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Authors: Apuleyo

El asno de oro (5 page)

BOOK: El asno de oro
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Estando hablando estas cosas, aquel sabio enojado y triste, Cerdón, el negociante, tomó sus dineros, que había sacado para pagarle su adivinanza y huyó entre la gente; finalmente, Diófanes, tornado en sí, sintió la culpa de su necedad, mayormente que vio que todos los que estábamos alrededor nos reíamos de él, pues que conocía el hado de los otros y no el de su hacienda.

—Pero tú, señor Lucio, ¿crees que aquel sabio dijo verdad a ti sólo más que a otro? Dios te dé buenaventura y que hagas buen viaje.

Milón tardaba tanto en contar estas patrañas, que yo entre mí me deshacía todo y me enojaba conmigo mismo, que de mi gana había dado causa de poner a Milón en oportunidad de contar fábulas: por lo cual yo había perdido de gozar buena parte de la noche de placer que esperaba.

Finalmente, tragada la vergüenza, dije a Milón:

—Allá se lo haya Diófanes, pase su fortuna, y si quiere torne otra vez a dar a la mar y a la tierra lo que despojare y robare a los pueblos; pero como aún estoy fatigado del camino de ayer, dame licencia que me vaya temprano a dormir.

Y diciendo esto, fuime de allí y entreme en mi cámara, adonde yo hallé bien aparejado de cenar.

Capítulo III

Que trata cómo levantado Lucio Apuleyo de la mísera mesa de Milón, apesarado con los cuentos y pronósticos del candil, se fue a su cámara, adonde halló aparejado muy cumplidamente de cenar, y después de haber cenado se gozaron en uno, por toda la noche, su amada Fotis y él.

Fuera de la puerta de la cámara estaba en el suelo hecha una cama para los mozos, creo por que no oyesen lo que entre nosotros pasaba. Cerca de mi cama estaba una mesa pequeña con muy muchas cosas de comer y sus copas llenas de vino templado, con su agua; demás de esto había allí un vaso lleno de vino, que tenía la boca muy ancha, aparejado para beber. Lo cual todo era buena antecena para la batalla de amores. Luego, como yo fui acostado, he aquí dónde viene mi Fotis, que ya dejaba acostada a su señora, con una guirnalda de rosas y otras deshojadas en el seno, y como llegó, fueme a besar, y después de echar aquellas rosas encima, tomó una taza y templó el vino con agua caliente y diome que bebiese, y antes que lo acabase de beber, arrebató la taza y aquello que quedaba comenzolo a beber, mirándome y saboreando los labios, y de esta manera bebimos otra vez hasta la tercera. Después que ya estaba harto de beber, y no solamente con el deseo, pero también con el cuerpo aparejado a la batalla, dije, enardecido, a Fotis enseñándole las muestras de mi impaciencia:

—Ten compasión de mí, y acuéstate pronto, ya tú ves cuánta pena me has dado; porque estando yo con esperanza de lo que tú me habías prometido, después que la primera saeta de tu cruel amor me dio en el corazón, fue causa que mi arco se extendiese tanto, que si no lo aflojas tengo miedo que con el mucho tesón la cuerda se rompa, y si del todo quieres satisfacer mi voluntad, suelta tus cabellos y así me abrazarás.

No tardó ella, que, nadando había alzado la mesa prestamente, con todas aquellas cosas que en ella estaban, y, desnudada de todas sus vestiduras, hasta la camisa, y los cabellos sueltos, que parecía la diosa Venus cuando sale del mar, blanca y hermosa, sin vello ni otra fealdad, poniéndose la mano delante de sus vergüenzas, antes haciendo sombra que cubriéndose, dijo:

—Ahora haz lo que quisieres, que yo no entiendo ser vencida, ni te volveré las espaldas. Si eres hombre, acomete resuelto y mata muriendo, que hoy la lucha es sin cuartel.

