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Authors: Apuleyo

El asno de oro (10 page)

BOOK: El asno de oro
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—¡Oh hijo mío!, ruégote que me digas por qué estas cosas pobrecillas y rotas de una vieja mezquina das a los vecinos ricos sobre cuyas casas cae esta ventana.

Alcimo, oyendo esto, fue engañado, creyendo que la vieja decía verdad, y temiendo que las cosas que primero había lanzado, y las que después echase, ya que estaba avisado, por ventura no las hubiese echado a sus compañeros, sino a otras casas ajenas, asomose a la ventana, colgándose para ver muy bien todas las cosas, especialmente de la casa que estaba junta, donde dijo la vieja que habían caído las cosas que había echado.

Cuando la vieja lo vio, el cuerpo medio salido de la ventana, y que estaba atónito mirando a una parte y a otra, aunque ella tenía poca fuerza, súbitamente lo empujó, que dio con él de allí abajo. El cual, demás de caer de la ventana, que era bien alta, dio en una piedra grande que allí estaba, donde se quebró y abrió todas las costillas, de manera que salieron de él ríos de sangre. Y desde que nos hubo contado todo lo que le había acontecido, no pudiendo sufrir tanto tormento, hizo fin de su vida, al cual dimos sepultura en la mar, como la otra, dando compañero a Lamaco.

Capítulo III

En el cual uno de aquellos ladrones, prosiguiendo en sus cuentos, relata que pasados de Beocia a la provincia de Tebas, en un lugar llamado Plateas, robaron un varón llamado Democares, con una graciosa industria, vistiéndose el uno de los compañeros de un cuero de una loba.

Entonces, con la pérdida de estos dos compañeros, nosotros, tristes y con pena, parecionos que debíamos dejar de más entender en las cosas de aquella provincia de Tebas, y acordamos venirnos a una ciudad que estaba cerca de allí, que ha nombre Plateas, en la cual hallamos gran fama de un hombre que moraba allí, llamado Democares, el cual celebraba grandes fiestas al pueblo, porque él era principal de la ciudad, hombre muy rico y liberal; hacía estos placeres y fiestas al pueblo por mostrar la magnificencia de sus riquezas. ¡Quién podría ahora explicar y tener idóneas palabras para decir tanta facundia de ingenio, tantas maneras de aparatos como tenía! Los unos eran jugadores de esgrima afamados de sus manos; otros, cazadores muy ligeros para correr; en otra parte había hombres condenados a muerte, que los engordaba para que los comiesen las bestias bravas. Había asimismo torres hechas de madera, a la manera de unas casas movedizas, que se traen de una parte a otra, las cuales eran muy bien pintadas, para acogerse a ellas cuando corrían toros u otras bestias en el teatro. Además de esto, ¡cuántas maneras de bestias había allí y cuán fieras y valientes! Tanto era su estudio de hacer magníficamente aquellos juegos, que buscaban hombres de linaje que fuesen condenados a muerte, para que ellos peleasen con las bestias. Pero sobre todo el aparato que buscaba para estas fiestas principalmente, y con cuanta fuerza de dineros podía, procuraba tener número de grandísimas osas, las cuales, además de las que él hacía cazar y además de las que a poder de dineros compraba, y otras que sus amigos le presentaban, las tenía en casa bien guardadas y a cebo, para que engordasen y se hiciesen grandes. Mas este tan claro y magnífico aparejo de placer y fiesta popular no pudo huir los ojos mortales de la envidia. Porque con la fatiga de estar mucho tiempo presas, y con el gran calor del verano, y también por estar flojas y perezosas, por no andar ni correr, dio tan gran pestilencia en ellas, que casi ninguna quedó; estaban por esas plazas muchas de ellas muertas, con tanto estrago, que parecía haber habido naufragio de bestias. Aquellos pobres del pueblo, a los cuales la pobreza y necesidad constriñe a buscar algo para henchir el vientre, sin escoger manjares, andaban tomando de la carne de aquellos animales que por allí estaban para hartarse. Cuando yo y este nuestro compañero Bardulo vimos aquello, inventamos del mismo negocio un muy sutil consejo; estaba allí una osa muerta, mayor que todas las otras, la cual, diciendo que la queríamos para comer, llevamos a nuestra estancia. Y allí la desollamos muy bien, guardando de no tocarle en las uñas, y dejándole la cabeza desde la cerviz arriba, tomamos el cuero muy bien raído de la carnaza, y con ceniza polvoreado por encima, y pusímoslo a secar al sol. En tanto que el cuero se secaba al sol y se purgaba de aquella humedad, nosotros nos dimos de buen tiempo con la carne e hicimos todos juramento, para el negocio presente, de esta manera: que uno de nosotros, el más valiente, no de cuerpo, mas de esfuerzo y de su propia voluntad, se metiese dentro de aquella piel y se hiciese oso, el cual llevaríamos a casa de Democares, para que de noche, cuando todos durmiesen, nos abriese las puertas de casa. No pocos de nuestra esforzada compañía se ofrecían a hacerlo, entre los cuales Trasileón fue escogido por voto de todos y se puso al tablero del juego dudoso. El cual se metió en el cuero y comenzó a tratarlo y ablandarlo para ejercitarse en lo que había de hacer. Entonces nosotros rehenchimos algunas partes del cuero con tacos y lana, para igualarlo todo, y la junta del cuero, aunque era bien sutil, cosímosla, y con los pelos de una parte y de otra cubrímoslo muy bien.

