te enseñé en el Estadio de los Tarns —dijo Mip—, pues hemos cabalgado juntos tantas noches.
—No lo olvidaré —dije.
—Monta —ordenó Mip. Trepé a la montura del tarn, y cuando Mip desató la cadena que aseguraba la pata derecha del animal, lo llevé hacia la percha de salida.
—¡Kajuralia! —gritó la esclava, y me arrojó un canasto de harina, y se volvió y echó a correr. La atrapé cinco metros más lejos, la besé apasionadamente, y la aparté de mí.
—¡Kajuralia tú! —dije riendo, y ella, también riendo, huyó.
Un Constructor que tenía la túnica manchada con jugo de fruta pasó caminando deprisa.
—Es mejor estar en casa —dijo— cuando llega Kajuralia.
Pasaron tres esclavos, adornados con guirnaldas de flores olorosas. Uno de ellos me miró, y a juzgar por la expresión en sus ojos seguramente veía tres Guerreros en lugar de uno; me ofreció un trago de su bota, y yo acepté.
—Kajuralia —dijo, y casi se desploma, pero los dos compañeros le evitaron la caída. Le di una moneda de plata para que comprase más licor.
—Kajuralia —dije, y me volví y comencé a alejarme.
Una joven esclava rubia, perseguida por tres hombres, de pronto se encontró aprisionada por un espectador. Pero un instante después el que la había capturado descubrió que la joven tenía un cinturón de hierro.
—¡Kajuralia! —rió ella, y se liberó y huyó.
Oí ruido de vajilla rota a la vuelta de la esquina, algunos gritos coléricos, y las risas de las jóvenes.
Pensé que era mejor regresar a la Casa de Cernus.
Entré por otra calle. De pronto, me vi rodeado por quince o veinte muchachas, que gritando y riendo me cerraron el paso. Muy pronto me aferraron de los brazos y me inmovilizaron.
—¡Prisionero! ¡Prisionero! —gritaron.
Sentí una cuerda alrededor del cuello; estaba desagradablemente tensa.
Sostenía la cuerda una joven de cabellos negros, por supuesto con su correspondiente collar. Era una muchacha de piernas largas y breve túnica de esclava.
—Salud, Guerrero —tiró amenazadora de la cuerda—. Ahora eres esclavo de las jóvenes de la Calle de las Vasijas —me informó.
De pronto, cinco o seis cuerdas me sujetaron firmemente. Dos muchachas habían pasado otras tantas cuerdas por mis tobillos. De ese modo, si intentaba huir o resistirme, en un instante podían arrojarme al suelo.
—¿Qué haremos con el prisionero? —preguntó a sus amigas la joven de cabellos negros.
Hubo muchas sugerencias.
—¡Desnudadlo! ¡Vamos a marcarlo! ¡El látigo! ¡Ponedle un collar!
—¡Vamos! —dije.
Pero ahora ya marchaban por la calle, y me arrastraban con ellas.
Me metieron en una espaciosa habitación, donde había canastos y arneses, al parecer el depósito de un cilindro poco importante. Se había vaciado un amplio círculo en el centro, y desplegado mantas sobre el colchón de paja. Sobre una pared estaban dos hombres, ambos maniatados. Uno era un Guerrero, el otro un joven y apuesto Criador de tarns.
—Kajuralia —dijo secamente el Guerrero.
—Kajuralia —contesté.
La joven de cabellos negros miró primero a los dos hombres y después volvió los ojos hacia mí.
—No está mal —dijo—. No está mal.
Las restantes jóvenes rieron y gritaron. Algunas saltaron y batieron palmas.
—Ahora, esclavos, nos serviréis —anunció la joven de cabellos negros.
Nos quitaron las cuerdas, excepto las dos que teníamos alrededor del cuello, y una cuerda en cada tobillo.
Nos dieron tacitas de estaño con un poco de Ka-la-na, probablemente robado por las muchachas.
—Después que nos hayan servido vino —dijo la joven—, usaremos a nuestros esclavos para nuestro placer.
Así, cada uno de los hombres sirvió vino a las jóvenes, no sin antes preguntar «¿Vino, ama?», a lo cual ellas contestaban riendo:
—¡Sí, beberé un poco!