Y diciendo esto, acostose, donde cansamos, velando hasta la mañana, recreando nuestra fatiga con el beber de rato en rato, y de esta manera pasamos algunas otras noches.

Capítulo IV

Cómo Birrena convidó a cenar a su sobrino Lucio Apuleyo y él lo aceptó; descríbese el aparato de la cena y cuéntanse donosos acontecimientos entre los convidados.

Después aconteció que un día Birrena me rogó muy ahincadamente que fuese una noche a cenar con ella. Yo me excusé cuanto pude y al cabo hube de hacer lo que mandaba; pero cumplíame tomar licencia de mi amiga Fotis, y de su acuerdo tomar consejo como de un oráculo: la cual, como quiera que no quisiera me apartara de ella tanto como una uña; pero, en fin, hubo de dar licencia breve a la milicia de amores, alegremente, diciendo:

—Oye tú, señor, cata que tornes del convite temprano, porque hay bandos aquí de los principales, que en cada parte hallarás hombres muertos; y el gobernador no puede remediar esta ciudad de tanto mal, y a ti, así por ser rico, como también ser tenido en poco, por ser extraño, te puede venir algún peligro.

Yo le respondí:

—No tengas tú, señora, cuidado ni pena de esto; porque demás de yo no preferir a mis placeres el convite de casa ajena, con mi presta vuelta te quitaré de este miedo, y aun también no voy sin compañía, que mi espada llevo debajo de mí, que es ayuda de mi salud.

Con esto me despedí y fui a la cena, donde hallamos otros convidados, que, como aquélla era dueña principal y flor de la ciudad, el convite era bien acompañado y suntuoso. Allí había las mesas ricas de cedro y de marfil cubiertas con paños de brocado; muchas copas y tazas de diversas formas, pero todas de muy gran precio; las unas eran de vidrio, artificiosamente labrado, otras de cristal pintado, otras de plata y de oro resplandeciente, otras de ámbar, maravillosamente cavado, y todas adornadas de piedras preciosas, que ponían gana de beber; finalmente, que todo lo que parece que no puede haber allí lo había; los pajes y servidores de la mesa eran muchos y muy bien ataviados; los manjares eran en abundancia y muy discretamente administrados; los pajes, en cabello y vestidos hermosamente, traían aquellas copas hechas de piedras preciosas con vino añejo, muy fino y mucho.

Ya traídas a la mesa velas encendidas, comenzó a crecer el hablar entre los convidados y el burlar y reír y motejar unos de otros. Entonces Birrena me preguntó, diciendo:

—¿Cómo te va en esta nuestra tierra? Que cierto, a cuanto yo puedo saber, en templos y baños y otros edificios precedemos a todas las otras ciudades. Además de esto, somos ricos de alhajas de casa. Aquí hay mucha libertad y seguridad; hay grandes negociaciones y mercaderías, cuando vienen mercaderes romanos; tanta seguridad y reposo para los extranjeros como tendrían en su casa. Basta decir que somos el retiro y reposo de placeres para todos los de otras provincias que aquí vienen.

A esto yo respondí:

—Por cierto, señora, dices verdad, que yo nunca me hallé más libre en parte ninguna como aquí. Pero cierto, tengo miedo de las inevitables y ciegas obscuridades del arte mágica, que he oído decir que aquí aun los muertos no están seguros en sus sepulcros; porque de allí sacan y buscan ciertas partes de sus cuerpos y cortaduras de uñas para hacer mal a los vivos, y que las viejas hechiceras, en el momento que alguno muere, en tanto que le aparejan las exequias, con gran celeridad previenen su sepultura para tomar alguna cosa de su cuerpo.

Diciendo yo esto, respondió otro que allí estaba:

—Antes digo que aquí tampoco perdonan a los vivos, y aun no sé quién padeció lo semejante, que tiene la cara cortada, disforme y fea por todas partes.