Hicimos a Trasileón que juntase su cabeza con la de la osa, cerca del pescuezo, y por las narices y ojos de la osa abrimos ciertos agujeros por donde pudiese mirar y resollar. Así, que nuestro valiente compañero, hecho bestia, lanzámoslo en una jaula que compramos por poco precio, en la cual él entró con gran esfuerzo y muy presto. De esta manera comenzado nuestro negocio, lo que restaba para el engaño, proseguimos en este modo: Supimos cómo este Democares tenía un grande amigo en Tracia, que se llamaba Nicanor, del cual fingimos cartas que le escribía, diciendo que por honrar sus fiestas le enviaba aquel presente, que era la primera bestia que había cazado. Así, que siendo ya prima noche, aprovechándonos de la ayuda de ella, presentamos la jaula, con Trasileón dentro, a Democares, y dímosle aquellas cartas falsas. El cual, maravillándose de la grandeza de la bestia y muy alegre de la liberalidad de su amigo, mandó luego darnos diez ducados de oro, por ser los que le habíamos traído tanto placer y gozo.

Entonces, como suele acaecer que las cosas nuevas atraen los corazones de los hombres a querer ver lo que súbitamente acontece, muchos venían a ver aquella bestia, maravillándose de su grandeza. Pero Trasileón, con astucia y discreción, desmentíales la vista con su fiero ímpetu, saltando a una parte y a otra. Todos a una voz decían que Democares era dichoso, que después de habérsele muerto tantos animales y bestias como tenía, había resistido y contradicho a la Fortuna, pues que de nuevo tal joya le era venida. Así que Democares mandó llevar la osa al pasto donde las otras andaban. Entonces yo le dije:

—Mira, señor, lo que haces, porque esta bestia viene fatigada de la calor del Sol y del largo camino; paréceme que por ahora no se debía echar con las otras fieras, mayormente que, según he oído decir, están enfermas y amorbadas; antes la deberías mandar poner en algún lugar ancho y que corra grande aire por de dentro, en esta tu casa, y aun, si pudiese ser que estuviese cerca de alguna alberca o laguna de agua fresca. ¿Cómo, señor, no sabes tú que la natura de estas bestias es buscar y andar siempre en montañas espesas y valles húmedos, en collados fríos y fuentes claras y deleitosas?

Con estas palabras, Democares, habiendo miedo que no se le muriese aquélla como las otras muchas que se le habían muerto, fácilmente consintió a nuestras persuasiones, y mandó que pusiésemos la jaula o caja donde a nosotros pareciese. Además de esto, yo dije que si él mandaba, que estábamos prestos a velar allí algunas noches cerca de la jaula, para dar de comer a la bestia cuando menester fuese, por que prestamente se le quitase la fatiga del sol y cansancio del camino. A esto respondió Democares:

—No es menester que os pongáis en este trabajo, porque todos los de mi casa, por la luenga costumbre, están bien ejercitados para saber curar en estas bestias.