—¡Esclavo, sírveme vino! —ordenó la joven de cabellos negros y piernas largas. Estaba maravillosa con su breve túnica de esclava.
—Sí, ama —dije con la mayor humildad posible.
Extendí la mano para ofrecerle la tacita de vino.
—¡De rodillas! —ordenó.
Las jóvenes contuvieron una exclamación.
Incliné la cabeza, arrodillado, y ofrecí a la joven la tacita.
La muchacha de piernas largas extendió la mano hacia la tacita y yo le aferré las muñecas y me incorporé de un salto; la obligué a perder el equilibrio y sin soltarla la hice girar en redondo. Después, mientras las jóvenes gritaban y mi prisionera lanzaba una exclamación de cólera, la abracé fuertemente y de un salto entré en un cuarto contiguo; la arrojé al suelo, me volví y en un solo movimiento cerré la puerta y eché el cerrojo. Oí los gritos coléricos de las jóvenes, y los puñetazos que descargaban sobre la puerta; pero de pronto comenzaron a quejarse y a llorar, como si un grupo de traficantes de esclavos hubiese caído sobre ellas. Examiné el lugar. Había una ventana muy alta, pero era estrecha y tenía barrotes. La joven encerrada conmigo no podría escapar. Me quité las cuerdas y las dejé caer al lado de la puerta. Apliqué el oído a la puerta y escuché. Después de unos cinco ehns alcancé a oír únicamente los sollozos, la frustración de las jóvenes maniatadas.
Abrí la puerta y descubrí que el Guerrero y el Criador de tarns se habían liberado en el momento de la sorpresa, y habían apresado a las muchachas del grupo. Una larga cuerda unía entre sí a las jóvenes maniatadas y arrodilladas; otra cuerda o conjunto de cuerdas las unía por el cuello, como en una cadena de esclavas. La joven de piernas largas fue traída a la habitación más espaciosa para que contemplase a sus cómplices impotentes.
La joven de cabellos negros sollozó.
Había lágrimas en los ojos de varias muchachas.
—¡Kajuralia! —dijo alegremente el Guerrero, y se incorporó después de controlar los nudos que aseguraban las muñecas de las jóvenes.
—¡Kajuralia! —le contesté y lo saludé con la mano. Tomé del brazo a la joven de cabellos negros y piernas largas, y la acerqué a la línea de muchachas maniatadas—. Mira a las jóvenes de la Calle de las Vasijas.
Ella bajó los ojos, derrotada.
—Amo —dijo—, te serviré vino.
—No —contesté.
Me miró asombrada.
—Yo te serviré vino —dije.
Me miró incrédula mientras yo llenaba una de las tacitas con Ka-la-na diluido y se la ofrecía. La mano que sostenía la taza le temblaba.
—Bebe —dije.
Bebió.
Me devolvió la taza, y yo la arrojé al fondo de la habitación, y tomé a la muchacha en mis brazos.
El Guerrero, el Criador de tarns y yo permanecimos casi todo el día con las muchachas de la Calle de las Vasijas, que festejaron con nosotros Kajuralia o el día de fiesta de los esclavos.
Este día se celebra en la mayoría de las ciudades civilizadas del norte de Gor una vez al año. La única excepción conocida es Puerto Kar, en el delta del Vosk. En Ar se celebra el último día del quinto mes, el día anterior a la Fiesta del Amor.
Había sido un verano extraño y agitado; en muchos sentidos fantástico. Semana tras semana Ar cobraba perfiles más salvajes; reinaba la ilegalidad. Pandillas de hombres, a menudo armados, recorrían las calles y los puentes, y al parecer no temían a los Guerreros; cosa sorprendente, cuando los capturaban y enviaban al Cilindro Central, o al Cilindro de la Justicia, siempre había pretextos que justificaban su liberación, en general por tecnicismos legales o por una presunta falta de pruebas. Al mismo tiempo que aumentaba el desorden se acentuaba el interés, casi el frenesí, por los juegos y las carreras; era difícil cruzarse con una persona que no usara el color de una facción, incluso los pocos días que el Estadio de Tarns permanecía inactivo. Se hubiera dicho que las carreras y los juegos eran las únicas actividades que interesaban a las personas.