Como aquel dijo estas palabras, comenzaron todos a dar grandes risas, volviendo las caras y mirando a uno que estaba sentado al canto de la mesa; el cual, confuso y turbado de la burla que los otros hacían de él, comenzó a reñir entre sí, y como se quiso levantar para irse, díjole Birrena:

—Antes te ruego, mi Theleforon, que no te vayas; siéntate un poco y por cortesía, que nos cuentes aquella historia que te aconteció, porque este mi hijo Lucio goce de oír tu graciosa fábula.

Él respondió:

—Señora, tú me ruegas, como noble y virtuosa; pero no es de sufrir la soberbia y necedad de algunos hombres.

De esta manera Theleforon enojado, Birrena con mucha instancia le rogaba y juraba por su vida que, aunque fuese contra su voluntad, se lo contase y dijese. Así que él hizo lo que ella mandaba, y cogidos los manteles sobre la mesa, puso el codo encima, y con la mano derecha, a manera de los que predican, señalando con los dos dedos, los otros dos cerrados y el pulgar un poco alzado, comenzó y dijo:

—Siendo yo huérfano de padre y madre partí de Mileto para ir a ver una fiesta olimpia, y como oí decir la gran fama de esta provincia, deseaba verla. Así que, andada y vista por mí toda Tesalia, llegué a la ciudad de Larisa, con mal agüero de aves negras, y andando, mirando todas las cosas de allí, ya que se me enflaquecía la bolsa, comencé a buscar remedio de mi pobreza, y andando así veo en medio de la plaza un viejo alto de cuerpo encima de una piedra, que, a altas voces, decía:

—Si alguno quisiere guardar un muerto, véngase conmigo en el precio.

Yo pregunté a uno de los que pasaban:

—¿Qué cosa es ésta? ¿Suelen aquí huir los muertos?

Respondiome aquél:

—Calla, que bien parece que eres mozo y extranjero, y por eso no sabes que estás en medio de Tesalia, donde las mujeres hechiceras cortan con los dientes las narices y orejas de los muertos, en cada parte, porque con esto hacen sus artes y encantamientos.

Yo le dije entonces:

—Dime, por tu vida, ¿y qué guarda es ésta de los difuntos?

Él me respondió:

—Primeramente, toda la noche ha de velar muy bien, abiertos los ojos y siempre puestos en el cuerpo del difunto, sin jamás mirar a otra parte, ni solamente volver los ojos, porque estas malas mujeres, convertidas en cualquier animal que ellas quieren, en volviendo la cara, luego se meten y esconden, que, aunque fuesen los ojos del Sol y de la justicia, los engañarían; que una vez se tornan aves y otra vez perros y ratones, y luego se hacen moscas, y cuando están dentro, con sus malditos encantamientos oprimen y echan sueños a los que guardan; de manera que no hay quien pueda contar cuántas maldades estas malas mujeres, por su vicio y placer, inventan y hallan, y por este tan mortal trabajo, no dan de salario más de cuatro o seis ducados de oro, poco más o menos. ¡Oh, oh!, y lo que principalmente se me olvidaba: si alguno de estos que guardan no restituye el cuerpo entero, a la mañana, todo lo que le fue cortado o disminuido es obligado y apremiado a reponerlo, cortándole otro tanto de su misma cara.

Oído esto, esforceme lo mejor que pude, y luego llegueme al que pregonaba, diciendo:

—Deja ya de pregonar, que he aquí aparejada guarda para eso que dic es.

Dime qué salario me has de dar.

Él dijo:

—Te darán mil maravedís; pero mira bien, mancebo, con diligencia; cata que este cuerpo es de un hijo de los principales de esta ciudad; guárdalo bien de estas malas arpías.

Yo dije entonces:

—¿Qué me estáis ahí contando, necedades y mentiras? ¿No ves que soy hombre de hierro, que nunca entra sueño en mí? Más veo que un lince y más lleno de ojos estoy que Argos.