Dicho esto, tomamos licencia y fuímonos. Saliendo por la puerta de la ciudad vimos estar un enterramiento, apartado y escondido del camino: allí abrimos algunos de aquellos sepulcros medio abiertos, donde moraban aquellos muertos, hechos ceniza y comidos de carcoma, para esconder allí lo que robásemos. Después, al principio de la noche, según es costumbre de ladrones, al primer sueño, cuando más gravemente carga los cuerpos humanos, con toda nuestra gente armada fuimos a ponernos ante las puertas de Democares para robarlo, como cuando vamos citados a juicio. No menos fue perezoso Trasileón, que, como vio la oportunidad de la noche, saltó fuera de la jaula y luego degolló con su espada a los que lo guardaban y dormían cerca de él, y también al portero. Después abrionos las puertas, y como nosotros prestamente nos lanzamos en casa, mostronos un almacén donde antes de la noche sagazmente él vio meter y encerrar mucha plata: al cual, quebradas las puertas por fuerza, mandó a cada uno de los compañeros que entrasen y cargasen cuanto pudiesen llevar de aquel oro y plata, y prestamente lo llevasen a esconder en las casas de aquellos fieles muertos. Y que luego, corriendo, tornasen por más, y que para lo demás, yo quedaría allí al umbral de las puertas, a resistir si alguno viniese, y para espiar solícitamente hasta que tornasen. Además de esto, la osa andaba por casa aparejada para matar a los que despertasen, porque, en la verdad,

¿quién podría ser tan fuerte y esforzado que viendo una forma de bestia tan fiera, y mayormente de noche, que, vista, no se pusiese a huir, y aceleradamente, o que no echase la aldaba a la puerta de su cámara y se encerrase de miedo? Estas cosas así prósperamente dispuestas, sucedió en ellas fin desdichado, porque en tanto que yo estaba esperando a mis compañeros que tornasen, un esclavillo de casa, que parece Dios le despertó, como vio la osa que libremente discurría por toda la casa, vase muy pasico y callando de cámara en cámara, llamando a unos y a otros, diciéndoles lo que había visto. No tardó mucho cuando salen todos de una parte y de otra, que hinchen toda la casa, unos con candiles, otros con teas, otros con mechones de sebo y otros instrumentos de lumbre para de noche que alumbraban toda la casa, y nadie de los que salieron venía sin armas: unos con lanzas y dardos, otros, las espadas sacadas, se ponían a guardar las puertas y postigos de casa. Además de esto, llamaban los perros de monte, grandes y bravos como leones, exhortándolos para tomar la osa.

Cuando yo esto vi, y que crecía el ruido y tumulto, aparteme de casa, retrayéndome un poco, y púseme tras de la puerta, de donde veía a Trasileón pelear y resistir maravillosamente a los perros; el cual como quiera que estaba en el último término de su vida, no se le olvidaba su esfuerzo y virtud, ni la fe de nuestra compañía, antes, con cuanto ímpetu podía, resistía a la muerte y a la boca del cancerbero infernal; así que, reteniendo con la vida la figura de la osa, que había tomado, ora huyendo, ora resistiendo, con actos varios y movimientos de su cuerpo, finalmente se escapó huyendo, por la puerta de fuera, y aunque ya estaba en la calle pública, donde hay libertad para poder escapar huyendo, no lo pudo hacer, porque otros muchos perros de esas callejas cercanas, asaz bravos y fieros, se mezclaron con aquellos monteros de casa, que seguían a la osa, y hechos una compañía, yo vi una negra, amarga y miserable vista. Nuestro Trasileón estaba ceñido y cercado de estos perros, de una parte y de otra, que le mordían y despedazaban muy cruelmente. Entonces yo, no pudiendo sufrir tanto dolor, lanceme en medio de la gente, y, en lo que podía, ayudaba secretamente a nuestro buen compañero, persuadiendo a los principales de esta caza, en esta manera:

—¡Oh qué gran mal! ¡Oh qué extremo daño y pérdida! ¿Por qué queremos perder ahora una tan preciada y hermosa bestia?

Pero todas estas cautelas no aprovecharon al desdichado mancebo, porque, diciendo esto, salió de casa un hombre alto de cuerpo y valiente, el cual arrojó una lanza a la osa, que se la metió por medio de las entrañas, y tras de él, otro hizo lo mismo, y otros muchos, ya perdido el miedo, con sus espadas, de una parte y de otra, arremetieron a la osa, dándole hasta que la mataron.

En todo esto, Trasileón, gloria y honra de nuestra capitanía, dio el ánima digna de inmortalidad, con tanta paciencia y esfuerzo, que ni en voces ni en gemidos descubrió la fe del juramento que había hecho; mas, ya despedazado de las bocas de los perros y atravesado de las lanzas y espadas, sufriéndose de no dar voces con un manso bramido, como de alguna bestia muy fiera, tomando la muerte con ánimo muy generoso, reservó para sí gloria y dio su vida a los hados.

Tanto miedo y espanto tenían todos de aquella osa, que hasta otro día bien tarde ninguno fue osado de tocarle solamente con el dedo, aunque estaba muerta tendida, hasta que uno de éstos que andaba a desollar bestias, con miedo y poco a poco se llegó, y así un poco esforzado a abrir la barriga de la osa, de donde sacó aquel magnífico ladrón. En esta manera fue muerto Trasileón, como quiera que no pereció su gloria. Entonces nosotros cogimos nuestros líos, que tenían guardados aquellos fieles muertos, y, cuan presto pudimos, salimos de los términos de aquella ciudad de Plateas.

Una cosa veníamos siempre platicando entre nosotros: que ninguna fe se puede hallar entre los vivos, porque enojada y malquista de nuestra maldad, se es ida a vivir y está con los muertos. Finalmente, que de esta manera fatigados, con la carga y camino áspero, con tres de nuestros compañeros, vinimos cargados de esta presa que veis.

Acabada la habla, toman sus tazas doradas llenas de vino puro, y sacrifican, gustando un poco, en memoria de los tres compañeros muertos, y después de haber cantado ciertas canciones a dios Marte, reposaron un rato.

Capítulo IV

Cómo, saliendo los ladrones a robar, volvieron súbitamente trayendo una doncella robada a sus padres; la cual llora con mucha ansia la ausencia de un su esposo, con quien estaban muy suntuosamente aparejadas las bodas.

Aquella buena vieja proveyó muy bien a nosotros de cebada abundante y sin ninguna medida; tanto, que mi rocín, como vio tanta abundancia y hartura para sí solo, creía que hacía carnestolendas. Y como quiera que otras veces hubiese comido cebada tarazándola con pena, por ser para mí manjar dañoso y desabrido, sin embargo, entonces miré a un rincón donde habían puesto los pedazos de pan que habían sobrado de aquellos ladrones y comencé a ejercitar mis quijadas, que tenían telarañas de luenga hambre; venida la noche, que ya todos dormían, los ladrones despertaron con gran ímpetu y comenzaron a mudar su real, armados con sus espadas y lanzas, que parecían diablos, y botaron por la puerta fuera muy aprisa. Pero ni todo esto ni aun el sueño que bien me era menester pudo impedir el tragar y el comer que yo hacía; y como quiera, que, cuando era Lucio, con uno o dos panes me hartaba y levantaba de la mesa, mas entonces, contentando a un vientre de asno tan ancho y profundo, ya entraba rumiando por el tercer canastillo de pan, cuando estando atónito en esta obra me tomó el día claro; entonces yo, como asno empachado de vergüenza, salí de casa, aunque con pena, y harteme de agua en un arroyuelo que allí estaba. No tardó casi nada, cuando tornaron los ladrones muy solícitos y con gran baraúnda, como quiera que no traían cosa alguna, ni solamente la vil vestidura; pero con sus espadas en las manos y con toda su hueste traían cercada una doncella muy linda, la cual, según su gesto y hábito mostraba, debía de ser alguna hijadalgo de aquella tierra. Cierto, ella era tal, que yo, aunque asno, la deseaba; la mezquinilla venía llorando y también mesando sus cabellos, rasgando las tocas; después que la metieron en su cueva, comenzáronla a amansar su pena, diciéndole de esta manera:

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