Casi yo no había acabado de hablar cuando me llevó a una casa, la cual tenía cerradas las puertas, y entramos por un postigo, por donde entrome en un palacio obscuro y mostrome una cámara sin lumbre, donde estaba una dueña vestida de luto, cerca de la cual él se sentó diciendo:

—Éste viene obligado para guardar fielmente a tu marido.

Ella, como estaba con sus cabellos echados ante la cara, aunque tenía luto, estaba hermosa, y mirándome dijo:

—Mira bien; cata que te ruego que con gran diligencia hagas lo que has tomado a cargo.

Yo le dije:

—No cures, señora: mándame aparejar la colación.

Lo cual le plugo, y luego se levantó y metiome en una camarilla, donde estaba el difunto cubierto con sábanas muy blancas, y metidos dentro unos siete testigos; alzada la sábana y descubierto el muerto, llorando y demostrando todas las cosas de su cuerpo, pidiendo que fuesen testigos los que estaban presentes, lo cual un escribano asentaba en su registro, ella decía de esta manera:

—Veis aquí la nariz entera, los ojos sin lesión, las orejas sanas, los labios sin faltarles cosa, la barba maciza. Vosotros, buenos hombres, dadme por testimonio lo que digo.

Y como esto dijo y el escribano lo asentó y signó, partiose de allí. Yo díjele:

—Señora, mandad que me provean de todo lo necesario.

Ella respondió:

—¿Qué es lo que has menester?

Yo le dije:

—Un candil grande y aceite para que baste hasta el día, y vino en el jarro y agua con su taza, y el plato hecho de lo que os sobra.

Ella, moviendo la cabeza, dijo:

—Anda vete, loco, que en casa llorosa pides cena y sobras de ella, en la cual ha tantos días continuos que no se ha visto humo; ¿piensas que viniste aquí a comer? ¿Por qué antes no lloras y tomas luto como conviene al lugar donde estás?

Diciendo esto, miró a una moza y díjole:

—Mirrena, trae presto un candil y aceite, y, encerrado este guarda en la cámara, vete luego.

Yo quedé así desconsolado, para consuelo del muerto, y refregados los ojos y armados para velar, halagaba y esforzaba mi corazón cantando así que ya anochecía. Después, la noche comenzada, ya era bien alta y hora de acostar, ya que dormían y callaban todos, a mí me vino un miedo muy grande; y con esto entró una comadreja, la cual me estaba mirando, e hincó los ojos en mí fuertemente, de manera que yo me turbé y enojé porque un animal tan pequeño tuviese tanta audacia de así mirar, y díjele:

—¡Oh bestia sucia y mala! ¿Por qué no te vas de aquí y te encierras con los ratoncillos, tus semejantes, antes que experimentes el daño presente que te puedo hacer? ¿Por qué no te vas?

En esto volvió las espaldas y luego salió de la cámara. No tardó nada que me vino un sueño tan profundo, como que me lanzó en el fondo del abismo, de tal manera, que el dios Apolo no pudiera fácilmente discernir cuál de ambos los que estábamos echados fuese más muerto. Estando así, sin ánima, y habiendo menester otro que me guardase, casi que no estaba allí donde estaba, el canto de los gallos quebrantó las treguas de la noche; finalmente, que yo desperté, y asombrado de un gran pavor corrí presto al muerto, y traída una lumbre descubrile la cara y comencé con diligencia a mirar todas las cosas de su persona, y hallé que todo estaba sano y entero.

En esto entra la mezquinilla de su mujer, llorando y mostrando mucha pena, y entraron con ella los testigos que el día antes había traído. Ella se lanzó sobre el cuerpo muchas veces, besándolo, y con una lumbre en la mano reconociendo y mirándolo todo, y vuelta la cabeza, llamó a un su mayordomo y mandole que pagase luego al buen guardián su premio, el cual luego me fue dado, diciendo:

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